GIDEON

1 de noviembre


Protesto, doctora Rose. No estoy eludiendo ningún deber. Puede cuestionarse mi búsqueda de la verdad con respecto a mi hermana, puede concluir que pasarme el día yendo y viviendo de Cheltenham me sirve para distraerme, y puede examinar las razones que me llevan a pasarme tres horas en la biblioteca de la Asociación de Prensa, copiando y leyendo los artículos sobre la detención y el juicio de Katja Wolff. Pero no puede acusarme de eludir los ejercicios que usted misma me asignó en primer lugar.

Sí, usted me ordenó que escribiera todo lo que recordara, y eso es precisamente lo que he estado haciendo. Y me parece que hasta que no consiga averiguar la verdad sobre la muerte de mi hermana, cualquier otro recuerdo que pueda tener va a estar bloqueado. Así pues, más me vale continuar con este asunto. Más me vale averiguar lo que sucedió por aquel entonces. Si esta empresa es un elaborado engaño inconsciente para no recordar lo que debo -sea lo que sea-, tarde o temprano nos daremos cuenta, ¿no cree? Y mientras tanto, usted se hará rica con los incontables citas que tendremos juntos. Incluso es posible que sea paciente suyo toda la vida.

Y no me diga que siente mi frustración, por favor, porque es obvio que estoy frustrado, porque cuando pienso que he logrado algo, usted permanece ahí sentada y me pide que piense en el proceso de racionalización y que reflexione sobre lo que podría significar en mi búsqueda actual.

Ya le diré yo lo que quiere decir esa racionalización: quiere decir que, consciente o inconscientemente, estoy evitando pensar en el motivo que me impide tocar. Quiero decir que estoy elaborando un complicado laberinto para frustrar sus intentos de ayudarme.

¿Lo ve? Soy totalmente consciente de lo que podría estar haciendo. Y ahora le pido que me deje seguir haciéndolo.

He estado en casa de papá. No estaba en casa cuando llegué, pero Jill sí que estaba. Ha decidido pintar la cocina del piso de mi padre, y tenía varias muestras de colores extendidas sobre la mesa. Le dije que había ido para mirar unos papeles antiguos que papá guardaba en la habitación del abuelo. Me lanzó una de esas miradas de complicidad que indican que dos personas están de acuerdo sobre un tema aunque no hablen de él y, en consecuencia, llegué a la conclusión de que el museo que papá había dedicado a su padre iba a quedar guardado en cajas tan pronto como se mudaran a su nueva casa. Evidentemente, no se lo habría dicho a papá. Jill no acostumbraba a ser tan directa.

– Espero que te hayas traído las botas de agua -me dijo.

Le dediqué una sonrisa, pero no respondí; me limité a entrar en la habitación de mi abuelo y a cerrar la puerta a mi espalda.

No suelo frecuentar esa habitación. Esa muestra de devoción extraordinaria de mi padre hacia el suyo propio me hace sentir incómodo. Supongo que en cierta manera pienso que el fervor que mi padre siente por el recuerdo del abuelo es un poco equivoco. Cierto, el abuelo sobrevivió a un campo de concentración, a incontables privaciones, a trabajos forzados, a la tortura y a unas condiciones más propias de un animal que de un ser humano, pero dominó la vida de mi padre con irrisión -por no decir con una mano de hierro-, tanto antes como después de la guerra, y nunca he sido capaz de entender por qué mi padre se aferra a su recuerdo en vez de enterrarlo de una vez por todas. Después de todo, la presencia de mi abuelo fue la que modeló nuestras vidas en Kensington Square: el historial sobrehumano de empleos de mi padre se debía a que mi abuelo era incapaz de mantenerse a sí mismo, a su mujer o el estilo de vida que llevaba; el hecho de que mi madre tuviera que trabajar -a pesar de haber dado a luz a una niña discapacitada-se debía a que los ingresos de papá no bastaban para pagar los gastos de sus propios padres, de la casa y de mi música; en un principio, la idea de que yo estudiara música fue fomentada y financiada por el abuelo, ya que éste decretó que así sería… Y además de todo esto, siempre oigo sus acusaciones: «¡Monstruos, Dick! ¡Sólo eres capaz de engendrar monstruos!».

