Capítulo 17

Libby Neale decidió llamar al trabajo para decir que tenía la gripe. Sabía que a Rock Peters le daría un síncope y que la amenazaría con retirarle la paga de la semana -aunque eso en sí no quería decir nada, ya que aún le debía las tres últimas semanas-, pero no le importaba. Cuando se había despedido de Gideon la noche anterior, había abrigado la esperanza de que pasaría por su casa después de que se marchara el policía, pero no lo había hecho, y había dormido tan mal que en realidad se sentía enferma; en consecuencia, llamar diciendo que tenía la gripe no le parecía una mentira tan grave.

Preocupada, anduvo por el piso durante las tres primeras horas después de levantarse, dedicándose en su mayor parte a frotarse las palmas de las manos y a esforzarse por oír cualquier sonido del piso de arriba que le indicara que Gideon ya estaba despierto. Sus esfuerzos no le dieron ningún resultado. Finalmente, desistió del intento de escuchar a escondidas -aunque en realidad no estaba haciendo nada malo, ya que lo único que quería era asegurarse de que no le había pasado nada- y decidió ir a ver en persona si Gideon se encontraba bien. El día anterior, antes de que el policía fuera a verle, se encontraba muy mal. ¿Quién podía saber en qué estado se encontraría después de que el policía se marchara?

Se dijo a sí misma que debería haber ido a verlo entonces. Y mientras hacía un gran esfuerzo por no pensar en el motivo que le había llevado a no ir a verlo después de que el policía se marchara, el hecho de pensar en lo que debería haber hecho en primer lugar le hizo pensar inexorablemente en el porqué de su comportamiento. La había asustado. Se había comportado de una forma muy impropia de él. Ella le había hablado en el cobertizo de cometas y después en la cocina y él le había contestado -más o menos-pero, con todo, él se había mostrado tan ausente que Libby no había podido dejar de preguntarse si deberían internarlo o algo así. Sólo durante una temporada. Y después, el hecho de haberse preguntado eso la había hecho sentir tan desleal que se había sentido incapaz de enfrentarse con él, o, como mínimo, eso era lo que se había repetido a sí misma mientras se pasaba la noche mirando películas antiguas en Sky TV y comiéndose dos grandes bolsas de palomitas con sabor a queso de las que bien podría haber podido prescindir, gracias por recordármelo, y finalmente yéndose a dormir sola, y luchando con las sábanas y las mantas toda la noche al ver que era incapaz de conciliar el sueño.

Por lo tanto, después de dar muchas vueltas y de pasearse preocupada por el piso, de curiosear en la nevera en busca de la bolsa de apio que en teoría tendría que hacerle sentir menos culpable por haberse comido las palomitas con sabor a queso, y después de ver como Kilroy parloteaba con mujeres que se habían casado con hombres que eran tan jóvenes que podían ser sus hijos y -en dos casos-sus malditos nietos, se fue al piso de arriba en busca de Gideon.

Lo encontró sentado en el suelo de la sala de música, apoyado contra la pared de debajo de la ventana. Tenía las piernas junto al pecho y la barbilla apoyada sobre la rodilla como si fuera un niño al que sus padres acabaran de regañar. A su alrededor había papeles esparcidos por el suelo, que resultaron ser fotocopias de artículos de periódicos que trataban sobre el mismo tema. Había ido otra vez a la biblioteca de la Asociación de Prensa.

Cuando Libby entró en la sala, ni siquiera la miró. Estaba concentrado en las historias que le rodeaban, y Libby se preguntó si la habría oído. Pronunció su nombre, pero él ni se movió, a excepción de un suave balanceo.

«Es una crisis nerviosa -pensó alarmada-. Ha sufrido un colapso nervioso.» Parecía haber perdido la cabeza. Llevaba la misma ropa que el día anterior y, en consecuencia, se imaginó que tampoco habría dormido en toda la noche.

– ¡Hola! -exclamó en voz baja-. ¿Qué te pasa, Gideon? ¿Has vuelto a ir a Victoria? ¿Por qué no me lo has dicho? Habría ido contigo.

Examinó los papeles que le rodeaban, grandes hojas de papel en las que habían sido fotocopiados los artículos de periódico de todas las formas posibles. Se percató de que los periódicos británicos -en consonancia con la tendencia general del país hacia la xenofobia- habían ido a por la niñera con un hacha oxidada. Si no se referían a ella como «la alemana», la llamaban «la ex comunista cuya familia vivía especialmente bien» -«por no decir sospechosamente bien», pensó Libby con sarcasmo-«bajo la dominación rusa». Un periódico había desenterrado la historia de que su abuelo había sido miembro del partido nazi, mientras que otro había encontrado una fotografía de su padre de uniforme y gritando el saludo nazi, así que sin lugar a dudas había sido miembro de las juventudes de Hitler y seguro que tenía el carné del partido.

La incansable habilidad de la prensa para exprimir una historia hasta la última gota era realmente sorprendente. Libby tuvo la sensación de que los periódicos sensacionalistas se habían dedicado a diseccionar a cualquier persona que se hubiera visto involucrada de una forma u otra con la muerte de Sonia Davies o con el juicio y la condena de su asesina. En consecuencia, habían puesto bajo el microscopio a la maestra de Gideon, al inquilino, a Raphael Robson, a los padres de Gideon, y también a sus abuelos. Además, después del veredicto, parecía que cualquier persona interesada por ganar algo de dinero había contado su versión de la historia a los periódicos.

De ese modo, la gente había salido de debajo de las piedras para comentar cómo era su vida cuando trabajaba de niñera: LECTOR, YO TAMBIÉN TRABAJÉ DE NIÑERA Y FUE UN INFIERNO, rezaba un titular. Y todos aquellos que no tenían experiencia como niñeras, tenían experiencias por contar con alemanes: UNA RAZA APARTE, DICE UN ANTIGUO SOLDADO EN BERLÍN, rezaba otro. Pero lo que más le llamó la atención a Libby era la gran cantidad de historias que trataban sobre el hecho de que la familia de Gideon hubiera contratado a una niñera para cuidar de su hermana.

