Capítulo 4

Cuando Richard entró en el piso, Jill Foster estaba gruñendo a causa de la última serie de ejercicios pélvicos que su instructora prenatal le había mandado hacer. Tenía un aspecto más ojeroso de lo que ella se había imaginado, y no le gustó la sensación que eso le provocó. Hacía dieciséis años que Richard se había divorciado de Eugenie. Jill creía que la identificación del cadáver de su ex mujer debería ser considerado como una actividad molesta que un buen ciudadano lleva a cabo para intentar ayudar a la policía.

Gladys, la instructora prenatal, a la que Jill veía como una mezcla de atleta olímpica y de nazi deportiva, le decía:

– ¡Diez más, Jill! ¡Venga, sigue! Cuando estés dando a luz me lo agradecerás, cariño.

– No puedo -protestó Jill.

– ¡Tonterías! Olvídate de que estás cansada. Piensa en el vestido. Al final me darás las gracias. ¡Venga, diez más!

El vestido en cuestión era un traje de boda, un diseño de Knightsbridge que había costado una pequeña fortuna y que colgaba de la puerta de la sala de estar. Jill lo había colgado allí para sentirse inspirada cada vez que le entraran ganas de comer o cuando la nazi deportiva la hiciera sentir sudorosa, desgraciada e incómoda. «Te voy a mandar a Gladys Smiley, querida -le había dicho la madre de Jill tan pronto como se había enterado de que iba a tener un nieto-. Es la mejor instructora prenatal de todo el sur de Inglaterra, Londres incluido, no creas. Casi siempre está ocupada, pero conseguiré que te haga un hueco. El ejercicio es vital. El ejercicio y la dieta, evidentemente.»

Jill había decidido cooperar con su madre, no porque Dora Foster fuera su madre, sino porque había traído al mundo sin ningún problema quinientos bebés que habían nacido en casa. Por lo tanto, sabía de qué hablaba.

Gladys empezó a contar hasta diez. Jill sudaba como un caballo de carreras y se sentía como una cerda, pero consiguió dedicarle una alegre sonrisa a Richard. Desde un principio había estado en contra de lo que él llamaba «la absurdidad única» de Gladys Smiley, y todavía se oponía con firmeza a la idea de que Dora Foster trajera al mundo a su primera nieta en la casa familiar de Wiltshire. Pero como Jill había consentido en lo de la boda -aceptando un enfoque más moderno de convivencia postnatal en vez de lo que ella habría querido en realidad: noviazgo, boda y niños, en ese orden-, sabía que Richard al final cedería a sus deseos. Después de todo, era ella la que iba a dar a luz. Y si ella quería que su madre la asistiera en el parto -su madre, que tenía más de treinta años de experiencia en eso-, entonces así serían las cosas. «Todavía no eres mi marido, cariño -le decía Jill alegremente cada vez que él protestaba-. Aún no he dicho ni una sola palabra delante de nadie con respecto a que te amaré, respetaré y obedeceré.»

Tenía razón y lo sabía. Él también lo sabía y, por lo tanto, ella acabaría saliéndose con la suya.

– Siete… ocho… nueve… diez… ¡Eso es! -gritó Gladys-. Has hecho un trabajo excelente. Si sigues con los ejercicios, tu hija saldrá en un santiamén. ¡Y ya verá si no lo hace! -Le entregó una toalla a Jill y le hizo un gesto de asentimiento a Richard, que permanecía de pie junto a la puerta, con una expresión de tristeza-. Ya han decidido el nombre, ¿verdad?

– Catherine Ann -dijo Jill con decisión mientras Richard decía con igual firmeza:

– Cara Ann.

Gladys miró a uno, después a otro, y concluyó:

– Sí, bien. Sigue trabajando así, Jilly. Te veré pasado mañana, ¿de acuerdo? ¿A la misma hora?

– ¡Humm! -Jill permaneció en el suelo mientras Richard acompañaba a Gladys hasta la puerta. Cuando él regresó a la sala de estar, Jill aún seguía allí, sintiéndose como una ballena embarrancada.

– Cariño, nunca permitiré que una hija mía se llame Cara. Sería el hazmerreír de todos mis amigos. ¡Cara! Sinceramente, Richard, estamos hablando de una niña, no del personaje de una novela.

