El comandante Ted Wiley no estaba pensando en la policía precisamente cuando el Bentley plateado aparcó delante de su librería. Estaba junto a la caja registradora, cobrando a una joven ama de casa que llevaba un bebé dormido en un cochecito. En vez de fijarse en la presencia de un coche lujoso en Friday Street en una época del año en que no se celebraban regatas, se dedicó a darle conversación a la joven mamá. Había comprado cuatro libros de Roald Dahl y, como estaba claro que ella no los iba a leer, supuso que era una de los pocas madres modernas que comprendían la importancia de animar a los niños a leer. Ése, además de los malignos peligros del tabaco, era uno de los temas de conversación favoritos de Ted. Él y su mujer les habían leído a sus tres hijas -tampoco es que hubiera habido una amplia gama de actividades nocturnas para niños en aquella época en Rodesia-, pero a él le gustaba pensar que el hecho de que él y Connie las hubieran introducido al mundo de la lectura a una edad tan temprana había tenido como consecuencia que respetaran la palabra escrita y que hubieran decidido ir a universidades de primera categoría.
Así pues, ver a una joven madre cargada de libros infantiles era algo que le complacía. Quería saber si a ella le habían leído de pequeña. ¿Cuáles eran sus favoritos? ¿No era extraordinaria la rapidez con la que los niños se aficionaban a una historia que les habían leído y que además quisieran que se la repitieran una y otra vez?
Por lo tanto, Ted sólo vio el Bentley por el rabillo del ojo. Se limitó a pensar que tenía un buen motor. Cuando los ocupantes salieron del coche y se dirigieron hacia casa de Eugenie Davies, él se despidió con amabilidad de su clienta y se acercó a la ventana para observarlos.
Formaban una extraña pareja. El hombre era alto, de constitución atlética, rubio y admirablemente vestido con uno de esos trajes que, al igual que el buen vino, mejoran con el tiempo. Su compañera llevaba zapatillas rojas, pantalones negros y una enorme chaqueta de lana azul marino que le llegaba hasta las rodillas. La mujer se encendió un cigarrillo tan pronto como salió del coche, lo que provocó que Ted hiciera una mueca de desaprobación -estaba convencido de que los fabricantes de tabaco del mundo entero arderían eternamente en una sección del infierno especialmente diseñada para ellos-, pero el hombre se dirigió de inmediato hacia la puerta de Eugenie.
Ted esperó a que llamara a la puerta, pero no lo hizo. Mientras su compañera chupaba el cigarrillo como si su vida dependiera de ello, el hombre examinó un objeto que llevaba en la mano y que resultó ser la llave de la puerta principal de Eugenie, ya que la introdujo en la cerradura y, después de hacerle un comentario a su compañera, ambos entraron en la casa.
Al verlo, Ted se quedó paralizado de pies a cabeza. Primero ese extraño a la una de la madrugada, después el encuentro de la noche anterior entre Eugenie y ese mismo hombre en el aparcamiento, y ahora esos dos desconocidos que tenían la llave de su casa… Ted sabía que tenía que ir hacia allí enseguida.
Echó un vistazo alrededor de la tienda para ver si alguien tenía intención de comprar. Había dos posibles clientes: el viejo señor Horsham -a Ted le gustaba llamarle viejo porque para él era un alivio que hubiera alguien activo que fuera mucho mayor que él- había sacado un tomo sobre Egipto de la estantería, y parecía estar pesándolo en vez de examinándolo. La señora Dilday estaba, como de costumbre, leyendo otro capítulo de un libro que no tenía ninguna intención de comprar. Parte de su ritual diario consistía en escoger un libro de éxito, llevarlo como quien no quiere la cosa a la parte trasera de la librería -donde estaban los sillones-, leer uno o dos capítulos, marcar hasta donde había leído con el recibo de la compra y esconder el libro entre volúmenes de segunda mano de Salman Rushdie, donde nadie se daría cuenta a juzgar por los gustos del ciudadano medio de Henley.
Durante casi veinte minutos, Ted esperó a que esos dos clientes potenciales salieran de la tienda y así poder inventar una excusa para poder ir al otro lado de la calle. Cuando por fin el viejo Horsham le compró el libro de Egipto por una suma considerable de dinero, le dijo: «Estuve allí durante la guerra», mientras le entregaba dos billetes de veinte libras que sacó de una cartera que parecía lo bastante vieja para haber presenciado la guerra con él; después Ted depositó sus esperanzas en la señora Dilday. No obstante, se dio cuenta de que con ella sería inútil. Estaba cómodamente instalada en su sillón favorito y además se había traído un termo de té. Se servía el té y se lo bebía, y leía con la misma tranquilidad que si estuviera en su propia casa.
Ted deseaba decirle que las librerías públicas tenían una razón de ser. Pero en vez de eso se dedicó a observarla, a mandarle mensajes mentales para que se fuera de inmediato, y a mirar por la ventana para ver si veía algún indicio que pudiera indicarle quién era la gente que estaba en casa de Eugenie.
Mientras estaba visualizando que la señora Dilday le compraba la novela y salía de su tienda para leerla, sonó el teléfono. Sin apartar la mirada de casa de Eugenie, Ted tanteó el teléfono en busca del auricular y lo contestó al quinto timbre.
– Librería Wiley's -dijo.
– ¿Con quién hablo, por favor? -preguntó una mujer.
– Con el comandante Ted Wiley. Retirado. ¿Quién llama?
– ¿Es usted la única persona que utiliza esta línea, señor?
– ¿Cómo…? ¿Llaman desde la telefónica? ¿Hay algún problema?
– Su número de teléfono consta en el registro del 1471 como la última llamada que se realizó a la casa desde la que estoy llamando. Pertenece a una mujer llamada Eugenie Davies.
– Así es. La he llamado esta mañana -respondió Ted, intentando mantener un tono de voz lo más calmado posible-. Hemos quedado para cenar juntos esta noche. -Después, aunque ya se imaginaba la respuesta, se vio obligado a preguntar-: ¿Ha sucedido algo? ¿Algo va mal? ¿Quién es usted?
La mujer tapó el auricular al otro lado de la línea mientras le preguntaba algo a otra persona de la habitación.
