GIDEON

Lugar y Fecha.

Texto. 12 de noviembre


Se sienta en el sillón de piel de su padre, doctora Rose, y me observa mientras me esfuerzo por relatarle todos esos hechos horribles. Su rostro permanece como siempre -interesado por lo que le cuento pero sin juzgarme-y sus ojos brillan con una compasión que me hace sentir como si fuera un niño pequeño que necesita consuelo con desesperación.

Y en esto es en lo que me he convertido: llamándole mientras lloro, suplicándole que me vea de inmediato, asegurándole que no puedo confiar en nadie más.

«Venga a mi despacho de aquí a noventa minutos», me dice.

Así de preciso. Noventa minutos. Quiero saber lo que está haciendo y lo que le impide verme de inmediato.

«Cálmese, Gideon -me dice-. Tranquilícese. Respire profundamente.»

«Necesito verla ahora», le suplico.

Me responde que está con su padre, pero que estará en la consulta tan pronto como pueda. «Espéreme en la escalera si llega antes que yo -añade-. Noventa minutos, Gideon. ¿Será capaz de recordarlo?»

Por lo tanto, ahora estoy aquí y le estoy contando todo lo que he recordado en este día terrible. Al final le pregunto: «¿Cómo es posible que hubiera olvidado todo esto? ¿Qué clase de monstruo soy que no he sido capaz de recordar nada de lo que sucedió hace tantos años?».

Le parece obvio que ya haya acabado con mi relato y, en consecuencia, empieza a explicarme las cosas. Me dice con esa voz tan calmada y desapasionada que el recuerdo de haberle hecho daño a mi hermana y de creer que la había matado no es tan sólo algo horrible, sino algo que relacioné con la música que sonaba en ese momento. Ese hecho fue el recuerdo que reprimí, pero como la música estaba asociado a éste, también acabé por reprimir la música.

«Debe tener presente -me dice- que un recuerdo reprimido es como un imán, Gideon. Atrae las otras cosas que están asociadas con ese recuerdo, tira de ellas y, por lo tanto, acaba por reprimirlas. El Archiduque estaba muy vinculado con los hechos de esa noche. Reprimió esos hechos, y por lo que parece, consciente o inconscientemente, los demás le animaron a hacerlo, y la música se vio afectada por esa represión.»

«Pero siempre había sido capaz de tocar cualquier otra pieza. Sólo El Archiduque me derrotó.»

«Claro -me responde-. Pero cuando Katja Wolff apareció de repente en Wigmore Hall y se dio a conocer, por fin se desencadenó toda esa represión.»

«¿Por qué? ¿Por qué?»

«Porque Katja Wolff, el violín, El Archiduque y la muerte de su hermana estaban estrechamente relacionados en su cerebro. Así funcionan las cosas, Gideon. El principal recuerdo que había reprimido era la creencia de que había ahogado a su propia hermana. Esa represión le condujo al recuerdo de Katja, la persona que más relacionaba con su hermana. Lo que siguió a Katja al agujero negro fue El Archiduque, la pieza que sonaba esa noche. Al final, acabó asociando toda la música, simbolizada por el violín en sí, con la única pieza que había tenido dificultades para tocar. Funciona así.»

Me quedo en silencio. Tengo miedo de formular la siguiente pregunta -¿seré capaz de tocar otra vez?-porque odio lo que revela sobre mí. Todos somos el centro de nuestros mundos individuales, pero la mayoría es capaz de ver a la otra gente que existe dentro de sus singulares fronteras. Pero yo nunca he sido capaz de hacerlo. Desde el primer momento que tuve conciencia de mi ser, sólo me he visto a mí mismo. El hecho de preguntar sobre mi música me parece una monstruosidad. Esa pregunta sería como un rechazo de la vida entera de mi inocente hermana. Y ya la he rechazado lo suficiente para el resto de mi vida.

«¿Cree a su padre? -me pregunta-. ¿Cree lo que le contó sobre la muerte de Sonia y en el papel que él mismo jugó…? ¿Le cree, Gideon?»

«No creeré nada hasta que hable con mi madre.»