Trataban el tema desde diferentes ángulos. Había un grupo que prefería explayarse en lo que cobraba la niñera alemana (una miseria, y por lo tanto no era de extrañar que al final decidiera librarse de la pobre niña, en un ataque de codicia o algo así) en comparación con lo que cobraba lo que la gente denominaba «una niñera Norland bien cualificada» (una fortuna, lo que hizo que Libby considerara seriamente cambiar de profesión), escribiendo sus articulillos de tal modo que sugerían que la familia Davies no había podido ser más tacaña con lo que le pagaba. Después había otro grupo que prefería especular sobre los motivos que podía tener una madre así para decidir que tenía que «trabajar fuera de casa». Y aún había otro grupo que especulaba sobre cómo el hecho de tener un hijo disminuido afectaba a las expectativas, a las responsabilidades y dedicación de una familia. En todos los artículos se hablaba del tema de cómo hacer frente al nacimiento de un hijo con síndrome de Down, y ventilaron muy bien todas las opciones que los padres con hijos así habían elegido: darlos en adopción, llevarlos a un centro para que el gobierno corriera con los gastos, dedicar la vida entera a ellos, aprender a hacer frente a la situación con la ayuda de gente especializada, unirse a un grupo de ayuda, seguir luchando con la cara bien alta, tratar al niño como a cualquier otro, y así sucesivamente.

Libby se dio cuenta de que ni siquiera podía imaginarse lo mal que lo habría pasado la familia tras la muerte de Sonia Davies. Su nacimiento ya habría sido bastante difícil de aceptar, pero llegar a quererla -«porque seguro que la querían, ¿verdad?»-para después perderla, y ver todos los detalles de su existencia y de la existencia de su familia expuestos para el entretenimiento y consumo público… «¡Caramba! -pensó Libby-. ¿Cómo podía alguien soportar algo así?».

No podía, a juzgar por el estado de Gideon. Había cambiado de posición y mantenía la frente entre las rodillas. Seguía balanceándose.

– Gideon, ¿te encuentras bien? -le preguntó.

– Ahora que puedo recordar, no quiero hacerlo -le respondió con debilidad-. No quiero pensar. Pero tampoco puedo dejar de hacerlo. Recordar. Pensar. Desearía arrancarme el cerebro de la cabeza.

– ¡Lo entiendo! -le consoló Libby-. ¿Por qué no tiramos todos esos papeles a la basura? ¿Has estado leyendo toda la noche? -Se agachó y empezó a recogerlos-. No me extraña que no te lo puedas quitar de la cabeza, Gid.

La cogió de la muñeca y gritó:

– ¡No!

– Pero si no quieres pensar…

– ¡No! He estado leyendo sin parar y quiero averiguar cómo pudieron seguir viviendo, cómo pudieron desear seguir con vida… Mira todo esto, Libby. ¡Míralo!

Libby observó las fotocopias de los artículos de nuevo y las vio del mismo modo que Gideon debería de haberlas visto: veinte años después de que le hubieran ocultado lo mal que lo había pasado la familia por aquel entonces. Especialmente, vio los sutiles ataques que habían hecho contra sus padres del mismo modo que él los estaría viendo. Y llegó a la misma conclusión a la que sin duda él debía de haber llegado después de leer lo que habían publicado los periódicos: que su madre se había marchado a causa de eso; que había desaparecido durante casi veinte años porque seguro que había empezado a creer que era la mala madre que los periódicos decían que era. Parecía que Gideon empezaba a comprender por fin su pasado. No era de extrañar que estuviera a punto de volverse loco.

Estaba a punto de decirle lo que pensaba cuando él se puso en pie. Dio dos pasos y después se balanceó. Libby se puso en pie de un salto y le cogió del brazo.

– Tengo que ver a Cresswell-White -anunció.

– ¿A quién? ¿Al abogado?

Salió de la habitación, revolviendo en los bolsillos y sacando las llaves. Libby, al imaginárselo solo conduciendo a través de Londres, se vio obligada a seguirle. En la puerta de entrada cogió a toda prisa su chaqueta de cuero de la percha y lo siguió a lo largo de la acera hasta su coche. Mientras intentaba meter la llave en la cerradura con una mano que le temblaba como si fuera un viejo de ochenta años, le puso la chaqueta sobre los hombros y le dijo:

– No voy a permitir que conduzcas. Tendrías un accidente antes de llegar a Regent's Park.

– Tengo que hablar con Cresswell-White.

– Bien. De acuerdo. Lo que quieras, pero conduciré yo.

Durante el trayecto, Gideon no pronunció palabra. Se limitó a mirar fijamente hacia delante mientras las rodillas le temblaban con violencia.

Salió del coche tan pronto como Libby apagó el motor en la zona del Colegio de Abogados. Empezó a andar calle abajo. Libby cerró la puerta del coche y empezó a correr para alcanzarle, y lo consiguió mientras él cruzaba al final de la calle para entrar en el más sagrado de los templos jurídicos.

Gideon la llevó hasta el lugar al que ya lo había acompañado previamente: a un edificio que era mitad de ladrillo mitad de piedra, y que estaba situado en un extremo de un pequeño parque. Atravesó la misma pequeña estrecha puerta de entrada, donde unas tablillas negras de madera tenían pintados en blanco los nombres de los abogados que tenían despachos en el interior.

Tuvieron que esperar en la recepción hasta que Cresswell-White tuviera un hueco en su horario. Se sentaron en silencio en los sillones negros de piel, alternando sus miradas entre la alfombra persa y el candelabro de bronce. A su alrededor, los teléfonos sonaban sin cesar, y delante de ellos había un grupo de personas que contestaban las llamadas con tranquilidad.

Después de cuarenta minutos de reflexionar sobre un asunto tan importante como si la cómoda de madera de roble de recepción había sido diseñada para guardar orinales, Libby oyó que alguien decía «Gideon», y se levantó para ver con sus propios ojos si Bertram Cresswell-White en persona había salido de su despacho para invitarles a entrar. A diferencia de la primera visita -que había sido concertada con antelación- no les ofrecieron café, pero la chimenea estaba encendida y como mínimo hacía algo para mitigar el frío que invadía la sala.

El abogado debía de haber estado trabajando mucho, ya que la pantalla del ordenador aún relucía con una página escrita, y tenía media docena de libros abiertos sobre el escritorio, junto con lo que parecían carpetas bastante antiguas. Entre ellas se encontraba una fotografía en blanco y negro de una mujer. Era rubia y con el pelo cortado a lo garçon, tenía mal aspecto y una expresión que decía: «¡No te metas conmigo!».

Gideon vio la fotografía y le preguntó:

– ¿Intenta sacarla de la cárcel?

Cresswell-White cerró la carpeta, les indicó que tomaran asiento junto a los sillones de la chimenea y respondió:

– Si de mí dependiera y la ley fuera diferente, la habría mandado ahorcar. Es un monstruo. Y el estudio de los monstruos se ha convertido en mi ocupación.