Así pues, una vez dentro de su habitación, evité contemplar la exposición de objetos memorables del abuelo. Me dirigí al escritorio del que papá había sacado la fotografía de Katja Wolff y Sonia, y abrí el primer cajón, que estaba repleto de papeles y carpetas.

«¿Qué estaba buscando?», me pregunta.

Algo que pudiera asegurarme lo que había sucedido. Porque no estoy seguro de nada, doctora Rose, y cuantas más noticias consigo desenterrar, más confundido me siento.

He recordado algo sobre mis padres y Katja Wolff. Ese recuerdo fue desencadenado por la conversación que mantuve con Sarah-Jane Beckett y por lo que sucedió después, es decir, por esas horas adicionales que pasé en la biblioteca de la Asociación de Prensa. Encontré un diagrama entre todos esos recortes, doctora Rose, una clase de dibujo que mostraba las lesiones, previamente curadas, que Sonia había tenido durante esa época. Había una clavícula fracturada. Una cadera dislocada. Un dedo índice que había sido curado después de un tiempo, y una muñeca que probaba la existencia de una fractura casi imperceptible. Sentí que una sensación de náusea me invadía al leer todo aquello. En mi mente sólo resonaba una pregunta: ¿Cómo podía ser que Katja -o cualquier otra persona- hubiera podido hacerle daño a Sonia sin que ninguno de nosotros se diera cuenta de lo que estaba sucediendo?

Los periódicos decían que, en el segundo interrogatorio, el testigo principal de la acusación -un médico especializado en los casos de abuso de menores-admitió que los huesos de un niño, más dados a las fracturas, también eran más dados a una pronta recuperación sin necesidad de que interviniera un médico. También admitió que, como no era especialista en las anomalías del esqueleto de los niños que sufrían síndrome de Down, no podía negar que las fracturas y dislocaciones que Sonia había padecido pudieran haber estado relacionadas con su enfermedad. Pero después de un segundo interrogatorio por parte de la acusación, subrayó el punto que era más importante de su declaración: si el cuerpo de un niño sufre algún tipo de agresión, acabará por mostrar cierta reacción. Que esa agresión no haya sido tratada y que la reacción haya pasado inadvertida sólo puede querer decir una cosa: que alguien estaba descuidando sus obligaciones.

Con todo, Katja Wolff siguió sin pronunciar palabra. Cuando le dieron la oportunidad de ponerse en pie en defensa propia -aunque sólo fuera para hablar de la enfermedad de Sonia, de las operaciones, de todos los problemas de salud que habían hecho que fuera una niña difícil de cuidar y una fuente constante de lloros inconsolables-, Katja Wolff permaneció en silencio en el banquillo de los acusados mientras que el fiscal del Estado atacaba con ferocidad su «cruel indiferencia ante los sufrimientos de una niña», su «incuestionable egoísmo» y la «animosidad que había surgido entre la chica alemana y la familia».

Entonces fue cuando me acordé, doctora Rose.

Estamos desayunando; lo estamos haciendo en la cocina, y no en el comedor. Sólo estamos nosotros cuatro: papá, mi madre, Sonia y yo. Yo estoy jugando con mis cereales y alineando rodajas de plátano como si fuera a cargarlas en una barcaza, a pesar de que me han ordenado que coma y que no juegue, y Sonia está sentada en su silla alta mientras mi madre le da de comer.

– No podemos seguir así, Richard -protesta mi madre, y yo alzo los ojos de mi cargamento de cereales, ya que creo que está enfadada conmigo porque no estoy comiendo y que está a punto de reñirme. Pero mamá prosigue-: Volvió a salir hasta la una y media. Le hemos dado un horario, y si no puede adaptarse…

– Debe tener algunas noches libres -replica papá.

– Pero no los días siguientes por la mañana. Llegamos a un acuerdo, Richard.