– Soy una agente del Departamento Metropolitano de Policía, señor.
Metropolitano… eso significaba Londres. De repente, Ted se lo imaginó de nuevo: Eugenie conduciendo hacia Londres la noche anterior con la lluvia cayendo con fuerza sobre el techo del Polo y el agua de los neumáticos formando arcos sobre la carretera.
Con todo, preguntó:
– ¿Del Departamento de Policía de Londres?
– Correcto -le respondió la mujer-. ¿Dónde se encuentra ahora, señor?
– Delante de la casa de Eugenie. Tengo una librería…
Otra consulta. Después le preguntó:
– ¿Le importaría venir hasta aquí, señor? Nos gustaría hacerle una o dos preguntas.
– ¿Le ha sucedido…? -Ted apenas tenía fuerzas para pronunciar las palabras, pero tenía que hacerlo. Además, seguro que la policía esperaría oírlas-. ¿Le ha sucedido algo a Eugenie?
– Si le resulta más fácil, podemos pasar por la librería.
– No, no. Estaré allí dentro de un minuto. Primero tengo que cerrar, pero…
– De acuerdo, comandante Wiley. Aún estaremos aquí un buen rato.
Ted se encaminó hacia la parte de atrás y le dijo a la señora Dilday que una emergencia le obligaba a cerrar la librería durante unos momentos.
– ¡Santo Cielo! Espero que no sea su madre -le dijo, ya que ésa era la emergencia más lógica: la muerte de su madre, a pesar de que a sus ochenta y nueve años no había empezado a practicar boxeo porque había sufrido una apoplejía.
– No, no, lo único que pasa es que me tengo que ocupar de unos asuntos…
Se lo quedó mirando fijamente, pero aceptó esa excusa tan imprecisa. Nervioso a más no poder, Ted esperó a que se acabara el té, a que se pusiera el abrigo de lana y los guantes y -sin la menor intención de ocultar sus acciones-a que colocara la novela que estaba leyendo detrás de una edición de Los Versos Satánicos.
Cuando por fin se hubo marchado, Ted subió las escaleras a toda prisa para ir a su casa. Se percató de que el corazón le latía con violencia y de que se sentía un poco mareado. Esa sensación de mareo le hizo oír voces; eran tan reales que sin siquiera pensarlo se dio la vuelta, anticipando una presencia que no estaba allí.
Primero oyó de nuevo la voz de la mujer: «Departamento Metropolitano de Policía. Nos gustaría hacerle una o dos preguntas…». Después a Eugenie: «Mañana hablaremos. ¡Tengo tantas cosas que contarte!». Y luego, sin motivo, los susurros de Connie procedentes de la mismísima tumba; Connie, que le conocía como nadie lo había llegado a conocer: «Eres un buen partido para cualquier persona que esté viva, Ted Wiley».
«¿Por qué ahora? -se preguntó-. ¿Por qué Connie me habla ahora?»
Pero no hubo respuesta, sólo la pregunta. Y también lo que tenía que oír y afrontar al otro lado de la calle.
Mientras Lynley examinaba las cartas que había cogido del soporte de cartón piedra, Barbara Havers subió por la escalera más estrecha que jamás hubiera visto, y que conducía a la primera planta de una diminuta casa. Dos dormitorios muy pequeños y un cuarto de baño anticuado daban a un rellano que no era mucho más grande que la cabeza de un alfiler. Ambas habitaciones tenían la misma simplicidad monástica rayana en la pobreza que empezaba en la sala de estar. La primera habitación tenía tres muebles: una cama individual cubierta por una sencilla colcha, una cómoda y una mesita de noche en la que había otra lámpara sin pantalla. La segunda habitación había sido convertida en una sala de coser y tenía, aparte de un contestador automático, el único aparato remotamente moderno de todo el edificio: una máquina de coser nueva, junto a la que había un considerable montón de ropa diminuta. Barbara la inspeccionó y vio que se trataba de ropa de muñecas, diseñada primorosamente y con muchos detalles que iban desde bordados hasta pieles falsas. No había ninguna muñeca en la sala de coser ni tampoco en la habitación contigua.
Barbara inspeccionó primero la cómoda, donde encontró lo que le pareció una humilde cantidad de prendas, a pesar de que ella tampoco estaba muy interesada en la ropa: bragas raídas, sujetadores igualmente gastados, unos cuantos jerséis y una pequeña colección de medias. No había ningún armario en el dormitorio; por lo tanto, los pocos pantalones, faldas y vestidos que la mujer había tenido estaban cuidadosamente doblados en uno de los cajones de la cómoda.
Entre los pantalones y las faldas, en la parte trasera del cajón, Barbara vio un fardo de cartas. Las sacó, quitó la goma elástica, las colocó sobre la cama individual y vio que todas habían sido escritas con la misma letra. Al verla, parpadeó. Tardó un momento en comprender que, de hecho, reconocía esos garabatos firmes y oscuros.
Los sobres tenían matasellos que se remontaban diecisiete años atrás. Cayó en la cuenta de que el más reciente había sido mandado hacía más de diez años. Lo cogió y sacó el contenido.
La llamaba «Eugenie, cariño mío». Le decía que no sabía por dónde empezar. Le decía todas esas cosas que suelen decir los hombres cuando reivindican la decisión que siempre han considerado cierta: ella nunca debía cuestionar que la amaba más que a su vida; que debía saber, recordar y albergar en su corazón el hecho de que las horas que habían pasado juntos le habían hecho sentir vivo -maravillosamente y verdaderamente vivo, cariño mío- por primera vez en muchos años; en realidad, el tacto de su piel bajo sus dedos había sido como seda líquida extendida a la velocidad del rayo…
Al leer esas frases de estilo tan hinchado, Barbara se quedó con los ojos en blanco. Dejó la carta y se detuvo un momento para reaccionar y, más importante aún, para entender lo que implicaba. «¿Deberías seguir leyendo, Barb?», se preguntó. Si seguía leyendo, tendría la sensación de hacer algo incorrecto. Si no lo hacía, creería estar actuando de modo poco profesional.