13 de noviembre


Empiezo a ver mi vida con una perspectiva mucho más clara, doctora Rose. Empiezo a ver cómo las relaciones que intentaba establecer -o que se establecieron con éxito- estaban gobernadas por eso con lo que no quería enfrentarme: la muerte de mi hermana. La gente que no sabía hasta qué punto había estado involucrado en las circunstancias de su muerte era la gente con la que era capaz de estar, y ésa era la gente más preocupada por mi principal interés, es decir, con mi vida profesional: Sherrill y los otros músicos, los responsables de los estudios de grabación, directores, productores, organizadores de conciertos del mundo entero. Pero la gente que había querido algo más de mí que una simple actuación con mi instrumento… ésa fue la gente con la que fracasé.

Beth es el mejor ejemplo de esto. Es evidente que no podía ser el compañero para toda la vida que quería que fuera. Una relación de ese tipo me sugería un nivel de intimidad, confianza y familiaridad en el que no podía participar. La única esperanza para sobrevivir implicaba alejarme de ella.

Y eso es lo que me sucede ahora con Libby. El principal símbolo de intimidad entre nosotros -El Acto-está fuera de mi alcance. Nos estrechamos entre nuestros brazos, y el hecho de sentir deseo está tan alejado de lo que estoy experimentando que Libby bien podría ser un saco de patatas.

Como mínimo, sé el porqué. Y hasta que no hable con mi madre y sepa la verdad completa de lo que sucedió esa noche, no puedo tener ninguna relación con ninguna mujer, al margen de quien sea, y al margen de lo poco que espere de mí.


16 de noviembre


Regresaba de Primrose Hill cuando vi a Libby de nuevo. Me había llevado una de las cometas, una nueva en la que había estado trabajando durante semanas; por lo tanto, estaba ansioso por probarla. Había utilizado lo que consideraba un diseño curiosamente aerodinámico, diseñado para asegurar que alcanzara una altura que batiera cualquier récord.

En la cima de Primrose Hill no hay nada que impida hacer volar una cometa. Los árboles están muy lejos, y las únicas estructuras que podrían estorbar a algo que volara son los edificios que se erigen en la falda de la colina, al otro lado de la carretera que bordea el parque. Como era un día de mucho viento, había dado por sentado que la cometa se elevaría a los pocos minutos de soltarla.

Ése no fue el caso. Cada vez que la soltaba, empezaba a avanzar hacia delante, el hilo se enredaba y la cometa, sacudida, lanzada y volcada por el viento, caía al suelo como un misil. Lo intenté una y otra vez, después de ajustar el borde de ataque, los hilos e incluso el freno. Nada servía de ayuda. Al cabo de un rato se rompió una de las palas inferiores y, en consecuencia, tuve que abandonar la empresa.

Caminaba con dificultad por Chalcot Crescent cuando me encontré a Libby. Iba en la misma dirección de la que yo procedía, con una bolsa de Boots colgando de una mano y una lata de Coca-Cola baja en calorías en la otra. Supuse que se iba a comer al parque. La parte superior de una barra de pan asomaba de la bolsa, como si de un apéndice con corteza se tratara.

– Si tienes intención de comer ahí afuera, el viento te molestará -le advertí mientras le hacía un gesto para señalarle el lugar del que venía.

– Buenas tardes tengas, también -fue su respuesta.

Lo dijo con educación, pero su sonrisa fue breve. No nos habíamos visto desde nuestro desafortunado encuentro en su casa, y aunque la había oído entrar y salir, y aunque debo admitir que me había imaginado que llamaría a mi puerta, no lo había hecho. La había echado de menos, pero una vez que hube recordado lo que necesitaba recordar sobre Sonia, sobre Katja y sobre el papel que jugué en la muerte de una y en el encarcelamiento de la otra, ya me pareció bien que no hubiera venido. No estaba en condiciones de ser el compañero de ninguna mujer, de ser su amigo, su amante o su marido. En consecuencia, tanto como si se había dado cuenta como no, había hecho bien en mantenerse alejada.

– He estado intentando hacerla volar -le dije, alzando la cometa rota para justificar lo que le había dicho sobre el viento-. Si no subes hasta arriba y comes abajo, quizá no tengas ningún problema.

– Patos -espetó.

Por un momento, pensé que se trataba de una de esas extrañas palabras californianas que jamás había oído con anterioridad. Prosiguió:

– Voy a Regent's Park para darles de comer.

– ¡Ah! Ya entiendo. Creía que… Bien, al ver la barra de pan…

– Y al asociarme con comida. Sí, es lógico.

– No te asocio con la comida, Libby.

– De acuerdo -respondió-. No lo haces.

