GIDEON

10 de noviembre


La confrontación es la única respuesta. Me ha mentido. Durante casi tres cuartas partes de mi vida, mi padre ha mentido. No ha mentido con lo que ha dicho sino con lo que me ha hecho creer con su silencio durante veinte años: que nosotros -él y yo- fuimos las personas perjudicadas cuando mi madre nos abandonó. Pero la verdad es que se marchó porque se había dado cuenta del motivo por el que Katja había asesinado a mi hermana y del motivo por el que había guardado silencio respecto a sus acciones.


11 de noviembre


Así pues, esto es lo que sucedió, doctora Rose. Si me perdona, no quiero hablar de recuerdos ahora, no quiero retroceder en el tiempo. Sólo esto:

Le llamé por teléfono y le dije:

– Sé por qué murió Sonia. Sé por qué Katja se negó a hablar. Papá, eres un hijo de puta.

No respondió.

– Sé por qué mamá nos abandonó. Sé lo que sucedió. ¿Me comprendes? Di algo, papá. Ha llegado la hora de la verdad. lo que sucedió.

Podía oír la voz de Jill al fondo. Podía oír su pregunta; el tono de voz y la forma en que la formuló -«¿Richard? Cariño, ¿quién demonios es?»-me dio una indicación del modo en que mi padre reaccionaba ante lo que le estaba diciendo. Por lo tanto, no me sorprendió en lo más mínimo cuando empezó a hablar para decirme con severidad:

– Ahora mismo voy hacia allí. No salgas de casa.

Cómo llegó hasta mí con tanta rapidez, no lo sé. Lo único que puedo decir es que cuando entró en casa y subió la escalera con paso decidido, me pareció que tan sólo habían pasado unos minutos desde que colgara el teléfono.

No obstante, les había visto a los dos en esos minutos: a Katja Wolff, que trataba de aferrarse a la vida, que usó una amenaza mortal para salir de Alemania Oriental, y que habría usado la misma muerte si hubiera sido necesario para conseguir el objetivo que perseguía; y a mi padre, que la había fecundado, quizá con la esperanza de crear un espécimen perfecto que perpetuara una línea familiar que empezaba con él mismo. Después de todo, se libraba de las mujeres que no eran capaces de darle hijos sanos. Lo había hecho con su primera esposa, y seguro que también había planeado hacérselo a mi madre. Pero con Katja no había actuado con suficiente rapidez. Katja, Katja, que se aferraba a la vida y que no esperaba a que la vida se lo diera.

Discutieron.

«¿Cuándo le contarás lo nuestro, Richard?»

«Cuando llegue el momento oportuno.»

«¡Pero no tenemos tiempo! Sabes que no tenemos tiempo.»

«Katja, no te comportes como una histérica.»

Pero después, cuando llegó el momento en que podría haber subido a la tribuna de los testigos, no dijo nada para defenderla, excusarla o comprometerse, a diferencia de mi madre, que se enfrentó a la chica alemana con el tema del embarazo y que le dijo que no estaba cumpliendo con sus obligaciones con respecto a mi hermana por culpa de ese embarazo. Así pues, Katja había decidido por fin ocuparse del asunto por sí misma. Cansada de discutir y de intentar defenderse a sí misma, enferma a causa del embarazo, y sintiéndose profundamente traicionada por todos lados, se vino abajo. Ahogó a Sonia.

¿Qué esperaba conseguir?

Quizás esperara librar a mi padre de una carga que creía que los separaba. Tal vez pensara que al ahogar a Sonia conseguiría hacer una afirmación que creía que debía hacer. Quizá deseara castigar a mi madre por tener una influencia sobre mi padre que parecía inquebrantable. Pero a Sonia sí que la mató, y después se negó -por medio de un silencio estoico- a reconocer su crimen, la breve vida de mi hermana o los propios pecados que le habían llevado a quitarle la vida a Sonia.

¿Por qué? ¿Porque así protegía al hombre que amaba? ¿O porque quería castigarle?