Cogió la carta de nuevo. Le contaba que había regresado a casa con la intención de contárselo todo a su mujer. Le había faltado valor en el momento de la verdad -Barbara se estremeció al ver que intentaba copiar a Shakespeare-y pensaba en ella constantemente para que le diera fuerzas para propinar un golpe mortal a una mujer buena y decente. Pero la había encontrado enferma, querida Eugenie, enferma de tal manera que no se lo podía explicar en una simple carta, pero que se lo explicaría, que se lo contaría con todo detalle cuando se vieran al día siguiente. Que eso no quería decir que al final no iban a estar juntos, Eugenie cariño mío. Que tampoco quería decir que no tenían futuro. Sobre todo, que no quería decir que todo lo que había pasado entre ellos no tenía ninguna importancia, ya que ése no era el caso.
Había finalizado con un: «Espérame, te lo suplico. Vendré a ti, cariño». Y lo había firmado con el garabato que Barbara había visto durante tantos años en notas, postales de Navidades, cartas de departamento e informes.
Como mínimo ahora ya sabía lo que se había celebrado en la fiesta de Webberly, pensó mientras volvía a meter la carta dentro del sobre. Toda esa alegría para conmemorar veinticinco años de engaños.
– ¿Havers? -Lynley estaba junto a la puerta, con las gafas deslizándose sobre la nariz y con una tarjeta de felicitación en la mano-. Aquí hay algo que encaja con uno de los mensajes telefónicos. ¿Qué has encontrado?
– Intercambiémoslo -le sugirió, y le entregó el sobre a cambio de lo que él tenía.
La tarjeta era de alguien llamado Lynn; el sobre tenía matasellos de Londres, pero no había remite. El mensaje era simple:
Muchísimas gracias por la ofrenda floral, estimada Eugenie, y por tu presencia, que significó mucho para mí. La vida sigue, ya lo sé, pero, evidentemente, nunca será lo mismo. Con cariño,
LYNN
Barbara se fijó en la fecha: había pasado una semana. Estaba de acuerdo con Lynley. Por el tema del que hablaba, parecía la misma mujer que había dejado un mensaje en el contestador.
– ¡Maldita sea! -Esa fue la reacción de Lynley ante la carta que Barbara le acababa de entregar. Señaló las otras cartas que estaban encima de la cama de Eugenie Davies-¿Y ésas?
– Todas son de él, inspector, o por lo menos los sobres están escritos por él.
Barbara observó la serie de reacciones que cruzaron el rostro de Lynley. Sabía que su superior y ella debían de estar pensando lo mismo: ¿Sabía Webberly que esas cartas -tan comprometedoras y potencialmente peligrosas para él-estaban en casa de Eugenie Davies? ¿Había temido o se había imaginado que estarían allí? Y, en cualquier caso, ¿lo había dispuesto todo para que Lynley -y por extensión Havers-trabajaran en el caso para poder intervenir si las circunstancias lo requerían?
– ¿Crees que Leach sabe algo de las cartas? -preguntó Barbara.
– Llamó a Webberly tan pronto como encontraron el carné de identidad de Eugenie. A la una de la mañana, Havers. ¿Qué le hace pensar?
– Y nos ha ordenado precisamente a nosotros que vengamos a Henley. -Barbara cogió la carta que Lynley le devolvía-. Entonces, ¿qué deberíamos hacer, señor?
Lynley se dirigió hacia la ventana. Barbara le observó mientras él contemplaba la calle. Esperaba que le diera una respuesta oficial. Su pregunta había sido puro trámite.
– Nos las llevaremos -contestó.
Barbara se puso en pie y dijo:
– De acuerdo. Tiene bolsas para guardar pruebas en el maletero, ¿no es verdad? Iré a buscarlas…
– De ese modo no -replicó Lynley.
– ¿Qué? -preguntó Barbara-, Pero si acaba de decir que…
– Sí, que nos las llevaremos. -Se dio la vuelta y siguió mirando por la ventana.
Barbara se lo quedó mirando. No quería pensar lo que le estaba sugiriendo. «Nos las llevaremos.» En ningún momento había dicho que las pondrían en bolsas y que las presentarían como pruebas. Ni que tuviera cuidado con ellas. Ni que las entregarían al equipo forense para encontrar posibles huellas, las huellas de alguien que podría haberlas encontrado, leído, haberse consumido de celos a pesar de los años que habían pasado, alguien que habría querido vengarse…
– Un momento, inspector -replicó-. ¿Me está intentando decir…?
Pero fue incapaz de finalizar la frase.
En el piso de abajo, alguien llamaba a la puerta.
Lynley abrió la puerta y se encontró con un caballero mayor, ataviado con una chaqueta impermeabilizada y una gorra con visera; tenía las manos en los bolsillos. Su rubicundo rostro estaba repleto de marcas de vasos capilares rotos y tenía la nariz de ese color rosáceo que suele volverse morado con el paso de los años. Pero fueron los ojos lo que más le llamaron la atención a Lynley. Eran azules, intensos y desconfiados.
Se presentó como el comandante Ted Wiley, retirado del ejército.
– Alguien de la policía… Supongo que usted debe de ser uno de ellos. Recibí una llamada…
Lynley le pidió que entrara. Se presentó y después presentó a Havers, que bajaba por las escaleras a medida que Wiley se movía con desconfianza por la sala. El caballero miró a su alrededor, observó las escaleras y después alzó los ojos hacia el techo como si estuviera dispuesto a averiguar qué había estado haciendo Barbara Havers en el piso de arriba o qué había encontrado.
– ¿Qué ha sucedido? -Wiley no se quitó ni el gorro ni la chaqueta.
– ¿Es amigo de la señora Davies? -preguntó Lynley.
El hombre no respondió de inmediato. Parecía estar decidiendo qué quería decir la palabra amigo con respecto a su relación con Eugenie Davies. Al final, mirando a Lynley, a Havers y de nuevo a Lynley, dijo:
– Debe de haberle pasado algo; si no fuera así, no estarían aquí.
– Fue usted el que dejó el último mensaje en el contestador, ¿verdad? ¿Era usted el hombre que hablaba de lo que iban a hacer esta noche? -preguntó Barbara desde las escaleras.
– Habíamos… -Wiley pareció darse cuenta de que hablaba en pasado y cambió de tiempo-. Hemos quedado para cenar juntos esta noche. Me dijo que… Usted es del Departamento de Policía de Londres y ella fue allí ayer por la noche. Seguro que le ha sucedido algo. Por favor, dígamelo.
