Capítulo 10

– Encontramos unas cartas, Helen. -Lynley estaba de pie ante el espejo de cuerpo entero del dormitorio, intentando elegir una de entre las tres corbatas que le colgaban lánguidamente de los dedos-. Barbara las encontró en una cómoda, eran cartas de amor y estaban todas juntas, sobres incluidos. Lo único que les faltaba era el típico lazo azul.

– Quizás exista una explicación inocente.

– ¿En qué demonios estaría pensando? -Lynley prosiguió como si su mujer no hubiera hablado-. La madre de una niña asesinada. La víctima de un crimen. Es imposible encontrar a nadie más vulnerable que ella y, cuando eso sucede, lo mejor que se puede hacer es guardar la distancia. Uno no se dedica a seducirla.

– No sabes si eso es lo que en realidad sucedió, Tomny. -La mujer de Lynley lo observaba desde la cama.

– ¿Qué más podría haber sucedido? «Espérame, Eugenie. Vendré a por ti.» No me parece la típica carta de agradecimiento que mandaría la señora Beeton [5].

– No creo que la señora Beeton se dedicara a aconsejar a las amas de casa sobre cómo tenían que escribir las cartas, cariño.

– Ya sabes lo que quiero decir.

Helen se puso de costado, cogió la almohada y la meció sobre su estómago.

– ¡Dios mío! – exclamó, con un cavernoso tono de voz que él no podía ignorar.

– ¿Te encuentras mal? -le preguntó.

– Fatal. Nunca me había sentido así en toda mi vida. ¿Cuándo llegará la época dorada de la realización femenina? ¿Por qué en las novelas siempre se dice que las mujeres embarazadas están esplendorosas cuando en realidad tienen la cara hecha un cuadro y el estómago en lucha con el resto del cuerpo?

– ¡Humm! -Lynley consideró la pregunta-. De hecho, no lo sé. ¿Es una conspiración para asegurar la propagación de la especie? Ojalá pudiera soportar ese dolor por ti, querida.

Helen sonrió débilmente y exclamó:

– ¡Siempre has sido un mentiroso patético!

Había algo de verdad en ello y, por lo tanto, se dedicó a examinar las corbatas.

– Creo que me voy a poner la corbata azul oscuro que tiene dibujos de patos. ¿Qué opinas?

– Muy apropiada para fomentar a los sospechosos la falsa creencia de que los tratarás con amabilidad.

– Es justo lo que pensaba. -Se encaminó de nuevo hacia el espejo, dejando por el camino las otras dos corbatas en uno de los pilares de la cama.

– ¿Le contaste al comisario Leach lo de las cartas? -le preguntó.

– No.

– ¿Qué hiciste con ellas? -Sus miradas se cruzaron en el espejo, y le leyó la respuesta en el rostro-. Tommy, no me digas que te las has quedado…

– Ya lo sé. Pero piensa en las alternativas: entregarlas como pruebas o dejarlas donde estaban para que alguien pueda encontrarlas y devolvérselas a Webberly en el peor de los momentos. Por ejemplo, alguien podría enviarlas a su casa. Frances allí de pie, esperando a que alguien le diera un golpe mortal. O al Departamento de Policía, donde su carrera profesional no avanzaría mucho si se hiciera público que había estado involucrado con la víctima de un asesinato. ¿O qué te parecería que alguien las mandara a uno o dos periódicos sensacionalistas? Después de todo, sienten un amor muy profundo por el Departamento.

– ¿Es ésa la única razón por la que las cogiste? ¿Para proteger a Frances y a Malcolm?

– ¿Qué otra razón podría tener?

– ¿Tal vez el asesinato en sí? Podrían ser una prueba.

– ¿Me estás sugiriendo que Webberly tuvo algo que ver? Estuvo con nosotros toda la noche. Al igual que Frances, que podría tener muchos más motivos que Webberly para librarse de Eugenie Davies, si ése fuera el caso. Además, la última carta fue escrita hace más de diez años. Eugenie Davies fue un misterio para Webberly durante muchos años. Fue una locura que se relacionara con ella, pero, como mínimo, se terminó antes de que destrozaran la vida de otras personas.

Helen, como era habitual, le adivinó el pensamiento:

– Pero tú no acabas de estar seguro del todo, ¿verdad, Tommy?

– Lo estoy bastante. Por lo tanto, no creo que las cartas tengan ninguna importancia en el momento actual.

– A no ser que se hubieran visto hace poco.

Ésa fue, en parte, la razón que le llevó a coger el ordenador de Eugenie Davies. Lynley se había basado en el instinto para hacerlo, y ese instinto le decía que su superior era un hombre honrado que tenía una vida difícil, un hombre que nunca había hecho daño a otro ser humano, pero que había caído en la tentación en un momento de debilidad del que todavía debía de estar arrepintiéndose.

– Es un buen hombre -declaró ante el espejo, más a sí mismo que a su mujer.

– Como tú -respondió ella de todos modos-. Y eso podría explicar por qué le pidió al comisario Leach que te dejara llevar el caso. Crees en su inocencia y, en consecuencia, le protegerás sin que él tenga que pedírtelo.

«Tal vez ésa fuera la realidad -pensó malhumoradamente-. Quizá Barbara estaba en lo cierto. Deberían haber entregado las cartas como pruebas y haber dejado a Malcolm Webberly en manos de su propio destino.»

Al otro lado de la habitación, Helen apartó el edredón de repente y salió disparada hacia el cuarto de baño. Empezó a vomitar tras la puerta entreabierta. Lynley se contempló en el espejo y se esforzó por no oír el sonido.