En una situación normal, habría discutido. Le habría dicho: «Catherine es un nombre demasiado vulgar, y si no va a llamarse Cara, entonces tampoco se llamará Catherine; por lo tanto, tendremos que llegar a un acuerdo y buscar un nombre que nos guste a los dos». Eso es lo que habían estado haciendo desde el día que se conocieron, ya que ambos tuvieron que transigir cuando ella le explicó los detalles sobre el documental que la BBC estaba haciendo sobre su hijo. «Puedes hablar con Gideon sobre su música -le había dicho Richard Davies durante las negociaciones del contrato-. Puedes hacerle las preguntas que quieras sobre el violín. Pero mi hijo no habla de su vida privada ni de su historia con los medios de comunicación, e insisto en que eso quede muy claro.»

«Porque no tiene vida privada», pensaba Jill ahora. Y por lo que respectaba a su historia se podía resumir en una sola palabra: violín. Gideon era música y la música era Gideon. Siempre había sido así y siempre lo sería.

Por otra parte, Richard era pura electricidad. A ella le gustaba poner su inteligencia a prueba y luchar por sus ideas. Lo encontraba estimulante y excitante, a pesar de la diferencia de edad que los separaba. ¡Discutir con un hombre era un afrodisíaco tan potente! Y, de hecho, había habido muy pocos hombres en la vida de Jill que quisieran discutir. Especialmente los ingleses, que tendían a adoptar una actitud de agresividad pasiva al primer indicio de pelea.

Sin embargo, discutir no era lo que más le apetecía a Richard en ese momento: discutir por el nombre de su hija, por la ubicación del piso que aún tenían que comprar, por el color del papel que pondrían en las paredes una vez que el piso fuera de ellos, o por el tamaño y la fecha de su futura boda. Todos ésos habían sido temas de discusión en peleas anteriores, pero Jill se dio cuenta de que Richard no tenía suficiente energía para una discusión acalorada.

Su pálido rostro indicaba por lo que había tenido que pasar durante las últimas horas, y aunque su obsesión con el nombre de Cara parecía mucho más seria de lo que ella se habría imaginado cuando lo mencionó por primera vez cinco meses atrás, Jill deseaba mostrarse comprensiva con sus experiencias recientes. Por muchas ganas que tuviera de decirle «¿Qué demonios te pasa? Por el amor de Dios, Richard, esa horrible mujer te abandonó hace casi veinte años», sabía que lo que tenía que decirle era «¿Lo has pasado muy mal, cariño? ¿Te encuentras bien?», en el más cariñoso de los tonos.

Richard se dirigió hacia el sofá y se sentó. Su escoliosis se hacía mucho más evidente por el abatimiento de los hombros.

– No pude confirmarlo.

Jill frunció el ceño y preguntó:

– Que no pudiste confirmar… ¿el qué, cariño?

– Eugenie. Fui incapaz de decirles si esa mujer era en verdad Eugenie.

– ¿Tanto había cambiado? -preguntó en voz baja-. Supongo que no es tan raro, Richard. Hacía mucho tiempo que no la habías visto. Y quizá tuviera una mala época y…

Richard negó con la cabeza. Se pasó dos dedos por las cejas y se las frotó.

– No se trata de eso, y aunque hubiera sido así tampoco les podría haber dicho nada.

– ¿De qué se trata, pues?

– Estaba muy magullada. Supongo que, aunque hubieran sabido lo que sucedió exactamente, tampoco me lo habrían dicho. Parecía como si un camión le hubiera pasado por encima. Estaba… estaba mutilada, Jill.

– ¡Santo Cielo! -Jill hizo un esfuerzo por sentarse. Apoyó una mano en la rodilla. Eso podía poner pálido a cualquiera-. Richard, lo siento mucho. Debes de haberlo pasado muy mal.

– Primero me enseñaron una fotografía, lo cual fue de agradecer. Pero al ver que era incapaz de identificarla a partir de la foto, me enseñaron el cadáver. Me preguntaron si tenía algunas marcas que pudieran identificarla. Pero yo no lo recordaba. -Su voz era monótona, como una vieja moneda de cobre-. Lo único que fui capaz de decirles fue el nombre del dentista al que iba hace veinte años, imagínate. Sin embargo, no pude recordar si tenía alguna marca de nacimiento que pudiera ayudar a la policía a determinar si era Eugenie, mi mujer.

«Ex mujer -deseaba decir Jill. Una mala madre. Una mujer egoísta que abandonó a un niño que tú tuviste que criar solo. Solo, Richard. No lo olvidemos.»

– Pero podía recordar el nombre de ese maldito dentista -repetía-. Y sólo porque también es el mío.

– ¿Qué piensan hacer?

– Usar los rayos X para asegurarse de que es Eugenie.

– ¿Tú qué crees?