– Siéntese, comandante Wiley -le sugirió Lynley. El hombre no parecía débil, pero como no sabía si sufría del corazón o si tenía la tensión alta, decidió no correr riesgos con alguien al que le tenía que dar una mala noticia.
– Ayer por la noche llovió mucho -afirmó Wiley, más para sí mismo que para Lynley o Havers-. Le dije que no debería conducir bajo la lluvia. Y menos de noche. Conducir de noche ya es bastante peligroso, pero si llueve es mucho peor.
Havers recorrió los pocos centímetros que le separaban de Wiley y le cogió del brazo.
– Siéntese, comandante -insistió.
– ¿Es grave? -preguntó.
– Me temo que sí -respondió Lynley.
– ¿En la autopista? Le dije que fuera con cuidado. Me dijo que no me preocupara y que ya hablaríamos. Esta misma noche. Tenía ganas de hablar. -No les hablaba a ellos, sino a la mesa auxiliar que había delante del sofá en el que Havers le había obligado a sentarse. Se sentó junto a él, en uno de los extremos.
Lynley, sentado en el sillón, le dijo poco a poco:
– Siento decirle que Eugenie Davies murió ayer por la noche.
Wiley movió la cabeza hacia Lynley con un movimiento que parecía de cámara lenta.
– La autopista -repitió-. La lluvia. Yo no quería que fuera.
Por el momento, Lynley no le negó que había tenido un accidente de coche. Las noticias de la mañana de la BBC habían contado que había habido un caso de atropellamiento y fuga, pero no habían mencionado el nombre de Eugenie Davies porque en ese momento el cadáver aún no había sido identificado y aún se tenía que avisar a los familiares.
– Entonces, ¿se marchó de noche? -le preguntó Lynley-. ¿Qué hora era?
– Creo que las nueve y media -respondió Wiley como un autómata-. Quizá las diez. Veníamos paseando desde St. Mary the Virgin…
– ¿De la misa de la tarde? -Havers había sacado la libreta y estaba apuntando toda la información.
– No, no -contestó Wiley-. No había misa. Ella había ido para… rezar. De hecho, no sé el motivo… -En ese momento se quitó la gorra, como si se encontrara en la iglesia. La sostuvo con ambas manos-. No entré con ella, ya que iba con mi perro. Con BP, así se llama. La esperamos en el patio de la iglesia.
– ¿Bajo la lluvia? -preguntó Lynley.
Wiley retorció la gorra con las manos y respondió:
– A los perros no les importa la lluvia. Y era la hora de su último paseo. El último paseo de BP.
– ¿Podría decirnos por qué tenía que ir a Londres? -le preguntó Lynley.
Wiley, que retorcía la gorra de nuevo, respondió:
– Me dijo que tenía una cita.
– ¿Con quién? ¿Dónde?
– No lo sé. Me aseguró que hablaríamos hoy por la noche.
– ¿Sobre la cita?
– No lo sé. Por el amor de Dios, no lo sé. -Se le quebró la voz, pero Ted Wiley no había estado en el ejército en balde; por lo tanto, en un instante recuperó el control de sí mismo-. ¿Cómo sucedió? ¿Dónde? ¿Perdió el control del coche? ¿Chocó contra un camión?
Lynley se lo explicó, pero sólo dándole los detalles necesarios para que supiera dónde y cómo había muerto. En ningún momento usó la palabra asesinato. Wiley tampoco les interrumpió para preguntarles por qué la policía de Londres estaba registrando las pertenencias de una mujer que, en realidad, sólo había sido víctima de un simple caso de atropellamiento y fuga.
No obstante, un momento después de que Lynley acabara su explicación, Wiley lo comprendió. Pareció darse cuenta de repente de que cuando él llegó, Havers estaba bajando las escaleras con las manos enfundadas con guantes de látex. Lo relacionó con el hecho de que hubieran llamado al 1471 desde el teléfono de Eugenie. También pensó en lo que le habían dicho sobre el contestador automático de Eugenie.
– Es imposible que haya sido un accidente -aseguró-. Porque, ¿qué necesidad tendrían ustedes dos de venir desde Londres…? -Sus ojos se posaron en otra cosa, tal vez en alguien, una visión en la distancia que pareció forzarle a decir-: El tipo del aparcamiento ayer por la noche. No es ningún accidente, ¿verdad? -Después se puso en pie.
Havers también se levantó y le instó a que se sentara de nuevo. Colaboró, pero algo había cambiado en él, como si un propósito desconocido hubiera empezado a consumirle. Pasó de retorcer la gorra a golpearla contra la palma de la mano. Como si estuviera dando órdenes a un subordinado, dijo:
– Cuénteme lo que le sucedió a Eugenie.
No parecía que hubiera mucho riesgo de que sufriera un ataque al corazón o una apoplejía; por lo tanto, Lynley le contó que él y Havers trabajaban para el Departamento de Homicidios, y dejaron que él sacara sus propias conclusiones.
– Cuéntenos lo del hombre del aparcamiento -le instó Lynley. Wiley lo hizo sin vacilar.
Había ido paseando hasta el Club de Mayores de 6o Años, donde trabajaba Eugenie. Fue a buscar a Eugenie con BP para acompañarla a casa bajo la lluvia. Cuando llegó allí, vio que estaba discutiendo con un hombre. No era un hombre del pueblo, era de Brighton.
– ¿Se lo contó ella misma? -le preguntó Lynley.
Wiley negó con la cabeza. Había conseguido divisar la matrícula mientras el coche se alejaba a toda velocidad. Había sido incapaz de verla entera, pero había visto las letras: ADY.
– Estaba preocupado por ella, ya que hacía días que se comportaba de un modo muy extraño. Por lo tanto, consulté las letras en la guía de matrículas. Averigüé que ADY pertenece a Brighton. Era un Audi, azul marino u oscuro. Era muy difícil de ver en la oscuridad.
– ¿Suele tener la guía a mano? -le preguntó Havers-. Me refiero a la guía de matrículas. ¿Es uno de sus pasatiempos o algo así?