Le parecía extraño que uno pudiera convencerse a sí mismo de cualquier cosa si estaba lo bastante desesperado. Si uno lo miraba de otro modo, las náuseas matinales de Helen podrían ser el resultado de un trozo de pollo en mal estado que se hubiera comido en la ensalada del día anterior. También podría tener la gripe, ya que en esa época era algo muy habitual. O tal vez sólo fueran nervios. Ese mismo día tenía que enfrentarse con un reto, y ésa era la forma que su cuerpo tenía de reaccionar ante la ansiedad. O llevándolo a un extremo de racionalización, bien podría decirse que simplemente estaba asustada. Después de todo, no llevaban tanto tiempo juntos, y ella no estaba tan cómoda con él como él lo estaba con ella. Al fin y al cabo, había muchas diferencias entre ellos: de experiencias, de educación y de edad. Y todo eso tenía cierta importancia, por mucho que intentaran convencerse de lo contrario.

Los vómitos continuaron. Se obligó a aceptarlo de un modo razonable. Se dio la vuelta y se acercó al cuarto de baño a grandes pasos. Encendió la luz, ya que Helen se había olvidado de hacerlo a causa de las prisas. La encontró agachada junto al retrete, la espalda moviéndosele de un lado a otro mientras intentaba coger aire.

– ¡Helen! -exclamó, pero se dio cuenta de que era incapaz de pasar de la puerta.

«Egoísta de mierda -se dijo a sí mismo para obligarse a actuar-. Ahí está la mujer que amas. Ve hacia ella. Acaríciale el pelo. Refréscale la cara con una toalla húmeda. Haz algo.»

Pero no podía. Se había quedado de piedra, como si hubiera visto a la diosa Medusa sin darse cuenta, con la mirada fija en su bella mujer que no cesaba de vomitar en el retrete, un ritual que se había convertido en algo diario y que conmemoraba el hecho de que estuvieran juntos.

– ¿Helen? -repitió, con la esperanza de que le dijera que se encontraba bien y que no necesitaba nada. Esperó con optimismo a que le dijera que ya se podía ir.

Helen se dio la vuelta. Lynley vio el brillo de su rostro y sabía que ella estaba esperando a que él hiciera algún gesto que demostrara el amor y la preocupación que sentía por ella.

Lo intentó con una pregunta:

– ¿Quieres que te traiga algo, Helen?

Ella se lo quedó mirando a los ojos. Vio el cambio sutil que se produjo en ella a medida que se daba cuenta de que él no participaría en esa metamorfosis hacia el dolor.

Helen movió la cabeza de un lado a otro y se dio la vuelta. Asió el borde del retrete con los dedos.

– Me encuentro bien -murmuró.

Lynley aceptó la mentira gustosamente.


En Stamford Brook, el tamborileo de una taza contra un platillo despertó a Malcolm Webberly Abrió los ojos de golpe y vio a su mujer dejando la taza de té de la mañana sobre la superficie de la vieja mesita de noche.

En la habitación hacía un calor asfixiante, resultado de un sistema de calefacción central mal diseñado y de la negativa de Frances a dejar ninguna ventana abierta durante la noche. No podía soportar la sensación del aire nocturno en la cara. Tampoco podría dormir pensando que cualquiera podría entrar en su casa si había una separación de más de dos centímetros entre la ventana y su respectiva repisa.

Webberly levantó la cabeza de la almohada, pero después la dejó caer de nuevo con un gruñido. Había sido una noche muy dura. Le dolían todas las partes del cuerpo, pero eso no era nada en comparación con el dolor que sentía en su corazón.

– Te he traído un poco de té Earl Grey -le informó Frances-. Le he puesto leche y azúcar. Está muy caliente. -Fue hacia la ventana y abrió las cortinas. La tenue luz de finales de otoño se filtró a través de la ventana del dormitorio-. Mucho me temo que hace un día gris y desagradable. Parece que va a llover. Un poco más tarde habrá vientos procedentes del oeste. Bien, estamos en noviembre. ¿Qué más se puede esperar?

Webberly intentó salir de debajo de los edredones apoyándose en los codos, y se dio cuenta de que a lo largo de la noche había empapado otro pijama de sudor. Cogió la taza y el platillo y se quedó mirando el caliente líquido, y el color del té le indicó que Frances no lo había dejado reposar y que, en consecuencia, tendría gusto a agua con un poco de leche. Hacía años que por la mañana no bebía té con asiduidad. El café era su bebida favorita. Pero Frances bebía té, y enchufar la tetera y verter el agua hirviendo sobre las bolsas de té era mucho más fácil que tomarse la molestia de coger el bote del café, medir la cantidad y ponerla en la cafetera para hacer una buena taza de su bebida favorita.

Se dijo a sí mismo que, al fin y al cabo, no importaba. Lo importante era meterse cafeína en el cuerpo. Así que más le valdría beberse el té y enfrentarse con la mañana.

– He hecho la lista de la compra -le informó Frances-. Está junto a la puerta.

Soltó un bufido para indicarle que lo había oído.

Ese sonido le pareció una forma de protesta, y enseguida continuó con un tono ansioso:

– En verdad, no tienes que comprar mucho. Sólo pañuelos de papel, rollos de cocina y cosas de ese tipo. Todavía tenemos la comida que sobró de la fiesta. No creo que tardes mucho.

– De acuerdo, Fran -le respondió-. No es ningún problema. Lo compraré de camino a casa después del trabajo.

– Si te sale alguna urgencia, no hace falta…

– Lo compraré de camino a casa.

– Bien, pero sólo si no te supone demasiados problemas, cariño.