Levantó la mirada. Parecía muy cansado. Con una sensación de culpa poco habitual, Jill pensó lo poco que debía de dormir en ese sofá y lo amable y considerado que estaba siendo al pasar la noche en su casa ahora que ya se estaba acercando el momento. Como Richard ya había tenido dos hijos -a pesar de que sólo uno de ellos seguía con vida-, Jill no se había podido llegar a imaginar que Richard se preocuparía de su salud como lo había estado haciendo durante el embarazo. Pero desde el momento en que su estómago había empezado a hincharse y que sus pechos habían comenzado a aumentar de tamaño, él la había tratado con una ternura que le había parecido bastante conmovedora. Hacía que ella le abriera su corazón y que se sintieran más unidos. Esa familia que estaban creando era algo que Jill anhelaba. Era lo que había deseado y soñado tener, algo que no había encontrado entre los hombres de su edad.

– Lo que estaba pensando -dijo Richard en respuesta a su pregunta-es que la probabilidad de que Eugenie haya seguido yendo al mismo dentista desde que nos separamos…

– Desde que te abandonó -le corrigió Jill en voz baja.

– …es bastante remota.

– Lo que todavía no entiendo es cómo te relacionaron con ella. Ni cómo consiguieron dar contigo.

Richard cambió de posición en el sofá. Delante de él, sobre el robusto sofá otomano que servía de mesa auxiliar, ojeó el último número de Radio Times. La portada mostraba una dentuda actriz americana que estaba dispuesta a imitar lo que sin duda sería un acento inglés muy imperfecto, con el objetivo de poder interpretar el papel de Jane Eyre en otra resurrección de ese melodrama Victoriano tan epónimo y tan poco convincente. «Precisamente Jane Eyre -pensó Jill con desdén-, la que fomentó en los débiles cerebros de más de cien años de lectoras influenciables, la estúpida creencia de que un hombre con un pasado más malo que la tiña podría ser redimido por el amor de una mujer decente. ¡Qué disparate!»

Richard no le respondía.

– Richard, no lo comprendo. ¿Por qué te relacionaron con Eugenie? Soy consciente de que debió de conservar tu apellido, pero Davies es demasiado común para que alguien pueda deducir que tú y ella estuvisteis casados.

– Uno de los policías que se ocupa de la investigación -respondió Richard- sabía quién era, ya que se había encargado del caso de… -Distraído, apartó la revista Radio Times de encima del montón. La revista de abajo mostraba a la mismísima Jill ataviada con ropa moderna entre el reparto caracterizado de su triunfante producción de Remedios desesperados, filmada a las pocas semanas de la separación de Jill y Jonathon Stewart, cuyas promesas apasionadas de dejar a su mujer «una vez que nuestro Steph haya acabado los estudios en Oxford, cariño», habían demostrado ser tan verdaderas como su formalidad en la cama. Dos semanas después de que «nuestro Steph» sostuviera el título entre sus sucias manos Jonathon se había inventado otra excusa que consistía en ayudar a su desgraciada hija «a que se instalara en su nuevo piso de Lancaster, cariño». Tres días más tarde, Jill había dado por acabada la relación y se había entregado en cuerpo y alma a la producción de Remedios desesperados, cuyo título no podía haber sido más apropiado para el estado de ánimo en el que se encontraba.

– ¿Del caso? -preguntó Jill.

Un momento después se dio cuenta de qué caso estaban hablando. El caso, por supuesto, el único que importaba. El caso que le había roto el corazón, destrozado su matrimonio y afectado a los últimos veinte años de su vida.

– Sí, supongo que es normal que la policía lo recordara.

– Uno de los detectives se había ocupado del caso. Por lo tanto, cuando vio su nombre en el carné de conducir, se puso en contacto conmigo.

– Sí, ya lo entiendo. -Consiguió ponerse de rodillas y tocarle sus encorvados hombros-. Déjame que te prepare algo. ¿Té? ¿Café?

– Creo que un coñac me sentaría bien.

Jill alzó una ceja, pero como él estaba mirando la revista, no se dio cuenta. Deseaba decirle: «¿A estas horas? No creo, cariño», pero se puso en pie y se fue a la cocina, de donde sacó una botella de Courvoisier de uno de los aseados armarios y vertió dos cucharadas exactas de coñac, la cantidad adecuada para devolverle las fuerzas.

Richard entró en la cocina y cogió el vaso sin hacer ni un comentario. Bebió un sorbo y removió el líquido que quedaba en el vaso.

– No me puedo quitar de la cabeza lo que he visto.

