MAIDA VALE, LONDRES

«Las mujeres gordas son capaces de todo. Las mujeres gordas son capaces de todo. Las mujeres gordas son capaces de todo, de todo, y de todo.»

A medida que se dirigía hacia el coche, Katie Waddington repetía el constante mantra al compás de sus torpes pasos. Pronunciaba las palabras mentalmente en vez de hacerlo en voz alta, no porque estuviera sola y tuviera miedo de parecer un poco chiflada, sino porque decirlas en voz alta le supondría un esfuerzo mucho mayor para sus cansados pulmones, que ya tenían bastante con lo que habían de soportar. Lo mismo le sucedía con el corazón, que según su médico de cabecera no estaba diseñado para bombear sangre por unas arterias que cada vez se encontraban más repletas de grasa.

El médico, al contemplarla, veía pliegues de gordura, dos grandes mamas que le caían de los hombros cual pesados sacos de harina, un estómago que le colgaba para cubrirle el pubis y una piel agrietada por la celulitis. Su esqueleto tenía que soportar tanto peso que podría pasar un año entero sin comer y vivir de sus propias reservas; además, si el médico estaba en lo cierto, la grasa había empezado a invadir sus órganos vitales. Cada vez que Katie acudía a la consulta, el médico insistía en que si no hacía algo por rebajar sus excesos en la mesa, acabaría por morirse.

– Te fallará el corazón o sufrirás una apoplejía -le dijo mientras negaba con la cabeza-. Escoge tu propio veneno. Tu estado requiere que tomes medidas de inmediato, y éstas, evidentemente, excluyen cualquier alimento que pueda convertirse en tejido adiposo. ¿Lo comprendes?

¿Cómo no lo iba a entender? Estaban hablando de su cuerpo y, además, era imposible que una persona del tamaño de un hipopótamo ataviada con un traje chaqueta no se diera cuenta de ello cada vez que le surgiera la oportunidad de contemplarse en el espejo.

No obstante, la pura verdad era que su médico de cabecera era la única persona en la vida de Katie que había tenido serias dificultades a la hora de aceptarla como la mujer gorda que desde la infancia había estado destinada a ser. Ya que la gente que le importaba la aceptaba tal y como era, carecía de toda motivación para adelgazar los ochenta kilos que el médico le había recomendado perder.

Si alguna vez Katie hubiera dudado que vivía inmersa en una sociedad de gente cada vez más obsesionada por tener un cuerpo bronceado y escultural, sus dudas se habrían disipado y habría reafirmado su propia valía esa misma noche, al igual que todos los lunes, miércoles y viernes, en los que sus grupos de terapia sexual se reunían de siete a diez. La gente con problemas sexuales que vivía en Londres o alrededores acudía a esas sesiones en busca de consuelo y de soluciones. Katie Waddington -que había convertido el estudio de la sexualidad humana en la pasión de su vida-era la responsable de dirigir las sesiones: se examinaba la libido, se analizaba minuciosamente la erotomanía y las fobias; la gente se confesaba culpable de frigidez, ninfomanía, satirismo, travestismo y fetichismo. Asimismo, se animaba a la gente a tener fantasías eróticas y se le fomentaba la imaginación sexual.

«Ha salvado nuestro matrimonio», le decían con efusión. O la vida, o la salud mental o, a menudo, la carrera profesional.

El lema de Katie era que el sexo era un negocio, y el hecho de que ella llevara veinte años dedicándose a ello, de que tuviera unos seis mil clientes satisfechos y una lista de espera de doscientas personas corroboraba esa verdad.

Así pues, se encaminaba hacia el coche en un estado de ánimo que oscilaba entre el orgullo y el éxtasis más absoluto. Por mucho que ella pudiera ser anorgásmica, ¿quién se iba a enterar mientras fuera capaz de lograr de forma reiterada que los demás tuvieran unos orgasmos tan estupendos? Y, después de todo, eso era precisamente lo que el público quería: liberarse sexualmente cuando surgiera la ocasión, pero sin sentirse culpable.

¿Quién les ayudaba a conseguirlo? Una gorda.

¿Quién los absolvía de la vergüenza de sus deseos? Una gorda.

¿Quién les enseñaba a hacer todas esas cosas que iban desde estimular las zonas erógenas hasta fingir pasión a la espera de que ésta retornara? Una mujer de Canterbury, ridícula y gorda a más no poder. Ella y nadie más que ella.

Eso era más importante que contar calorías. Si Katie Waddington estaba destinada a morir gorda, entonces sería así como moriría.

Era una noche fría, de esas que tanto le gustaban. El otoño había llegado por fin a la ciudad después de un verano abrasador, y a medida que Katie avanzaba con dificultad a través de la oscuridad, revivió, tal y como siempre hacía, los temas más importantes que se habían comentado esa noche.