Todo esto es lo que vi y lo que pensé mientras esperaba la llegada de mi padre.

– ¿Por qué te has puesto tan gallito, Gideon?

Ésas fueron las primeras palabras que me dirigió a medida que entraba a la sala de música, donde yo me encontraba sentado junto a la ventana, luchando contra los primeros retortijones de mi estómago que indicaban que me sentía asustado, infantil y cobarde a medida que se acercaba la hora de nuestro encuentro definitivo. Señalé la libreta en la que había estado escribiendo durante todas esas semanas, y odié el hecho de que mi voz sonara quebrada. Odiaba lo que ese quebramiento revelaba: sobre mí, sobre él, y sobre lo que yo temía.

– Sé lo que ha sucedido -le anuncié-. Lo he recordado.

– ¿Has cogido el instrumento?

– Pensabas que no sería capaz de atar cabos, ¿verdad?

– ¿Has cogido el Guarneri, Gideon?

– Creías que podrías seguir fingiendo el resto de tu vida.

– ¡Maldita sea! ¿Has tocado? ¿Lo has intentado? ¿Te has dignado siquiera a mirar el violín?

– Pensabas que haría lo que siempre he hecho.

– ¡Ya he tenido bastante de esto! -Empezó a moverse, pero no hacia la funda del violín, sino hacia el equipo de música, y mientras lo hacía se sacó un CD nuevo del bolsillo.

– Pensabas que estaría de acuerdo con todo lo que me dijeras porque siempre me he comportado así, ¿no es verdad? Si le doy cualquier cosa que se parezca a un cuento aceptable, se lo tragará: el anzuelo, la caña y el plomo.

Se giró y exclamó:

– ¡No tienes ni idea de lo que estás hablando! ¡Mírate! Mira lo que te ha hecho ella con toda esa farsa psicológica. Has quedado reducido a un ratoncito llorón que tiene miedo de su propia sombra.

– ¿No es precisamente eso lo que tú has hecho, papá? ¿No es precisamente eso lo que también hiciste por aquel entonces? Mentiste, engañaste, traicionaste…

– ¡Basta! -Luchaba por sacar el CD de su envoltorio, y lo abrió con los mismísimos dientes como si fuera un perro, escupiendo los trozos de celofán en el suelo-. Escúchame bien, porque sólo hay una manera de solucionar esto, y es por la que deberías haber optado desde un principio. Un hombre de verdad afronta sus miedos. No esconde la cola y huye.

– ¡Tú sí que estás huyendo! ¡En este mismo momento!

– ¡Y tanto que lo estoy haciendo, joder! -Apretó el botón para abrir el reproductor de CDs. Metió el disco dentro. Lo puso en marcha y subió el volumen-. ¡Escucha! ¡Haz el favor de escuchar y de comportarte como un hombre!

Había subido tanto el volumen que cuando empezó a sonar no sabía de qué se trataba. Pero mi confusión sólo duró un instante, porque lo había escogido, doctora Rose. Beethoven. El Archiduque. Lo había escogido.

Empezó el Allegro Moderato. Llenó toda la sala. Pero aun así podía oír los gritos de papá.

– ¡Escucha! ¡Escucha! Escucha lo que te ha destrozado, Gideon. Escucha lo que tienes miedo de tocar.

Me tapé los oídos y exclamé:

– ¡No puedo! -Sin embargo, lo seguía oyendo, oyendo por encima de todo.

– Escucha lo que estás permitiendo que te controle. Escucha esa simple pieza musical que te ha destrozado la carrera entera.

– Yo no…

– Manchas negras en un maldito trozo de papel. Sólo es eso. A eso le has dado todo tu poder.

– No me hagas…

– ¡Cállate! Escucha. ¿Es imposible que un músico como tú toque esa pieza? No, no lo es. ¿Es demasiado difícil? No. ¿Es siquiera un desafío? No, no, no. Sólo, es levemente, remotamente, vagamente…

– ¡Papá! -Me tapé los oídos con las manos. La sala se estaba volviendo negra. Estaba quedando reducida a un pequeño punto de luz, y esa luz era azul, era azul, era azul.