Y deduzco que Katja debería estar con nosotros a la hora del desayuno, dándole de comer a Sonia. No ha conseguido levantarse para cuidar de mi hermana y, por lo tanto, mi madre está haciendo su trabajo.

– Le pagamos para que cuide del bebé -añadió mi madre-. No para que se vaya a bailar ni al cine, ni para que mire la televisión y satisfaga su vida amorosa en nuestra propia casa.

Eso es lo que he recordado, doctora Rose, ese comentario sobre la vida amorosa de Katja. Y también recuerdo lo que mis padres dijeron a continuación:

– No está interesada por nadie de esta casa, Eugenie.

– Por favor, no esperes que me lo crea.

Los observo -primero a papá y después a mi madre- y noto algo en el aire que no soy capaz de identificar, quizás una sensación de malestar. Y en ese momento llega Katja a toda prisa. No cesa de disculparse por no haber oído el despertador.

– Yo por favor doy de comer a la pequeña -dice en su inglés que debe de empeorar cuando está nerviosa.

– Gideon, ¿serías tan amable de llevarte los cereales al comedor, por favor? -me dice mi madre. Y debido a la tensión que hay en la cocina, obedezco. Pero me detengo para escucharles sin ser visto y oigo que mi madre dice-: Ya hemos tenido una conversación sobre tus obligaciones matutinas, Katja.

– Por favor, deja dar comer al bebé, frau Davies -responde Katja con una voz clara y firme.

Ahora me doy cuenta, doctora Rose, que es la voz de alguien que no tiene miedo de su jefa. Y esa voz me sugiere que Katja tiene muchos motivos para no tener miedo.

Así pues, me dirigí al piso de mi padre. Saludé a Jill. Pasé por alto los certificados, las vitrinas y los baúles que contenían las pertenencias de mi abuelo y fui derechito al escritorio de mi abuela, que mi padre ha usado como si fuera el suyo propio durante años.

Buscaba algo que pudiera confirmar la relación entre Katja y el hombre que la había dejado embarazada. Porque finalmente me había dado cuenta de que si Katja Wolff había guardado silencio sólo podía ser por una razón: para proteger a alguien. Y ese alguien tenía que ser mi padre, que había guardado su fotografía durante más de veinte años.


1 de noviembre, 16.00


No avancé mucho en mi búsqueda.

Encontré un archivador de correspondencia en uno de los cajones que había abierto. Entre las cartas -la mayoría eran sobre temas relacionados con mi carrera- había una de una abogada con dirección en el norte de Londres. Su clienta, Katja Verónica Wolff, había autorizado a doña Harriet Lewis a ponerse en contacto con Richard Davies con respecto a cierto dinero que le debía. Como las condiciones de su libertad condicional le prohibían ponerse en contacto personalmente con ningún miembro de la familia Davies, la señorita Wolff estaba haciendo uso de ese canal legal como conducto para poder resolver el asunto de una forma satisfactoria. Si el señor Davies fuera tan amable de llamar a la señorita Lewis tan pronto como pudiera al número de teléfono que figuraba a continuación, esos asuntos monetarios podrían ser resueltos con toda prontitud y para satisfacción de todos. Atentamente, señorita Lewis, etcétera.

Observé la carta. No hacía ni dos meses que había sido enviada. El lenguaje que utilizaba no parecía contener el tipo de amenaza encubierta que uno esperaría de un abogado que tiene intenciones de llevar a alguien a juicio. Era un lenguaje directo, correcto y profesional. Como tal, uno no podía evitar preguntarse el porqué.

Estaba reflexionando sobre las posibles respuestas a esa pregunta cuando mi padre entró en el piso. Lo oí entrar. Oí su voz y la de Jill en la cocina. Poco después, sus pasos me indicaron que salía de la cocina para dirigirse a la habitación del abuelo.

Cuando abrió la puerta, todavía me encontraba sentado con el archivador abierto a mis pies y con la carta de Harriet Lewis en la mano. No hice ningún intento por ocultar el hecho de que estaba registrando las pertenencias de mi padre, y cuando atravesó la habitación diciendo con brusquedad: «¿Qué estás haciendo, Gideon?», respondí entregándole la carta y preguntándole: «¿Qué hay detrás de todo esto, papá?».