Lágrimas. Sí, siempre había lágrimas, además de retorcimientos de manos, rubores, tartamudeos y mucho sudor. No obstante, también solía haber momentos especiales, momentos decisivos que hacían que el hecho de escuchar durante horas repetitivos detalles personales valiera la pena.

Esa noche el momento lo habían propiciado Félix y Dolores (apellido desconocido), que se habían apuntado a las sesiones con el claro propósito de «recobrar la magia de su matrimonio» después de haberse pasado dos años -y de haberse gastado veinte mil libras-examinando, por separado, su sexualidad. Hacía tiempo que Félix había admitido que buscaba satisfacción fuera del reino de sus promesas maritales, y Dolores había confesado sin rubor que disfrutaba mucho más con su vibrador mientras contemplaba una fotografía de Laurence Olivier caracterizado como Heathcliff que de los abrazos de su marido. Sin embargo, esa noche, cuando Félix empezó a reflexionar en voz alta sobre los motivos que podían hacer que el culo desnudo de su mujer le recordara a su madre en sus últimos años, las mujeres de mediana edad del grupo pensaron que eso era demasiado y empezaron a insultarle con una violencia tal que la misma Dolores se levantó apasionadamente para defender a su marido. Según parece, Dolores anegó la aversión que su marido sentía por su trasero con el agua bendita de sus propias lágrimas; al momento, marido y mujer se abrazaron, se besaron en los labios y gritaron al unísono: «Han salvado nuestro matrimonio», al final de la sesión.

Katie reconocía que lo único que había hecho era propiciarles un público. De todos modos, eso era lo que en verdad quería cierto tipo de gente: una oportunidad para humillarse a sí mismos o a sus seres queridos delante de otros, y así propiciar una situación de la que poder rescatar a sus seres amados o ser rescatados por éstos.

Ocuparse de los problemas sexuales de los británicos era una verdadera mina de oro, y Katie se consideraba de lo más astuta por haberse dado cuenta de eso.

Bostezó largamente y notó cómo le gruñían las tripas. Una jornada laboral larga y provechosa bien se merecía una buena cena, seguida de un baño y una cinta de vídeo. Prefería las películas antiguas por los matices románticos que tenían. Un fundido en negro en los momentos importantes la estimulaba mucho más que un primer plano de ciertas partes corporales acompañado de una banda sonora repleta de respiraciones entrecortadas. Vería Sucedió una noche: Clark, Claudette, y la exquisita tensión que se creaba entre ellos.

«Eso era lo que faltaba en la mayoría de las relaciones -pensó Katie por milésima vez ese mes-: tensión sexual. Ya no hay lugar para la imaginación en las relaciones de pareja. El mundo se ha convertido en un lugar en el que todo se sabe, todo se cuenta y todo se fotografía; por lo tanto, ya no existe la posibilidad de disfrutar de antemano ni de mantener nada en secreto.»

No obstante, no tenía motivos para quejarse. El estado del mundo la estaba haciendo rica y, por muy gorda que estuviera, nadie la desairaba cuando veía la casa en que vivía, la ropa que llevaba, las joyas que compraba o el coche que conducía.

Se estaba acercando a ese coche precisamente, al lugar en el que lo había dejado por la mañana: un aparcamiento privado que estaba al otro lado de la calle junto a la clínica en la que pasaba sus días. Mientras se detenía en la acera para cruzar, se percató de que respirar le costaba más de lo habitual. Apoyó la mano en una farola y sintió cómo el corazón pugnaba por seguir funcionando.

Quizá debería considerar el programa de pérdida de peso que le había sugerido el médico, pensó. Sin embargo, tan sólo un segundo después, descartó la idea. ¿Para qué estaba la vida sino para disfrutarla?

Una ligera brisa se levantó y le apartó el pelo del rostro. Sintió cómo le refrescaba la nuca. Lo único que necesitaba era descansar un momento. Cuando recobrara el aliento, se sentiría tan bien como de costumbre.

Permaneció en pie y escuchó el silencioso barrio. Era comercial y residencial a la vez: constaba de pequeños negocios que ya estaban cerrados a esas horas y de casas que ya hacía tiempo que se habían convertido en pisos, y en cuyas ventanas ya se habían corrido las cortinas para protegerse de la noche.

«¡Qué extraño!», pensó. Nunca se había dado cuenta de la tranquilidad y del vacío que reinaba en esas calles cuando ya había caído la noche. Miró a su alrededor y se percató de que en un lugar como aquél podría suceder cualquier cosa -tanto buena como mala-y que si alguien llegaba a presenciarlo sería tan solo fruto de la casualidad.

Un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Más le valdría seguir avanzando. Bajó de la acera y empezó a cruzar.

No vio el coche del final de la calle hasta que éste encendió las luces y la cegó. Se precipitó hacia ella emitiendo un sonido parecido al bramido de un toro.

Intentó avanzar a toda velocidad, pero el coche se abalanzó sobre ella. Era evidente que estaba demasiado gorda para esquivarlo a tiempo.

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