CECILIA

Lynley volvió a poner la hoja de papel dentro del sobre y cerró el libro de golpe.

– Convento de la Inmaculada Concepción, Havers -gritó.

– ¿Me está sugiriendo que debería cambiar de vida, señor?

– Sólo si te apetece. De momento, apunta el nombre para buscar la dirección del convento. Queremos ver a alguien que se llama Cecilia y, si aún sigue viva, creo que la encontraremos allí.

– De acuerdo.

Lynley se unió a ella en la cocina. La simplicidad de la sala de estar se repetía allí. Por la apariencia de las cosas, bien podría decirse que la cocina no había sido renovada en muchas generaciones, y el único electrodoméstico que podría calificarse de moderno era la nevera, a pesar de que debía de tener unos quince años.

El contestador automático estaba encima de una estrecha encimera de madera. A un lado había un soporte de cartón piedra que contenía varios sobres. Lynley los cogió mientras Havers se dirigía hacia una pequeña mesa y dos sillas que estaban apoyadas en una de las paredes. A Lynley le llamó la atención que la mesa no estuviera dispuesta para comer, sino para algo parecido a una exposición: tres hileras rectas de cuatro fotografías enmarcadas estaban sobre la mesa como si esperaran pasar una inspección. Con los sobres en la mano, Lynley se acercó a Havers y le preguntó:

– ¿Crees que son sus hijos?

Todas las fotografías eran de las mismas personas: dos niños que eran cada vez más mayores en las fotografías. Empezaban con un niño pequeño -de unos cinco o seis años de edad- que sostenía a un bebé que en las siguientes fotografías resultaba ser una niña pequeña. De la primera a la última, el niño parecía impaciente por agradar, los ojos abiertos y una sonrisa tan amplia y ansiosa que no había ni un solo diente que no estuviera a la vista. La niña pequeña, en cambio, ni siquiera parecía darse cuenta de que la estaba enfocando una cámara. Miraba a la derecha y a la izquierda, hacia arriba y hacia abajo. Una sola vez, en la que su hermano le acariciaba la mejilla, alguien consiguió hacerla mirar a la cámara.

– ¿No ves nada extraño en esa niña? -preguntó Havers con su brusquedad habitual-. Es la niña que murió, ¿no es verdad? La niña de la que le habló el inspector. Es ella, ¿verdad?

– Necesitaremos que nos lo confirme alguien -respondió-. Podría ser otra persona. Una sobrina o una nieta.

– Pero ¿tú qué crees?

– Creo que tienes, razón -contestó-. Creo que es la niña que murió.

«Que se ahogó -pensó-, que se ahogó en lo que podría haber parecido un simple accidente pero que se convirtió en algo mucho más grave.»

Debían de haber hecho la fotografía poco antes de que muriera. Webberly le había contado que la niña había muerto cuando tenía dos años, pero a Lynley no le pareció mucho menor que eso en la fotografía. Sin embargo, mientras examinaba la fotografía, Lynley cayó en la cuenta de que Webberly no se lo había contado todo.

Sentía cómo subía la guardia y cómo crecían sus sospechas.

No le gustó ninguna de esas dos sensaciones.

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