Dirigió sus ojos hacia la carta con rapidez. La volvió a colocar en el archivador y guardó el archivador en el cajón antes de responder:

– Quería que le pagara el tiempo que pasó en prisión preventiva antes de ir a juicio -respondió-. El primer mes de prisión preventiva constituía el mes de anticipación con el que teníamos que avisarla antes de despedirla, y quería el dinero de ese mes y los respectivos intereses.

– ¿Después de tantos años?

Quizás un comentario más adecuado habría sido: «¿Después de haber asesinado a Sonia?». Mi padre cerró el cajón de golpe.

– Se encontraba muy segura del lugar que ocupaba en la familia, ¿no es verdad? Nunca se le pasó por la cabeza que pudieran despedirla.

– No tienes ni idea de lo que estás hablando.

– ¿Has contestado la carta? ¿La has llamado, tal y como te pedía?

– No tengo la menor intención de recordar esa época, Gideon.

Miré el cajón donde había guardado la carta, hice un gesto de asentimiento y repliqué:

– Sin embargo, por lo que parece hay alguien que no está de acuerdo contigo. No sólo eso, sino que a pesar de lo que alguien hizo por arruinarte la vida, ese alguien no siente ningún remordimiento al volver a entrar en tu vida a través de su abogada. No entiendo por qué, a no ser que hubiera algo más entre la niñera y su jefe. Porque ¿no crees que una carta como ésta indica una sensación de seguridad que una persona en la situación de Katja Wolff no debería tener respecto a ti?

– ¿Qué demonios quieres decir con eso?

– He recordado cómo mamá te hablaba sobre Katja. He recordado sus sospechas.

– No haces más que recordar tonterías.

– Sarah-Jane Beckett me contó que James Pitchford no estaba interesado por Katja. De hecho, me explicó que no tenía ningún interés por las mujeres. Eso hace que tengamos que descartarle, papá, y sólo quedáis tú y el abuelo, los únicos hombres que había en la casa. O Raphael, supongo, aunque creo que tanto tú como yo sabemos a quién amaba Raphael.

– ¿Qué estás insinuando?

– Sarah-Jane Beckett me dijo que al abuelo le caía muy bien Katja, y que le gustaba estar con ella, pero de alguna forma no me puedo imaginar al abuelo consiguiendo hacer nada más que no fueran las cosas propias del amor juvenil. Sólo quedas tú.

– Sarah-Jane Beckett era una vaca celosa -respondió mi padre-. Se fijó en Pitchford el primer día que entró en la casa. Después de oír cómo él pronunciaba una mísera y ridícula sílaba con su boca tan educada, ya creía que se encontraba ante el Segundo Advenimiento. Era una escaladora social de primera categoría, Gideon, y antes de que Katja entrara en nuestras vidas, nada se interponía entre ella y la cima de la montaña, que era el estúpido ese de Pitchford. Lo último que hubiera deseado ver era que Katja intimaba con él, porque le quería para sí misma. Y supongo que tienes la suficiente psicología básica para llegar a entender lo que eso significa.

Me vi obligado a hacer sólo eso: reflexionar sobre el rato que había pasado en Cheltenham y calibrar lo que Sarah-Jane me había dicho, contrastándolo con lo que mi padre me estaba afirmando en aquel momento. ¿Había habido una satisfacción vengativa en los comentarios que Sarah-Jane había hecho sobre Katja Wolff? ¿O simplemente se había limitado a responder las preguntas que yo le había hecho? Con toda probabilidad, si yo hubiera ido a visitarla con el único deseo de volver a establecer contacto con ella, no habría sacado el tema de Katja ni el de la vida en aquella época. ¿Y no era propio de los celos que se ridiculizara el objeto de esa pasión siempre que surgiera la oportunidad? Por lo tanto, si sólo sentía celos, ¿no habría sacado el tema de Katja Wolff por propia iniciativa? Y al margen de lo que Sarah-Jane hubiera sentido por Katja Wolff hace veinte años, ¿por qué debería seguir sumida en ese sentimiento? Escondida en su casa elegantemente decorada de Cheltenham, esposa, madre, coleccionista de muñecas, pintora de acuarelas correctas aunque no muy artísticas, no tenía ninguna necesidad de explayarse en el pasado, ¿no es verdad?