– Está en la librería, en la sección de viajes. Vendo algún ejemplar de vez en cuando. Normalmente la compra gente que les quiere dar a sus hijos algo con lo que entretenerse en el coche, o cosas de ese estilo.
– ¡Ajá!
Lynley sabía lo que significaba un ajá de Havers. Observaba a Wiley con curiosidad.
– ¿Intercedió en el altercado que se produjo entre la señora Davies y ese hombre, señor Wiley?
– Llegué al aparcamiento al final de la discusión. Sólo alcancé a oír unas cuantas palabras que él gritaba. Entró en el coche y se alejó antes de que yo tuviera tiempo de decir nada. Eso es lo que pasó.
– Según la señora Davies, ¿quién era ese hombre?
– No se lo pregunté.
Lynley y Havers intercambiaron una mirada.
– ¿Por qué no? -le preguntó Havers.
– Como ya les he dicho, hacía unos cuantos días que se comportaba de una forma muy rara. Supuse que algo le rondaba por la cabeza y… -Wiley volvió los ojos hacia la gorra y pareció sorprendido de ver que aún estaba en sus manos. Se la metió en el bolsillo-. No me gusta entrometerme en lo ajeno. Decidí esperar a que ella me contara lo que fuera que deseara explicarme.
– ¿Había visto a ese hombre con anterioridad?
Wiley les contestó que no, que no conocía a ese hombre. Que no lo había visto antes y que era incapaz de reconocerlo, pero que si querían una descripción, podría dársela, ya que lo había observado con atención. Cuando ellos le respondieron que la querían, él se la dio: edad aproximada, altura, pelo cano, una gran nariz de halcón.
– La llamó por su nombre -concluyó Wiley-. Se conocían. -Eso era lo que él suponía a partir de lo que había visto en el aparcamiento: Eugenie le había acariciado el rostro, pero él le había apartado la mano.
– Con todo, no le preguntó quién era -apuntó Lynley-. ¿Por qué, comandante Wiley?
– De algún modo, me pareció… demasiado personal. Pensé que me lo diría cuando estuviera preparada. Si es que él tenía alguna importancia.
– Le dijo que tenía algo que contarle, ¿no es verdad? -le preguntó Havers.
Wiley asintió con la cabeza, exhaló aire poco a poco y contestó:
– Así es. Me dijo que me confesaría sus pecados.
– Pecados -repitió Havers.
Lynley se inclinó hacia delante y no llegó a ver la significativa mirada que le estaba lanzando Havers.
– ¿Podemos deducir de todo esto que usted y la señora Davies tenían una relación íntima, comandante Wiley? ¿Eran amigos? ¿Amantes? ¿Prometidos?
Wiley pareció sentirse incómodo con la pregunta. Cambió de posición en el sofá y declaró:
– Hacía tres años que nos veíamos con regularidad. Quería ser respetuoso con ella, a diferencia de esos tipos de hoy en día que sólo piensan en una cosa. Estaba dispuesto a esperar. Finalmente me dijo que estaba preparada, pero que antes quería hablar conmigo.
– Y eso es lo que se supone que iba a suceder esta noche -concluyó Havers-. Ésa es la razón por la que la llamó.
Así era.
Lynley le pidió que les acompañara a la cocina. Le dijo que había otras voces en el contestador de Eugenie Davies, y ya que el comandante Ted Wiley llevaba más de tres años saliendo con la mujer muerta -al margen del tipo de relación que mantuvieran-, seguro que podría ayudarlos a identificarlas.
Una vez en la cocina, Wiley se quedó de pie junto a la mesa y observó las fotografías de los dos niños. Fue a coger una, pero se detuvo, ya que se imaginó que Lynley y Havers debían de llevar guantes por algún motivo. Mientras Havers preparaba el contestador automático para escuchar los mensajes de nuevo, Lynley le preguntó:
– ¿Son los hijos de la señora Davies, comandante Wiley?
– Su hijo y su hija -respondió Wiley-. Sí, son sus hijos. Sonia murió hace unos cuantos años. Y el chico… no se veían. Hacía mucho tiempo que Eugenie y su hijo se habían distanciado. Parece ser que tuvieron algún tipo de discusión hace mucho tiempo. Nunca me hablaba de él, salvo para contarme que no se veían.
– ¿Y de Sonia? ¿Le habló la señora Davies alguna vez de Sonia?
– Sólo me dijo que había muerto de pequeña, pero… -Wiley se aclaró la voz y se alejó de la mesa como si quisiera distanciarse de lo que estaba a punto de decir-. Bien, mírela. No es de extrañar que muriera tan joven. Suele… pasar.
Lynley frunció el ceño, sin entender por qué Wiley parecía desconocer un caso que apareció en todos los periódicos de aquella época.
– ¿Se encontraba en este país hace veinte años, comandante Wiley?
– No, estaba… -Wiley pareció hacer un retroceso mental hacia el pasado, ordenando los años que había pasado en activo en el ejército. Dijo que entonces se encontraba en las islas Malvinas, pero luego dijo que de eso hacía más tiempo y que quizás estuviera en Rodesia o en lo que quedara de Rodesia…-. ¿Por qué?
– ¿La señora Davies nunca le contó que Sonia fue asesinada?
Enmudecido, Wiley volvió a mirar las fotografías.
– No me contó… No me dijo nada de… No, ni siquiera… ¡Santo Cielo! -Se metió la mano en el bolsillo trasero y sacó un pañuelo, pero no lo usó-. Esta colección de fotografías no suele estar sobre la mesa, ¿saben? ¿Las han puesto ustedes aquí?
– Aquí es donde las encontramos -le informó Lynley.
– Deberían estar repartidas por toda la casa. En la sala de estar. En el piso de arriba. Aquí. Así es como estaban. -Sacó una de las dos sillas de debajo de la mesa y se dejó caer con pesadez.
En ese momento parecía bastante cansado, pero le hizo un gesto de asentimiento a Havers, que se encontraba junto al contestador automático.
Lynley observó al comandante mientras éste escuchaba los mensajes. Intentó adivinar la reacción que tendría Wiley cuando escuchara las voces de otros dos hombres en el contestador. Por el tono que usaban y por lo que decían era obvio que ambos tenían algún tipo de relación con Eugenie Davies. Pero si Wiley había llegado a esa misma conclusión y eso le había afligido, no se vio ningún indicio en un rostro que era demasiado rojizo para saber si se había sonrojado.
