GIDEON

1 de octubre


¿Adónde nos va a llevar todo esto, doctora Rose? Ahora me pide que piense tanto en mis sueños como en mis recuerdos, y yo me pregunto si sabe lo que está haciendo. Me pide que anote todos los pensamientos que me vengan a la cabeza, que deje de preocuparme por la forma en que se relacionan y si nos pueden llevar a algo, o si podrían ser la llave que encajaría en la cerradura de mi mente, y a mí se me está agotando la paciencia.

Papá me dice que el trabajo que realizó en Nueva York consistía principalmente en ayudar a gente con trastornos alimentarios. Está haciendo sus propias indagaciones -sólo tuvo que hacer unas cuantas llamadas a los Estados Unidos-, ya que como no está viendo ningún progreso, ha empezado a preguntarse cuánto tiempo quiero seguir dedicando a desenterrar el pasado en vez de ocuparme del presente.

– ¡Por el amor de Dios! No está acostumbrada a trabajar con músicos -me ha dicho hoy mismo-. Ni siquiera trata a otros artistas. Así pues, puedes continuar llenándole la cartera de dinero sin obtener nada a cambio, que es lo único que ha sucedido hasta este momento, Gideon, o puedes probar otra cosa.

– ¿Como por ejemplo…? -le he preguntado.

– Si todavía sigues pensando que la respuesta está en la psiquiatría, por lo menos inténtalo con alguien que sepa darle el tratamiento adecuado al problema. Y tu problema es el violín, Gideon, no lo que recuerdes o no sobre el pasado.

– Raphael me lo contó -le he confesado.

– ¿El qué?

– Que Katjia Wolff ahogó a Sonia.

En ese momento se produjo un silencio, y como estábamos hablando por teléfono y no en persona, sólo pude adivinar la expresión de su rostro. Seguro que la cara se le habría endurecido a medida que se le tensaban los músculos, y los ojos se le habrían vuelto opacos. Aunque Raphael sólo me hubiera contado eso, al hacerlo había incumplido un acuerdo que se había establecido hacía más de veinte años. Seguro que a papá no le ha hecho ninguna gracia.

– ¿Qué sucedió? -le he preguntado.

– No pienso hablar de eso.

– Ésa es la razón por la que mamá se marchó, ¿no es verdad?

– Ya te he dicho que…

– Nada. No me has dicho nada. Si de verdad tienes tantas ganas de ayudarme, ¿por qué no me ayudas con esto?

– ¡Porque esto no tiene nada que ver con tu problema, joder! Además, el hecho de sacarlo todo a luz, de diseccionar cada matiz y de meditar sobre todo ello ad infinitum es una forma estupenda de evitar los temas verdaderamente importantes, Gideon.

– Estoy haciendo todo lo que puedo.

– ¡Y una mierda! Estás bailando a su ritmo como si fueras un pobre maricón.

– Estás siendo muy injusto conmigo.

– Lo que es injusto es que te pidan que te hagas a un lado y que observes cómo tu hijo arruina su vida. Lo que es injusto es haber vivido exclusivamente para tu hijo durante más de un cuarto de siglo para que éste pueda convertirse en el músico que desea ser, y todo para acabar viendo cómo se desmorona la primera vez que sufre un contratiempo. Lo que es injusto es haber forjado poco a poco un tipo de relación que nunca habría podido tener con mi propio padre, para que después te pidan que te apartes y observes cómo el amor y la confianza que han depositado en ti todos estos años es transferida a una psiquiatra, cuya única recomendación es que ha sido capaz de subir al Machu Pichu sin que la hayan tenido que llevar en brazos hasta la cima.

– ¡Por el amor de Dios! ¡Sí que has hecho indagaciones!

– Las suficientes para saber que has estado perdiendo el tiempo. ¡Maldita sea, Gideon! -Pero al pronunciar esas palabras su tono de voz no sugería dureza-. ¿Lo has intentado, como mínimo?

Se refería al violín, evidentemente. Eso era lo único que necesitaba saber. Era como si para él no fuera más que una máquina capaz de producir música.

Al ver que no respondía, me dijo con bastante acierto:

– ¿No te das cuenta de que esto podría ser simplemente un bloqueo pasajero? Tal vez sólo tengas una conexión suelta en tu cerebro. Pero como nunca has tenido el más mínimo percance en tu carrera, has sido presa del pánico. ¡Coge el violín, por el amor de Dios! Hazlo por ti mismo antes de que sea demasiado tarde.

– ¿Demasiado tarde para qué?

– Para superar el miedo. No permitas que te debilite. No te explayes tanto en ese miedo.

Al final, sus palabras no me parecieron ilógicas, sino que me parecieron indicar una acción que era a la vez razonable y sólida. Tal vez estuviera haciendo una montaña de un grano de arena, y usara una «enfermedad del espíritu» inventada para cubrirme la herida que había sufrido mi orgullo profesional.

Así pues, cogí el Guarneri, doctora Rose. Gracias a ese optimismo, puse el hombro en posición. Me concedí el placer de no leer la partitura -y para mitigar la presión que supondría tocar de memoria, escogí una pieza de Mendelssohn que había tocado un millón de veces-y me di cuenta de que mi cuerpo tenía la posición adecuada, tal y como me habría dicho la señorita Orr. Incluso podía oírla: «El cuerpo recto, los hombros caídos. Acompaña el arco con todo el brazo. Sólo tienes que mover las yemas de los dedos».

Lo oía todo, pero no logré hacer nada. El arco me saltaba por encima de las cuerdas, y mis dedos golpeaban la cuerda de tripa con la misma delicadeza que un carnicero adobaría a un cerdo.

«Son nervios -pensé-. Sólo es cuestión de nervios.»

Por lo tanto, lo intenté de nuevo, pero el sonido aún fue mucho peor. Eso fue lo único que fui capaz de producir: sonido, doctora Rose. Ni siquiera fui capaz de hacer nada que se asemejara a la música. Y por lo que respecta al hecho de tocar a Mendelssohn… bien podría haber intentado hacer un aterrizaje en la luna desde la sala de música, tan imposible era la tarea que me había propuesto.

«¿Cómo se sintió al intentarlo?», me preguntará.

«¿Cómo se sintió al cerrar el ataúd de Tim Freeman?», le contestaré. Marido, compañero, víctima del cáncer, y todo lo demás que era para usted, doctora Rose. ¿Qué sintió cuando su marido murió? Porque esto es como una muerte para mí, y si va a haber una resurrección, lo que necesito saber es cómo se producirá desenterrando el pasado y anotando todos mis malditos sueños. Dígamelo, por favor. ¡Por el amor de Dios! ¡Dígamelo!