– ¿Qué ha hecho? -preguntó Libby.

– Matar a niños y enterrar sus cadáveres en los páramos. Le gustaba grabar cintas mientras ella y su novio les torturaban. -Libby tragó saliva. Cresswell-White miró el reloj intencionadamente, pero compensó su acción diciendo-: Me he enterado de lo de tu madre, Gideon. En las noticias de Radio 4. Lo lamento de verdad. Supongo que has venido por eso. ¿En qué puedo ayudarte?

– Quiero su dirección. -Gideon habló como si ni hubiera pensado en nada más desde que entrara en el coche en Chalcot Square.

– ¿De quién?

– Seguro que sabe dónde está. Usted fue quien la encerró y seguro que sabe cuándo la soltaron. He venido por eso. Porque necesito su dirección.

«Espera un momento, Gid», pensó Libby.

Cresswell-White dio su versión de esa misma reacción. Alzó las cejas y le preguntó:

– ¿Me estás pidiendo la dirección de Katja Wolff?

– La tiene, ¿verdad? Seguro que la tiene. Supongo que no la dejarían salir sin que antes le dijera adonde pensaba ir a vivir.

– ¿Para qué la quieres? Además, tampoco te he dicho que la tenga.

– Tiene cuentas pendientes.

«Esto no puede seguir así», pensó Libby. Con tranquilidad, pero intentando darle un tono de urgencia gentil, le dijo:

– Gideon, por el amor de Dios. La policía ya se está ocupando de eso.

– Ahora está en la calle -le dijo Gideon a Cresswell-White como si Libby no hubiera dicho nada-. Está en la calle y tiene cuentas pendientes. ¿Dónde está?

– No te lo puedo decir. -Cresswell-White se inclinó hacía delante, alargando las manos, pero no el cuerpo, hacia Gideon-. Sé que estás en estado de conmoción. Tu vida seguramente ha sido un largo esfuerzo para recuperarte de lo que ella te ha hecho pasar. Dios sabe que los años que ha pasado en la cárcel no han aliviado tu dolor en lo más mínimo.

– Tengo que encontrarla -insistió Gideon-. Es la única solución.

– No. Haz el favor de escucharme. Es una solución errónea. Sientes que tienes el derecho y te aseguro que conozco esa sensación. Si pudieras, volverías al pasado y le arrancarías los miembros uno a uno antes de que pudiera hacerlo, y así evitar que hiciera el daño que le acabó haciendo a tu familia. Pero conseguirías tan poco como yo, Gideon, cuando oigo el veredicto del jurado y sé que he ganado, pero al mismo tiempo sé que he perdido porque nada puede devolverle la vida a un niño muerto. Una mujer que quita la vida de un niño es el peor demonio que existe porque ella puede dar la vida si así lo decide. Y quitar la vida de alguien cuando uno puede darla es un crimen de los peores, un crimen para el que ninguna condena será lo bastante larga y para el que ningún castigo, ni siquiera la muerte, será lo bastante bueno.

– Debe hacerse justicia -contestó Gideon. Parecía más terco que desesperado-. Mi madre está muerta, ¿no se da cuenta? Debe hacerse justicia, y ésa es la única manera. No tengo elección.

– Sí que la tienes -replicó Cresswell-White-. Puedes elegir no rebajarte a su nivel. Puedes optar por creer lo que te estoy diciendo, porque lo que te estoy diciendo es el resultado de décadas de experiencia. La venganza para ese tipo de cosas no existe. Ni siquiera la muerte era una venganza, cuando la pena de muerte era legal y posible, Gideon.

– No lo comprende.

Gideon cerró los ojos, y por un momento Libby pensó que se iba a poner a llorar. Quería hacer algo para evitar que se desmoronara y se humillara todavía más delante de un hombre que en realidad no lo conocía y que, por lo tanto, no podía saber lo que había tenido que soportar durante más de tres meses. Pero también quería hacer algo por suavizar las cosas, por si existía la posibilidad remota de que a la mujer alemana le sucediera algo malo accidentalmente en el futuro, en cuyo caso Gideon sería la primera persona con la que hablarían después de esa breve conversación en el Colegio de Abogados. No es que pensara que Gideon fuera capaz de hacerle daño a nadie. Sólo estaba hablando. Sólo buscaba algo que le hiciera sentir que su mundo no se estaba desmoronando.

– Ha estado despierto toda la noche -le dijo Libby al abogado en voz baja-. Y cuando consigue dormir, tiene pesadillas. La vio y…

Cresswell-White se incorporó, fijándose en lo que le acababa de decir, y le preguntó:

– ¿A Katja Wolff? ¿Se ha puesto en contacto contigo, Gideon? Las normas de la libertad condicional le prohíben ponerse en contacto con los miembros de la familia, y si ha infringido esas normas, podemos ocuparnos de que…

– ¡No, no, vio a su madre! -le interrumpió Libby-. Vio a su madre, pero no sabía quién era porque no la había visto desde que era un niño pequeño. Y eso le ha estado atormentando desde que se enteró que había sido… ya sabe, asesinada.

Le lanzó una mirada cautelosa a Gideon. Todavía tenía los ojos cerrados; la cabeza le temblaba, como si quisiera negar todo lo que había sucedido y que le había llevado a esa situación: a tener que suplicarle a un abogado que no conocía de nada que infringiera las normas que tuviera que infringir para darle la información que Gideon le pedía. Eso no iba a suceder, y Libby lo sabía. Cresswell-White no iba a ponerle a la niñera alemana en bandeja, y con ello correr el riesgo de arruinar su reputación y su carrera profesional. A ella le parecía muy bien y muy adecuado. Lo último que necesitaba Gideon en ese momento de su vida era ponerse en contacto con la mujer que había matado a su hermana y quizás a su madre.

Pero Libby sabía cómo se sentía, o, como mínimo, eso creía. Sentía que había desaprovechado la oportunidad de redimirse de algún tipo de pecado, el castigo del cual era su incapacidad de volver a tocar el violín. Y eso era a lo que se reducía todo: al maldito violín.