Al final de los mensajes, Lynley le preguntó:
– ¿Ha reconocido a alguien?
– A Lynn -respondió-. Eugenie me lo contó. La hija de una amiga suya llamada Lynn se murió de repente, y ella asistió al funeral. Me dijo que cuando se enteró de que la niña había muerto, sabía cómo se sentiría Lynn y que quería darle el pésame.
– ¿Cuándo se enteró de que había muerto? -preguntó Havers-. ¿Quién se lo dijo?
Wiley no lo sabía. No se le había ocurrido preguntárselo.
– Supongo que Lynn, sea quien sea esa mujer, la llamó por teléfono.
– ¿Sabe dónde se celebró el funeral?
Negó con la cabeza y añadió:
– Se fue a pasar el día fuera.
– ¿Cuándo fue?
– El martes pasado. Le pregunté si quería que la acompañara. Sabiendo cómo son los funerales, pensé que le gustaría ir acompañada. Pero me dijo que ella y Lynn tenían que hablar de ciertas cosas.
«Necesito verla», le había dicho. No sabía nada más.
– ¿Que necesitaba verla? -preguntó Lynley-. ¿Fue eso lo que le dijo?
– Sí, eso fue exactamente lo que me dijo.
«Necesitaba -pensó Lynley-. No que quisiera verla, sino que necesitaba hacerlo.» Pensó en la palabra y en todo lo que implicaba. Sabía que la necesidad normalmente iba seguida de acción.
No obstante, ¿era ése el caso en esa cocina de Henley en la que, según parecía, colisionaban varias necesidades? Eugenie Davies había sentido la necesidad de confesarle sus pecados al comandante Wiley. Un hombre no identificado necesitaba hablar con Eugenie, tal y como oyeron en el contestador automático. Y Ted Wiley necesitaba… ¿qué era exactamente?
Lynley le pidió a Havers que volviera a poner los mensajes, y se preguntó si el ligero cambio de postura de Wiley -había colocado los brazos más cercanos al cuerpo-era un indicio de que estaba recuperando fuerzas. Mantuvo los ojos clavados en el comandante una vez más mientras esos dos hombres expresaban la necesidad de ver a Eugenie.
«He tenido que volver a llamar -declaró una voz-. Eugenie, necesito hablar contigo.»
Ahí estaba otra vez: la palabra necesitar. ¿Qué haría un hombre con una necesidad tan apremiante?
«Si pudieras, ¿cómo me lo harías?»
El Hombre Lengua leyó la pregunta de Mujer Fogosa sin su habitual deseo de gratificación. Hacía semanas que le daba vueltas a ese momento, a pesar de que en un principio se había equivocado al creer que estaría preparado para ella mucho antes de que para Bragas Cremosas. Eso demostraba que no se podían juzgar los resultados a partir de la habilidad de alguien en involucrarse en conversaciones cibernéticas sugerentes. Mujer Fogosa había empezado muy fuerte en el terreno de la descripción, pero se había desanimado con rapidez cuando las conversaciones habían pasado de girar en torno a polvos imaginarios entre celebridades (había demostrado una habilidad sorprendente al relatar un encuentro apasionado entre una estrella del rock con el pelo púrpura y el monarca de su país) a girar en torno a polvos imaginarios en los que ella participaba. En verdad, el Hombre Lengua había pensado durante cierto tiempo que la había perdido del todo, ya que la había forzado demasiado pronto y le había dicho demasiadas cosas. Incluso había contemplado la posibilidad de seguir con otra -Cómeme-y estaba a punto de hacerlo cuando Mujer Fogosa apareció de nuevo en el ciberespacio. Era evidente que había necesitado tiempo para pensar. Pero ahora sabía lo que quería. Así pues: «Si pudieras, ¿cómo me lo harías?».
Hombre Lengua pensó en la pregunta y cayó en la cuenta de que no le apasionaba la idea de tener otro encuentro intenso medio anónimo después del que había tenido. De todas maneras, estaba haciendo todo lo posible por olvidar ese último encuentro y todo lo que había sucedido a continuación: las luces intermitentes, las barreras que bloqueaban ambos lados de su calle, que la sospecha recayera sobre él, que confiscaran el Boxter -¡malditos policías!- para llevar a cabo una inspección policial. No obstante, decidió que lo había llevado bastante bien. Sí. Se había portado como un profesional.
Hombre Lengua pensó que los policías de Londres no estaban acostumbrados a encontrarse con gente que reaccionara de modo inteligente. En el mismo momento en que empezaban a hacer preguntas, esperaban que la gente se acobardara y lo aceptara todo sin protestar. Pensaban que Juan Ciudadano Medio, ansioso por demostrar que no tenía nada que ocultar, entraría de inmediato al coche patrulla y que dejaría que lo llevaran allí donde la policía quisiera. Por lo tanto, cuando la policía decía: «Tendríamos que hacerle unas cuantas preguntas. ¿Le importaría acompañarnos un momento a comisaría?», la mayoría de la gente asentía sin pensárselo dos veces, dando por sentado que debían tener cierta inmunidad ante un sistema legal en el que cualquiera con dos dedos de frente sabía que los no iniciados empezarían a ser tratados sin miramientos en menos de cinco minutos.
Sin embargo, Hombre Lengua era cualquier cosa salvo un miembro de los no iniciados. Sabía lo que podía suceder si uno cooperaba, y estaba convencido de que cumplir con los deberes de ciudadano era sinónimo de demostrar la propia inocencia. ¡Y unos cojones! Por lo tanto, cuando la policía le comunicó que habían encontrado su dirección dentro del coche de la víctima y le preguntó si le podían hacer unas preguntas, Hombre Lengua ya sabía adónde le iba a llevar el coche patrulla, y en menos de un minuto ya tenía a su abogado al teléfono.