«¿Demasiados problemas? -pensó Webberly. Se odió a sí mismo por la deslealtad que estaba mostrando al permitirse experimentar una oleada momentánea de resentimiento hacia su esposa-. ¿No te parece demasiado cuidarse de todo lo que implique una excursión al mundo exterior, Fran? ¿No te parece demasiado tener que ir a hacer la compra, pasar por la farmacia, recoger la ropa de la tintorería, llevar el coche al mecánico, cuidar del jardín, sacar el perro a pasear…» Webberly se obligó a parar. Se recordó una vez más que su mujer no había elegido esa enfermedad, que no era su intención hacer que su vida fuera desdichada, y que ella, al igual que él, estaba haciendo todo lo que podía por superar la situación, porque, después de todo, en eso consistía la vida: en aceptar todo lo que venía.

– No es ningún problema, Fran -le dijo mientras se tomaba la bebida insípida que le había traído-. Gracias por el té.

– Espero que esté bueno. Esta mañana te quería traer algo especial, algo un poco diferente.

– Es muy amable de tu parte -le respondió.

Sabía por qué lo había hecho. Le había traído el té por la misma razón que correría escaleras abajo para prepararle un suntuoso desayuno tan pronto como él saliera de la cama. Era la única forma que tenía de pedirle perdón por no haber conseguido hacer lo que le había prometido que haría tan sólo veinticuatro horas antes. Sus planes de trabajar en el jardín habían quedado en nada. Incluso protegida tras los muros que marcaban los límites de su propiedad, no se había sentido segura y, en consecuencia, no había salido de casa. Quizá lo hubiera intentado: poniendo una mano sobre el pomo de la puerta -«Esto sí que puedo hacerlo»-, abriendo la puerta de par en par -«Sí, esto también puedo hacerlo»-, sintiendo el aire fresco en las mejillas -«No hay nada que temer»-, e incluso ensortijando los dedos alrededor de la jamba de la puerta antes de que el pánico se apoderara de ella. Pero sólo había llegado hasta ahí y él lo sabía porque -que Dios le perdone por su propia locura-había examinado las botas de agua, las púas del rastrillo, los guantes de jardinero e incluso las bolsas de basura para intentar encontrar alguna prueba de que había salido, de que había hecho algo, de que había recogido una simple hoja, de que había intentado vencer sus miedos irracionales.

Salió de la cama y se bebió lo que quedaba del té. Podía oler el sudor del pijama, y lo sentía frío y húmedo contra la piel. Se sentía débil, extrañamente mareado, como si hubiera pasado un largo período con fiebre y tan sólo empezara a recuperarse.

– Te voy a preparar un desayuno como Dios manda, Malcolm Webberly -le dijo Frances-. Hoy no vas a comer ni cereales ni tonterías de esas.

– Necesito una ducha -le respondió.

– ¡Estupendo! Así tendré más tiempo para prepararlo. -Frances se dirigió hacia la puerta.

– ¡Fran! -exclamó para conseguir que se diera la vuelta-. ¡No hace falta que te molestes!

– ¿Que no hace falta?

Inclinó la cabeza hacia un lado. Se había peinado, llevaba el pelo teñido de pelirrojo con un tinte que le hacía ir a buscar a Boots una vez al mes para que hiciera juego con el de su hija, aunque nunca lo lograba, y llevaba su bata rosa abrochada de arriba abajo, con un lazo perfecto.

– Está bien -le insistió-. No hace falta que… -¿El qué? Pronunciar las palabras le llevaría a un terreno al que tampoco deseaba ir-. No hace falta que me mimes tanto. Los cereales ya me van bien.

Frances esbozó una sonrisa y respondió:

– Claro que te van bien, cariño. Pero, de vez en cuando, también va muy bien tomarse un buen desayuno. Tienes tiempo, ¿no es verdad?

– Tengo que sacar a pasear al perro.

«Ya lo haré yo, Malcolm.» Pero ése era un ofrecimiento que era incapaz de hacer. Y mucho menos después de haber proclamado el día anterior que iba a salir al jardín. Dos derrotas seguidas supondrían un dolor demasiado grande. Webberly lo comprendía. ¡Qué demonios, lo había comprendido siempre! Así pues, no se sorprendió cuando ella le dijo:

– Esperemos a ver el tiempo que tienes. Espero que tengas bastante. Y si no, siempre puedes dar un paseo más corto. Una vuelta a la esquina y ya está. Alfie sobrevivirá.

Atravesó la habitación, lo besó en la cabeza con cariño y se marchó. En menos de un minuto, ya estaba moviéndose ruidosamente por la cocina. Frances empezó a cantar.

Se apoyó en la cama para levantarse, y avanzó con dificultad por el pasillo rumbo al cuarto de baño. Olía a humedad a causa de la sucia masilla que rodeaba la bañera y a una cortina de ducha que necesitaba ser reemplazada. Webberly abrió la ventana de par en par y se quedó delante, respirando el rociado aire de la mañana. Era el aire pesado y tuberculoso de un invierno que prometía ser largo, frío, húmedo y gris. Pensó en España, en Italia, en Grecia, en los innumerables países bañados por el sol que él nunca llegaría a ver.

Hizo todo lo que pudo por borrar esas imágenes de su mente, se alejó de la ventana y se quitó el pijama. Dejó el grifo del agua caliente abierto hasta que el vapor empezó a elevarse de la bañera cual esperanza optimista, y cuando ya había añadido suficiente agua fría para que la temperatura fuera soportable, se metió en la bañera y empezó a enjabonarse el cuerpo vigorosamente.

Pensó en la razonable propuesta que le había hecho su hija al decirle que Frances debería volver al psiquiatra. Se preguntó qué daño podía hacer con el mero hecho de sugerírselo a su esposa. Hacía más de dos años que ni siquiera habían hablado del problema. Después de celebrar sus bodas de plata -y con la jubilación a la vuelta de la esquina- ¿no sería imperdonable que no le dijera que bien pronto tendrían la oportunidad de vivir una vida diferente, y que para disfrutar de esa nueva vida Frances debería considerar la mejor manera de solucionar el problema? Podría decirle: «¿Qué te parecería hacer algún viaje, Frannie? Imagínate que pudiéramos volver a España. Piensa en Italia. Piensa en Creta. Incluso podríamos vender la casa e irnos a vivir al campo, tal y como una vez dijimos que haríamos».

