6 de noviembre
He vuelto a soñar, doctora Rose. Estoy en el escenario del Barbican, con los relucientes focos encima de mí. La orquesta está a mi espalda, y el director -cuyo rostro no llego a ver-da un golpecito en el atril. La música empieza -cuatro compases de los violonchelos- y yo alzo mi instrumento y me preparo para unirme a ellos. Entonces lo oigo en algún lugar de la gran sala: un bebé ha empezado a llorar.
Resuena por toda la sala, pero yo parezco ser la única persona que se da cuenta. Los violonchelos siguen tocando, el resto de los instrumentos de cuerda se unen a ellos, y sé que pronto llegará el momento de mi solo.
Soy incapaz de pensar, soy incapaz de tocar, sólo soy capaz de preguntarme por qué el director no para la orquesta, por qué no se da la vuelta hacia el público, por qué no le pide a alguien que tenga la amabilidad de sacar de la sala a ese bebé que llora y así podamos concentrarnos en la música. Hay una pausa de compás entero antes de que tenga que empezar mi solo, y mientras espero que llegue ese momento, no dejo de observar el público. Pero no puedo ver nada a causa de los focos, y son mucho más cegadores de lo que acostumbran a ser en una sala de conciertos. De hecho, son el tipo de luces con las que uno se imagina que iluminarían a un sospechoso que está siendo interrogado.
Cuando los instrumentos de cuerda acaban sus compases, empiezo a contar. No sé por qué, pero estoy convencido de que seré incapaz de tocar lo que debo mientras continúe la distracción, pero siento que debo hacerlo. Tendré que hacer lo que nunca he hecho antes: por ridículo que pueda parecer, tendré que fingir, improvisar si es necesario, mantener el mismo tono pero tocar cualquier cosa para poder superar esa horrible prueba.
Empiezo. No lo hago bien, por supuesto. No es el tono adecuado. A mi izquierda, el primer violín se pone en pie de un salto y veo que es Raphael Robson. Quiero decirle: «¡Raphael, estás tocando! ¡Estás tocando delante de un público!», pero el resto de los violines sigue su ejemplo y también se ponen en pie. Empiezan a expresar sus quejas al director, al igual que los que tocan el violonchelo y el contrabajo. Oigo sus voces. Intento ahogarlas con mi instrumento, también intento ahogar el llanto del bebé, pero no puedo. Quiero decirles que no soy yo, que no es culpa mía, y les pregunto: «¿No lo oís? ¿No lo oís?», mientras sigo tocando. Y mientras lo hago observo al director, porque sigue dirigiendo la orquesta como si nunca hubieran dejado de tocar.
Entonces Raphael se acerca al director. Éste se vuelve hacia mí. Es mi padre. «¡Toca!», me ordena gruñendo. Estoy tan sorprendido de verle en un lugar en el que no debería estar que doy un paso atrás y me veo envuelto por la oscuridad de la sala.
Empiezo a buscar el bebé que llora. Recorro el pasillo, tanteando a través de la oscuridad, hasta que oigo que los lloros proceden de detrás de una puerta cerrada.
Abro la puerta. De repente, estoy en la calle, en plena luz del día, y delante de mí hay una fuente enorme. Pero no es una fuente normal y corriente, porque en medio del agua hay una especie de cura vestido de negro y una mujer de blanco que sostiene al estridente infante en su seno. Mientras los contemplo, el cura los sumerge -a la mujer y al niño que sostiene- bajo el agua, y yo sé que esa mujer es Katja Wolff y que está sumergiendo a mi hermana.
De alguna manera, sé que debo llegar hasta esa fuente, pero los pies se me han vuelto tan pesados que soy incapaz de levantarlos. En consecuencia, me limito a observar, y cuando Katja Wolff sale del agua, sale sola.
El agua hace que el vestido blanco se le quede pegado a la piel, y a través del tejido se le notan los pezones, y el vello púbico, que es grueso, oscuro como la noche, y se enrolla y se enrolla sin cesar sobre su sexo, que sigue reluciendo a través del vestido mojado que lleva pero que la hace parecer desnuda. Y noto esa pasión dentro de mí, ese arrebato de deseo que hace años que no siento. Empieza el estremecimiento y le doy la bienvenida, y ya no me acuerdo del concierto que he abandonado ni de la ceremonia que acabo de presenciar en el agua.
Mis pies se han liberado. Me acerco. Katja se coge los pechos con las manos. Pero antes de que pueda llegar hasta ella y la fuente, el cura se antepone en mi camino, lo miro y me percato de que es mi padre.
Va hacia ella. Le hace lo que yo quería hacerle, y me siento obligado a observarles mientras su cuerpo lo envuelve y empieza a excitarle a medida que el agua les golpea las piernas con suavidad.
Grito y me despierto.
Y ahí estaba entre mis piernas, doctora Rose, lo que no había podido conseguir en… ¿cuántos años?… desde Beth. Palpitante, hinchado, dispuesto para la acción, y todo a causa de un sueño en el que era tan sólo un voyeur del placer de mi padre.
Permanecí tumbado en la oscuridad, odiándome a mí mismo, odiando a mi cuerpo y a mi mente, y a lo que ambos me comunicaban a través de un sueño. Y mientras permanecía en ese estado, un recuerdo me vino a la mente.