– Gideon, Katja Wolff no se merece que pases ni un minuto de tu tiempo buscándola -le dijo Cresswell-White-. Es una mujer que no mostró ningún tipo de remordimiento, y que estaba tan segura de su exculpación que ni siquiera se esforzó por justificar sus acciones. Su silencio decía: «Les dejaré que demuestren que tienen un caso», y sólo se decidió a hablar cuando vio que los hechos salían a la luz, los cardenales, y esas fracturas que no habían sido curadas en el cuerpo de tu hermana, y cuando oyó el veredicto y la condena. Imagínatelo. Imagínate el tipo de persona que se debe de esconder tras esa negativa por cooperar, por responder las preguntas más básicas, cuando una niña que estaba a su cargo ha muerto. Ni siquiera lloró cuando hizo su única declaración. Y ahora tampoco lo hará. No puedes esperar que lo haga. No es como nosotros. La gente que abusa de los niños nunca lo es.

Libby observaba a Gideon con ansiedad mientras Cresswell-White hablaba, en busca de un indicio que le mostrara que lo que Cresswell-White estaba diciendo estaba surgiendo algún efecto sobre él. Pero su desespero no hizo más que aumentar cuando Gideon abrió los ojos, se puso en pie y habló.

– Se trata de lo siguiente: antes no lo comprendía pero ahora sí. Y tengo que encontrarla -declaró Gideon, como si las palabras de Cresswell-White no hubieran significado nada para él. Se dirigió hacia la puerta del despacho, llevándose las manos a la frente, como si deseara hacer lo que había dicho antes: arrancarse el cerebro de la cabeza.

– No está bien -le dijo Cresswell-White a Libby.

– ¿Bien? ¡Imposible! -respondió Libby. Después se fue tras Gideon.


La casa de Raphael Robson en Gospel Oak estaba situada en una de las zonas más ruidosas de todo el barrio. Resultó ser un edificio eduardiano desvencijado que necesitaba reformas con urgencia, y cuyo jardín delantero estaba escondido tras un seto de tejos y pavimentado para ser utilizado como aparcamiento. Cuando llegaron Lynley y Nkata, había tres vehículos aparcados delante de la casa: una furgoneta blanca que estaba muy sucia, un Vauxhall negro y un Renault plateado. Lynley se fijó en que el Vauxhall no era lo bastante antiguo para poder ser el vehículo que se había usado para los atropellamientos.

Mientras se acercaban a la escalera de entrada, un hombre salió por la parte lateral de la casa. Se dirigió hacia el Renault sin percatarse de su presencia. Cuando Lynley le llamó, el hombre se detuvo, con las llaves del coche en la mano para abrir la puerta del coche. Lynley le preguntó si era Raphael Robson, y le mostró su identificación.

El hombre no era atractivo en lo más mínimo, y una mata de pelo de color pardo le surgía por encima de la oreja izquierda, lo que hacía que pareciera que alguien le hubiera pintado con acuarelas una celosía sobre la cabeza. Tenía manchas en la piel, como si hubiera pasado demasiadas vacaciones en el Mediterráneo en el mes de agosto, y sus hombros estaban cubiertos de una abundante cantidad de caspa. Echó un vistazo a la identificación de Lynley y dijo que sí, que era Raphael Robson.

Lynley le presentó a Nkata y le preguntó si podrían hablar con él en algún sitio, lejos del ruidoso tráfico que pasaba por delante de ellos al otro lado del seto. Robson les respondió que sí, no faltaba más, y que si eran tan amables de seguirle…

– La puerta principal está atascada -les informó-. Aún no la hemos arreglado. Tendremos que entrar por la puerta de atrás.

Eso les llevó por un sendero de ladrillos que conducía a un jardín muy extenso. Estaba repleto de malas hierbas y de plantas; asimismo, estaba rodeado por un muro que hacía tiempo que había empezado a derrumbarse, y los pocos árboles que había no se habían podado en muchos años. A su sombra, las húmedas hojas caídas se estaban pudriendo para unirse en la tierra con las hojas de los otoños anteriores. Sin embargo, había un edificio nuevo en medio de todo ese caos y decadencia. Robson se dio cuenta de que tanto Lynley como Nkata lo observaban, y les dijo:

– Ése fue nuestro primer proyecto. Nos ocupamos de los muebles.

– ¿Los construyen?

– No, los restauramos. Tenemos intención de arreglar toda la casa. El hecho de vender los muebles antiguos que restauramos nos da un poco de dinero para seguir haciendo mejoras. Reformar un sitio como éste cuesta una fortuna. -Hizo un gesto para señalar el imponente edificio-. Cuando tenemos suficiente dinero para reformar una habitación, lo hacemos. Estamos tardando mucho, pero nadie tiene prisa. Y creo que se desarrolla cierto tipo de camaradería cuando la gente está involucrada en el mismo proyecto.

Lynley reflexionó sobre la palabra camaradería. En un principio, había pensado que Robson se refería a su mujer y a su familia, pero la expresión desarrollar camaradería implicaba otra cosa. Pensó en los vehículos que había visto aparcados delante de la casa y le preguntó:

– Entonces, ¿es una comuna?

Robson abrió la puerta de par en par y se encontraron en un pasillo que tenía un banco de madera a lo largo de toda la pared; debajo había una hilera de botas de agua y de un perchero de la pared colgaban varias chaquetas de adulto.

– Esa palabra me parece más propia de los años sesenta, pero supongo que sí, que podría llamarlo comuna. En realidad, somos un grupo con intereses comunes.

– ¿Como por ejemplo?

– Hacer música y convertir este sitio en algo que todos podamos disfrutar.

– ¿No están interesados en la restauración de muebles? -le preguntó Nkata.

– Eso sólo es un medio para conseguir nuestro objetivo. Los músicos no ganamos lo bastante para poder financiar una reforma de estas dimensiones si no tenemos nada más a lo que podamos recurrir.

Los hizo entrar a un pasillo que había ante ellos, y cuando estuvieron dentro cerró la puerta con llave escrupulosamente. Les dijo «por aquí», y los condujo a una sala que antes debía de haber sido un comedor y que ahora era una rancia combinación de sala de estar, cuarto trastero y oficina: la parte superior de las paredes estaba revestida con un papel pintado con manchas de agua, mientras que la parte inferior estaba cubierta con una especie de recubrimiento estropeado. Un ordenador formaba parte de las funciones de oficina que hacía la sala. Desde donde estaba, Lynley vio el cable telefónico que tenía conectado.

– Le hemos seguido la pista por un mensaje que dejó en el contestador automático de una mujer que se llamaba Eugenie Davies, señor Robson. Eso fue hace cuatro días. A las ocho y cuarto de la tarde.

Nkata, que estaba junto a Lynley, sacó su libreta de piel y su portaminas, y le dio la vuelta para sacar una mina finísima. Robson observó cómo lo hacía, y después se dirigió a una mesa en la que había esparcidos una serie de anteproyectos. Pasó la mano por el de arriba como si quisiera examinarlo, pero respondió la pregunta con una única palabra:

– Sí.