2 de octubre


No se lo conté a papá.

«¿Por qué?», me pregunta.

«Porque fui incapaz de afrontarlo.»

«Afrontar ¿el qué?»

Supongo que su decepción. Cómo le afectaría saber que soy incapaz de hacer lo que él quiere que haga. Ha organizado su vida entera alrededor de la mía, y yo he organizado la mía en función de la música. En este preciso instante los dos estamos precipitándonos hacia el olvido, y me parece un acto de consideración que sólo uno de nosotros lo sepa.

Cuando metí el Guarneri de nuevo en la funda, tomé una decisión. Salí de casa.

Sin embargo, me encontré con Libby en las escaleras de la entrada. Estaba sentada junto a la barandilla con una bolsa abierta de dulces sobre el regazo. No parecía que se los estuviera comiendo, aunque sí que daba la sensación de estar contemplando la posibilidad de hacerlo.

Me pregunté cuánto tiempo debía de llevar ahí sentada, y cuando habló, obtuve mi respuesta.

– Te he oído. -Se puso en pie, se quedó mirando la bolsa y después la metió deprisa en el enorme bolsillo delantero de su peto-. Ése es el problema que tienes, ¿verdad, Gideon? Ése es el motivo por el que hace tiempo que no tocas. ¿Por qué no me lo dijiste? Creía que éramos amigos.

– Y lo somos.

– Es imposible.

– Posible es.

Sin siquiera sonreír, añadió:

– Los amigos se ayudan entre sí.

– No me puedes ayudar en esto. Ni siquiera sé lo que me pasa, Libby.

Se quedó mirando la plaza con una expresión de desolación.

– ¡Mierda! ¿Qué estamos haciendo, Gid? ¿Por qué vamos a hacer volar tus cometas? ¿Y el vuelo libre? ¿Por qué demonios dormimos juntos? Si ni siquiera eres capaz de contarme…

La conversación era una reconstrucción de cientos de discusiones que había tenido con Beth, aunque el tema era un poco diferente. Con ella, siempre era: «Gideon, si ya ni siquiera somos capaces de hacer el amor…».

Con Libby las cosas no habían ido lo bastante lejos para que eso se convirtiera en una tema de discusión, y me sentía contento de ello. La escuché hasta el final, pero no tenía nada que responderle. Cuando acabó de hablar y se dio cuenta de que no le respondería, me siguió hasta el coche y exclamó:

– ¡Eh! ¡Espera un momento! Te estoy hablando. Espera un momento. Espera. -Me cogió del brazo.

– Tengo que irme -le respondí.

– ¿Adónde?

– A Victoria.

– ¿Por qué?

– Libby…

– De acuerdo. -Tan pronto como abrí el coche, se metió dentro-. Entonces voy contigo.

Para librarme de ella, la tendría que haber sacado a rastras del coche. Además, por la inclinación de su mandíbula y por la frialdad de sus ojos supe que ofrecería una gran resistencia. No tenía suficiente energía para hacerlo; por lo tanto, puse el coche en marcha y partimos hacia Victoria.

La Asociación de Prensa tiene sus oficinas a la vuelta de la esquina de la Estación de Victoria en Vauxhall Bridge Road, y allí es donde fuimos. Por el camino, Libby sacó la bolsa de dulces y empezó a comérselos.

– ¿No estabas haciendo la Dieta Anti-Blanca? -le pregunté.

– Estos dulces son rosas y verdes, por si no te habías dado cuenta.

– Una vez me dijiste que todo lo que tiene colorantes artificiales cuenta como blanco -le recordé.

– Yo digo muchas cosas. -Arrojó la bolsa de plástico contra su regazo y pareció haber tomado una decisión-. Quiero saber cuánto tiempo hace. Y más te vale ser totalmente sincero conmigo.

– ¿Cuánto tiempo hace de qué?

– Que no tocas. O que tocas de ese modo. Dímelo. Así de simple. ¿Cuánto tiempo hace? -Después cambió de tema con rapidez, como a menudo solía hacer-. No importa. Debería haberme dado cuenta antes. Es por culpa del cabrón de Rock.

– No creo que podamos echarle la culpa a tu marido…

– Ex marido, por favor.

– Aún no lo es.

– Pero falta muy poco.

– De acuerdo, pero no podemos culparle de…

– ¡Y mira que llega a ser odioso!

– … que yo esté pasando una mala época.

– No te estaba hablando de eso -lo dijo en un tono de irritación-. No eres la única persona sobre la faz de la tierra, Gideon. Te estaba hablando de mí. Me habría dado cuenta de lo que te sucedía, si no hubiera estado tan nerviosa por lo de Rock.

Pero apenas oí lo que me contó sobre su marido, porque aún me sentía herido por sus palabras: «No eres la única persona sobre la faz de la tierra, Gideon». Hacían eco de lo que Sarah-Jane Beckett me había dicho años atrás: «Ya no eres el centro del universo». Era incapaz de ver a Libby dentro del coche porque sólo podía ver a Sarah-Jane Beckett. Aún puedo verla, puedo ver cómo sus ojos me miraban fijamente, cómo inclinaba su rostro hacia mí. Era un rostro pálido, con los ojos entornados junto a una hilera de pestañas achaparradas.

«¿De qué le está hablando cuando le dice eso?», me pregunta.

Sí, de acuerdo. Eso es lo importante.

Me estoy portando mal cuando ella me está vigilando. No le ha quedado más remedio que decidir cuál sería mi castigo: me ha dado un tremendo rapapolvo, estilo Sarah-Jane. Hay una caja de madera dentro del armario del abuelo y me he metido dentro. Está llena de cera para botas negras, de betún y de trapos, y lo he usado todo como si fueran pinturas. Me he dedicado a ensuciar las paredes del pasillo del primer piso con betún marrón y con cera para botas. «Aburrido, aburrido, aburrido», he pensado mientras echaba a perder el papel de la pared y me limpiaba las manos en las cortinas. Pero, en verdad, no estoy aburrido, y Sarah-Jane lo sabe. No lo he hecho por esa razón.

«¿Sabe por qué lo hizo?», me pregunta.

No estoy seguro del todo. Pero creo que estoy enfadado y que tengo miedo. Sí, está claro que estoy enfadado y tengo muchísimo miedo.

