Capítulo 30

Gideon andaba. Al principio había corrido: por los frondosos confines de Cornwall Gardens y a través de la estrecha y húmeda hilera de tráfico que era Gloucester Road. Se dirigió como un rayo hacia Queen's Gate Gardens, y después pasó por delante de los viejos hoteles en dirección al parque. Y luego, sin darse cuenta, giró hacia la derecha y fue a parar al Conservatorio de Música. De hecho, no se había percatado de dónde estaba hasta que hubo subido una pequeña pendiente y hubo llegado a los bien iluminados alrededores del Royal Albert Hall, donde el público salía en tropel por la circunferencia de puertas del auditorio.

Allí, la ironía del lugar le había afectado y, en consecuencia, había dejado de correr. De hecho, se había detenido de golpe, con el pecho palpitante, bajo la lluvia, sin siquiera darse cuenta de que la chaqueta, empapada, le colgaba de los hombros y de que los húmedos pantalones le golpeaban las espinillas. Ante él se encontraba el mayor escenario del mundo: la sala más codiciada por toda persona de talento. Aquí, Gideon Davies había actuado por primera vez como el niño prodigio de nueve años que era, acompañado de su padre y de Raphael Robson; los tres deseosos por establecer el apellido Davies en el firmamento de la música clásica. Así pues, le parecía muy apropiado que su huida final de Braemar Mansions -de su padre, de las palabras de su padre y de lo que pudieran o no significar-le hubiera llevado a la misma raison d'étre de todo lo que había sucedido: a Sonia, a Katja Wolff, a todos ellos. Y lo que aún le parecía más apropiado era que la raison d'étre que había tras la otra raison d'étre -el público-ni siquiera sabía que él estaba allí.

Desde el otro lado de la calle del Albert Hall, Gideon observaba cómo la multitud abría los paraguas bajo el lloroso cielo. A pesar de que veía cómo movían los labios, no podía oír su animado parloteo, ese sonido tan familiar de los voraces buitres de la cultura que estaban saciados por el momento, el feliz sonido del tipo de gente cuya aprobación había deseado. Tan sólo oía las palabras de su padre, como un conjuro dentro de su cerebro: «Por el amor de Dios, lo hice, lo hice, lo hice. Cree lo que digo, lo que digo, lo que digo. Estaba viva cuando la dejaste, la dejaste, la dejaste. Yo la sostuve bajo el agua, bajo el agua. Fui yo el que la ahogó, ahogó. No fuiste tú, Gideon, hijo mío, hijo mío».

Una y otra vez, las palabras se repetían, pero le producían una visión que tenía unas consecuencias diferentes. Lo que veía eran sus propias manos sobre los pequeños hombros de su hermana. Lo que sentía era el agua rodeándole los brazos. Y por encima de la confesión de su padre, lo que oía eran los gritos de la mujer y del hombre, y después el sonido de los pasos precipitados, el zas de las puertas al cerrarse, y los otros gritos desesperados, y el lamento de las sirenas y las órdenes guturales de los enfermeros haciendo un trabajo de rescate en una situación en la que el rescate era inútil. Y todo el mundo lo sabía, salvo los mismos enfermeros, porque éstos sólo estaban entrenados para una misión: mantener y resucitar la vida ante cualquier cosa que pudiera interferir con la vida misma.

Pero «Por el amor de Dios, lo hice, lo hice, lo hice. Cree lo que digo, lo que digo, lo que digo».

Gideon luchó por recordar aquello que le permitiría creérselo, pero sólo se le aparecía la misma visión que antes: sus manos sobre los hombros de su hermana, pero esa vez también se le aparecía la visión de su cara, su boca abriéndose y cerrándose abriéndose y cerrándose y su cabeza girándose poco a poco de un lado a otro.

Su padre le replicaba que eso era un sueño porque «Estaba viva cuando la dejaste, cuando la dejaste, cuando la dejaste». Y todavía con más motivo porque «Yo la sostuve bajo el agua, bajo el agua».