Es Katja, y acaba de entrar en el comedor en el que estamos cenando. Lleva en brazos a mi hermana, que ya va en pijama, y no hay duda que está muy entusiasmada por algo, ya que cuando Katja Wolff se encuentra en ese estado, habla un inglés chapurreado. Exclama: «¡Deben ver lo que hecho!».
El abuelo le dice con irritación: «¿De qué se trata esta vez?», y hay un momento de tensión mientras los adultos se miran entre ellos: mamá al abuelo, papá a la abuela, Sarah-Jane a James el Inquilino. Éste mira á Katja. Y Katja mira a Sonia.
«Enséñaselo, pequeña», le dice mientras deja a mi hermana en el suelo. La deja sentada, pero no tiene que sostenerla como solía hacer. La balancea con cuidado y aparta las manos: Sonia sigue sentada.
«Sabe sentarse sola -anuncia Katja con orgullo-. ¿No es un sueño?»
Mamá se pone en pie y le dice: «¡Estupendo, cariño!», y le da un abrazo. Después se vuelve hacia Katja: «Gracias», y cuando sonríe, su rostro está radiante de placer.
El abuelo no hace ningún comentario porque ni siquiera se ha dignado a mirar lo que Sonia es capaz de hacer. La abuela murmura: «Muy bien, cielo», y se queda mirando al abuelo.
Sarah-Jane Beckett hace un comentario educado e intenta iniciar una conversación con James el Inquilino. Pero hace el intento en vano: James mira a Katja del mismo modo que un perro hambriento podría mirar un trozo de ternera.
Katja tiene su mirada clavada en mi padre. «¡Ve lo encantadora que es! -se jacta-. ¡Ve todo lo que es capaz de aprender y con qué rapidez! ¡Sonia es una gran chica! ¡Cualquier bebé puede prosperar con Katja!»
Cualquier bebé. ¿Cómo podía haber olvidado esas palabras y esa mirada? ¿Cómo se me había podido escapar hasta este momento lo que en verdad significaban esas palabras y esa mirada? Y lo que debieron significar en aquel instante, porque todo el mundo se queda paralizado, como si la película hubiera quedado reducida a un solo encuadre. Un momento más tarde -una milésima de segundo- mamá coge a Sonia y dice: «No nos cabe ninguna duda, cariño».
Lo vi entonces y lo veo ahora. Pero no lo comprendí porque, ¿cuántos años tenía?, ¿siete?, ¿qué niño de esa edad puede llegar a comprender del todo la realidad en la que vive? ¿Qué niño de esa edad puede deducir que detrás de una simple frase dicha con simpatía se esconde la repentina constatación de la traición que se ha producido y que se sigue produciendo en su misma casa?
9 de noviembre
Conservó la fotografía, doctora Rose. Todo lo que sé se relaciona con el hecho de que mi padre sólo conservó esa fotografía, una fotografía que él mismo debía de haber hecho y escondido porque si no, ¿cómo habría llegado a sus manos?
Los veo, una soleada tarde de verano, y él le pide a Katja que salga al jardín para que pueda hacerle una fotografía con mi hermana. La presencia de Sonia, acurrucada entre sus brazos, legitima el momento. Sonia le sirve de excusa para hacer la fotografía, a pesar de que está acurrucada de tal manera que su rostro no es visible para la cámara. Y ése también es un detalle importante, porque Sonia no es perfecta. Sonia es un bicho raro, y una fotografía de Sonia que mostrara las manifestaciones del síndrome congénito que le afligía -fisuras palpebrales oblicuas, he averiguado que se llaman así, pliegues del epicanto, y una boca que es desproporcionadamente pequeña- sería un recordatorio constante para mi padre de que había creado, por segunda vez en su vida, una criatura no sólo con imperfecciones físicas, sino también mentales. En consecuencia, no desea que la cámara capture su rostro, pero la necesita como excusa.
¿Mi padre y Katja ya son amantes en ese momento? ¿O simplemente piensan en ello, como si esperaran que uno de ellos diera una señal que expresara un interés que todavía no podía ser manifestado con palabras? Y cuando sucede por primera vez, ¿quién toma la iniciativa, y qué hace para empezar a caminar rumbo a la dirección que están tomando?
Sale a tomar el aire en una noche sofocante, una de esas noches de agosto en Londres en la que una ola de calor invade la ciudad y, por lo tanto, es imposible escapar del ambiente opresivo formado por la constante presencia de ese aire viciado sobre la ciudad; además, el aire se enrarece cada vez más por el sol abrasador y por los camiones con motor diesel que emiten gases por toda la ciudad. Sonia se ha dormido por fin, y Katja tiene diez minutos bien buenos para sí misma. La oscuridad del exterior supone una falsa promesa para librarse del calor del interior de la casa; por lo tanto, sale, se adentra en el jardín que hay detrás de la casa, y allí es donde él la encuentra.
– ¡Qué día más horrible! -exclama él-. ¡Estoy ardiendo!
– Yo también -le contesta mientras le mira sin pestañear-. Yo también ardiendo, Richard.
Y eso es suficiente. Esa última frase y el hecho de que le haya llamado por el nombre de pila constituyen un permiso explícito, y él no necesita otra invitación. Se arrima a ella y ahí empieza todo. Eso es precisamente lo que veo desde el jardín.