– ¿Sabe que la señora Davies fue asesinada hace tres días?

– Sí, ya lo sé. -Lo dijo con voz baja y mientras su mano asía un anteproyecto que aún estaba enrollado. Con el dedo pulgar tocaba la goma elástica que hacía que tuviera forma de tubo-. Me lo contó Richard. -Levantó los ojos hacia Lynley-. Cuando llegué para una de las sesiones se lo estaba contando a Gideon.

– ¿Sesiones?

– Doy clases de violín. Gideon ha sido alumno mío desde que era un niño. Ahora ya no lo es, claro está. Ya no es el alumno de nadie. Pero tocamos juntos tres horas al día cuando no está haciendo grabaciones, ensayando o de gira. Es evidente que debe haber oído hablar de él.

– Creía que hacía meses que no tocaba.

Robson alargó la mano para tocar de nuevo el anteproyecto que había sobre la mesa, pero vaciló y no lo hizo. Soltó un profundo suspiro y, volviéndose hacia ellos, les indicó:

– Siéntese, inspector. Usted también, agente. No sólo es importante guardar las apariencias en una situación como la de Gideon, sino que también lo es seguir con la rutina siempre que sea posible. En consecuencia, sigo pasando tres horas diarias en su casa, y esperamos que cuando haya pasado suficiente tiempo, será capaz de tocar de nuevo.

– ¿Esperamos? -Nkata alzó la cabeza en espera de una respuesta.

– Richard y yo. Me refiero al padre de Gideon.

En alguna parte de la casa se oyó un scherzo. Docenas de notas enérgicas empezaron a extenderse por todas partes en lo que al principio parecía un clavicordio, pero que de repente cambió a un oboe, y que después, con la misma rapidez, se convirtió en una flauta. Ésta fue acompañada por un aumento de volumen y por el sonido rítmico y repentino de varios instrumentos de percusión. Robson se dirigió hacia la puerta, la cerró y exclamó:

– Lo siento. Creo que Janet se está pasando un poco con el teclado eléctrico. Está entusiasmada con cualquier cosa que pueda hacer con un circuito integrado de ordenador.

– ¿Y usted? -le preguntó Lynley.

– No tengo bastante dinero para comprarme un teclado.

– Me refería a los circuitos integrados del ordenador, señor Robson. ¿Utiliza éste? Veo que está conectado al teléfono.

Robson le echó un vistazo rápido. Atravesó la sala y se sentó en una silla que sacó de debajo de la lámina de madera contrachapada que hacía las funciones de escritorio. Al verlo, Lynley y Nkata también se sentaron, desplegando dos sillas metálicas y colocándolas en una posición que los tres formaban un triángulo alrededor del ordenador.

– Lo usamos todos -contestó Robson.

– ¿Para el correo electrónico? ¿Para chatear? ¿Para navegar por la red?

– Yo casi siempre lo uso para enviar mensajes. Mi hermana vive en Los Angeles. Mi hermano está en Birmingham. Y mis padres tienen una casa en la Costa del Sol. Nos va muy bien para seguir en contacto.

– Su dirección es…

– ¿Por qué la quiere saber?

– Por curiosidad -respondió Lynley.

Robson se la dijo, con una expresión perpleja. Lynley oyó lo que había sospechado que oiría al ver el ordenador en la sala de estar. Jete era el apodo de Robson en la red y, por lo tanto, formaba parte de su dirección electrónica.

– Parece ser que estaba bastante tenso con la señora Davies -le comentó al violinista-. El mensaje que dejó en el contestador automático parecía bastante urgente, señor Robson, y el último mensaje que le mandó también parecía un poco apremiante. «Debo verla. Se lo suplico.» ¿Habían tenido algún tipo de altercado?

El asiento de Robson era una silla con ruedas, y la usó para dar vueltas y para examinar la apagada pantalla del ordenador, como si allí pudiera ver el último mensaje que le había mandado a Eugenie Davies.

– Claro está, lo han examinado todo -se dijo más para sí mismo que para ellos. Después prosiguió en un tono de voz normal-. Nos despedimos bastante enfadados. Le dije algunas cosas que… -Sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente, donde las primeras gotas de sudor ya habían empezado a aparecer-. Esperaba poder tener la oportunidad de disculparme. Incluso mientras me alejaba del restaurante, y admito que estaba muy furioso, no me fui pensando: «¡Ya está! ¡He acabado con este asqueroso asunto para siempre! ¡Es una vaca estúpida y ciega, y se acabó!», sino que en realidad pensé: «¡Dios mío! ¡Parece enferma! ¡Nunca había estado tan delgada! Por el amor de Dios, ¿por qué no quiere darse cuenta de lo que eso quiere decir?».

– ¿A qué se refiere? -le preguntó Lynley.

– A que ella había tomado una decisión y a que a ella debía de parecerle muy sensata. Pero su cuerpo se estaba rebelando contra esa decisión, lo que era su manera de… No lo sé… Supongo que era la forma que tenía su alma de decirle que se detuviera, que no llevara las cosas más lejos. Esa rebelión era evidente. Créanme, uno incluso podía llegar a verla. No sólo consistía en que había empezado a abandonarse, ya que había empezado a hacerlo años atrás. Había sido muy atractiva, pero al verla, especialmente en el estado de los últimos años, nadie habría dicho que hubo una época en la que los hombres se volvían para mirarla.

– ¿Qué decisión había tomado, señor Robson?

– Vengan conmigo. Quiero enseñarles algo -les dijo a modo de respuesta.

Los hizo salir de la casa e ir al jardín por el mismo camino por el que habían entrado. Se dirigieron hacia el edificio en el que había dicho que los miembros de la comuna restauraban los muebles.

El edificio constaba de una única sala en la que varias piezas antiguas se encontraban en diferentes fases de restauración. Desprendía un fuerte olor a serrín, aguarrás y pintura, y la pátina de polvo que se formaba al serrar las piezas lo cubría todo como si de un vaporoso velo se tratara. Se veían pisadas por todas partes del sucio suelo, desde un banco de trabajo del que colgaban unas herramientas acabadas de limpiar y que resplandecían por el aceite hasta un armario de tres patas, que estaba en la lista de quehaceres, y que estaba tan pulido que sólo quedaba una fina capa de madera de nogal y que, destripado, esperaba la siguiente fase de rejuvenecimiento.