A Jill, eso ya le pareció demasiado. De acuerdo, la mujer estaba muerta. Sí, había muerto de un modo espantoso, y era una lástima. Seguro que tener que contemplar su descuartizado cuerpo había sido muy doloroso. Pero Richard no había tenido noticias de su ex mujer en los últimos veinte años; por lo tanto, ¿por qué le afectaba tanto su muerte? A no ser que aún sintiera algo por ella… o que no le hubiera contado la verdad sobre la ruptura de su matrimonio y sobre lo que había hecho con el cadáver.

– Sé que lo estás pasando muy mal -le dijo Jill con cariño mientras le acariciaba el antebrazo-. Pero, de hecho, no la has visto en todos estos años, ¿verdad?

Parpadeó. Los dedos de Jill se tensaron, sin que ésta pudiera hacer nada por evitarlo. «No dejes que esto se convierta en una situación parecida a la de Jonathon -le dijo en silencio-. Richard, si me mientes ahora, pondré fin a nuestra relación. No pienso volver a vivir en un mundo de fantasía.»

– No, no la he visto -le respondió-. Pero hacía poco que había hablado con ella. De hecho, este último mes hablamos varias veces. -Pareció sentir la creciente tensión de Jill al oírlo, ya que prosiguió con rapidez-. Me llamó para preguntar por Gideon. Había leído en los periódicos lo que le había sucedido en Wigmore Hall. Cuando vio que Gideon no conseguía recuperarse, me llamó para preguntar cómo estaba. No te lo he contado porque… bien, de hecho no lo sé. En ese momento no me pareció tan importante. Además, no quería que nada te trastornara en estas últimas semanas… de embarazo. No me parecía justo.

– ¡Esto es indignante! -Jill sintió una oleada de ira justificada.

– Lo siento -aclaró Richard-. Sólo hablamos durante cinco minutos… diez minutos, como máximo, cada vez que llamó. No pensé que…

– Creo que no me has entendido -le interrumpió-. Lo que me parece indignante no es que no me lo hayas contado, sino que te llamara. Que se atreviera a llamarte por teléfono, Richard. Que pudiera salir de tu vida, y de la vida de Gideon, por el amor de Dios, y que después de leer algo en el periódico te llamara porque sentía curiosidad por saber lo que le había pasado a Gideon en una actuación. ¡Qué descaro!

Richard no respondió nada. Simplemente removía el coñac del vaso y observaba la delgada pátina que dejaba en los lados. «Debía de haber algo más», decidió Jill.

– Richard, ¿qué pasa? Hay algo que no me quieres contar, ¿verdad?

Una vez más sintió cómo sufría al ver que un hombre con el que estaba tan íntimamente ligada no era todo lo franco que ella esperaba que fuera. «Qué extraño -pensó-que una relación humillante y desastrosa tuviera el potencial de afectar a cualquier otra relación posterior.»

– Richard, dímelo. ¿Hay algo más?

– Gideon -dijo Richard-. No llegué a contarle que su madre había estado llamando para preguntar por él. No sabía qué decirle, Jill. No es que pidiera verlo, ya que no tenía ninguna intención de hacerlo. ¿Qué sentido habría tenido decírselo? Pero ahora está muerta y él debe saberlo, y tengo miedo de que cuando se entere aún se sienta peor.

– Sí, ya veo lo que quieres decir.

«¿Se encuentra bien?», quería saber Jill.

– ¿Por qué no toca, Richard? -le preguntó-. ¿Cuántos conciertos ha tenido que anular? ¿Por qué? ¿Por qué?

«¿Qué intentaba averiguar?», pensó Richard.

– Me llamó unas doce veces durante estas últimas dos semanas -le confesó Richard-. Ahí estaba esa voz del pasado de la que creía haberme recuperado… -Se quedó en silencio.

Jill sintió un estremecimiento. Le empezaba en los tobillos y le recorría el cuerpo hasta llegarle al corazón.

– ¿Del que creías haberte recuperado? -le preguntó con pies de plomo, intentando dejar de pensar lo que no podía soportar pensar, pero las palabras le retumbaban en la cabeza: «Aún la ama. Lo abandonó. Desapareció de su vida. Pero él la siguió amando. Se metió en mi cama. Unió su cuerpo con el mío. Pero no había dejado de querer a Eugenie».

No era de extrañar que nunca se hubiera vuelto a casar. La única pregunta era: ¿Por qué iba a hacerlo ahora?

El maldito hombre le leyó la mente. O tal vez el rostro. O quizás él también sintió un estremecimiento, ya que dijo:

– Porque tardé demasiado tiempo en encontrarte, Jill. Porque te quiero. Porque, a mi edad, nunca pensé que sería capaz de volver a enamorarme. Cada mañana cuando me despierto, aunque sea en ese horrible sofá, doy gracias a Dios por el milagro de que me quieras. Eugenie es una parte lejana de mi pasado. No permitamos que forme parte de nuestro futuro.