Pasé la cometa de la mano izquierda a la derecha. No me gustaba estar a malas con ella, pero no tenía ninguna idea clara de cómo salvar el abismo que nos separaba. «En el fondo, somos muy diferentes», pensé. Tal vez siempre hubiera sido una relación ridícula, tal y como mi padre había dicho desde el primer día: Libby Neale y Gideon Davies. Después de todo, ¿qué tenían en común?

– Hace un par de días que no veo a Rafe -expresó Libby mientras señalaba Chalcot Square con una inclinación de cabeza-. Me pregunto si le habrá sucedido algo.

El hecho de que ella hubiera iniciado la conversación me hizo darme cuenta de que siempre había sido ella la que había tomado la iniciativa. Y eso fue lo que me incitó a decirle:

– Ha sucedido algo, pero no a él.

Me miró con seriedad y me preguntó:

– Tu padre está bien, ¿no?

– Sí.

– ¿Y su prometida?

– Jill también está bien. Todos se encuentran perfectamente.

– ¡Estupendo!

Inspiré profundamente y le comuniqué:

– Libby, voy a ver a mi madre. Después de tanto tiempo, la veré de verdad. Papá me ha explicado que mi madre ha estado llamando para preguntar por mí; por lo tanto, vamos a encontrarnos. Sólo nosotros dos. Y cuando lo hagamos, cabe la posibilidad de que llegue al fondo del problema del violín.

Metió la lata de Coca-Cola baja en calorías dentro de la bolsa de Boots, se rascó la cadera con la mano y respondió:

– Supongo que está muy bien, Gid. Si quieres que así sea. Si eso es lo que quieres en la vida, quiero decir.

– Es mi vida.

– Claro. Es tu vida. Eso es en lo que la has convertido.

Por el tono de voz supe que estábamos de nuevo en la misma situación complicada en la que ya habíamos estado; sentí que me invadía una oleada de frustración.

– Libby, soy músico. Como mínimo, es con lo que me gano la vida. La música me da el dinero para vivir. Espero que lo entiendas.

– Lo entiendo -respondió.

– Entonces…

– Mira, Gid. Tal y como ya te he dicho, me voy a dar de comer a los patos.

– ¿Por qué no vienes a casa? Podríamos comer juntos.

– Tengo pensado ir a claqué.

– ¿Claqué?

Libby apartó la mirada. Por un instante, su rostro expresaba una reacción que no llegaba a comprender. Cuando volvió la cabeza hacia mí, sus ojos me parecieron tristes. Pero cuando habló, lo hizo con un tono de resignación.

– Me voy a bailar claqué -contestó-. Es lo que me gusta hacer.

– Lo siento. Lo había olvidado.

– Sí -dijo-. Ya lo sé.

– ¿Qué te parece un poco más tarde? Creo que estaré en casa. No tengo nada importante que hacer, tan sólo estoy esperando a que papá me llame. Ven a casa después de tus clases de baile. Si te apetece, claro está.

– Bien -respondió-. Ya nos veremos.

En ese momento, supe que no vendría. Según parece, el hecho de que me hubiera olvidado de su afición por el baile fue lo que la acabó de hundir.

– Libby, he tenido muchas cosas en la cabeza. Lo sabes. Debes darte cuenta…

– ¡Caramba! -me interrumpió-. ¡No entiendes nada!

– Lo que «entiendo» es que estás enfadada.

– No estoy enfadada. No estoy nada. Me voy al parque a dar de comer a los patos. Porque tengo tiempo para hacerlo y porque me gustan los patos. Siempre me han gustado. Y después me iré a mis clases de claqué, porque me gusta bailar claqué.

– Me estás evitando, ¿verdad?

– Esto no tiene nada que ver contigo. Yo no tengo nada que ver contigo. El resto del mundo no tiene nada que ver contigo. Si mañana dejaras de tocar el violín para siempre, el resto del mundo seguiría siendo el resto del mundo. Pero ¿cómo puedes seguir siendo tú si para empezar no existes, Gid?

– Eso es lo que estoy intentando recuperar.

– No puedes recuperar lo que nunca ha existido. Puedes crearlo, si así lo deseas. Pero no puedes limitarte a salir con una red y atraparlo.

– ¿Por qué no quieres darte cuenta…?

– Quiero ir a dar de comer a los patos -me interrumpió. Y con esas palabras se dio la vuelta, pasó por delante de mí y se encaminó hacia Regent's Park Road.