Frances esbozaría una sonrisa a medida que él hablara, pero sus ojos mostrarían un pánico incipiente. «¿Por qué, Malcolm?», le preguntaría, y sus dedos apretarían cualquier cosa con fuerza: el borde del delantal, el cinturón de la bata, el puño de la camisa. «¿Por qué, Malcolm?», le preguntaría.

Quizá lo intentara al ver que se lo decía en serio. Pero lo intentaría de la misma manera que lo había hecho dos años antes y, sin lugar a dudas, acabaría del mismo modo: con pánico, lágrimas, con unos extraños teniendo que llamar desde la calle a urgencias, teniendo que mandar a la ambulancia y a la policía al supermercado Tesco's, adonde había ido en taxi para demostrar que podía hacerlo… y después al hospital, un período de tratamiento con calmantes y de reforzamiento para paliar el miedo que había pasado. Se había obligado a salir de casa para complacerle. Por aquel entonces no había funcionado. Ahora tampoco funcionaría.

– Tiene que querer curarse -le había dicho el psiquiatra-. Sin deseo, no hay exigencia. Y la exigencia interna que requiere la recuperación no puede ser fabricada.

Así habían ido las cosas, año tras año. El mundo seguía girando a medida que su pequeño mundo se encogía. Su mundo estaba inextricablemente unido al de su mujer: a veces Webberly pensaba que se asfixiaría en su pequeñez.

Permaneció un buen rato en la bañera. Se lavó el pelo, cada vez más ralo. Cuando hubo acabado, salió de la bañera y se adentró en el helado frío del cuarto de baño, donde la ventana aún estaba abierta, dejando entrar los últimos minutos del aire de la mañana.

Una vez en el piso de abajo, comprobó que Frances había cumplido con su palabra. Sobre la mesa de la cocina había un desayuno completo y el aire olía a tocino. Alfie estaba sentado en la esquina de los fogones, contemplando esperanzado la sartén de la que Frances estaba sacando las lonchas. La mesa, sin embargo, sólo estaba puesta para una persona.

– ¿No piensas desayunar? -le preguntó Webberly a su mujer.

– Vivo para servirte. -Le hizo un gesto con la sartén-. Una palabra tuya y empezaré a preparar los huevos. Cuando estés a punto. Y de la forma que los quieras. Todo lo que quieras y como quieras.

– ¿Lo dices en serio, Fran? -Retiró la silla.

– Revueltos, fritos o escalfados -añadió-. Si te apetece, te los puedo preparar con picante.

– Si te apetece -repitió.

La verdad es que no le apetecía comer en lo más mínimo, pero se fue comiendo lo que había en el plato. Masticó y tragó sin ni siquiera notar el sabor. Sólo el regusto ácido del zumo de naranja hizo el viaje desde su lengua hasta su cerebro.

Frances no paraba de hablar. ¿Qué pensaba del peso de Randie? Odiaba hablar de eso con su hija, pero ¿no estaba de acuerdo con que estaba un poco demasiado gorda para una chica de su edad? ¿Y qué pensaba de su última idea de pasar un año en Turquía? En Turquía, ¡con todos los lugares que había en el mundo! No paraba de hacer planes y, por lo tanto, no valía la pena preocuparse por algo que seguramente no haría, pero una chica de su edad… sola… en Turquía. No era ni inteligente ni seguro ni de sentido común, Malcolm. El mes anterior les había dicho que quería pasar un año en Australia, lo cual ya le parecía bastante terrible… ¡Tan lejos de su familia! Pero esto… No. Tenían que convencerla para que no lo hiciera. ¿No le pareció que Helen Lynley estaba estupenda la otra noche? Es una de esas mujeres que se pueden poner cualquier cosa. Evidentemente, la ropa cara siempre favorece. Si compras ropa francesa, simplemente pareces… bien, una condesa, Malcolm. Y ella puede permitírselo, ¿no es verdad? No tiene por qué reparar en gastos. No como la pobre reina que nunca iba elegante y que seguro que siempre vestía ropa hecha por cualquier tapicero inglés. La ropa es lo que realmente da estilo a una mujer, ¿no crees?

Hablaba, hablaba y hablaba. Llenaba un silencio que podría haber sido usado para mantener una conversación demasiado dolorosa para ella. Además llevaba el disfraz de la calidez y de la intimidad, ofreciendo un retrato de la pareja que lleva mucho tiempo casada y que comparte sus vivencias.

Webberly echó la silla hacia atrás con brusquedad. Se limpió la boca con la servilleta de papel. «Alfie -ordenó-. ¡Venga, vámonos!» Cogió la correa que colgaba del gancho cercano a la puerta y el perro le siguió a través de la sala de estar hasta la puerta principal.

Alfie volvió a la vida tan pronto como sus patas pisaron la calle. Empezó a mover la cola y sus orejas se aguzaron. Enseguida se puso alerta por si veía a sus más implacables enemigos -los gatos-y a medida que él y su dueño bajaban la calle hasta Emilyn Road, el pastor alsaciano mantuvo los ojos bien abiertos por si veía algo potencialmente felino a lo que poderle ladrar. Cuando llegaron a Stamford Brook Road, se sentó obedientemente, tal y como siempre hacía. El tráfico de esa zona era muy denso en ciertos momentos del día, y ni siquiera un paso de cebra podía garantizar que los conductores vieran a los peatones.