En mis pensamientos, mi padre dijo con brusquedad: «Esto hace demasiado tiempo que dura, Gideon», en un tono de voz tan abrupto que puso fin a mis reflexiones.

– ¿Cómo dices? -le pregunté.

– Esta pérdida de tiempo con fruslerías. El hecho de que te contemples tanto el ombligo. Creo que ya no puedo más. Ven conmigo. Vamos a ocuparnos de esto una vez por todas.

Pensé que iba a contarme algo que aún no sabía y, por lo tanto, lo seguí. Esperaba que me llevara al jardín para poder mantener una conversación confidencial, fuera del alcance del oído de Jill, que seguía en la cocina, poniendo las muestras de pintura sobre la repisa de la ventana con satisfacción. Pero se dirigió a la puerta de entrada, y desde allí a la calle. Avanzó a grandes pasos hacia el coche, que estaba aparcado a medio camino entre Braemar Mansions y Gloucester Road.

– Entra -me dijo a medida que abría la puerta, y al ver que dudaba, exclamó-: ¡Por el amor de Dios, Gideon! ¡Ya me has oído! ¡Haz el favor de entrar!

– ¿Adónde vamos? -le pregunté mientras ponía el motor en marcha.

Puso la marcha atrás, sacó el coche con dificultad y pisó el acelerador. Avanzamos a toda velocidad por Gloucester Road rumbo a esas verjas de hierro forjado que limitan la entrada de Kensington Gardens.

– Vamos a donde deberíamos haber ido en primer lugar -respondió.

Se dirigió hacia el este a lo largo de Kensington Road, conduciendo de una forma que no era propia de él. Avanzó entre taxis y autobuses, y tocó la bocina cuando dos mujeres cruzaron la calle cerca de Albert Hall. Viró con brusquedad a la izquierda en Exhibition Road, y eso nos llevó a Hyde Park. Todavía fue mucho más rápido por South Carriage Drive. No me percaté de adónde me llevaba hasta que no pasamos por delante de Marble Arch. Pero no dije nada hasta que por fin aparcó el coche en el aparcamiento subterráneo de Portman Square, donde siempre aparcaba cada vez que yo tocaba cerca.

– ¿Qué sentido tiene todo esto, papá? -le pregunté, intentando mostrarme paciente cuando en realidad lo que tenía era miedo.

– ¡Vas a superar todas esas tonterías! -exclamó-. ¿Eres lo bastante hombre para entrar conmigo, o has perdido los cojones además de la vitalidad?

Abrió su puerta de un golpe y esperó a que yo saliera. Sentí cómo se me estremecían las tripas con tan sólo imaginarme lo que tendría que soportar en los minutos siguientes. Pero, de todas maneras, salí del coche. Y anduvimos uno al lado del otro a lo largo de Wigmore Street, rumbo a Wigmore Hall.

«¿Qué sintió? -me pregunta-. ¿Qué experimentó, Gideon?»

Reviví la noche que me dirigía hacia allí. Sólo que esa vez estaba solo porque había ido directamente desde Chalcot Square.

Voy andando por la calle, y no tengo ni idea de lo que el futuro me depara. Estoy nervioso, pero del modo que siempre suelo estarlo antes de una actuación. Eso ya se lo he contado, ¿verdad? ¿Mis nervios? Es curioso, pero no recuerdo haber estado nervioso cuando debería haberlo estado: tocando en público por primera vez a los seis años, tocando en varios conciertos a los siete, tocando para Perlman, conociendo a Menuhin… ¿Qué me sucedía entonces? ¿Cómo era capaz de tomarme las cosas con tanta calma? Perdí esa seguridad ingenua en algún momento de mi carrera. Así pues, esa noche que me dirijo a Wigmore Hall no es diferente de las demás noches que he vivido, y tengo la esperanza que esos nervios anteriores al concierto se me pasarán como siempre sucede, tan pronto como levanto el Guarneri y el arco.