Con todo, la única persona que podría haber confirmado esa historia también estaba muerta, pensó Gideon. ¿Y eso qué quería decir? ¿Qué le indicaba?

«Que ni siquiera ella sabía la verdad -le decía su padre con insistencia, como si estuviera junto a Gideon bajo la lluvia y el viento-. No lo sabía, porque yo nunca lo reconocí, ni siquiera cuando era importante, ni siquiera cuando se me presentó la oportunidad de resolver la situación. Y cuando por fin se lo confesé…»

«No te creyó. Sabía que lo había hecho yo. Y la mataste para que no pudiera decírmelo. Está muerta, papá. Está muerta. Está muerta.»

«Sí, de acuerdo. Tu madre está muerta. Pero está muerta por mi culpa, no por la tuya. Está muerta a causa de lo que yo le había hecho creer y de lo que le había obligado a aceptar.»

«¿De qué me estás hablando, papá? ¿De qué?», le preguntó Gideon.

«Ya sabes la respuesta -le respondió su padre-. Dejé que creyera que habías matado a tu hermana. Le dije "Gideon estaba dentro, dentro del cuarto de baño y la sostenía bajo el agua, yo intenté evitarlo pero Eugenie, Dios mío, Dios mío, Sonia ya había muerto". Y me creyó. Y ésa es la razón por la que estuvo de acuerdo con el trato con Katja: porque pensaba que te estaba salvando. De una investigación. Del tribunal de menores. De una carga terrible que llevarías sobre los hombros durante el resto de tu vida. Eras Gideon Davies, por todos los santos. Quería ahorrarte un escándalo, y yo lo usé, Gideon, para ahorrárselo a todo el mundo.»

«Excepto a Katja Wolff.»

«Ella consintió. Por el dinero.»

«Por lo tanto, ella pensaba que yo…»

«Sí, Katja pensaba, pensaba y pensaba, pero no lo sabía. Más de lo que tú lo sabes ahora. No estabas en la habitación. Se te llevaron por la fuerza y a ella se la llevaron al piso de abajo. Tu madre se fue a pedir ayuda por teléfono. Y, en consecuencia, yo me quedé solo con tu hermana. ¿No entiendes lo que eso quiere decir?»

«Pero lo que yo recuerdo…»

«Recuerdas lo que recuerdas porque eso es lo que sucedió. La sostuviste bajo el agua, pero eso no quiere decir que la ahogaras. Y lo sabes, Gideon. ¡Por Dios, lo sabes!»

«Pero lo que yo recuerdo…»

«Tan sólo recuerdas lo que hiciste. Yo hice el resto. Me declaro culpable de todos los crímenes que se perpetraron. Después de todo, soy la persona que no podía soportar tener una hija como Virginia.»

«No, era el abuelo.»

«El abuelo tan sólo fue la excusa que yo usé. La despreciaba, Gideon. Hacía ver que estaba muerta porque quería que lo estuviera. No lo olvides. Nunca. Ya sabes lo que significa. Lo sabes, Gideon.»

«Pero mamá… mamá iba a contarme que…»

«Eugenie iba a perpetuar la mentira. Iba a contarte lo que yo había dejado que creyera a lo largo de todos esos años. Iba a explicarte por qué nos había abandonado sin despedirse, por qué se había llevado todas las fotografías de Sonia, por qué se había mantenido alejada durante casi veinte años… Sí, iba a contarte lo que pensaba que era la verdad -que ahogaste a tu hermana-y no podía aceptar que eso sucediera. Así pues, la maté, Gideon. Asesiné a tu madre. Lo hice por ti.»

«Por lo tanto, ahora no queda nadie que pueda decirme…»

«Ya te lo estoy diciendo yo. Puedes creerme y debes hacerlo. ¿No soy yo el que mató a la madre de sus hijos? ¿No soy yo el que la embistió en la calle, el que la atropelló, el que le quitó la fotografía que había traído a la ciudad para corroborar tu culpa? ¿No soy yo el que después se alejó tranquilamente y el que luego no sintió nada? ¿No soy yo el que después se fue felizmente a casa para reunirse con su joven prometida y el que siguió con su vida como si nada? Por lo tanto, ¿no me crees capaz de matar a una niña que era una cretina enferma e inútil, una carga para todos nosotros, el vivo ejemplo de mi propio fracaso? ¿No me crees capaz, Gideon? ¿No me crees capaz?»