Cruzaron la calle y se encaminaron hacia los jardines.

La lluvia de la noche anterior había hecho que el jardín estuviera totalmente empapado. La hierba estaba inclinada por el efecto de la lluvia, las ramas de los árboles goteaban, y los bancos del sendero que rodeaba el parque brillaban bajo las gotas de agua. A Webberly no le importaba en lo más mínimo. No quería sentarse bajo los árboles, ni tampoco tenía ningún interés en la extensión de césped por la que Alfie había empezado a retozar tan pronto como su amo le había soltado de la correa. Webberly se encaminó hacia el sendero. Andaba con decisión, y la grava crujía bajo sus pies; sin embargo, aunque su cuerpo se encontraba en el vecindario de Stamford Brook en el que vivía desde hacía más de veinte años, su mente estaba en Henley-on-Thames.

Hasta ese momento del día había conseguido no pensar en Eugenie. Le parecía una especie de milagro. Había ocupado su mente las veinticuatro horas del día anterior. Todavía no había tenido noticias de Eric Leach, y tampoco había visto a Tommy Lynley en comisaría. El hecho de que este último le hubiera pedido que Winston Nkata también se ocupara del caso le daba a entender que se estaban haciendo progresos, pero deseaba saber qué progresos eran ésos, porque saber algo -cualquier cosa-era mucho mejor que sólo tener unos recuerdos del pasado que más le valdría olvidar.

No obstante, al no haber visto a sus compañeros de profesión, ésos recuerdos le volvían a la mente. Indefenso en los claustrofóbicos confines de su casa, indefenso ante al parloteo de Frances, indefenso por las obligaciones que tenía que asumir tan pronto llegara al trabajo, se sentía asediado por los recuerdos, recuerdos que ya eran tan distantes que se habían convertido en meros fragmentos, en piezas de un puzzle que no había sido capaz de acabar.

Era verano, poco después de la regata. Él y Eugenie remaban en la mansa corriente del río.

El suyo no había sido el primer matrimonio incapaz de superar el horror de una muerte violenta en la familia. Tampoco sería el último que se vendría abajo irremediablemente a causa no sólo del peso de la investigación y del juicio, sino también de la poderosa carga de culpabilidad que uno sentía al haber perdido un hijo en manos de alguien en quien no debería haber confiado. Pero Webberly había sentido algo más cuando ese matrimonio en particular fracasó. Pasaron muchos meses antes de que admitiera el porqué.

Después del juicio, la prensa sensacionalista había ido tras ella con la misma rapacidad que les había llevado a escribir artículos sobre Katja Wolff. Mientras que a Katja la habían considerado la reencarnación de todos los monstruos, desde Mengele hasta Himmler, responsable según la prensa de todo lo que había acontecido desde el Holocausto hasta el bombardeo alemán de Gran Bretaña entre 1940 y 1942, a Eugenie la habían tenido por una madre indiferente: trabajaba fuera de casa y además había empleado a una chica, sin formación y sin conocimientos de inglés, para cuidar a una niña deficiente con graves problemas de salud. Si Katja Wolff había sido vilipendiada por la prensa -merecidamente, si se tenía en cuenta el crimen que había perpetrado-, Eugenie había sido censurada con dureza.

Había aceptado ese desprecio público como parte de su castigo. «Es culpa mía -le había dicho una vez-. Es poco comparado con lo que me merezco.» Hablaba con sencilla dignidad, ni con la esperanza ni el deseo de que nadie le replicara. No estaba dispuesta a aceptar contradicciones. «Sólo quiero que todo esto acabe», le había confesado.

La vio de nuevo, dos años después del juicio, por casualidad en la estación de Paddington. Él se dirigía a Exeter para asistir a un congreso. Ella le dijo que había ido a la ciudad para encontrarse con alguien cuyo nombre no mencionó.

– ¿Acaba de llegar? -le había preguntado-. Entonces, se ha cambiado de casa. ¿Se han mudado al campo? Supongo que a su hijo le sentará bien.

Pero no, no se habían trasladado al campo. Sólo se había mudado ella.

– ¡Lo siento! -le había respondido.

– Gracias, inspector Webberly -le había contestado.

– Malcolm, por favor. Llámeme Malcolm.

– Así pues, le llamaré Malcolm -le había dicho con una sonrisa infinitamente triste.

– ¿Sería tan amable de darme su número de teléfono, Eugenie? -lo había dicho con prisas y de forma impulsiva porque su tren estaba a punto de salir-. Me gustaría llamarla de vez en cuando para saber cómo está. Como amigos, y siempre que eso no le suponga ningún problema.

Ella se lo había apuntado en el periódico y le había respondido:

– Gracias por su amabilidad, inspector.

– Malcolm -le había recordado.

El día del río había acontecido doce meses después, y no era la primera vez que Webberly había encontrado una excusa para llegarse hasta Henley-on-Thames para ver cómo le iba la vida a Eugenie. Ese día estaba encantadora, callada como siempre, pero con una sensación de paz que nunca antes había presenciado en ella. Él se había encargado de los remos y ella se había recostado de lado, pero sin pasar la mano sobre el agua como muchas mujeres habrían hecho, con la esperanza de lograr una pose seductora, sino que se había limitado a observar la superficie del río, como si sus profundidades ocultaran algo que ella esperaba ver. Su rostro reflejaba luces y sombras a medida que se deslizaban bajo los árboles.

Enseguida se dio cuenta de que se había enamorado de ella. Sin embargo, tenían esos doce meses de casta amistad: paseos por la ciudad, excursiones al campo, comidas en los pubs, una cena de vez en cuando y el calor de la conversación, conversaciones reales sobre quién había sido Eugenie Davies y cómo se había convertido en la persona que era.