Veo el brillo de sus ojos cuando le cuento esto, doctora Rose. Ahora empezamos a ir a alguna parte. Ira y miedo. Emoción. Pasión. Algo, gracias a Dios, con lo que poder empezar a trabajar.

Pero tengo pocas cosas que añadir. Sólo esto: cuando Libby dijo «No eres la única persona sobre la faz de la tierra, Gideon», es evidente que sentí miedo. No obstante, era un miedo diferente al que siento cuando temo no poder volver a tocar mi instrumento nunca más. Era un miedo que no parecía guardar relación alguna con la conversación que estábamos teniendo. Aun así, lo sentí con una exaltación tan repentina que me vi gritando «No» a Libby, pero en ningún momento sentí que me estaba dirigiendo a ella.

«¿Y de qué tenía miedo?», me cuestiona.

Habría pensado que era evidente.


3 de octubre


Nos mandaron al archivo de periódicos, un trastero en el que hay una cantidad interminable de recortes de periódico. Están archivados en carpetas de papel manila y catalogados por temas a lo largo de unas estanterías correderas. ¿Conoce el sitio del que le estoy hablando? Los lectores de periódico se pasan el día allí, absortos en el estudio de los periódicos más importantes, recortando e identificando historias que luego pasan a formar parte de la colección de la biblioteca. Al lado hay una mesa y una fotocopiadora para uso de los miembros del público que deseen realizar algún tipo de investigación.

Le dije a un chico mal vestido y de pelo largo lo que estaba buscando. «Deberías haber llamado antes -me replicó-. Como mínimo, tardaré veinte minutos en encontrarlo. Ese material no lo guardamos aquí.»

Yo le dije que esperaríamos, pero me di cuenta de que estaba tan nervioso que apenas pude permanecer en la biblioteca una vez que el chico se hubo marchado para iniciar su búsqueda. Era incapaz de respirar, y enseguida me di cuenta de que sudaba tanto como Raphael. Le dije a Libby que necesitaba un poco de aire fresco. Me siguió hasta Vauxhall Bridge Road. No obstante, allí fuera tampoco podía respirar.

– Es por el tráfico -le dije a Libby-. Por la contaminación.

Me encontré jadeando cual corredor exhausto. Y entonces mi víscera entró en acción: se me cerró el estómago y se me soltaron los intestinos, con la amenaza de hacer una humillante explosión en medio de la calle.

– Tienes un aspecto terrible, Gid -sentenció Libby.

– No, no, no. Estoy bien -repliqué.

– Si tú estás bien, yo soy la Virgen María -contestó-. Ven aquí. Sal de en medio de la acera.

Me llevó a una cafetería que había a la vuelta de la esquina y me hizo sentar en una mesa.

– No te muevas, a no ser que… te vayas a desmayar, ¿de acuerdo? Si eso sucede, apoya la cabeza… en alguna parte. ¿Dónde se supone que debes poner la cabeza? ¿Entre las piernas? -Se dirigió hacia la barra y regresó con un zumo de naranja-. ¿Cuánto tiempo hace que no has comido nada?

Y yo -pecador y cobarde rematado- le dejé creer lo que quería creer:

– No lo recuerdo con exactitud. -Me bebí el zumo de naranja como si fuera un elixir que pudiera devolverme todo lo que había perdido hasta entonces.

«¿Perdido?», repetirá, atenta a cualquier movimiento.

«Sí. Todo lo que he perdido: mi música, Beth, mi madre, una infancia, recuerdos que otra gente dan por sentados.»

«¿Sonia? -me preguntará-. ¿También Sonia? ¿Le gustaría recordarla si pudiera, Gideon?»

«Sí, por supuesto -es mi respuesta-. Pero una Sonia diferente.»

Esa respuesta me paraliza, porque contiene cierto grado de remordimiento por lo que había olvidado sobre mi hermana.


3 de octubre, 18.00


Cuando fui capaz de controlar mis furiosos intestinos y de respirar con normalidad, Libby y yo regresamos a la biblioteca. Cinco enormes sobres de papel manila nos esperaban, repletos de recortes de periódico de hace más de veinte años. Estaban mal recortados y muy manoseados; olían a rancio, y estaban descoloridos por el paso del tiempo.

Mientras Libby se iba a buscar otra silla para poder sentarse junto a mí, yo cogí el primer sobre y lo abrí.

Lo primero que vi fue: LA NIÑERA ASESINA HA SIDO CONDENADA, con el convencimiento implícito de que los titulares de periódico habían cambiado muy poco en las dos últimas décadas. Las palabras iban acompañadas de una fotografía, y ahí delante la tenía, la asesina de mi hermana. Parecía que hubieran hecho la fotografía al principio del proceso legal, ya que no la habían fotografiado ni en el Tribunal Penal ni en la prisión, sino en Earl's Court Road mientras salía de la comisaría de policía de Kensington en compañía de un hombre achaparrado y ataviado en un traje que le quedaba muy mal. A su espalda, parcialmente oscurecido por la puerta, había un hombre que no habría sido capaz de reconocer si no fuera porque conocía su forma, su tamaño y su apariencia general debido a casi veinticinco años de clases diarias de violín: Raphael Robson. Me di cuenta de la presencia de esos dos hombres -supuse que el primero debía de ser el abogado de Katja Wolff-, pero fue en Katja en quien me fijé.

Las cosas habían cambiado mucho para ella desde el día soleado en que le hicieron la foto en el jardín trasero. Evidentemente, para la primera había posado, mientras que ésta era una instantánea hecha con las prisas frenéticas necesarias para poder hacer una fotografía en el breve momento en que una figura de interés periodístico sale de un edificio y entra en un vehículo que se la lleva a toda velocidad. Lo que evidenciaba la fotografía era que la notoriedad pública -como mínimo de ese tipo- no le había sentado bien a Katja Wolff. Estaba delgada y parecía enferma. Y mientras que en la fotografía del jardín sonreía a la cámara feliz y abiertamente, en ésta intentaba ocultar el rostro. El fotógrafo se debía de haber acercado bastante a ella, ya que no parecía granulada, tal y como sucede con las fotos que han sido hechas con teleobjetivo. De hecho, hasta el más mínimo detalle del rostro de Katjia Wolff parecía severamente enfatizado.

Tenía la boca muy cerrada y, por lo tanto, los labios se le veían demasiado delgados. Las ojeras parecían morados de media luna. Sus rasgos aquilinos se habían endurecido por una pérdida importante de peso. Tenía los brazos tensos, y allí donde la blusa le formaba una V, su clavícula se asemejaba al borde de una tabla.