Y la verdad era, como Jill sabía muy bien, que ambos tenían pasado. No eran ningunos adolescentes; por lo tanto, no podían esperar que el otro entrara en su nueva vida sin traumas. Al fin y al cabo, el futuro era lo único que importaba. Su futuro y el futuro del bebé. Catherine Ann.


Era muy fácil acceder a Henley-on-Thames desde Londres, especialmente cuando el tráfico de la mañana sólo creaba atascos en la autopista en dirección contraria. Así pues, el inspector Lynley y la agente Barbara Havers salían de Marlow en dirección sur, camino a Henley, tan sólo una hora después de haber abandonado el centro de coordinación de Eric Leach en Hampstead.

El comisario Leach, que luchaba por no sucumbir ante un resfriado o una gripe, les había presentado a una brigada de detectives que, aunque un poco reticentes a tener gente del Nuevo Departamento de Scotland Yard entre ellos, también parecían dispuestos a aceptar su colaboración en un trabajo que, de hecho, incluía una serie de violaciones en Hampstead Heath y un incendio provocado en la magnífica casa de campo de una actriz ya entrada en años que ostentaba un título y una buena reputación.

Primero Leach les dio todos los detalles de los resultados preliminares de la autopsia, análisis de restos de sangre, tejidos y órganos, que sumaban una gran cantidad de heridas en un cuerpo que finalmente fue identificado, gracias al informe de la dentadura, como perteneciente a una tal Eugenie Davies, de sesenta y dos años de edad. Al principio les dijeron las fracturas que había sufrido: cuarta y quinta vértebra cervical, fémur izquierdo, cubito, radio, clavícula derecha y las costillas quinta y sexta. Después comentaron las rupturas internas: hígado, bazo y riñones. Se había determinado que la muerte había sido producida por una hemorragia interna masiva y por los golpes, y que había muerto entre las diez y las doce de la noche. Se estaba realizando un análisis de los indicios de pruebas que se habían encontrado en el cuerpo.

– Debieron de arrastrarla unos quince metros -dijo Leach a los detectives que estaban reunidos en el centro de coordinación entre ordenadores, pizarras, archivadores, fotocopiadoras y fotografías-. Según el médico forense la atropellaron, como mínimo, dos veces, quizá tres, tal y como indican las contusiones del cuerpo y las marcas del impermeable.

El comentario fue acogido con un murmullo general. Alguien dijo: «Un barrio estupendo», con cierta dosis de ironía.

Leach corrigió el malentendido del agente:

– McKnight, tenemos motivos para pensar que el daño lo hizo un único coche, no tres. Actuaremos según esa teoría hasta que Lambeth nos diga lo contrario. El primer golpe la hizo caer al suelo. Cuando ya estaba sobre ella, la atropello en marcha atrás, y luego volvió a pasarle por encima.

Antes de continuar, Leach señaló varias fotografías que colgaban de una pizarra. Mostraban cómo estaba la calle tras el caso de atropellamiento y fuga. Señaló una en particular que mostraba un trozo de asfalto fotografiado entre dos conos de tráfico color naranja, y una hilera de coches aparcados al fondo.

– Según parece, el primer impacto se produjo aquí. Y el cuerpo fue a parar a ese cuadrado que señala el centro de la calle. -Había otra serie de conos de tráfico, además de un gran trozo de calle tapado con celo-. La lluvia se encargó de borrar los rastros de sangre que habría habido donde aterrizó el cuerpo. Pero no llovía lo bastante para borrar toda la sangre del lugar, del tejido y de los fragmentos de huesos. Sin embargo, el cuerpo no se encuentra en el mismo sitio que el tejido y los huesos, sino que se halla junto al Vauxhall que está aparcado en la acera. ¿Se dan cuenta de que el cuerpo está un poco metido bajo el coche? Creemos que nuestro conductor, después de haberla derribado y atropellado dos veces, salió del coche, arrastró la mujer a un lado y se alejó.

– ¿No cabe la posibilidad de que la arrastrara con las ruedas del coche? ¿O con las de un camión? -La pregunta la hizo un agente que comía fideos ruidosamente de una taza de plástico-. ¿Por qué descartamos esa posibilidad?

– Es lo que hemos deducido a partir de las pocas huellas de neumático que hemos podido conseguir -le informó Leach mientras cogía la taza de café que había dejado sobre una mesa cercana repleta de archivos y de hojas impresas. Se le veía un poco más tenso de lo que Lynley se había imaginado cuando se dio a conocer en su oficina cuarenta minutos antes. Lynley lo interpretó como una buena señal de lo que iba a ser trabajar con el comisario.