– Cuando era joven creía en Dios -le confesó-. Pero le perdí a medida que me fui haciendo mayor. Hace mucho tiempo que estoy sin Él y, si puedo, me gustaría volver a creer en Él.

– ¿Incluso después de todo lo que ha sucedido?

– A causa de todo lo que ha sucedido. Pero me temo que no me aceptará, Malcolm. Mis pecados son demasiado graves.

– No has pecado. Serías incapaz de hacerlo.

– Es imposible que precisamente tú pienses eso.

No obstante, Webberly no podía ver pecado en ella, por mucho que ella insistiera en lo contrario. Sólo veía perfección y -en el fondo- lo que él mismo deseaba. Pero confesarle sus sentimientos le parecía una traición para todos. Estaba casado y tenía una hija. Ella era frágil y vulnerable. Y aunque ya había pasado mucho tiempo del asesinato de su hija, no podía aprovecharse de su dolor.

Así pues, optó por decir:

– Eugenie, ¿sabes que estoy casado?

Apartó la mirada del agua y se volvió hacia él:

– Simplemente lo suponía.

– ¿Por qué?

– Por tu amabilidad. Ninguna mujer en su sano juicio sería lo bastante tonta para dejar escapar a un hombre como tú. ¿Te gustaría contarme cosas de tu mujer y de tu familia?

– No.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Pues que los matrimonios a veces se acaban.

– Sí, a veces.

– El tuyo se acabó.

– Sí, mi matrimonio se acabó. -Volvió a contemplar el agua. Él siguió remando y contempló su rostro, sintiendo que aunque estuviera ciego durante más de cien años aún sería capaz de recordar de memoria todas sus líneas y curvas.

Se habían llevado una cesta de comida, y cuando Webberly vio el lugar que buscaba, acercó el bote a la orilla.

– ¡Espera! -exclamó-. ¡No te muevas! ¡Déjame que lo ate!

A medida que subía por la resbaladiza pendiente, se resbaló y cayó al agua, donde se quedó humillado mientras las frías aguas del Támesis le chapaleaban los muslos. Las amarras le colgaban de las manos y el cieno del río se le filtró en los zapatos.

Eugenie se enderezó y exclamó:

– ¡Santo Cielo, Malcolm! ¿Te encuentras bien?

– Me siento como un perfecto estúpido. Estas cosas nunca suceden en las películas.

– Pero así es mucho más divertido -le contestó Eugenie. Y antes de que él hablara de nuevo, salió a toda prisa del bote y se unió a él.

– El barro… -empezó a protestar.

– Tiene un tacto estupendo -añadió, mientras empezaba a reírse-. Te has sonrojado mucho. ¿Por qué?

– Porque quiero que todo sea perfecto -admitió.

– Ya lo es, Malcolm -replicó.

Se sentía confundido, quería y no quería, seguro e inseguro. No dijo nada más. Salieron del río y treparon hasta la orilla. Acercó el bote y sacó la cesta de comida que habían traído. Encontraron un lugar bajo un sauce que les gustaba. Ella habló tan pronto como se sentaron en el suelo.

– Estoy preparada, Malcolm, si tú también lo estás.

Así fue cómo empezó todo entre ellos.


– Así pues, el niño fue dado en adopción.

Barbara Havers concluyó su explicación cerrando de golpe su destartalada libreta y rebuscando en su bolso un paquete de caramelos que había traído y que ofreció generosamente a todos los que estaban presentes en la oficina de Eric Leach de la Comisaría de Hampstead. El comisario cogió uno con forma de palo. Lynley y el agente Nkata se abstuvieron. Havers se puso uno en la boca y empezó a masticar con energía. «El sustituto del tabaco», pensó Lynley. Se preguntó inútilmente cuándo dejaría de fumar de forma definitiva.

Leach empezó a jugar con el envoltorio de papel de plata del caramelo. Lo dobló en forma de abanico en miniatura y lo colocó al pie de una fotografía de su hija. Según parece, había estado hablando por teléfono con ella en el preciso instante en que llegaron los agentes, y le habían interrumpido al final de una conversación en la que decía en tono de hastío: «¡Por el amor de Dios, Esme, eso deberías discutirlo con tu madre… Claro que te escuchará. Ella te quiere… Estás anticipando las cosas. Nadie tiene intención de… Esme, haz el favor de escucharme… Sí, de acuerdo. Algún día, ella… y quizá yo también, pero eso nunca querrá decir que no te queramos…». Parece ser que en ese momento la chica le colgó el teléfono, ya que él permanecía detrás de su escritorio con la boca abierta, como si se hubiera quedado a media frase. Había colocado el teléfono sobre la base con excesivo cuidado y había soltado un largo suspiro.

– Ése podría ser un motivo para nuestro asesino -prosiguió-o asesinos. El niño adoptado. Wolff no se quedó embarazada sin ayuda. No perdamos eso de vista.

Los cuatro siguieron intercambiando información. Un horroroso atasco de tráfico en Westminster había impedido que el equipo de detectives de Leach pudiera asistir a la reunión de la mañana que se estaba celebrando en la sala de incidencias; por lo tanto, el mismo comisario se encargaba de tomar notas. Cuando Havers acabó de informarles sobre lo que había averiguado en el convento de la Inmaculada Concepción, Nkata declaró:

– Ése quizá sea el móvil que estamos buscando. Wolff quiere recuperar a su hijo y nadie está haciendo nada por ayudarla… ¿es niño o niña, Barb? -Tal y como tenía por costumbre, no había tomado asiento. Permanecía de pie no muy lejos de la puerta, apoyado distraídamente en una pared de la que colgaba una felicitación enmarcada que Leach había recibido del jefe de policía.

– Es un niño -respondió Havers-. Pero no creo que eso sea importante.