Eso que a Jake Azoff no le había hecho ninguna gracia que lo sacaran de la cama a medianoche. Y eso que él se quejó para sus adentros de «los abogados de oficio y de lo que les pagaba el Gobierno». Pero Hombre Lengua no estaba dispuesto en lo más mínimo a colocar su futuro -y mucho menos su presente- en las manos de un abogado de oficio. Cierto, no le habría costado ni un duro, pero el abogado de oficio tampoco tenía ningún interés en su futuro, mientras que Azoff-con el que mantenía una complicada relación que implicaba acciones, bonos, fondos mutualistas y similares- sí que lo tenía. Además, ¿para qué le pagaba a Azoff sino para que le sirviera de asesor legal cuando lo necesitara?
No obstante, Hombre Lengua estaba preocupado. Era evidente. Podía mentirse a sí mismo, podía intentar distraerse, llamar al trabajo para decir que estaba enfermo, conectarse a la red durante horas para disfrutar de fantasías pornográficas con completos extraños. Pero su cuerpo era incapaz de buscar evasivas cuando se trataba de ansiedad no reconocida. El hecho de que no tuviera ninguna reacción física al «si pudieras, ¿cómo me lo harías?», lo decía todo.
«No lo olvidarías en mucho tiempo», tecleó.
«Hoy te noto un poco tímido. Venga. Cuéntamelo», escribió ella.
«¿Cómo?», se preguntó. Sí, ése era el problema: ¿Cómo? Intentó relajarse y dejar vagar la mente. Solía hacerlo muy bien. De hecho, era un maestro. Seguro que ella era igual a todas las demás: mayor y en busca de un indicio que le demostrara que aún tenía lo que hacía falta.
«¿Dónde quieres que te ponga la lengua?», tecleó con la intención de que ella continuara.
«No es justo. ¿Eres sólo pura palabrería?», le respondió.
Hombre Lengua pensó que ese día ni siquiera tenía ganas de hablar, y que ella lo descubriría bien pronto si seguían en esa línea. Había llegado la hora de hacer enfadar a Mujer Fogosa. Necesitaba una pausa hasta que se ordenara las ideas.
«Si es eso lo que piensas, nena», escribió. Luego se desconectó. Que reflexionara sobre eso durante uno o dos días.
Antes de alejarse del teclado, comprobó cómo iba la Bolsa. Giró la silla, salió del estudio y bajó a la cocina, donde el jarro de cristal de la cafetera le ofrecía una última taza de café. Se sirvió una taza y saboreó el café tal y como le gustaba: fuerte, negro y amargo. Como la vida misma, decidió.
Se rió sin ganas. Las últimas doce horas estaban cargadas de ironía, y estaba convencido de que si lo pensaba durante bastante tiempo, descubriría en qué consistía esa ironía. Pero pensar en ello era lo último que deseaba hacer en ese momento. Con el Departamento de Homicidios de Hampstead pisándole los talones, sabía que tenía que guardar la compostura. Ese era el secreto de la vida: compostura. Ante la adversidad, ante el éxito, ante…
Se oyó un golpecito en la ventana de la cocina. Hombre Lengua, nervioso, se asomó por la ventana y vio a dos hombres mal vestidos y sin afeitar en medio de su jardín trasero. Habían venido desde el parque que recorría casi todos los jardines traseros de Crediton Hill en la parte este de la calle. Como no había ninguna valla que separara su propiedad del parque, los visitantes no habían encontrado obstáculo alguno para acceder a su casa. Tendría que hacer algo por solucionarlo.
Los dos hombres le vieron y se dieron un codazo a la vez. Uno de ellos gritó: «Abre la puerta, Jay. Hace mucho tiempo que no nos vemos». Y el otro, con una sonrisa exasperante, añadió: «Te estamos haciendo un favor entrando por la puerta de atrás».
Hombre Lengua profirió una maldición. Primero un cadáver en la calle, después le confiscan el Boxter, y por último los policías le ponen bajo vigilancia. Y ahora esto. Uno siempre debía prever que las cosas podían empeorar, se dijo a sí mismo mientras se dirigía hacia el comedor y abría las puertaventanas.
– ¡Robbie, Brent! -les dijo a modo de saludo, con la misma naturalidad que si los hubiera visto la semana anterior. En la calle hacía frío y, en consecuencia, iban encorvados, daban patadas al suelo y desprendían vapor como si fueran dos toros esperando en el ruedo-. ¿Qué hacéis por aquí?
– ¿Nos vas a dejar entrar? -le preguntó Robbie-. No hace muy buen día para quedarse en el jardín.
Hombre Lengua suspiró. Tenía la impresión de que cada vez que daba un paso adelante sucedía algo que le hacía retroceder dos pasos.
– ¿De qué se trata esta vez? -les preguntó, aunque en realidad quería decir: «¿Cómo me habéis encontrado?».
Brent hizo una mueca y respondió:
– De la misma forma que siempre, Jay. -Como mínimo, tuvo la decencia de parecer incómodo y de cambiar los pies de sitio.
Robbie, en cambio, era el peligroso. Siempre lo había sido y siempre lo sería. Sería capaz de tirar a su abuela de un tren en marcha si supiera que con ello iba a ganar algo, y Hombre Lengua sabía que lo último que podía esperar de él era consideración, respeto o benevolencia.
– La calle está cortada. -Robbie inclinó la cabeza en dirección al final de la calle-. ¿Ha sucedido algo?
– Ayer por la noche atropellaron a una mujer.
– ¡Ah! -Pero el modo en que Robbie pronunció esa palabra daba a entender que no le estaba contando nada nuevo-. ¿Es ése el motivo por el que hoy no has ido a trabajar?
– A veces trabajo desde casa. Ya te lo he dicho.
– Sí, es posible. Pero ha pasado mucho tiempo, ¿verdad? -No mencionó lo que flotaba tácito en el aire: el tiempo que había transcurrido desde que lo llamara por última vez y las dificultades que habían tenido que pasar para conseguir su dirección-. En tu oficina me han dicho que hoy has tenido que cancelar una reunión porque has llamado diciendo que tenías gripe. ¿O era un resfriado? ¿Te acuerdas, Brent?
– ¿Has hablado de mí…? -Hombre Lengua se detuvo. Después de todo, Robbie esperaba que reaccionara así-. Creía que lo habíamos dejado muy claro. Te pedí que no hablaras con nadie que no fuera yo cuando llamaras al trabajo. Puedes usar la línea privada. No tienes ninguna necesidad de hablar con mi secretaria.