La pregunta resonó a lo largo de todos esos años. Le obligó a recordar cientos de recuerdos; los veía brillar con luz mortecina, mostrándose ante él, todos haciendo la misma pregunta: «¿No me crees capaz?».

Y lo era. Claro que lo era. Lo era. Richard Davies siempre lo había sido. Gideon lo veía, lo leía en todas las palabras, matices y gestos de su padre en los últimos veinte años. No cabía duda de que Richard Davies era capaz.

Pero admitir ese hecho -aceptarlo por fin-no lo absolvía en lo más mínimo.

Por lo tanto, Gideon andaba. Tenía el rostro cubierto de lluvia y el pelo pegado a la cabeza. Riachuelos semejantes a venas le bajaban por el cuello, pero él no sentía ni el frío ni la humedad. Tenía la sensación de que seguía un camino sin rumbo, pero no era así, a pesar de que no se percató de que Park Lane daba paso a Oxford Street, y de que Orchard Street se convertía en Baker.

Del caos de lo que recordaba, de lo que le habían contado y de lo que se había enterado surgía una conclusión a la que al final se aferró: aceptarlo era la única opción que tenía, porque si no lo aceptaba nunca podría reparar los daños. Y él era el que tenía que hacerlo, ya que no quedaba nadie más.

No podría devolverle la vida a su hermana, no podría salvar a su madre de la destrucción, no podría devolverle a Katja Wolff los veinte años que había sacrificado al servicio de los planes de su padre. Pero sí que podría pagar la deuda de esos veinte años y, como mínimo, de esa manera podría enmendar el impío trato que su padre le había impuesto.

En realidad había una forma de compensarla y que a la vez serviría para cerrar el círculo de todo lo demás que había sucedido: desde la muerte de su madre hasta la pérdida de su música, desde la muerte de Sonia hasta la exposición pública de todos los que guardaban relación con Kensington Square. Estaba encarnado en los largos y elegantes arcos, en las volutas perfectas, en las encantadoras clavijas hechas a mano por Bartolomeo Giuseppe Guarneri.

Vendería el violín. La cantidad de dinero que obtuviera en subasta, sin importarle la que fuera, y sin duda sería astronómica, se la daría a Katja Wolff. Y al hacer esas dos acciones concretas, sin duda estaría demostrando sus disculpas y su dolor, ya que era el mayor esfuerzo que podía hacer por su parte.

Haría que esas dos acciones sirvieran para cerrar el círculo de crímenes, mentiras, culpa y castigo. Su vida nunca volvería a ser la misma después de eso, pero por fin sería su propia vida. Eso era lo que quería.

Gideon no tenía ni idea de la hora que era cuando llegó a Chalcot Square. Estaba empapado hasta los huesos y exhausto a causa de la larga caminata. Pero finalmente, convencido del plan que tenía intención de seguir, se sentía imbuido de un poco de paz. Con todo, los últimos metros hasta su casa le parecieron interminables. Cuando por fin llegó, tuvo que apoyarse en la barandilla para poder subir la escalera de la entrada y reclinarse contra la puerta para poder revolver los bolsillos en busca de las llaves.

No las tenía. Frunció el ceño al darse cuenta. Revivió el día. Había salido de casa con las llaves. Había salido en coche. Había conducido hasta el despacho de Bertram Cresswell-White y luego se había dirigido al piso de su padre, donde…

Libby, recordó. Ella era la que había conducido. Había estado con él. Le había pedido que lo dejara solo horas atrás y ella se había visto obligada a hacerlo. Le había dicho que se llevara el coche. Tendría las llaves.

Sin embargo, cuando estaba a punto de empezar a bajar la escalera, la puerta se abrió de repente.