Leí el artículo y averigüé que el presidente del Tribunal Supremo, el señor John Wilkes, había condenado, en función de su cargo, a Katjia Wolff, y que había hecho una recomendación poco habitual al Ministerio del Interior, diciéndole que bajo ninguna circunstancia Katja Wolff cumpliera menos de veinte años de condena. Según el corresponsal, que evidentemente había presenciado el juicio, la acusada se puso en pie tan pronto como oyó la sentencia y solicitó que la dejaran hablar. «Déjenme que les cuente lo que sucedió», dijo según palabras del corresponsal. Pero el hecho de que quisiera hablar en ese momento -después de haber mantenido su derecho al silencio no sólo en el juicio, sino también durante la investigación del caso-tenía resabios de pánico y de querer llegar a un acuerdo; por lo tanto, se consideró que era demasiado tarde.

«Nosotros sabemos lo que sucedió -declaró más tarde a la prensa el señor Bertram Cresswell-White, abogado del Estado-. Nos lo contó la policía, la misma familia, el laboratorio del equipo forense y los propios amigos de la señorita Wolff. En unas circunstancias que cada vez eran más difíciles, con la intención de descargar su cólera por una situación en la que sentía que la estaban tratando injustamente, y ya que tenía la oportunidad de librar al mundo de una niña que de todas maneras era imperfecta, conscientemente y con la intención de herir a la familia Davies, empujó a Sonia Davies bajo el agua en su propia bañera y la sostuvo allí, a pesar de los esfuerzos patéticos de la niña, hasta que se ahogó. En ese momento, la señorita Wolff dio la alarma. Esto es lo que sucedió. Esto es lo que se demostró. Y ésta es la razón por la que el señor Wilkes, presidente del Tribunal Supremo, ha dictado sentencia, tal y como la ley lo requiere.»

«Cumplirá veinte años de condena, papá.» Sí, sí. Eso es lo que le dice al abuelo cuando mi padre entra en la habitación en la que estamos esperando la noticia: el abuelo, la abuela y yo. Lo recuerdo. Estamos en el salón, sentados en el sofá, yo en el medio. Y sí, mi madre también está, y está llorando. Como siempre, según me parece, no sólo desde que murió Sonia, sino desde que nació.

Se supone que un nacimiento ha de ser motivo de alegría, pero el de Sonia no lo fue. Por fin me di cuenta de ello mientras hojeaba los primeros recortes y leía el segundo -la continuación de la historia de la primera página- que había debajo. Allí descubrí una fotografía de la víctima, y para mi vergüenza vi lo que había olvidado o lo que había borrado de mi mente a propósito sobre mi hermana pequeña durante más de dos décadas.

Lo que había olvidado fue lo primero que Libby notó y comentó cuando se unió a mí con la otra silla, a medida que la arrastraba tras ella y entraba de nuevo en el archivo de periódicos. Evidentemente no sabía que se trataba de la fotografía de mi hermana, ya que no le había contado por qué quería ir a la Asociación de Prensa. Me había oído pedir recortes sobre el juicio de Katja Wolff, pero no sabía nada más.

Libby se sentó junto a la mesa, se volvió ligeramente hacia mí, cogió la fotografía y me preguntó:

– ¿A ver qué has encontrado?

Al verlo, comentó:

– Tiene el síndrome de Down, ¿verdad? ¿Quién es?

– Mi hermana.

– ¿De verdad? Si nunca me habías dicho que… -Alzó los ojos de la fotografía y me miró. Continuó con cautela, o escogiendo las palabras o hasta qué punto quería llegar con lo que implicaban-. ¿Te sentías… avergonzado de ella, o algo así? Lo que te quiero decir es que… ¡Ostras! Tenía el síndrome de Down, no es para tanto.

– O algo así -repetí-. Avergonzado o algo así. Algo despreciable. Algo ruin.

– ¿Qué me respondes?

– No me acordaba de ella ni de nada de esto. -Hice un gesto para señalar los archivos-. No recordaba nada. Tenía ocho años, alguien ahogó a mi hermana…

«¿Ahogó?»

La cogí del brazo para evitar que siguiera mirando los recortes. No necesitaba todo ese material de la biblioteca para saber quién era. Créame, mi vergüenza ya era tan grande que no hacía falta expresarla en público.

– Mira -le dije a Libby con brusquedad-. Tú misma. Era incapaz de recordarla, Libby. Era incapaz de recordar su característica más importante.

– ¿Por qué? -me preguntó.

– Porque yo no quería.


3 de octubre, 22.30


Esperaba que saltara de alegría con el triunfo del guerrero al oír esa confesión, doctora Rose, pero no dice nada. Simplemente se limita a observarme, y aunque se ha entrenado para que sus rasgos no delaten nada, tiene poco poder para controlar la luz que aparece en sus ojos, por muy impenetrables que sean. Vuelvo a ver ese brillo por un instante, y me dice que quiere oír lo que me acabo de decir a mí mismo.

Era incapaz de recordar a mi hermana porque no quería recordarla. Así deben de ser las cosas. Cuando no queremos recordar, optamos por olvidar. Salvo que a veces no es la verdad lo que no necesitamos recordar. Y, en otros casos, nos dicen que olvidemos.

No obstante, esto es lo que creo: los episodios de mi abuelo eran el Tema Tabú por Excelencia en Kensington Square, y aún así los recuerdo con toda claridad. Recuerdo perfectamente lo que los causaba, la música que mi abuela utilizaba con la intención de evitar que se produjeran, su existencia y el caos que les seguía, y las secuelas durante las que las lágrimas abundaban a medida que los enfermeros se lo llevaban al campo para poder librarle de ellos. Con todo, nunca hablábamos de esos episodios. Por lo tanto, ¿por qué me acuerdo de mi abuelo y de sus episodios, y no de mi hermana?

«Su abuelo tiene más importancia en su vida que su hermana -me dice, a causa de la música. Interpreta el papel principal en el drama de su historia musical, a pesar de que una parte de su papel se produzca en la ficción que es la Leyenda de Gideon Davies. Reprimir su recuerdo, tal y como parece haber reprimido el de Sonia…»

«¿Reprimir? ¿Por qué reprimir? ¿Está de acuerdo con el hecho de que no me acordaba de mi hermana porque yo no quería, doctora Rose?»