– La debilidad se ha apoderado de ti, Gideon. Tenías mucho coraje y te has convertido en un condenado señor Robson. Eso es lo que has hecho.

La introducción de piano casi había llegado a su fin. El violín estaba a punto de empezar. Conocía las notas. La música estaba dentro de mí. Pero ante mis ojos sólo veía esa puerta. Y papá -mi padre-seguía despotricando.

– Me extraña que no hayas empezado a sudar como él. Eso es lo que harás a continuación. Sudar y temblar como un bicho raro que…

– ¡Déjalo ya!

Y la música. La música. La música. Creciendo, explotando, exigiendo. A mi alrededor, la música que temía y que me horrorizaba.

Y delante de mí esa puerta; ella estaba de pie junto a las escaleras que conducían hasta la puerta, la luz reluciendo sobre ella, una mujer que no habría reconocido en la calle, una mujer cuyo acento se había desvanecido con el tiempo, durante los veinte años que había pasado en la cárcel.

– ¿Te acuerdas de mí, Gideon? -me pregunta-. Soy Katja Wolff. Tengo que hablar contigo.

Le digo con educación, porque aunque no sé quién es, a lo largo de esos años me han enseñado que trate al público con educación al margen de lo que me pidan porque el público es quien asiste a mis conciertos, quien compra mis discos, quien hace aportaciones monetarias al East London Conservatory y el que intenta mejorar las vidas de los niños necesitados, niños como yo de muchas maneras a excepción de las circunstancias de mi nacimiento… Le digo:

– Me temo que tengo un concierto, señora.

– No nos llevará mucho tiempo.

Baja las escaleras. Cruza el trozo de Welbeck Way que nos separa. Me he acercado a las dobles puertas rojas de la entrada de los artistas del Wigmore Hall, y cuando estoy a punto de llamar a la puerta para que me dejen entrar, me dice, me dice, oh, Dios, me dice:

– He venido a cobrar, Gideon.

Pero yo no sé a qué se refiere.

No obstante, en cierta manera comprendo que el peligro está a punto de sumergirme. Agarro la funda en la que el Guarneri está protegido por piel y terciopelo, y le repito:

– Tal y como ya le he dicho, tengo un concierto.

– No empezará hasta de aquí a una hora -me replica-. O, como mínimo, eso es lo que me han dicho en la parte delantera del edificio.

Hace un gesto de asentimiento hacia Wigmore Street, donde está la taquilla, donde, según parece, ha ido primero a buscarme. Le habrían dicho que los músicos aún no habían llegado, señora, y que cuando lo hacían, no usaban la puerta delantera sino la trasera. Por lo tanto, si tenía la paciencia de esperarse allí, quizá tuviera la oportunidad de hablar con el señor Davies, aunque ellos no podían garantizarle que el señor Davies tuviera tiempo de hablar con ella.

– Cuatrocientas mil libras, Gideon -me dice-. Tu padre asegura que no las tiene. Por lo tanto, he venido a pedírtelas a ti porque tú seguro que tienes esa cantidad.

Y el mundo tal y como lo conozco se encoge se encoge desaparece y se convierte en un pequeño punto de luz. De ese punto surge el sonido, y oigo a Beethoven, el Allegro Moderato, el primer movimiento de El Archiduque, y después la voz de papá.

– ¡Pórtate como un hombre, por el amor de Dios! ¡Ponte recto! ¡En pie! Deja de encogerte como si fueras un perro apaleado. Deja de lloriquear. Te estás comportando como…

Ya no oí nada más porque de repente supe de qué iba todo eso y lo que siempre había sido. Lo recordé todo de golpe -como la música en sí- y la música sonaba al fondo al mismo tiempo que el hecho que había intentado olvidar.