– Esto es lo que pienso -declaró Robson-. Díganme si coincide con la realidad. Le restauré un armario. Era de madera de cerezo. De primera calidad. Precioso. No era el tipo de armario que se ve todos los días. También le restauré una cómoda de principios del siglo XVIII. Era de roble. Y un lavamanos, Victoriano. Madera de ébano con superficie de mármol. Le faltaba un tirador de uno de los cajones, pero era imposible sustituirlo ya que nunca se encontraría una cosa así y, además, dejarlo sin uno de los tiradores le daba más carácter. El armario fue lo que me costó más tiempo, porque uno se niega a entregar una pieza así hasta que no está satisfecho. Uno quiere restaurarla a la perfección y, en consecuencia, pasaron seis meses antes de que obtuviera el aspecto que yo deseaba y puedo asegurarle que nadie -señaló la casa para indicar a sus compañeros- estaba satisfecho de que yo siguiera trabajando en esa armario en vez de hacer algo que pudiera ser más rentable.

Lynley frunció el ceño, a sabiendas de que Robson tenía muchas historias que contar y preguntándose si tendría la habilidad de leer entre líneas con el poco tiempo del que disponían.

– Tuvo una discusión con la señora Davies respecto a una decisión que había tomado. Sólo se me ocurre pensar que no se quedó con el mobiliario que le había restaurado. ¿Estoy en lo cierto?

Robson dejó caer los hombros ligeramente, como si hubiera abrigado la esperanza de que Lynley fuera incapaz de confirmar lo que él había sospechado. No había dejado de asir el pañuelo ni un solo momento, y lo observaba mientras le respondía:

– No los conservó. No se quedó con un solo mueble de los que le restauré. Los vendió todos y entregó el dinero a una institución de beneficencia. O simplemente regaló los muebles, pero no se los quedó. ¿Es eso lo que está intentando decirme?

– No había ningún mueble antiguo en su casa, si eso es lo que quiere saber -declaró Lynley-. El mobiliario era… -Buscó la palabra adecuada para describir cómo estaba amueblada la casa de Eugenie Davies en Friday Street-espartano.

– Supongo que su casa era como la celda de una monja -dijo Robson con cierta amargura-. Era así como se castigaba. Pero esa clase de privación no era suficiente y, por lo tanto, estaba dispuesta a llevarla al extremo.

– ¿A qué se refiere? -Nkata había dejado de escribir durante el recuento de muebles antiguos que le había dado a Eugenie Davies. «Al extremo», sin embargo, parecía más prometedor.

– Me refiero a Wiley -contestó Robson-. Al tipo de la librería. Hacía años que salía con él, y había decidido que había llegado la hora de… -Robson se guardó el pañuelo en el bolsillo y observó el armario de tres patas. Según Lynley, ese armario era irrecuperable, pues le faltaba una pata y el interior mostraba un gran agujero en la parte trasera, como si alguien lo hubiera partido con una hacha-… casarse con él si se lo pedía. Me contó que pensaba, que, de hecho, lo sentía, con esa maldita intuición de las mujeres, que ése iba a ser el siguiente paso. Yo le respondí que si un hombre ni siquiera se molestaba en intentarlo… Que si en tres años aún no se le había insinuado… ¡No estoy diciendo que la violara! No quiero decir que la tirara contra una pared y la forzara. Sólo que… Ni siquiera había intentado acercársele. Ni siquiera le había explicado por qué no lo había intentado. Se limitaban a ir al campo, a pasear, a hacer esas estúpidas excursiones de un día que organizaban para los jubilados… Yo intenté convencerla de que no era normal. De que no era propio de un hombre viril. Y que, por lo tanto, si se casaba con él, si se convertía en la compañera de su vida y acababa con su maldita huida… -Robson se quedó sin aliento y los ojos se le enrojecieron-. Pero supongo que eso era lo que ella quería. Empezar una nueva vida con alguien que no le podría dar nada completo, que no podría darle lo que un hombre suele darle a una mujer cuando ésta lo es todo para él.

Lynley observó a Robson mientras hablaba, y vio cómo la tristeza con la que sus palabras adornaban esa dolorosa historia se veía reflejada en su cara llena de manchas.

– ¿Cuándo vio a la señora Davies por última vez?

– Hace quince días. El jueves.

– ¿Dónde?

– En Marlow. En el pub The Swan and Three Roses; está en las afueras de la ciudad.

– ¿Y no la volvió a ver? ¿No habló con ella?

– Hablé por teléfono con ella dos veces. Quería… No había reaccionado bien a lo que me había contado sobre Wiley, y yo lo sabía. Quería arreglar las cosas. Pero sólo hice que empeorarlas, porque yo todavía deseaba hablar de eso con ella, hablar de Wiley y de lo que significaba que en tres años nunca… Pero ella no quería oírlo. No quería entenderlo. «Es un buen hombre, Raphael», no cesaba de repetir. «Y creo que ha llegado el momento.»

– ¿El momento de qué?

Robson prosiguió como si no hubiera oído la pregunta de Nkata, como si fuera un silencioso Cirano que llevaba tiempo esperando una oportunidad para poder desahogar sus penas.

– No es que discrepara de que no fuera el momento propicio. Hacía años que se castigaba a sí misma. No estaba en la cárcel, pero bien podría haberlo estado, porque de todas maneras hizo que su vida fuera una prisión. Vivía prácticamente una vida de reclusión solitaria, de completa abnegación, y se rodeaba de gente con la que no tenía nada en común, siempre ofreciéndose voluntaria para los peores trabajos, y hacía todo eso sólo para poder pagar, pagar y pagar por lo que había hecho.

– ¿Qué había hecho? -Mientras escribía, Nkata había permanecido de pie junto a la puerta, con la esperanza de que si se mantenía cerca del exterior, su traje de lana gris marengo no se ensuciaría con el polvo que impregnaba el aire de la sala. Pero en ese momento hizo un paso hacia Robson y le lanzó una mirada a Lynley, pero éste le hizo un gesto con la mano para indicarle que esperara a que el violinista continuara. El hecho de no interrumpirle era una herramienta tan útil como el silencio de Robson.

Al cabo de un rato, Robson prosiguió:

– Cuando nació Sonia, Eugenie no la amó de forma instantánea, tal y como pensaba que debería haberlo hecho. Al principio se sintió agotada, ya que el parto había sido difícil y, después, lo único que quería era recuperarse. Y a mí eso me parece normal, teniendo en cuenta que estuvo treinta horas de parto, y que no le habían quedado fuerzas ni para abrazar a la recién nacida. No es ningún pecado.