– Sin embargo, ¿por qué no pudieron ser tres coches diferentes? -preguntó otro agente-. El primer conductor la tumba al suelo y se marcha porque está asustado. Como va vestida de negro, los otros dos conductores no ven que está echada en la calle y la atropellan antes de poder darse cuenta de lo que ha sucedido.

Leach tomó un sorbo de café, negó con la cabeza y respondió:

– No creo que encuentre mucha gente dispuesta a creer que en este barrio pueda haber tres ciudadanos desalmados capaces de atropellar a la misma persona, la misma noche, y sin que ninguno de ellos avise a la policía. En el lugar del crimen no hay nada que justifique cómo demonios la mitad del cuerpo fue a parar debajo de ese Vauxhall. Eso sólo tiene una explicación posible, Potashnik, y esa razón es la que explica nuestra presencia aquí.

Hubo un murmullo de aprobación.

– Me apostaría cualquier cosa a que el tipo que estamos buscando es el mismísimo conductor que llamó a la policía -gritó alguien desde el final de la sala.

– Pitchley no nos dijo casi nada y enseguida solicitó la presencia de su abogado -asintió Leach-, y eso es muy sospechoso, tiene razón. Pero creo que aún tiene que contarnos muchas cosas y que el coche será lo que le hará hablar, no se equivoque.

– A cualquiera que le confiscaran un Boxter sería capaz de cantar Dios salve a la reina si se lo pidieran -remarcó un agente de la fila de delante.

– En eso confío -admitió Leach-. No estoy diciendo que fuera el conductor que la atropelló por primera vez, pero tampoco he dicho que no lo fuera. Pero al margen de lo que sucediera, no recuperará su Porsche hasta que no nos diga por qué esa mujer tenía apuntada su dirección. Si para conseguir que nos dé esa información tenemos que requisarle el coche, pues bien, eso es lo que haremos durante el tiempo que haga falta. Bien…

A continuación, Leach les indicó lo que tenían que hacer; por lo tanto, casi todos sus hombres tuvieron que ir a la calle en la que había acontecido el caso de atropellamiento y fuga. La calle constaba de una hilera de casas -algunas eran antiguas industrias modernizadas y otras casas particulares-y los agentes tenían que conseguir que la gente de esa zona les contara todo lo que habían visto, oído, olido o soñado la noche anterior. A otros agentes se les ordenó que fueran al laboratorio forense: tenían que averiguar los progresos que se habían llevado a cabo en el examen del coche de Eugenie Davies, a otros se les asignó que reunieran toda la información posible con respecto a las pruebas encontradas en el cadáver, y aún había otro equipo encargado de contrastar las pruebas del cuerpo con el Boxter que la policía había confiscado. Ese mismo grupo sería el responsable de examinar todas las marcas de neumáticos de esa calle de West Hampstead, del cuerpo y de la ropa de Eugenie Davies. A otro grupo de agentes -el más numeroso- se le asignó la tarea de buscar un coche que tuviera la parte delantera abollada. «Garajes, aparcamientos, empresas de alquiler de coches, calles, antiguas caballerizas, áreas de descanso de la autopista…», les había dicho Leach. Es imposible atropellar a una mujer en la calle y que el coche quede intacto.

– Eso excluye al Boxter de la lista -apuntó una mujer policía.

– El hecho de tener el Boxter confiscado nos ayudará a sacarle información a nuestro hombre -contestó Leach-. Lo que no sabemos es si ese Pitchley tiene algún otro coche. Y eso no deberíamos olvidarlo.

La reunión llegó a su fin, y Leach se reunió en privado con Lynley y Havers en su oficina. En su calidad de superior, les dio las instrucciones de tal modo que daba a entender que no sólo se trataba de un simple caso de asesinato, como si eso fuera poco. Sin embargo, no les dijo de qué más se podía tratar. Se limitó a entregarles la dirección de Eugenie Davies en Henley-on-Thames y a decirles que empezaran por allí. Les indicó que suponía que tenían experiencia suficiente para saber qué tenían que hacer con la información que encontraran.

– ¿Qué demonios quería decir con eso? -preguntó Barbara mientras entraban en Bell Street de Henley-on-Thames, donde los niños hacían sus ejercicios matinales en el patio de una escuela-. ¿Y por qué nos ha mandado aquí mientras que todos los demás están investigando las calles que van de West Hampstead al río? No lo entiendo.

– Webberly quiere que investiguemos este caso. Hillier ha dado su aprobación.