– ¿Por qué?

– Según sor Cecilia, lo dio en adopción de inmediato. Podría habérselo quedado durante nueve meses, incluso más tiempo si hubiera solicitado cumplir condena en una cárcel que no fuera la de Holloway, pero no quiso. Ni lo solicitó. Se limitó a entregarlo en la misma sala de partos y ni siquiera lo miró.

– Seguro que no quería encariñarse con el bebé, Havers -apuntó Lynley-. ¿Para qué, si aún le quedaban veinte años de cárcel? Podría indicar la fuerza de sus sentimientos maternales hacia el bebé. Si no lo hubiera dado en adopción, su hijo se habría pasado la vida en manos del estado.

– Sin embargo, si en realidad buscaba al niño, ¿por qué no fue al convento? -preguntó Havers-. Después de todo, sor Cecilia se encargó del proceso de adopción.

– Tal vez ni siquiera lo esté buscando -apuntó Nkata-. ¿Veinte años después? Quizá sepa que es muy poco probable que el niño quiera conocer a su madre verdadera y averiguar que ha estado en la cárcel. Y ésa podría ser la razón que la indujo a asesinar a la señora Davies. Tal vez piense que ha estado encarcelada por su culpa. Si uno vive pensando en eso durante veinte años, cuando sale quiere hacer algo para ajustar las cuentas pendientes.

– Sencillamente, no me lo trago -insistió Havers-. Y menos con Wiley sentado todo el día en la librería observando todos los movimientos que hacía la señora Davies. ¿No les parece sospechoso que viera a la víctima discutir con un hombre misterioso la misma noche que fue asesinada? ¿Quién nos puede asegurar que fue una discusión y no lo contrario? Además, nuestro estimado comandante Wiley emprendió algunas acciones desagradables como resultado.

– Sea como sea, debemos averiguar el paradero de ese niño -declaró Leach-. Me refiero al hijo de Katja Wolff. Es posible que Katja le esté siguiendo la pista, y alguien tiene que avisarle. Será un poco complicado, pero no tenemos alternativa. ¿Se ocupará de eso, agente?

– Señor -respondió Havers en señal de conformidad, aunque no parecía muy convencida de la importancia de lo que le acababan de asignar.

– Yo diría que Katja Wolff es la pista que debemos seguir -apuntó Winston Nkata-. Hay algo en ella que no me acaba de encajar.

A continuación, describió la conversación que había mantenido con la mujer alemana después de regresar al piso de Yasmin Edwards la noche anterior. Cuando le preguntó dónde se encontraba la noche en cuestión, Katja Wolff le respondió que se había quedado en casa con Yasmin y Daniel. Le había contestado que se habían quedado mirando la televisión, pero era incapaz de acordarse del programa, y cuando la presionó diciéndole que no se creía que le fallara tanto la memoria, le contestó que habían estado haciendo zapping toda la noche y que no se había fijado en la cadena que habían mirado. ¿Para qué quería uno una antena parabólica y un mando a distancia si no los usaba para entretenerse?

Se había encendido un cigarrillo mientras hablaban y, por su conducta, se atrevería a decir que no había nada en el mundo que le importara. «¿De qué va todo esto, agente?», le preguntó con manifiesta inocencia. No obstante, no cesaba de mirar hacia la puerta antes de contestar las preguntas más importantes, y Nkata sabía perfectamente lo que quería decir esa mirada: le estaba ocultando algo y se preguntaba si Yasmin Edwards le habría contado una historia similar a la suya.

– ¿Qué le respondió la señora Edwards? -le preguntó Lynley.

– Que la señorita Wolff se encontraba en casa esa noche. Pero no me quiso decir nada más.

– ¡Viejas presidiarias! -subrayó Eric Leach-. No acusarán a nadie de nada, y mucho menos en el primer interrogatorio que les hace la policía local. Tendrá que hacerles otra visita, agente. ¿Qué más tenemos?

Nkata les contó que el Fiesta de Yasmin Edwards tenía un faro roto.

– Pero me aseguró que no sabía ni cómo ni cuándo había sucedido -añadió Nkata-. Sin embargo, Katja Wolff también lo utiliza. De hecho, lo usó ayer mismo.

– ¿De qué color es? -le preguntó Lynley.

– Rojo descolorido.

– No nos sirve -apuntó Havers.

– ¿Algún vecino las vio salir del piso la noche en cuestión? -Leach hizo la pregunta en el preciso instante en que una agente uniformada entraba en la oficina con un fajo de papeles que después le entregó. Les echó un vistazo y le dio las gracias con un gruñido-. ¿Qué han conseguido averiguar de los Audis?

– Aún no hemos terminado -respondió-. Hay casi doscientos Audis en Brighton, señor.

– ¡Quién se lo iba a imaginar! -murmuró Leach mientras la agente salía de la sala-. ¿Qué ha sucedido con la campaña «Compren productos británicos»? -No soltó el montón de papeles, pero tampoco los miró. Se volvió hacia Nkata y prosiguió con el tema que les ocupaba-. ¿Qué le han dicho los vecinos?

– Es un barrio al sur del río -respondió Nkata a la vez que se encogía de hombros-. Nadie está dispuesto a hablar, ni siquiera conmigo. Tan sólo me dirigió la palabra una vendedora de Biblias de esas que van criticando a las mujeres que viven juntas en pecado. Me dijo que los vecinos intentaron echar a esa asesina de niños, ésas fueron las palabras exactas que usó, pero que no lo consiguieron.