Observé cómo se alejaba. Quería correr tras ella y explicarle mi punto de vista. Para ella era muy fácil hablar sobre ser uno mismo, ya que nunca había tenido un pasado repleto de elogios, elogios que servían de postes indicadores para un futuro que ya se había decidido mucho tiempo atrás. Para ella era fácil existir en un momento dado de un día concreto, porque esos momentos era lo único que ella había tenido. Pero mi vida nunca había sido así, y yo quería que Libby aceptara ese hecho.

Debió de haberme leído la mente, ya que cuando llegó a la esquina, se giró y me gritó algo.

– ¿Qué? -le pregunté mientras el viento se llevaba sus palabras.

Se tapó los extremos de la boca con las manos y lo intentó de nuevo:

– ¡Buena suerte con tu madre!


17 de noviembre


Durante años, no había tenido tiempo de pensar en mi madre a causa de mi trabajo. Había estado preparándome para algún concierto o alguna sesión de grabación, practicando con Raphael, grabando algún que otro documental, ensayando con una u otra orquesta, haciendo giras por Europa o los Estados Unidos, reuniéndome con mi agente, negociando contratos, trabajando con el East London Conservatory… Durante dos décadas, mis días y mis horas estuvieron llenas de música. Nunca tuve tiempo para hacer conjeturas acerca de la madre que me había abandonado.

Pero ahora había tiempo, y ella dominaba mis pensamientos. Y sabía, incluso cuando pensaba en ello, incluso cuando me preguntaba, imaginaba, reflexionaba, que el hecho de concentrar toda la atención en mi madre era una forma de no tener que pensar en Sonia.

No lo conseguía del todo, porque el recuerdo de mi hermana se me seguía apareciendo en algunos momentos de descuido.

«No tiene una cara normal, mamá», recuerdo que dije, mientras estaba junto a la cama en la que Sonia estaba tendida, envuelta en mantas, con un gorro en la cabeza y con un aspecto que no me parecía que era el que debería tener.

– No digas eso, Gideon -replicó mi madre-. Nunca vuelvas a decir eso de tu hermana.

– Pero tienes los ojos alargados y una boca muy rara.

– ¡Te he dicho que no hables así de tu hermana!

Empezamos de ese modo, haciendo que el tema de las discapacidades de Sonia estuviera verboten entre nosotros. Cuando empezaron a dominar nuestras vidas, nunca las mencionamos. Sonia estaba inquieta, Sonia lloraba toda la noche, Sonia pasaba dos o tres semanas en el hospital. Pero, con todo, hacíamos ver que la vida era normal, que eso era lo que solía suceder en las familias cuando un bebé nacía. Seguimos con nuestras vidas de ese modo hasta que el abuelo hizo pedazos la pared de cristal de nuestra negativa.

– ¿Qué hay de bueno en tus hijos? -bramaba-. ¿Qué hay de bueno en vosotros, Dick?

¿Fue entonces cuando todo empezó en mi cabeza? ¿Fue entonces cuando me di cuenta de la necesidad de demostrar que yo era diferente de mi hermana? El abuelo me había puesto en el mismo saco que a Sonia, pero yo estaba dispuesto a mostrarle la diferencia.

Sin embargo, ¿cómo podía hacerlo si todo giraba en torno a ella? Su salud, su crecimiento, sus discapacidades, su desarrollo. Un grito en medio de la noche y la casa entera se desvivía por ocuparse de sus necesidades. Un cambio de temperatura y el mundo se detenía hasta que el médico explicara el motivo que lo había provocado. Si se producía cualquier alteración en su alimentación, se consultaba a los especialistas para obtener una explicación. Era el tema central de todas las conversaciones, a pesar de que nunca se hablara directamente de la causa de sus dolencias.

Y recordé todo esto, doctora Rose. Y lo recordé porque cuando pensaba en mi madre, mi hermana se aferraba a los faldones de cualquier recuerdo que fuera capaz de evocar. Ocupaba mi mente con la misma persistencia que había ocupado mi vida. Y mientras esperaba el momento de poder ver a mi madre, intentaba librarme de mi hermana con la misma determinación que había mostrado cuando ésta se encontraba con vida.

Sí, ahora entiendo lo que significa. Ahora se interpone en mi camino. Se interponía en mi camino por aquel entonces. Por su culpa, la vida había cambiado. Por su culpa, aún iba a cambiar mucho más.

– Irás a la escuela, Gideon.