«La represión no es una elección consciente -me dice con un tono de voz tranquilo, compasivo y sosegado-. Está asociada a un estado emocional, psicológico o físico demasiado difícil de soportar, Gideon. Por ejemplo, si de niños hemos presenciado algo terrible o incomprensible para nosotros, el acto sexual entre nuestros padres lo ilustraría muy bien, lo eliminamos de nuestro conocimiento consciente porque a esa edad no tenemos las herramientas para hacer frente a lo que hemos visto, o para asimilarlo de un modo que tenga sentido para nosotros. Incluso de adultos, la gente que sufre accidentes horribles normalmente no tiene recuerdos de la catástrofe, por el simple hecho de que es horrible. No elegimos de forma consciente borrar un recuerdo de nuestra mente, Gideon. Sencillamente lo hacemos. La represión es la forma que tenemos de protegernos a nosotros mismos. Es el modo en que nuestra mente se protege a sí misma de algo que aún no está preparada para afrontar.»

Entonces, ¿qué -qué- es lo que aún no estoy preparado para afrontar de mi hermana, doctora Rose? Sin embargo, me acordé de Sonia, ¿no es verdad? Cuando estaba escribiendo sobre mi madre, me acordé de ella. Tan sólo había reprimido un detalle sobre ella. No sabía que tenía síndrome de Down hasta que vi esa fotografía.

Por lo tanto, el hecho de que lo fuera debe de tener importancia en todo esto, ¿no cree? Debe de tenerla, porque es el único detalle que no pude recordar por mí mismo. Fui incapaz de desenterrarlo. Nada me llevó a hacerlo.

«Tampoco fue capaz de recordar a Katja Wolff», me replica.

Así pues, Katja Wolff guarda relación con el hecho de que Sonia tuviera síndrome de Down, ¿no es verdad, doctora Rose? No puede ser de otra manera.


5 de octubre


Después de ver la fotografía de mi hermana y de oír a Libby pronunciar lo que yo era incapaz de decir, me sentía incapaz de seguir en la biblioteca. Tenía cinco sobres delante de mí, que contenían información detallada de lo que le había sucedido a mi familia veinte años atrás. Sin lugar a dudas, dentro de esos sobres también habría averiguado todos los nombres importantes de la gente que se había ocupado de la investigación y de los procedimientos legales que se habían hecho a continuación. Pero después de ver la fotografía de Sonia, me di cuenta de que no podía seguir leyendo, porque al ver esa fotografía visualicé a mi hermana debajo del agua: moviendo su redonda cabeza de un lado para otro y con los ojos -esos ojos que incluso en una fotografía de periódico mostraban que había nacido con una anomalía-totalmente salidos porque no podían evitar mirar a su asesino. La persona que la está obligando a permanecer bajo el agua es alguien en quien confía, alguien que ama, alguien de quien depende y a quien necesita; por lo tanto, no llega a entenderlo. Sólo tiene dos años, y aunque hubiera sido una niña normal, tampoco habría comprendido lo que estaba sucediendo. Sin embargo, no es normal. No nació normal. Y nada de lo que ha sucedido durante los dos años de su corta existencia ha sido normal.

Anormalidad. Anormalidad que conduce a una crisis. Se trata de eso, doctora Rose. Hemos ido dando tumbos de una crisis a otra con mi hermana. Mi madre llora durante la misa de la mañana, y la hermana Cecilia sabe que necesita ayuda. No es que sólo necesite ayuda para enfrentarse con el hecho de que ha dado a luz una niña que es diferente, imperfecta, rara, fuera de lo corriente o como quiera llamarla, sino que también necesita ayuda práctica para cuidar de ella. Porque a pesar de la presencia de un niño prodigio y de otro incapacitado por un defecto de nacimiento, la vida debe continuar, lo que implica que la abuela debe seguir cuidando del abuelo, que papá debe seguir acudiendo a sus dos trabajos como antes, que yo debo continuar con el violín, y que mi madre tiene que trabajar.

El gasto lógico que se puede suprimir es el violín y todo lo que comporta: absolver a Raphael Robson de sus obligaciones, despedir a Sarah-Jane Beckett en su papel de maestra interna y mandarme a la escuela. Con la enorme cantidad de dinero que se ahorraría con estas medidas simples y oportunas, mi madre se podría quedar en casa con Sonia, podría ocuparse de sus crecientes necesidades, y cuidarla durante las enfermedades que no cesaban de aparecer.

No obstante, hacer ese cambio es inconcebible para todo el mundo, porque a los seis años y medio de edad ya he hecho mi debut en público, y negarle al mundo el don de mi música parece un acto de mezquindad extrema. No obstante, fue un tema que mis padres y mis abuelos discutieron. Sí. Ahora lo recuerdo. Mamá y papá están hablando en el salón y el abuelo entra vociferando: «El niño es un genio, un maldito genio», les grita. La abuela también está allí, porque oigo su ansioso «Jack, Jack», y me la imagino escabullándose hacia el tocadiscos y poniendo con rapidez una pieza de Paganini para apaciguar la bestia que se esconde bajo la camisa de franela del abuelo. «Ya está dando conciertos, maldita sea -grita el abuelo-. Si queréis que deje la música, tendréis que pasar por encima de mi cadáver. Por una vez en tu vida, por una sola maldita vez, Dick, ¿me harás el favor de tomar la decisión correcta?»

Esta discusión no incluye ni a Raphael ni a Sarah-Jane. Su futuro, al igual que el mío, está en juego, pero tienen tanto derecho a opinar como yo; es decir, ninguno. La disputa sigue durante horas y días durante la convalecencia del embarazo de mi madre, y tanto la discusión como las dificultades de la convalecencia de mi madre se ven exacerbadas por las crisis de salud que Sonia experimenta.

«Han llevado al bebé al médico… al hospital… a urgencias.» A nuestro alrededor hay una sensación generalizada de tensión, urgencia y miedo que jamás se había sentido en la casa. Todo el mundo está tan ansioso que la situación puede explotar en cualquier momento. La pregunta siempre planea en el aire: «¿Qué pasará a continuación?».

Crisis. La gente está fuera casi todo el tiempo. Hay momentos en los que parece que no haya nadie en casa. Solamente Raphael y yo. O Sarah-Jane y yo. Todos los demás están con Sonia.

«¿Por qué? -me pregunta-. ¿Qué tipo de crisis sufrió Sonia?»

Sólo recuerdo: «Dice que se reunirá con nosotros en el hospital. Gideon, ve a tu habitación», y el sonido de los débiles lamentos de Sonia; oigo cómo esos lamentos se desvanecen a medida que la llevan abajo y la sacan al frío de la noche.