– Pides muchas cosas -apuntó Robbie-. ¿No es verdad, Brent? -Esas últimas palabras tenían la clara intención de recordarle al otro hombre, que era menos inteligente, de qué lado estaba.
– De acuerdo. ¿Nos vas a dejar entrar o qué, Jay? -preguntó Brent-. Aquí fuera hace frío.
Robbie, como quien no quiere la cosa, añadió:
– Hay tres periodistas de la prensa amarilla al final de la calle. ¿Lo sabías, Jay? ¿Qué ha pasado?
Hombre Lengua maldijo en silencio y se alejó de la puerta. Los dos hombres se rieron, se chocaron las manos con torpeza, atravesaron el jardín y empezaron a subir las escaleras.
– Hay un limpiabarros junto a la puerta. Usadlo -les ordenó Hombre Lengua.
La lluvia de la noche anterior había encharcado el suelo que había debajo de los árboles que separaban las casas del parque. Robbie y Brent lo habían atravesado como si estuvieran en una granja de cerdos.
– Aquí dentro tengo una alfombra oriental que no está nada mal.
– Quítate los zapatos, Brent -le dijo Robbie servicialmente-. ¿Qué te parece, Jay? Vamos a dejar nuestras botas cubiertas de barro en la entrada. Brent y yo sabemos cómo ser buenos invitados.
– Los buenos invitados esperan a que los inviten.
– No me gustaría tener que participar en ese tipo de ceremonia.
Ambos hombres entraron, y pareció que ocupaban toda la sala. Eran enormes, y aunque nunca habían utilizado su corpulencia para intimidarle, sabía que no dudarían en hacer uso de su fuerza cuando quisieran obligarle a hacer algo.
– ¿Por qué están esos periodistas ahí afuera? -preguntó Robbie-. Por lo que sé, ese tipo de periodistas sólo meten la nariz si alguien les llama para contarles un notición.
– Eso es -asintió Brent mientras se agachaba ante la vitrina de la porcelana para ver si iba bien peinado-. Un notición, Jay. -Le dio un golpe a la puerta de la vitrina.
– Es muy antigua. Trátala con cuidado, ¿de acuerdo?
– Ver a todos esos tipos al final de la calle nos asustó un poco -declaró Robbie-. Por lo tanto, Brent y yo intercambiamos unas palabras con ellos, ¿no es verdad, Brent?
– Sí, unas cuantas palabras. -Brent abrió la puerta y sacó una taza de porcelana-. ¡Qué bonita! También es antigua, ¿verdad, Jay?
– ¡Vamos, Brent!
– Te ha hecho una pregunta, Jay.
– De acuerdo. Lo es. Es de principios del siglo xix. Si tienes intención de romperla, hazlo rápido y ahórrame el sufrimiento, ¿de acuerdo?
Robbie soltó una risita. Brent hizo una mueca y puso la taza en su sitio. Cerró la puerta con el mismo cuidado que un neurocirujano tendría si tuviera que reponer un trozo de cráneo.
– Uno de los periodistas nos contó que la policía está muy interesada en una persona de esta calle -declaró Robbie-. Nos dijo que alguien de la policía le sopló que la muerta llevaba una dirección apuntada dentro del coche. Sin embargo, no nos quiso decir de quién se trataba. Pensaba que podíamos ser de la competencia.
«Me parecería muy poco probable», pensó Hombre Lengua. Pero anticipó el rumbo que estaban tomando las cosas e hizo todo lo que pudo por prepararse para la conversación que se avecinaba.
– Es increíble lo que pueden llegar a averiguar los de la prensa sensacionalista -declaró Robbie-si alguien no les para los pies.
– Sí, es sorprendente -asintió Brent. Después, como si sólo hubiera estado interpretando el papel de su compañero y no el suyo propio, añadió-: Rolling Suds necesita unos arreglos.
– ¡Pero si no hace ni seis meses que lo arreglé!
– De acuerdo. Pero eso fue en primavera. Ahora estamos en temporada baja. Además, está la cuestión esa de… bien, ya sabes a lo que me refiero. -Brent le lanzó una mirada a Robbie.
En ese momento las piezas encajaron.
– Habéis perdido dinero, ¿no es así? -les preguntó Hombre Lengua-. ¿De qué se trata esta vez? ¿Caballos? ¿Perros? ¿Cartas? No tengo ninguna intención de…
– ¡Eh, tú! ¡Escúchanos! -Robbie dio un paso adelante como si quisiera mostrarle lo diferentes que eran de tamaño-. Estás en deuda con nosotros, colega. ¿Quién te ayudó? ¿Quién se encargó de cerrarle la boca a cualquier hijo de vecino que te criticara a tus espaldas? A Brent le rompieron el brazo por tu culpa y yo…
– Ya sé lo que pasó, Rob.
– Muy bien. Pues ahora vas a oír el final de la historia, ¿vale? Necesitamos dinero, y lo necesitamos hoy; por lo tanto, si tienes algún problema más vale que nos lo cuentes.
Hombre Lengua miró a uno y a otro, y vio que el futuro se desenrollaba ante él cual alfombra interminable de dibujos repetitivos. Aunque lo vendiera todo, se mudara de casa, empezara de nuevo y cambiara de trabajo… aun así, le encontraban. Y cuando lo hacían, siempre utilizaban esas estrategias que les habían funcionado tan bien en estos últimos años. Las cosas iban a ir de ese modo. Creían que estaba en deuda con ellos. Y nunca lo iban a olvidar.
– ¿Cuánto necesitáis? -les preguntó en tono de hastío.
Robbie puso su precio. Brent parpadeó e hizo una mueca.
Hombre Lengua cogió el talonario y garabateó la cantidad. Luego les acompañó hasta el mismo lugar por el que habían entrado: a la puerta del comedor y al jardín trasero. Les observó hasta que desaparecieron bajo las peladas ramas de los plátanos del final del parque. Después se dirigió hacia el teléfono.
Cuando Jake Azoff contestó al otro lado de la línea, Hombre Lengua, al respirar, tuvo la sensación de que le clavaban un puñal en el corazón.
– Rob y Brent me han encontrado -le explicó a su abogado-. Dile a la policía que hablaré.