– A mí no me lo parece -asintió Lynley.

– Además, al principio no sabían nada de la enfermedad del bebé. Sí, claro, había indicios, pero el parto había sido muy difícil. No había salido resplandeciente y perfecta como si fuera un nacimiento orquestado por una producción de Hollywood. Por lo tanto, los médicos no lo supieron hasta que la examinaron y después… ¡Santo Cielo! Cualquier persona se habría sentido devastada con la noticia. Cualquier persona habría tenido que adaptarse y para eso se necesita tiempo. Pero Eugenie pensaba que debería haber actuado de otra forma. Pensaba que debería haberla amado de inmediato, haberse sentido con fuerzas, haber hecho planes para cuidar de ella, sabido lo que tenía que hacer, qué esperar y cómo comportarse. Al ver que era incapaz de hacerlo, empezó a odiarse a sí misma. Y los demás miembros de la familia no hicieron nada por ayudarla a aceptar el bebé, especialmente el padre de Richard, ese viejo loco, que esperaba otro niño prodigio, y que cuando consiguió lo contrario, hizo que Eugenie no lo pudiera soportar. Los problemas físicos de Sonia, las necesidades de Gideon, que cada vez eran mayores y ¿qué más se podía esperar de educar a un niño prodigio?, los ataques de locura de Jack, el segundo fracaso de Richard…

– ¿El segundo fracaso?

– Otro hijo con problemas, por imposible que parezca. Ya había tenido otro de un matrimonio anterior. En consecuencia, cuando nació el segundo… Fue terrible para todos ellos, pero Eugenie era incapaz de entender que era normal que al principio se sintiera angustiada, que maldijera a Dios, que hiciera todo lo que pudiera servirle de ayuda para superar esa difícil situación. En vez de eso, oyó la maldita voz de su padre: «Dios nos habla directamente. No hay ningún misterio en Su mensaje. Examina tu alma y tu conciencia y encontrarás el mensaje de Dios, Eugenie». Eso fue lo que le escribió su padre, ¿se lo pueden creer? Ésa fue su bendición y las palabras de consuelo después del nacimiento de ese pobre y patético bebé. Como si un hijo pudiera ser un castigo de Dios. Y nadie podía conseguir que dejara de sentirse así, ¿lo entienden? Sí, claro, estaba la monja, pero ella hablaba sobre la voluntad de Dios, como si fuera una situación predeterminada y Eugenie tuviera que comprenderla, aceptarla y no rebelarse contra ella, lamentarse por ella, y no pudiera ni siquiera sentir el desespero que necesitaba sentir antes de continuar con la vida cotidiana. Así pues, cuando el bebé murió… y teniendo en cuenta la forma en que murió… Supongo que hubo momentos en los que Eugenie había pensado: «Más le valdría estar muerta que tener que vivir así, con médicos, operaciones y pulmones que se estropean, con un corazón que apenas le late y un estómago que no le funciona, con unos oídos que no oyen y sin siquiera poder ir de vientre… ¡Por el amor de Dios, más le valdría estar muerta!». Y después, murió. Era como si alguien la hubiera oído y le hubiera concedido un deseo que no era un deseo en realidad, sino la mera expresión de un momento de desespero. ¿Cómo no se iba a sentir culpable? ¿Y qué más podía hacer por repararlo que no fuera negándose a sí misma cualquier cosa que implicara comodidad?

– Hasta que el comandante Wiley apareció en su vida -apuntó Lynley.

– Supongo que sí. -Las palabras de Robson sonaron huecas-. Wiley le ofrecía la posibilidad de volver a empezar. O, como mínimo, eso era lo que ella pensaba.

– Pero usted no estaba de acuerdo.

– Yo lo consideraba otra forma de encarcelamiento. Pero aún peor que el primero, porque llevaría el disfraz de algo nuevo.

– Por lo tanto, discutieron.

– Y después quería disculparme -añadió Robson-. Necesitaba pedirle disculpas, ¿no se dan cuenta?, porque Eugenie y yo habíamos compartido muchos años de amistad, y no podía soportar perder todos esos años a causa de Wiley. Quería que lo supiera. Eso es todo. Por si acaso podía servirle de algo.

Lynley, comparando sus palabras con las de Gideon y Richard Davies, subrayó:

– Se distanció de su familia hace muchos años, pero por lo que veo no perdió el contacto con usted. ¿Usted y la señora Davies fueron amantes alguna vez, señor Robson?

El color se le subió a las mejillas, una fea tonalidad de carmesí que pugnaba contra las manchas de su estropeada piel.

– Nos veíamos dos veces al mes -dijo a modo de respuesta.

– ¿Dónde?

– En Londres. En el campo. Donde ella quería. Me pedía noticias de Gideon, y yo se las daba. Eso era lo único que ella y yo compartíamos.

«Los pubs y los hoteles de su agenda», pensó Lynley. Dos veces al mes. Pero no tenía ningún sentido. Sus encuentros con Robson no encajaban con el tipo de vida que Eugenie Davies, según las propias palabras de Robson, había llevado. Si había tenido intención de castigarse a sí misma por haber pecado al mostrar su desespero humano, por su deseo tácito -concedido de una forma horrible-de verse liberada de la carga de tener que cuidar de una hija frágil, ¿por qué se habría permitido el lujo de tener noticias de su hijo, noticias que podrían ser un consuelo y que la mantendrían de alguna manera unida a él? ¿No se habría negado también ese derecho?

Lynley concluyó que faltaba una pieza. Y su instinto le dijo que Raphael Robson sabía perfectamente cuál era esa pieza.

– En cierta manera entiendo el comportamiento de la señora Davies, pero no lo llego a comprender del todo, señor Robson. ¿Por qué se distanció de su familia y siguió en contacto con usted?

– Tal y como ya le he dicho, era la forma que tenía de castigarse a sí misma.

– ¿Por algo que había pensado pero que nunca había llevado a cabo?

Parecía que Raphael Robson debería haber sido capaz de responder a esa simple pregunta sin problemas. Sí o no. Después de todo, hacía muchos años que conocía a la mujer muerta. Se había encontrado con ella de forma regular. Pero Robson no respondió de inmediato, sino que cogió un cepillo de carpintero de entre las herramientas y lo examinó son sus largos y delgados dedos de músico.

– ¿Señor Robson? -inquirió Lynley.

Robson empezó a moverse por la sala y se dirigió hacia una ventana que estaba tan cubierta de polvo que parecía opaca.