– ¿Y tú crees que eso es un motivo suficiente para que hagamos un rastreo tan exhaustivo?

Lynley no discrepó. Hillier no había mostrado ninguna preferencia por ninguno de ellos. Además, el estado de ánimo en el que se encontraba Webberly la noche anterior, a pesar de sugerir unas cuantas cosas, tampoco le aclaraba nada.

– Espero solucionar todo esto bien pronto, Havers. ¿Cuál era la dirección?

– El número sesenta y cinco de Friday Street -contestó, y luego echó un vistazo al mapa-. Gire a la izquierda, señor.

El número sesenta y cinco resultó ser un edificio a una manzana de distancia del río Támesis. Estaba en una calle agradable que constaba de casas particulares, de la consulta de un veterinario, de una librería, de una clínica dental y del Edificio de Infantería de Marina. Era la casa más pequeña que Lynley jamás hubiera visto, a excepción del diminuto piso que su compañera de trabajo tenía en Londres y que sólo consideraba adecuado para el Bilbo Bolsón de El señor de los anillos y para nadie más. Estaba pintado de rosa y tenía dos plantas, y una buhardilla si uno tenía en cuenta la minúscula ventana que había en el tejado. Convenientemente, tenía una placa de esmalte que rezaba LA CASA DE MUÑECAS.

Lynley aparcó no muy lejos de la casa, delante de la librería que había al otro lado de la calle. Sacó el juego de llaves de la mujer muerta del bolsillo y Havers aprovechó la oportunidad para encenderse un cigarrillo y fortalecerse la sangre con un poco de nicotina.

– ¿Cuándo vas a dejar ese vicio espantoso? -le preguntó mientras comprobaba si había sistema de alarma y metía la llave en la cerradura.

Havers inspiró profundamente y le dedicó la más exasperante de las sonrisas provocada por el placer de fumar.

– Escúchale -dijo mirando al cielo-. Es posible que exista algo más odioso que un ex fumador, pero no sabría decirte qué puede ser. ¿Algún aficionado a la pornografía infantil que se convierte al cristianismo el día que lo arrestan? ¿Un conservador con conciencia social, tal vez? Humm. No, no es lo mismo.

Lynley soltó una risita y le sugirió:

– Apágalo antes de entrar, agente.

– Nunca se me habría ocurrido entrar con el cigarrillo. -Lanzó el cigarrillo por encima del hombro después de haberle dado tres caladas.

Linley abrió la puerta y les recibió una sala de estar. Parecía tan grande como un carro de la compra, y estaba amueblada con una simplicidad casi monástica y con el característico gusto de los que compran lo peor de las tiendas de segunda mano.

– ¡Y yo que creía que había conseguido tener el piso más gris del mundo! -comentó Havers.

Lynley pensó que era una buena descripción. Los muebles eran de la época de la posguerra, hechos, por lo tanto, en un momento en que la reconstrucción de todo lo que había sido destruido por las bombas era mucho más importante que la decoración de interiores. Contra una pared había un raído sofá gris junto a un sillón a juego de un color igualmente repugnante. Formaban una pequeña zona de descanso alrededor de una mesa auxiliar de madera clara que tenía las esquinas rotas y que alguien había intentado arreglar sin éxito. A las tres lámparas que había en la sala se le habían caído las borlas de la pantalla; dos de ellas estaban torcidas y la tercera tenía una gran quemadura que podría haber estado de cara a la pared pero que no lo estaba. Nada decoraba las paredes, a excepción de una gran lámina sobre el sofá: representaba un niño poco agraciado de la época victoriana que estrechaba un conejo entre sus brazos. A ambos lados de la diminuta chimenea había libros en unas estanterías empotradas, pero estaban muy desordenados y daba la impresión de que alguien se hubiera llevado unos cuantos.

– No cabe duda de que era pobre como una rata -dijo Havers después de inspeccionar la sala.

Lynley se percató de que Havers -con las manos enfundadas en unos guantes de látex-ojeaba las revistas de la mesa auxiliar y las desparramaba; incluso Lynley desde las estanterías cayó en la cuenta de que todas ellas tenían unas portadas que indicaban que llevaban allí muchos años.

Havers entró en la cocina que había detrás de la sala de estar mientras Lynley examinaba las estanterías.

– ¡He encontrado un aparato moderno! -gritó Havers-. ¡Tiene contestador automático, inspector! La luz parpadea.

– Ponlo en marcha -le dijo Lynley.

La primera voz incorpórea sonó en la cocina mientras Lynley se sacaba las gafas del bolsillo de la chaqueta para examinar de cerca los pocos libros que quedaban en las estanterías empotradas.