Voy a su dormitorio; está al lado del mío. Es el cuarto de los niños. Han dejado una luz encendida, y hay una especie de máquina junto a su cuna y unas correas que la mantienen atada mientras duerme. Hay una lámpara que da vueltas encima de una cómoda, la misma lámpara que recuerdo haber observado tantas y tantas veces mientras estaba tumbado en la cuna, en esa misma cuna. Veo las marcas que dejé al morder la barandilla y veo los cromos del Arca de Noé que solía contemplar. Me meto en la cuna, y aunque ya tengo seis años y medio, me acurruco y espero a ver lo que sucederá.

¿Y qué sucede?

Después de un tiempo, regresan, tal y como siempre hacen, con medicinas, con el nombre de un doctor que tienen que ver por la mañana, con una prescripción conductual o con una dieta nueva que tiene que seguir. A veces Sonia está en casa, pero otras veces tiene que quedarse en el hospital.

Ésa es la razón por la que mi madre llora en misa. Y sí, eso es de lo que debían de estar hablando mi madre y sor Cecilia el día que fuimos al convento, que tiré la estantería y que rompí la estatua de la virgen. Esa monja sólo habla en susurros, y supongo que lo hace para consolar a mi madre, que debe de sentir… ¿qué? Culpa, porque ha dado a luz una niña que sufre una enfermedad tras otra; ansiedad, porque «¿qué puede suceder a continuación?» está siempre presente; ira, por las injusticias de la vida; y un agotamiento total por intentar hacer frente a todo.

De toda esta tierra fértil y turbulenta debe de surgir la idea de que necesitan una niñera. Una niñera sería la solución a todos los problemas. Papá podría continuar con sus dos trabajos, mamá podría volver al suyo, Raphael y Sarah-Jane podrían continuar enseñándome, y la niñera podría ayudar a cuidar a Sonia. James el Inquilino estaría allí para aportarles un dinero extra, y quizá también pudieran aceptar a otro inquilino. Así pues, Katja Wolff viene a casa. Pero resulta que no es una niñera cualificada. No ha asistido a ningún curso de especialización ni a ninguna universidad para obtener un certificado de cuidados infantiles. Sin embargo, es educada, servicial, cariñosa, agradecida y -alguien tiene que decirlo-cobra poco. Le encantan los niños y necesita el trabajo. Además, la familia Davies necesita ayuda.


6 de octubre


Fui a ver a papá esa misma noche. Si alguien tiene la llave antiamnésica que estoy intentando encontrar, ése es mi padre.

Le encontré en el piso de Jill; de hecho, estaba en la mismísima escalera de entrada al edificio. Estaban en medio de una de esas discusiones educadas pero tensas que suelen tener las parejas enamoradas cada vez que uno de ellos tiene deseos razonables que entran en conflicto. Ésa, al parecer, consistía en decidir si Jill -ya se acercaba la fecha del parto-debía seguir conduciendo por Londres o no.

Papá le decía: «Es peligroso e irresponsable. Ese coche es un trasto. ¡Por el amor de Dios! Ya llamaré a un taxi para que venga a buscarte o te llevaré yo mismo».

Y Jill le respondía: «¿Te importaría dejar de tratarme como si fuera un objeto de cristal? Cuando te pones así, ni siquiera soy capaz de respirar».

Ella se dispuso a entrar en el edificio, pero él la cogió del brazo. Papá le suplicó: «Cariño, por favor». Era obvio que sufría por ella.

Lo comprendí. Mi padre no había tenido muy buena suerte con los hijos. Virginia, muerta. Sonia, muerta. Dos de tres no era una proporción que pudiera dar a un hombre tranquilidad de espíritu.

En beneficio suyo, debo decir que ella también pareció darse cuenta. Un poco más tranquila, le dijo: «Te estás comportando como un tonto», pero creo que una parte de ella valoraba que mi padre se preocupara tanto por su bienestar. Entonces me vio de pie junto a la acera, dudando entre irme sin que me vieran y avanzar hacia delante con un cordial saludo que intentara mostrar un grado de afabilidad que no sentía. Jill exclamó:

– ¡Hola! Cariño, ha venido Gideon.

Papá se dio la vuelta, la soltó del brazo, y eso le permitió ir a abrir la puerta principal e invitarnos a pasar.

El piso de Jill tiene todas las comodidades modernas; está en un edificio antiguo que fue derribado por un constructor inteligente que se dedicó a reformar totalmente el interior. Está enmoquetado de arriba abajo, cacerolas de cobre cuelgan del techo de la cocina, tiene electrodomésticos relucientes que funcionan, y pinturas que parecen desear escaparse de los lienzos y hacer algo dudoso en el suelo. En resumen, un piso perfecto para Jill. Me pregunto cómo mi padre podrá hacer frente a sus preferencias decorativas cuando por fin empiecen a vivir juntos. Aunque, de hecho, ya es como si vivieran juntos. Los cuidados que mi padre le depara a Jill se han convertido en algo casi obsesivo.

Como su paranoia sobre el bebé aumentaba cada día que pasaba, me pregunté si debería sacar el tema de Sonia. Mi cuerpo me decía que no: caí en la cuenta de que la cabeza había empezado a dolerme un poco, y el estómago me ardía, pero lo hacía de un modo que me decía que no lo podía atribuir a nada más que a los nervios.

– Tengo trabajo por hacer, así que ya os arreglaréis vosotros solos -dijo Jill-. No has venido a verme a mí, ¿verdad?

Supongo que se me debería haber ocurrido ir a ver a Jill de vez en cuando, sobre todo porque es mi futura madrastra, por muy extraño que me parezca. No obstante, por la forma de formular la pregunta supe de inmediato que tan sólo quería obtener una respuesta y que no estaba sugiriendo nada, tal y como suelen hacer muchas mujeres.

– Hay una o dos cosas que… -dije.

– Muy bien. Estaré en el estudio. -Y se fue en esa dirección.

Cuando papá y yo nos quedamos solos, nos trasladamos a la cocina. Papá puso la impresionante cafetera de Jill en medio de la encimera, fue a buscar unos cuantos granos de café y los puso dentro. La cafetera -al igual que el piso-es muy propia de Jill. Es una máquina sorprendente capaz de hacer una taza de cualquier cosa en menos de un minuto: café, capuchino, café exprés, café con leche. Calienta la leche, hace hervir agua, y supongo que si uno programara la máquina, fregaría los platos, haría la colada y pasaría el aspirador. Papá solía burlarse del aparato, pero me di cuenta de que lo usaba como un profesional.