– Tenemos que seguir interrogando a la gente de esa zona -apuntó Leach-. Encárguese de ello. Si lo hace con delicadeza, es posible que Edwards hable. Nos ha dicho que tiene un hijo, ¿verdad? Si es necesario, sáquelo a relucir. Si le dice que cabe la posibilidad de que la consideren cómplice de asesinato, se asustará; por lo tanto, recuérdeselo. Mientras tanto… -Examinó unos cuantos papeles que tenía sobre el despacho y sacó una fotografía-… Holloway me mandó esta fotografía por mensajero ayer por la noche. Tendrían que mostrarla por los alrededores de Henley-on-Thames. -Se la entregó a Lynley, que cayó en la cuenta de que era una fotografía de Wolff por las líneas mecanografiadas que había debajo. No era una fotografía favorecedora. Ella estaba mal iluminada, y parecía ojerosa y desaseada. En realidad pensó que parecía una asesina convicta como tal-. Si realmente asesinó a la señora Davies -prosiguió Leach-, seguro que empezó por seguirle la pista hasta Henley. Si lo hizo, seguro que alguien la vio. Compruébenlo.

Leach concluyó diciendo que habían conseguido una lista de todas las llamadas telefónicas que se habían efectuado o recibido en la casa de Eugenie Davies durante los últimos tres meses. Se estaban comparando los nombres de la lista con los nombres que aparecían en la agenda de la mujer muerta. Estaban intentando relacionar los nombres y los números de su libro de direcciones con las llamadas del contestador automático. Unas horas más tarde tendrían todo tipo de detalles sobre las personas que habían estado en contacto con ella antes de que muriera.

– Además, hemos conseguido averiguar el nombre de alguien que llamó desde un Cellnet -les informó Leach-. Es un tal Ian Staines.

– Podría ser su hermano -precisó Lynley-. Richard Davies nos dijo que tenía dos hermanos, y uno se llamaba Ian.

Leach lo anotó en la libreta, y para indicar que la reunión había terminado, les preguntó:

– Damas y caballeros, ¿todo el mundo sabe lo que le ha sido asignado?

Havers y Lynley se pusieron en pie. Nkata se separó de la pared. Leach los detuvo antes de que abandonaran la sala. Les preguntó:

– ¿Alguien ha hablado con Webberly?

Lynley pensó que era una pregunta bastante normal, pero la indiferencia con la que la formuló no le pareció genuina.

– Cuando esta mañana hemos salido de comisaría, todavía no había llegado -respondió Lynley.

– Salúdenle de mi parte cuando lo vean -les dijo Leach-. Y díganle que me pondré en contacto con él muy pronto.

– Así lo haremos. Cuando lo veamos.

Cuando estuvieron en la calle y Nkata ya se había ido, Havers le comentó a Lynley:

– En contacto, ¿para qué? Eso es lo que me gustaría saber.

– Son viejos amigos.

– Humm. ¿Qué has hecho con las cartas?

– Nada, que digamos.

– ¿Todavía tienes intenciones de…? -Havers se lo quedó mirando fijamente-. Sí, ¿verdad? ¡Maldita sea, inspector! Si hicieras el favor de escucharme un minuto…

– Te estoy escuchando, Barbara.

– Bien, pues presta atención: te conozco, y sé cómo piensas. Webberly es un buen hombre, pero cometió un pequeño error. Sin embargo, no hay ninguna necesidad de que ese pequeño error se convierta en una catástrofe, salvo que ya lo haya hecho, inspector. Ella está muerta y esas cartas podrían explicar el motivo de su muerte. Tenemos que aceptarlo y obrar en consecuencia.

– ¿Estás intentando decirme que unas cartas que fueron escritas hace más de diez años podrían incitar a alguien a perpetrar un asesinato?

– No te estoy diciendo que fuera el único motivo. Pero, según Wiley, ella estaba a punto de confesarle algo importante, algo que él pensaba que podría cambiar su relación. Por lo tanto, ¿qué pasaría si ella ya se lo hubiera contado? ¿O si él ya lo supiera porque se hubiera encontrado esas cartas? Sólo contamos con su palabra para saber que ella no le llegó a contar lo que tenía previsto.

– Estoy de acuerdo. No obstante, no puedes estar pensando que quería hablarle de Webberly. Eso es historia pasada.

– No lo sería si hubieran reanudado su relación o no hubieran perdido el contacto. ¿Y si se hubieran estado viendo en… pubs u hoteles? Tendría que haberlo solucionado, y quizá lo hizo. El único problema es que no se solucionó de la forma que la señora Davies y Webberly creían.

– No me parece muy probable. Además, creo que es demasiada coincidencia que Eugenie Davies fuera asesinada poco después de que Katja Wolff saliera de la cárcel.

– ¿De verdad te crees esa teoría? -se mofó Havers-. No nos va a llevar a ninguna parte.

– No, no me la creo -replicó Lynley-. Es demasiado pronto para haberse formado una idea. Y me atrevería a sugerirte que quizá deberías abrigar las mismas dudas respecto al comandante Wiley. El hecho de concentrarnos en una sola posibilidad y descartar las otras tampoco nos va a llevar a ninguna parte.

– ¡No me digas que piensas hacerlo! ¿De verdad has llegado a la conclusión de que las cartas de Webberly son inconsecuentes?

– Lo único que he decido es basar mi opinión en hechos, Barbara. Y de momento no tenemos muchos. Hasta entonces, lo único que podemos hacer es servir a la justicia, e intentar usar el sentido común, manteniendo los ojos bien abiertos y la mente despejada. ¿No estás de acuerdo?

Havers estaba que rabiaba.

– ¡Maldita sea! ¡Escúchate a ti mismo! ¡No lo soporto cuando te pones tan chulo conmigo!

– ¿De verdad? -Lynley le sonrió-. ¿Es eso lo que piensas? Espero que eso no te incite a la violencia.

– Sólo me incita a fumar -le informó Havers.

– ¡Mucho peor! -contestó Lynley con un suspiro.

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