Supongo que fue entonces cuando se plantó: la semilla de la decepción, de la ira y de unos sueños frustrados que se convirtieron en un bosque de culpa. Papá fue el que me dio la noticia.

Entra en mi dormitorio. Estoy sentado junto a la mesa de la ventana, donde Sarah-Jane Beckett y yo hacemos nuestras clases. Estoy haciendo los deberes. Papá coge la silla en la que suele sentarse Sarah-Jane, y después me observa con los brazos cruzados.

– Te ha ido muy bien, Gideon. Has prosperado mucho, ¿no es verdad, hijo?

No sé de lo que está hablando, pero lo que oigo en sus palabras hace que desconfíe de inmediato. Ahora sé que debía de oír resignación, pero en aquel momento no podía ponerle nombre a lo que debía de estar sintiendo.

En ese preciso instante me dice que iré a la escuela, a una escuela de la Iglesia Anglicana que ha conseguido localizar y que no está muy lejos de casa. Digo lo primero que me viene a la cabeza.

– ¿Qué pasa con el violín? ¿Cuándo practicaré?

– Eso ya lo solucionaremos.

– Pero ¿qué pasará con Sarah-Jane? No creo que le guste dejar de darme clases.

– No le quedará más remedio que buscar otra casa. Tendremos que dejarla marchar, hijo.

Dejarla marchar. Al principio pienso que quiere decir que Sarah-Jane quiere marcharse, que así se lo ha comunicado y que él ha aceptado su propuesta con toda la naturalidad que ha podido. Pero cuando le respondo: «Entonces hablaré con ella. No dejaré que se marche». Mi padre me dice: «Ya no podemos permitírnoslo, Gideon». No acaba la frase, pero yo lo hago mentalmente: «No podemos permitírnoslo por culpa de Sonia». «Tenemos que reducir gastos de alguna parte -me informa mi padre-. No queremos que se marche Raphael, y Katja no se puede ir. Por lo tanto, le ha tocado a Sarah-Jane.»

– Pero si voy a la escuela, ¿cuándo tocaré? No me permitirán que sólo vaya a la escuela cuando yo quiera, ¿verdad, papá? Además, habrá normas. ¿Cuándo me podrán dar clases de música?

– Hemos hablado con ellos, Gideon. Están dispuestos a hacer algunas concesiones. Están al corriente de la situación.

– ¡Pero yo no quiero ir! ¡Quiero que Sarah-Jane me siga dando clases!

– Y yo -respondió papá-. Y también todos los demás. Pero no es posible, Gideon. No tenemos el dinero.

No tenemos el dinero, los fondos, los fondos. ¿No ha sido éste el leitmotiv de todas nuestras vidas? Por lo tanto, ¿debería ser yo el menos sorprendido cuando llega la invitación para estudiar en Juilliard y tiene que ser rechazada? ¿No es lógico que relacionara el hecho de no poder ir a Juilliard con el dinero?

No obstante, estoy sorprendido. Estoy indignado. Estoy desesperado. Y la semilla empieza a crecer hacia arriba, a echar raíces hacia abajo y a multiplicarse en la tierra.

Aprendo a odiar. Adquiero una necesidad de venganza. Tener un objetivo para mi venganza se convierte en algo esencial. Al principio lo oigo, en sus interminables lloros y en las inhumanas exigencias que reclama de todo el mundo. Y entonces lo veo, en ella, en mi hermana.

Pensando en mi madre, también me explayé con todos estos pensamientos. Al considerarlos, no tuve más remedio que concluir que aunque papá no hubiera hecho nada por salvar a Sonia -tal y como podría haber hecho-, no habría tenido ninguna importancia. Yo ya había iniciado el proceso de su eliminación. Mi padre tan sólo había permitido que ese proceso siguiera su curso.

Me dice: «Gideon, sólo era un niño pequeño. Era una situación normal entre hermanos. No fue la primera persona que intentó hacer daño a un hermano pequeño, y tampoco será la última».

«Pero Sonia murió, doctora Rose.»

«Sí, murió, pero no por culpa suya.»

«No lo sé con seguridad.»

«En este momento no sabe, ni puede saber, lo que es verdad. Pero lo sabrá. Pronto.»

«Tiene razón, doctora Rose, como casi siempre. Mi madre me contará lo que en verdad sucedió. Si en algún lugar de este mundo existe la salvación para mí, me llegará a través de ella.»

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