– ¡Gideon! -gritó Libby-. ¿Qué demonios…? ¡Ostras, estás empapado! ¿No podías haber cogido un taxi? ¿Por qué no me has llamado? Podría haber pasado a recogerte… Ah, ha llamado un policía, el mismo que vino a hablar contigo esa noche. ¿Te acuerdas de él? No he cogido el teléfono, pero ha dejado un mensaje diciendo que le llames. ¿Todo va…? ¿Por qué no me has llamado?

Sostenía la puerta abierta de par en par mientras hablaba, lo hizo pasar, y luego la cerró de un portazo a sus espaldas. Gideon no dijo nada. Libby prosiguió como si él hubiera respondido.

– Ven, Gid. Apóyate en mí. ¿Dónde has estado? ¿Has hablado con tu padre? ¿Va todo bien?

Subieron al primer piso. Gideon se encaminó hacia la sala de música. Pero Libby le condujo hacia la cocina.

– Necesitas un té -insistió-. O una sopa. O algo. Siéntate. Déjame que te traiga…

Se vio obligado.

Libby seguía hablando. Su voz era rápida. Tenía la tez colorada.

– Me imaginé que debería esperarte, ya que las llaves las tenía yo. Supongo que te podría haber esperado en mi propia casa. Bajé durante un rato, pero me llamó Rock, y cometí el error de coger el teléfono porque creía que eras tú. Dios, es tan diferente de lo que en un principio me había parecido. De hecho, quería venir a verme. Deberíamos hablar de nuestra situación, es como me lo planteó. Increíble.

Gideon la oía pero no la oía. Junto a la mesa de la cocina, se sentía inquieto y tenía frío.

Libby prosiguió, incluso con mucha más rapidez, mientras Gideon cambiaba de posición en la silla:

– Rock quiere que volvamos a vivir juntos. Evidentemente, sólo son castillos en el aire, o como quieras llamarlo, pero aunque parezca imposible, me llegó a decir: «Soy bueno para ti». Como si no se hubiera pasado todo nuestro maldito matrimonio follándose todo lo que se le ponía delante. «Sabes que nos llevamos muy bien», me dijo. Pero yo le respondí: «Gideon es bueno para mí, Rocco, pero tú, eres de lo peor». Y eso es lo que en verdad pienso, ¿sabes? Eres bueno para mí, Gideon. Y yo soy buena para ti.

Se movía de un lado a otro de la cocina. Era evidente que se había decido por la sopa, ya que inspeccionó la nevera, encontró una lata de sopa de tomate y albahaca, se la mostró triunfante y exclamó:

– Ni siquiera está caducada. La calentaré en un instante. -Sacó una cacerola y tiró la sopa dentro. La colocó sobre los fogones y extrajo un cuenco de un armario. Prosiguió hablando-: Lo que he pensado es lo siguiente: Deberíamos alejarnos de Londres durante una temporada. Necesitas un descanso. Y yo necesito unas vacaciones. Así pues, podríamos viajar. Podríamos ir a España para disfrutar del buen tiempo. O podríamos ir a Italia. Incluso podríamos ir a California, y así podrías conocer a mi familia. Ya les he hablado de ti. Saben que te conozco. Quiero decir, les he contado que vivimos juntos y todo eso. Bien, sí, más o menos. No es que en realidad vivamos juntos… pero, ya sabes…

Dejó el cuenco y una cuchara sobre la mesa. Dobló una servilleta de papel en forma de triángulo y le dijo:

– Toma.

Se subió una de las tiras del peto, que estaban sujetas por un imperdible. Mientras lo hacía, él la observaba. Usó el dedo pulgar para hacerlo, y abría y cerraba el imperdible de modo espasmódico.

Esa muestra de nervios no era propia de ella. Le dio que pensar. La observaba, confundido.

– ¿Qué? -le preguntó.

Gideon se puso en pie y le contestó:

– Necesito cambiarme de ropa.