Camino, y pienso en mi música, recordándola en mi cabeza como suelo hacer. Esa obra no me ha salido perfecta en ningún ensayo -ni una sola vez-, pero me convenzo a mí mismo de que la memoria muscular me ayudará en los fragmentos que me resulten más difíciles.

«¿Algunos fragmentos en particular? -me pregunta-. ¿Siempre eran los mismos?»

No. Eso es precisamente lo que siempre me ha parecido muy peculiar de El Archiduque. Nunca sé en qué parte de la obra me voy a equivocar. Nunca ha dejado de ser un campo lleno de minas, y aunque he progresado con lentitud para vencer las dificultades, siempre me he encontrado con un explosivo.

Por lo tanto, avanzo por la calle, oyendo apenas la multitud que se reúne después del trabajo en el pub por el que paso, y pienso en mi música. De hecho, mis dedos encuentran las notas a pesar de que llevo el Guarneri guardado en su funda, y al hacerlo, calman mi ansiedad en cierta manera, lo que interpreto -de forma errónea-como una señal de que todo irá bien.

Llego con noventa minutos de antelación. Justo antes de girar la esquina para acceder a la entrada de los artistas que hay en la parte trasera de la sala de conciertos, veo cómo la entrada principal recubierta de cristal se refleja a lo largo de la acera, repleta en ese momento tan sólo por los peatones que se dirigen a casa a toda prisa después del trabajo. Toco mentalmente los diez primeros compases del allegro. Me digo a mí mismo lo bonito que es poder tocar con dos amigos como Beth y Sherrill. No tengo ni idea de lo que me sucederá durante esos noventa minutos que pondrán fin a mi carrera. Soy, si me permite decirlo, como un cordero que va rumbo al matadero, sin advertir el peligro y sin la habilidad para darse cuenta de que el aire está impregnado de sangre.

Mientras me encaminaba hacia la sala de conciertos con papá, me acordé de todo esto. Pero no había ninguna sensación de urgencia en mi turbación, porque ya sabía cómo iban a ser los minutos siguientes.

Tal y como hice esa noche, giramos la esquina de Welbeck Street. No habíamos pronunciado palabra desde que habíamos salido del aparcamiento subterráneo. Interpreté el silencio de papá como una determinación firme. Él probablemente interpretó el mío como un consentimiento a su plan, en vez de mera resignación a lo que sabía que sería el resultado.

En Welbeck Way volvimos a girar, encaminándonos hacia las dobles puertas rojas sobre las que las palabras ENTRADA DE ARTISTAS están labradas sobre un frontón de piedra. Pensaba en el hecho de que papá no había planeado muy bien su estrategia. Seguramente habría gente en las taquillas de la parte delantera del edificio, pero a esas horas la entrada de los artistas estaría cerrada, y aunque llamáramos a la puerta no habría nadie para abrirla. Así pues, si papá quería que reviviera la noche de El Archiduque lo estaba haciendo mal, y estaba a punto de ver cómo se frustraban sus planes.

Estaba a punto de decírselo en el instante en que los pies me fallaron, doctora Rose. Primero me fallaron, y después se detuvieron por completo, y no había nada en el mundo que me hubiera animado a seguir andando.

Papá me cogió del brazo y exclamó:

– ¡Si huyes no conseguirás nada, Gideon!

Pensó que tenía miedo, claro, que estaba paralizado por la ansiedad, y que me resistía a correr el riesgo que, sin lugar a dudas, la música representaba. Pero lo que me paralizaba no era el miedo, sino lo que había visto delante de mí, eso que me parecía imposible haber olvidado hasta ese momento, a pesar del elevado número de veces que había tocado en Wigmore Hall en el pasado.