– Eugenie la había despedido. Fue decisión de Eugenie. Allí empezó todo. Por lo tanto, se sentía responsable.

Nkata alzó los ojos y le preguntó:

– ¿Se refiere a Katja Wolff?

– Eugenie fue la que decidió que la chica alemana tenía que marcharse -contestó Robson-. Si no hubiera tomado esa decisión… Si no hubieran discutido… -Hizo un gesto sin propósito fijo-. No podemos volver a vivir ni un solo momento, ¿no es verdad? No podemos desdecirnos de lo que hemos dicho ni deshacer lo que hemos hecho. Tan sólo podemos intentar juntar las piezas del puzzle de nuestras desgraciadas vidas.

Era cierto, pensó Lynley, pero esas afirmaciones también eran generalidades inútiles que no le iban a ayudar en lo más mínimo a averiguar la verdad.

– Cuénteme cosas de esa época, de antes de que el bebé fuera asesinado. Tal y como lo recuerde, señor Robson.

– ¿Por qué? ¿Qué tiene eso que ver…?

– Complázcame.

– No hay mucho que contar. Es una historia desagradable. La chica alemana se quedó embarazada, y se encontraba muy mal. Tenía náuseas todas las mañanas y la mitad de las veces también estaba mareada al mediodía y por la noche. Sonia necesitaba alguien que la cuidara las veinticuatro horas del día, pero Katja era incapaz de cumplir con sus obligaciones. Cada vez que comía, lo vomitaba todo de inmediato. Sonia la despertaba noche tras noche, y Katja intentaba dormir cada vez que le surgía la oportunidad. Pero empezó a dormir demasiado a menudo cuando debería haber estado haciendo otra cosa, y Eugenie la despidió. Entonces, la chica alemana se desmoronó. Una noche, Sonia armó demasiado jaleo. Y ya está.

– ¿Prestó declaración en el juicio de la señorita Wolff? -le preguntó Nkata.

– Sí, estaba allí y presté declaración.

– ¿Contra ella?

– Me limité a explicar lo que había visto, dónde me encontraba esa noche y lo que sabía.

– ¿Era un testigo de cargo?

– Sí, supongo que sí. -Robson cambió de posición y esperó otra pregunta, con los ojos clavados en Lynley a medida que Nkata escribía. Al ver que Lynley no decía nada y que el silencio que reinaba entre ellos se alargaba demasiado, habló de nuevo-. No había visto prácticamente nada. Le había estado dando clases a Gideon, y el primer indicio que tuve de que algo iba mal fue cuando oí los gritos de Katja desde el cuarto de baño. La gente acudió a toda prisa desde todos los rincones de la casa, Eugenie llamó a una ambulancia, y Richard le hizo la respiración boca a boca.

– Y Katja Wolff cargó con las culpas -apuntó Nkata.

– En un principio, la situación era demasiado caótica para poder culpar a nadie -afirmó Robson-. Katja gritaba que no había dejado al bebé solo ni un momento y, por lo tanto, parecía que la criatura se había muerto al instante de un ataque, mientras Katja se había dado la vuelta para coger la toalla. O algo así. Después dijo que había estado hablando por teléfono durante uno o dos minutos. Pero ese argumento se vino abajo cuando Katie Waddington lo negó. Luego hicieron la autopsia. Se demostró cómo había muerto Sonia y que había habido incidentes anteriores de los que nadie sabía nada… -Alargó las manos como si quisiera decir: «El resto ya lo saben».

– Wolff ya ha salido de la cárcel, señor Robson -le informó Lynley-. ¿Ha intentado ponerse en contacto con usted?

Robson negó con la cabeza y contestó:

– No se me ocurre ninguna razón por la que quiera hablar conmigo.

– No creo que quiera hablar precisamente -insinuó Nkata.

Robson se volvió hacia Lynley y le preguntó:

– ¿Cree que Katja puede haber matado a Eugenie?

– El policía que se encargó del caso por aquel entonces también fue atropellado ayer por la noche -añadió Lynley.

– ¡Santo Cielo!

– Pensamos que debemos interrogar a todo el mundo hasta que sepamos a ciencia cierta qué le sucedió a la señora Davies -contestó Lynley-. A propósito, tenía que contarle algo al comandante Wiley. Es lo único que nos ha podido decir. ¿Tiene alguna idea de lo que podía ser?

– No, ninguna -contestó Robson, negando con la cabeza, pero según Lynley, pronunciando las palabras con demasiada rapidez. Como si se hubiera dado cuenta de que la rapidez de su respuesta era más reveladora que la respuesta en sí, Robson se apresuró a añadir-: Si quería contarle algo al comandante Wiley, nunca me lo dijo. Supongo que lo entiende, inspector.

Lynley no lo entendió. O, como mínimo, no entendió lo que Robson esperaba que él entendiera. Lo único que vio es que ese hombre les estaba ocultando algo.

– Como amigo íntimo de la señora Davies, creo que puede haber algo que se le haya pasado por alto, señor Robson. Si piensa en sus encuentros más recientes y, sobre todo, en el último y en el que discutieron, piense que cualquier detalle o comentario fortuito podría ayudarnos a averiguar lo que le quería decir al comandante Wiley.

– No recuerdo nada. De verdad, no creo que…

– Si lo que tenía que contarle al comandante Wiley fue la razón por la que fue asesinada, y no podemos descartar esa posibilidad, señor Robson, cualquier cosa que pueda contarnos es de una gran importancia.

– Quizás hubiera deseado explicarle la muerte de Sonia y las circunstancias que la rodearon. Tal vez pensara que debía contarle por qué había abandonado a Richard y a Gideon. Podría haber creído que necesitaba su perdón antes de seguir con la relación.

– ¿Habría sido propio de ella? -le preguntó Lynley-. Me refiero al hecho de confesarse antes de formalizar la relación.

– Sí -contestó Robson, y su afirmación pareció verdadera-. La confesión era algo muy propio de Eugenie.

Lynley hizo un gesto de asentimiento y pensó en ello. Había una parte que tenía sentido, pero no podía pasar por alto un simple hecho que se había puesto de manifiesto durante la útil declaración de Robson: en ningún momento le habían dicho a Robson que el comandante Wiley vivía en África veinte años atrás y que, en consecuencia, no conocía las circunstancias de la muerte de Sonia.

Pero si Robson sabía eso, seguro que sabía muchas otras cosas. Y fuera lo que fuera, Lynley estaba dispuesto a apostar que esa información lo llevaría a resolver el asesinato de West Hampstead.

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