Una voz grave y sonora de hombre dijo: «Eugenie. Soy Ian -en el momento en que Lynley cogía un libro titulado La pequeña flor y lo abría para darse cuenta de que se trataba de la biografía de una santa católica llamada Teresa: una mujer francesa, procedente de una familia con muchas hijas, una monja de clausura, sufrió una muerte temprana de lo que sea que se muere uno al vivir en una celda sin calefacción en Francia en pleno invierno-. Siento habernos peleado -proseguía la voz desde la cocina-. Me llamarás, ¿verdad? Hazlo, por favor. Llevo el móvil», a lo que seguía un número de teléfono con un prefijo reconocible.

– Ya lo tengo -gritó Havers desde la cocina.

– Es un número Cellnet -dijo Lynley mientras cogía el siguiente libro y una voz, esta vez de mujer, dejaba su mensaje: «Eugenie, soy Lynn. Muchas gracias por la llamada, querida. Cuando llamaste había salido a dar un paseo. Fue muy amable por tu parte. En realidad, no esperaba que… Bien. Sí. De momento hago lo que puedo. Gracias por preguntar. Si me llamas, te lo contaré. Pero supongo que sabes por lo que estoy pasando».

Lynley cayó en la cuenta de que se trataba de otra biografía. Esta era de una santa llamada Clara, una discípula de la primera época de san Francisco de Asís, que regaló todas sus posesiones, fundó una orden de monjas, vivió una vida de castidad y murió en la pobreza. Cogió un tercer libro.

«Eugenie -otra voz de hombre llegaba desde la cocina, pero ésta sonaba turbada y obviamente conocía muy bien a la mujer muerta, ya que no dijo de quién se trataba-. Necesito hablar contigo. He tenido que volver a llamar. Sé que estás ahí, así que haz el favor de contestar el teléfono… Eugenie, coge el maldito teléfono… -un suspiro-: ¿De verdad piensas que estoy satisfecho de cómo han ido las cosas? ¿Cómo podría estarlo? Ponte al teléfono, Eugenie… -un silencio fue seguido de otro suspiro-. Muy bien. De acuerdo. Si es eso lo que quieres… olvidarnos del pasado y continuar como si nada. Yo haré lo mismo», se oyó que colgaban el teléfono.

– Parece algo por donde empezar -dijo Barbara a gritos.

– Marca 1471 al final de los mensajes y reza para que tengamos suerte.

El tercer libro era la vida detallada de santa Teresa de Ávila, y una rápida ojeada a la portada le sirvió para ver que iba de lo mismo: conventos, pobreza y una muerte desagradable. Lynley lo leyó y frunció el ceño con seriedad.

Otra voz de hombre -que tampoco dijo su nombre-empezó a oírse desde el contestador automático de la cocina. «¡Hola, querida! ¿Aún estás durmiendo o ya has salido? Te llamo por lo de esta noche. ¿A qué hora quedamos? Si te va bien, traeré una botella de vino tino. Llámame… Tengo muchas ganas de verte, Eugenie.»

– ¡Debe de ser él! -exclamó Havers-. ¿Tienes los dedos cruzados, inspector?

– Metafóricamente -contestó al tiempo que Havers marcaba 1471 para averiguar quién había llamado por última vez a casa de Eugenie Davies.

Mientras lo hacía, Lynley vio que todos los demás libros de las estanterías también eran biografías de santas católicas, todas mujeres. Ninguna había sido publicada recientemente, y casi todas tenían, como mínimo, treinta años; incluso había algunas que habían sido publicadas antes de la Segunda Guerra Mundial. Once libros tenían el nombre de Eugenie Victoria Staines escrito en las hojas de guarda con una letra juvenil; cuatro tenían el sello del Convento de la Inmaculada Concepción, y otros cinco tenían la inscripción A Eugenie, con cariño, de Cecilia. De uno de este último grupo de libros -la vida de alguien llamada santa Rita- cayó un pequeño sobre. No había ni matasellos ni dirección, tan sólo una hoja de papel fechada hacía diecinueve años y escrita con una letra muy bonita:

Estimada Eugenie:

Debes hacer un esfuerzo por no caer en la desesperación. Nadie puede entender los caminos del Señor. Lo único que podemos hacer es pasar las pruebas que Él ha escogido para nosotros, con la certeza de que siempre hay un propósito tras ellas aunque ahora no lo entendamos. Pero tarde o temprano, estimada amiga, lo comprenderemos. Debes creerlo. Te echamos mucho de menos en las misas matinales y confiamos volver a verte pronto. Con el amor de Cristo y el mío, Eugenie,

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