Sacó dos tazas pequeñas con sus respectivos platillos. Encontró un limón en un cuenco que había junto al fregadero. Cuando empecé a hablar, estaba buscando el cuchillo adecuado para hacer unas cuantas raspaduras para cada uno.

– Papá, he visto una fotografía de Sonia. Es decir, una fotografía mejor que la que me enseñaste. Una fotografía de un periódico de la época del juicio.

Giró un disco de la cafetera, sustituyó un pitorro individual por uno doble que sacó de un cajón y puso las dos tazas en el lugar adecuado. Apretó un botón. Se oyó un suave zumbido. Se concentró de nuevo en el limón e hizo una raja curvilínea que sería digna del jefe de cocina del Savoy.

– Ya veo -fue lo único que respondió. Empezó a hacer una segunda raja.

– ¿Por qué nadie me lo contó? -pregunté.

– ¿El qué?

– Ya lo sabes. Lo del juicio. La forma en que Sonia murió. Todo. ¿Por qué no hablamos de ello?

Negó con la cabeza. Había acabado de hacer la segunda espiral de limón -era tan perfecta como la primera-y cuando el café exprés estuvo a punto, dejó caer una espiral en cada taza y me pasó la mía.

– ¿Salimos? -me preguntó, inclinando la cabeza en dirección a una sala de estar que daba a una terraza desde la cual se divisaban edificios de una época similar.

Con el día tan gris que hacía, la terraza no prometía ser muy cómoda. Pero ofrecía mucha más intimidad, y como eso era precisamente lo que quería, lo seguí hasta allí.

Tal y como me había imaginado, estábamos totalmente solos. Las otras terrazas del edificio estaban vacías. El mobiliario de jardín de Jill ya estaba cubierto, pero papá quitó la funda de plástico de dos de las sillas y nos sentamos. Apoyó su café en la rodilla y se subió la cremallera del anorak.

– No guardé los periódicos. Ni siquiera los leí. Lo que más deseaba era olvidar. Me imagino que debe parecer una abominación para los expertos en salud mental de hoy en día. ¿No se supone que debemos sumirnos en los recuerdos hasta que no podamos soportar el hedor? Pero en mi época eso no estaba de moda, Gideon. Lo viví, los días, las semanas y los meses que duró, pero cuando acabó, lo único que quería era olvidar que había sucedido.

– ¿Mamá también se sentía así?

Alzó la taza. Bebió de ella, pero mientras lo hacía no dejó de observarme, y respondió:

– No sé cómo se sentía tu madre. No podíamos hablar de ello. Ninguno de nosotros podía hacerlo. Hablar de ello significaba vivirlo de nuevo, y haberlo vivido una vez ya era bastante horrible.

– Ahora necesito hablar de eso.

– ¿Es otra de las excelentes recomendaciones de tu doctora Rose? Si te interesa saberlo, a Sonia le encantaba el violín. Mejor dicho, te amaba a ti y al violín. Hablaba muy poco, los niños que tienen síndrome de Down tardan mucho en hablar, pero sabía decir tu nombre.

Fue como si me hubiera puesto el dedo en la llaga, una incisión delicada, pero directa al corazón.

– Papá…

Me interrumpió y respondió:

– Tienes razón. Ha sido un golpe bajo por mi parte.

– ¿Por qué nadie hablaba de ella después? ¿Después del… juicio?

Formulé la pregunta, pero la respuesta era obvia: nunca hablábamos de nada malo. El abuelo se enfurecía como un maníaco de forma periódica; se lo llevaban con dificultad, lo arrastraban, lo obligaban a salir en medio de la noche o por la mañana o en el calor de la tarde, y tardaba semanas en regresar, pero nunca mencionábamos ese hecho. Mi madre desapareció un día, llevándose no tan sólo todo lo que poseía, sino cualquier cosa que recordara que había formado parte de la familia, y nosotros no nos dedicamos a discutir dónde podría estar ni por qué. Y ahí estaba yo sentado en la terraza de la amante de mi padre, preguntándome por qué nunca hablábamos de la vida o de la muerte de Sonia, cuando siempre habíamos sido un grupo de gente que no hablaba de nada: nada doloroso, nada desgarrador, nada horrible, nada penoso.

– Queríamos olvidar que había sucedido.

– ¿Olvidar que mi madre había existido? ¿Olvidar que Sonia había existido?

Se me quedó mirando y yo vi esa opacidad de sus ojos, esa expresión que siempre había definido muy bien un territorio cuyo paisaje estaba formado de hielo, vientos cortantes y cielos interminables de color grisáceo.

– Estás siendo injusto -replicó-. Creo que ya sabes de lo que estoy hablando.

– Pero ni siquiera pronunciar su nombre. En todos estos años. Delante de mí. Que nunca dijerais las palabras tu hermana…

– ¿Crees que eso habría servido de algo? ¿Piensas que habrías ganado algo si el asesinato de Sonia hubiera formado parte del tejido cotidiano de nuestras vidas? ¿Es ésa la conclusión a la que has llegado?

– Lo que no llego a entender es que…

Bebió lo que le quedaba de café y dejó la taza en el suelo de la terraza, junto a la pata de la silla. Tenía el rostro tan gris como el pelo, y éste le caía hacia atrás desde la frente, tal y como hace el mío, con la misma clapa en el centro, y la misma muesca cual fiordo a ambos lados.

– A tu hermana la ahogaron en la bañera. La ahogó una chica alemana que habíamos contratado.

– Ya lo sé…

– Nada. Eso es lo que sabes. Sabes lo que puedes haber leído en los periódicos, pero no sabes lo que era estar allí. No sabes que Sonia fue asesinada porque cada vez era más difícil de cuidar y porque esa chica alemana…

«Katja Wolff», pensé. ¿Por qué se niega a pronunciar su nombre?

– … estaba embarazada.

Embarazada. La palabra tuvo el mismo efecto que si alguien hubiera chasqueado los dedos delante de mis narices. La palabra me transportó al mundo de mi padre, a lo que había vivido, y a lo que las circunstancias actuales le pedían que volviera a vivir. Recordé la fotografía en la que Katja Wolff sonreía distraídamente a la cámara en el jardín de Kensington Square con Sonia entre sus brazos. Recordé la fotografía en la que salía de la comisaría de policía, delgada como un palo, con una apariencia enfermiza y con las facciones agudizadas por una pérdida excesiva de peso. Embarazada.