La puerta azul, doctora Rose. La misma puerta azul que se me ha aparecido cada cierto tiempo en mis recuerdos y en mis sueños. Está situada al final de un tramo de diez escalones, justo al lado de la entrada de artistas de Wigmore Hall.


1 de noviembre, 22.00


Es idéntica a la puerta que he visto en mi mente: azul brillante, azul cerúleo, el azul del cielo de verano en las Tierras Altas de Escocia. Tiene un aro plateado en el centro, dos cerraduras y un montante de abanico en la parte superior. Debajo de la ventana hay guarniciones de alumbrado, colocadas justo encima de la puerta. Hay una barandilla a lo largo de la escalera, y está pintada del mismo color de la puerta: de ese azul brillante, claro e inolvidable que, sin embargo, había olvidado.

Vi que la puerta parecía conducir a un piso: había ventanas a su alrededor, de las que colgaban cortinas, y desde Welbeck Way alcanzaba a ver que había unos cuadros colgados en lo alto de las paredes. Sentí una oleada de entusiasmo, que hacía meses que no sentía -o quizás años-, al darme cuenta de que detrás de esa puerta bien podría estar la explicación de lo que me había sucedido, la causa de mis problemas, y el remedio.

Me solté del brazo de papá con rapidez y subí esos escalones a toda prisa. Tal y como me dijo que hiciera en mi imaginación, doctora Rose, intenté abrir la puerta, aunque antes de hacerlo ya me había dado cuenta de que necesitaría una llave. Por lo tanto, llamé a la puerta. La aporreé.

Mi esperanza de ser rescatado se desvaneció bien pronto, ya que la puerta fue abierta por una mujer china que era tan bajita que al principio pensé que se trataba de una niña. También pensé que llevaba guantes, pero luego caí en la cuenta de que tenía las manos cubiertas de harina. Nunca la había visto con anterioridad.

– ¿Qué desea? -me preguntó mientras me observaba con cortesía. Al ver que no decía nada, dirigió la mirada hacia mi padre, que esperaba al pie de la escalera-. ¿En qué puedo ayudarle? -inquirió, moviéndose sutilmente mientras hablaba, colocando la cadera y la mayor parte de su peso, el poco que tenía, tras la puerta.

No tenía ni idea de lo que podía preguntarle. No tenía ni idea de por qué su puerta principal me había estado obsesionando. No tenía ni idea de por qué había corrido escalones arriba sintiéndome tan seguro de mí mismo, tan erróneamente convencido de que había encontrado la solución a mis problemas.

– Lo siento. Lo siento. Ha sido un error -me disculpé, añadiendo, sin embargo, lo que ya sabía que sería una pregunta inútil-. ¿Vive sola?

Es innecesario decir que me di cuenta de que era una pregunta equivocada tan pronto como la formulé. ¿Qué mujer en su sano juicio iba a decirle a un extraño, que se había presentado en la puerta de su casa, que vivía sola aunque fuera verdad? Pero antes de que pudiera responder a mi pregunta, oí la voz de un hombre que decía tras ella: «¿Quién es, Sylvia?», y obtuve mi respuesta. Obtuve mucho más que eso, porque un segundo después de haber formulado la pregunta, el hombre abrió la puerta del todo y se asomó. Y, al igual que con Sylvia, nunca lo había visto con anterioridad: era un señor alto y calvo, con las manos del tamaño del cráneo de la mayoría de la gente.

– Lo siento. Me he equivocado de dirección -me disculpé.

– ¿A quién quiere ver? -me preguntó.

– No lo sé -contesté.

Al igual que Sylvia, volvió la mirada hacia mi padre y replicó:

– Pues nadie lo diría por la forma en la que ha aporreado la puerta.

– Sí, creía que… -¿Qué creía? ¿Que estaban a punto de darme el don de la clarividencia? Supongo que sí.

No obstante, no conseguí averiguar nada en Welbeck Way. Y cuando le dije a mi padre, después de que hubieran cerrado la puerta azul: «Es parte de la respuesta. Te lo prometo», mi padre se limitó a responder con aversión: «Ni siquiera sabes cuál es la maldita pregunta».

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