Estoy en mi habitación. Raphael está enfadado, más enfadado de lo que jamás había visto; hace días que está enfadado, con los nervios de punta, ansioso e irritable. Yo he estado de mal humor y poco dispuesto a ayudar. Me han negado la posibilidad de ir a Juilliard. Juilliard ha sido añadido a la lista de imposibilidades a la que me estoy empezando a acostumbrar. No es posible, no es posible, ajusta por aquí, recorta por allá, intenta ser indulgente. «Por lo tanto, van a ver lo que es bueno -decido-. Nunca jamás volveré a tocar ese estúpido violín. No ensayaré. No prestaré atención en clase. No tocaré en público. No tocaré en privado, ni para mí ni para nadie. Les demostraré de lo que soy capaz.»

Raphael entra resueltamente en la habitación. Pone el disco de El Archiduque y me advierte:

– Gideon, estoy perdiendo la paciencia contigo. No es una pieza difícil. Quiero que escuches el primer movimiento hasta que lo puedas tararear en sueños.

Se marcha, cierra la puerta. Y empieza el Allegro Moderato.

– No lo haré, no lo haré, no lo haré -grito. Tiro una mesa, le pego una patada a una silla, y empiezo a aporrear la puerta con mi propio cuerpo-. ¡No puedes obligarme! ¡No puedes obligarme a nada!

La música va en aumento. El piano introduce la melodía. Todo está en silencio y preparado para el violín y el violonchelo. La mía no es una parte difícil de aprender, no para alguien como yo que tiene un don natural. Pero ¿qué sentido tiene aprenderla si no voy a ir a Juilliard? Aunque Perlman sí que lo hizo. De niño, estudió allí. Pero yo no iré. Es injusto. Es muy injusto. Todo lo que me rodea es injusto. No lo haré. No lo aceptaré.

Y la música va en aumento.

Abro la puerta de golpe. Grito en el pasillo:

– No. No lo haré.

Pienso que vendrá alguien, que me llevarán a alguna parte y que me reñirán, pero nadie viene porque todo el mundo está demasiado ocupado con sus preocupaciones y no con las mías. Y yo estoy enfadado porque es mi mundo el que se ha visto afectado. Es mi vida la que ha sido alterada. Es mi deseo el que ha sido frustrado, y tengo ganas de darle puñetazos a la pared.

Y la música crece. Y el violín se eleva. Y yo no tocaré esa pieza de música en Juilliard ni en ningún otro sitio porque debo quedarme aquí. En esta casa, en la que todos somos prisioneros. Por culpa de ella.

El tirador está entre mis manos antes de que me dé cuenta, el entrepaño de la puerta ante mis narices. Entraré violentamente y la asustaré. La haré llorar. Haré que pague por ello. Se lo haré pagar a todos.

No está asustada, pero está sola. Sola en la bañera con los patitos amarillos flotando a su alrededor, y con un bote rojo al que le da palmaditas con cara de felicidad. Merece que la asusten, que la azoten, que le hagan comprender lo que me ha hecho; por lo tanto, la cojo y la sumerjo debajo del agua, y veo cómo los ojos se le ensanchan, ensanchan y ensanchan, y siento cómo lucha para sentarse de nuevo.

Y la música -esa música- crece y crece. Suena sin parar. Durante minutos. Durante días.

Entonces aparece Katja. Pronuncia mi nombre a gritos. Y Raphael está justo detrás de ella, sí, porque, sí, ahora lo entiendo todo: han estado hablando, ellos dos, y ésa es la razón por la que Sonia estaba sola, y él le ha estado preguntando si lo que Sarah-Jane Beckett le había dicho era verdad. Porque tiene derecho a saberlo, le dice. Es lo que dice cuando entra en el cuarto de baño tras los talones de Katja. Es lo que dice cuando entra y ella grita. Dice:

– … porque si lo estás, es mío y lo sabes. Tengo el derecho…

Y la música se eleva.

Y Katja grita, llama a mi padre, y Raphael exclama en voz alta:

– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!

Sin embargo, no la suelto. No la suelto ni siquiera entonces porque sé que el final de mi mundo empezó con ella.

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