– Ya te la traigo yo -le respondió mientras se dirigía hacia la sala de música y hacia el dormitorio que había detrás-. ¿Qué quieres? ¿Levi's? ¿Un suéter? Tienes razón. Debes cambiarte de ropa. -Y mientras él se levantaba, añadió-: Ya te la traigo yo. Espera, Gideon. Antes tenemos que hablar. Lo que te quiero decir es que necesito explicarte… -Se detuvo. Tragó saliva, y él oyó el ruido que hizo desde metro y medio de distancia. Era el ruido que hace un pez cuando aletea sobre la cubierta de un barco, cuando respira por última vez.

Entonces Gideon miró a lo lejos y vio que las luces de la sala de música estaban apagadas, lo que le sirvió para advertirle, aunque no sabía muy bien de qué. Sin embargo, se percató de que Libby no quería que él entrara en la sala. Hizo un paso hacia allí.

Libby añadió con rapidez:

– Esto es lo que quiero que entiendas, Gideon. Para mí, eres lo más importante. Y esto es lo que he pensado: ¿Cómo puedo ayudarle? ¿Qué puedo hacer para que seamos nosotros de verdad? Porque no es normal que estemos juntos pero sin estarlo del todo. Y nos iría muy bien a los dos si nosotros… ya sabes… mira, es lo que necesitas. Es lo que yo necesito. Ser cada uno lo que realmente somos. Y lo que somos es lo que somos, no lo que hacemos. Y la única forma que tenía para hacer que lo vieras y lo comprendieras, porque el hecho de hablar sin parar no lo lograba y tú lo sabes bien, era…

– ¡Oh, no! ¡Dios mío! -Gideon pasó por delante de ella, empujándola a un lado con un grito inarticulado.

Avanzó a tientas hasta la lámpara más cercana de la sala de música. La asió. La encendió.

Lo vio.

El Guarneri -lo que quedaba de él-yacía junto al radiador. El mástil estaba roto, la parte superior, destrozada, y los lados, hechos añicos. El puente estaba partido por la mitad y las cuerdas, enroscadas alrededor de lo que quedaba del cordal. La única parte del violín que no estaba destrozada era la perfecta voluta, que se curvaba con elegancia como si aún pudiera inclinarse hacia delante para rozar los dedos del violinista.

Libby seguía hablando a sus espaldas. En voz alta y con rapidez. Gideon oía las palabras, pero no el significado.

– Me lo agradecerás -le decía-. Quizás ahora no. Pero lo harás. Te lo prometo. Lo he hecho por ti. Y ahora que por fin ha salido de tu vida, podrás…

– Nunca -se dijo a sí mismo-. Nunca.

– ¿Nunca qué? -le preguntó, y mientras él se acercaba al violín, se arrodillaba junto a él, acariciaba el reposabarbillas y sentía cómo su frialdad se mezclaba con el calor de sus manos…-¿Gideon? -Su voz sonaba insistente, sonora-. Escúchame. Todo irá bien. Sé que estás disgustado, pero debes darte cuenta de que era la única manera. Ahora eres libre. Libre para ser quien eres, ya que eres mucho más que un simple tipo que toca el violín. Siempre has sido mucho más que eso, Gideon. Y ahora puedes saberlo, igual que yo.

Las palabras le abatían, pero sólo se percataba del sonido de su voz. Y más allá de ese sonido estaba el rugido del futuro a medida que se le acercaba con rapidez, elevándose cual maremoto, negro y oscuro. No pudo hacer nada por evitar que le cubriera. Se sintió atrapado y todo lo que sabía se vio reducido en un instante a un único pensamiento: lo que quería y lo que había planeado hacer le había sido negado. Otra vez. Otra vez.

– ¡No, no y no! -gritó. Se puso en pie de un salto.

No oyó los propios gritos de Libby mientras se precipitaba hacia ella. Su peso le hizo perder el equilibrio. Ambos cayeron al suelo.

– ¡Gideon! ¡Gideon! ¡No! ¡Detente! -suplicaba Libby.

Pero las palabras no eran nada en comparación con la furia que sentía. Sus manos fueron a por sus hombros, tal y como ya habían hecho en el pasado.

Y Gideon la sometió.

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