– En la fotografía no parecía que estuviera embarazada -murmuré, y aparté la mirada hacia una de las otras terrazas en la que, según me di cuenta, un perro pastor inglés nos observaba con curiosidad. Cuando se dio cuenta de que le miraba, se apoyó sobre las patas traseras y puso las delanteras sobre la barandilla de hierro que rodeaba la terraza. Empezó a ladrar. El sonido me hizo estremecer. Le habían extraído las cuerdas vocales y lo único que quedaba era un gañido esperanzador pero patético, que sólo era aire, músculo y crueldad en su mayor parte. Me hizo sentir enfermo.

– ¿Qué fotografía? -preguntó papá. Y supongo que después debió de darse cuenta de que estaba hablando de una fotografía que había visto en el periódico-. No se le notaba. Estuvo gravemente enferma al principio de su embarazo; por lo tanto, en vez de ganar peso, lo perdió. Al principio nos percatamos de que había dejado de comer, de que no tenía buen aspecto, y pensamos que se trataba de una riña de enamorados. Ella y el Inquilino…

– ¿Te refieres a James?

– Sí, a James. Estaban muy unidos. Obviamente, mucho más unidos de lo que habíamos supuesto en un principio. Cuando ella tenía tiempo libre, a él le gustaba ayudarla con su inglés. Nosotros no tuvimos ninguna objeción hasta el día en que nos enteramos que estaba embarazada.

– ¿Qué sucedió después?

– Le dijimos que tendría que irse. Aquello no era una residencia para madres solteras, y que necesitábamos a alguien que se ocupara de Sonia, no de ella misma: de su enfermedad, de sus dificultades, de su estado, o como quieras llamarlo. No la echamos a la calle y ni siquiera le dijimos que tenía que marcharse de inmediato. Pero que tendría que irse tan pronto como encontrara otro… sitio, trabajo. No obstante, eso supondría que tendría que alejarse de James, y se desmoronó.

– ¿Desmoronó?

– Lágrimas, ira, histeria. No podía soportarlo todo: estaba embarazada, estaba siempre enferma a causa del embarazo, tenía la perspectiva de quedarse sin trabajo, y además estaba tu hermana. En aquella época Sonia había salido del hospital. Necesitaba cuidados continuos. La chica alemana se desmoronó.

– Lo recuerdo.

– ¿Qué?

Noté la reticencia que había tras esa pregunta, el conflicto que mi padre sentía entre su deseo de poner fin a unos recuerdos que le resultaban dolorosos y las ganas de liberar al hijo que amaba de su prisión mental.

– Crisis. Recuerdo que llevaban a Sonia al médico, al hospital… y a otros lugares.

Se arrellanó en la silla y, al igual que yo, observó al perro que nos reclamaba atención.

– No hay lugar para las criaturas con necesidades complicadas. -Pero no pude adivinar si se estaba refiriendo al animal, a él mismo, a mí o a mi hermana-. Primero fue el corazón. Se trataba de un defecto atrioseptal. No pasó mucho tiempo antes de que, fue poco después de que naciera, nos percatáramos de que había problemas, ya que tenía un color de piel y un pulso irregular. Así pues, la operaron, y pensamos: «Bien, el problema ya está solucionado». Pero después fue el estómago: estenosis duodenal. Nos dijeron que era una enfermedad muy frecuente entre los niños que tenían síndrome de Down. Como si el hecho de tener síndrome de Down tuviera la misma importancia para la pobre criatura que tener un ojo bizco. La operaron de nuevo. Después de todo eso, malformación del recto. «¡Qué extraño! Esta niña en particular parece ser uno de los casos más graves de entre la gente que padece el síndrome. Tiene demasiados problemas. A ver si podemos operarla otra vez.» Y otra vez. Y otra vez. Después tuvimos que ponerle un aparato para la sordera. Y frascos de medicinas. Y, evidentemente, lo único que podíamos hacer era esperar que fuera feliz al ver que le invadirían, examinarían y reorganizarían el cuerpo hasta que todo estuviera arreglado.

– Papá…

Quería ahorrarle el resto de la historia. Me había contado suficiente. Ya había sufrido bastante: no sólo había vivido su sufrimiento, sino también su muerte. Y antes de que muriera, tendría que haber soportado su propio dolor, el de mi madre y, sin duda, el de sus padres…

Antes de poder acabar lo que le quería decir, oí a mi abuelo de nuevo. Sentí que me faltaba el aire, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago, pero tenía que preguntárselo.

– Papá, ¿cómo hizo frente el abuelo a todo esto?

– ¿Hacer frente? Ni siquiera asistió al juicio. Él…

– No me refiero al juicio, sino a Sonia. El hecho de que fuera… así.

Le oigo perfectamente, doctora Rose. Le oigo aullar como siempre aullaba, como si fuera el rey Lear, a pesar de que la tormenta que rugía a su alrededor no estaba en los páramos, sino en su propia mente. «Monstruos -gritaba-. Sólo sois capaces de darme monstruos.» La saliva le cae por las comisuras de los labios, y aunque mi abuela le coge del brazo y murmura su nombre, no oye nada que no sea el viento, la lluvia y el retronar de su cabeza.

– Tu abuelo era un hombre atormentado, Gideon -dijo papá-. Pero era bueno y era un gran hombre. Sus demonios eran feroces, pero también lo era la batalla que libraba contra ellos.

– ¿La quería? -le pregunté-. ¿La sostenía entre sus brazos? ¿Jugaba con ella? ¿La consideraba su nieta?

– Sonia casi siempre estaba enferma. Era muy frágil.

– Así pues, no lo hacía, ¿verdad? -le pregunté a mi padre-. No hacía nada… de eso.

Papá no respondió. En vez de hacerlo, se puso en pie y se dirigió hacia la barandilla. El perro pastor inglés ladraba, pero sus ladridos apenas eran perceptibles, y daba zarpazos a su propia barandilla con una impaciencia que era obvia y patética a la vez.

– ¿Por qué les hacen eso a los animales? -preguntó papá-. ¡Por el amor de Dios, es antinatural! Si la gente desea tener animales domésticos, debería tener espacio para ellos. Y si no es así, más les valdría librarse de ellos.

– No vas a responderme, ¿verdad? -le pregunté-. No piensas decirme nada sobre la relación entre el abuelo y Sonia.

– Tu abuelo era tu abuelo -me contestó mi padre. Y ya no me contó nada más.

Загрузка...