GIDEON

23 de octubre, 1.00


He vuelto a soñar. Me despierto recordando el sueño. Ahora estoy sentado en la cama, con la libreta sobre las rodillas, para escribir un resumen a toda prisa.

Me encuentro en la casa de Kensington Square. Estoy en la sala de estar. Observo cómo los niños juegan en el jardín, y ellos se dan cuenta de que los observo. Me saludan y me hacen gestos con la mano para que me una a ellos, y veo que les entretiene un mago que lleva una capa negra y un sombrero de copa. No cesa de sacar palomas vivas de las orejas de los niños, y después lanza los pájaros al aire. Quiero estar allí, quiero que el mago saque una paloma de mi oreja, pero cuando me acerco a la puerta de la sala de estar, me percato de que no hay tirador, sino un ojo de cerradura por el que sólo alcanzo a atisbar el vestíbulo y la escalera.

No obstante, cuando miro a través del ojo de la cerradura, que más bien parece una portilla, no veo lo que esperaba ver, sino el cuarto de mi hermana. Y aunque la sala de estar está muy iluminada, el cuarto de los niños está casi a oscuras, como si hubieran corrido las cortinas para la hora de la siesta.

Oigo gritos al otro lado de la puerta. Sé que la que llora es Sonia, pero no puedo verla. Y de repente la puerta ya no es una puerta, sino unas pesadas cortinas que empujo; al hacerlo, ya no estoy dentro de casa, sino en el jardín trasero.

El jardín es mucho más grande de lo que era en realidad. Hay árboles enormes, helechos gigantescos y una cascada que gotea en una distante piscina. En medio de la piscina está el cobertizo del jardín, el mismo cobertizo en el que vi a Katja y a ese hombre en la noche que recordé.

Aunque esté en el jardín todavía oigo los gritos de Sonia, pero ahora ya está gimoteando, casi llorando, y sé que tengo que encontrarla. Estoy rodeado de maleza que no para de crecer, y me abro camino entre ella, aplastando frondas y azucenas para localizar el llanto. Cuando estoy a punto de llegar, parece que procede de un lugar totalmente distinto, y me veo obligado a empezar de nuevo.

Pido socorro: a mi madre, a mi padre, a mi abuelo, a mi abuela, pero nadie viene. Entonces llego al borde de la piscina y veo que hay dos personas apoyadas en el cobertizo, un hombre y una mujer. Él está inclinado hacia ella y le chupa el cuello, pero Sonia no para de llorar.

Sé, por el pelo, que esa mujer es Libby, y me quedo paralizado, observante, a medida que ese hombre que aún no he podido identificar no cesa de lamerla. Los llamo; les pido que me ayuden a buscar a mi hermana pequeña. El hombre levanta la cabeza cuando me oye gritar, y veo que es mi padre.

Siento rabia, traición. Me quedo inmovilizado. Sonia continúa llorando.

Entonces mi madre está conmigo, o alguien que tiene la misma altura, la misma constitución y el mismo color de pelo. Me coge de la mano y soy consciente de que debo ayudarla porque Sonia nos necesita para que calmemos su llanto, que ahora ya es airado, agudo por la ira, como si hubiera cogido una rabieta.

– No pasa nada -me tranquiliza la Madre-Persona-. Sólo está hambrienta, cariño.

Nos la encontramos debajo de un helecho, totalmente cubierta de frondas. La Madre-Persona la coge y se la lleva al pecho. Entonces dice: «Déjale que chupe. Así se calmará».

Pero Sonia no se calma porque no puede comer. La Madre-Persona no le da el pecho, y aunque lo hiciera, no se conseguiría nada. Porque cuando miro a mi hermana, veo que lleva una máscara que le cubre toda la cara. Intento quitársela, pero no puedo; los dedos me resbalan. Madre-Persona no se da cuenta de que algo va mal, y no puedo convencerla para que mire a mi hermana. Y soy incapaz, incapaz de arrancar la máscara que lleva. Pero estoy frenético por hacerlo.

Le pido a Madre-Persona que me ayude, pero no sirve de nada porque ni siquiera se digna a mirar a Sonia. Me apresuro y regreso a la piscina para buscar ayuda, y cuando llego al borde, me resbalo y me caigo dentro, y doy vueltas y más vueltas debajo del agua, sin poder respirar.

En ese momento me despierto.

El corazón me latía con fuerza. De hecho, podía sentir cómo la adrenalina había penetrado en mis venas. El hecho de escribirlo todo ha tranquilizado mis latidos, pero no creo que esta noche pueda conciliar el sueño.

«¿No está Libby?», me preguntará.

No. Todavía no ha vuelto de dondequiera que fuera a toda prisa después de que volviéramos del despacho de Cresswell-White y nos encontráramos con mi padre esperándonos en casa.

«¿Está preocupado por ella?»

«¿Debería estarlo?»

«No hay "deberías" para nadie, Gideon.»

«Pero para mí sí, doctora Rose. Debería ser capaz de recordar más cosas. Debería poder tocar mi instrumento. Debería conseguir que una mujer entrara en mi vida y compartir algo con ella sin temor a perderlo todo cualquier día.»

«¿Perder? ¿El qué?»

«Lo que me mantiene entero.»

«¿Tiene la necesidad de sentirse entero?»

«Así es.»


23 de octubre


Hoy, Raphael me ha hecho su visita diaria, pero en vez de quedarnos sentados en la sala de música a la espera de que ocurriera un milagro, nos hemos ido hasta Regent's Park y hemos dado un paseo por el zoológico. Un guarda del parque estaba limpiando uno de los elefantes con una manguera, y nos hemos detenido junto a la valla para observar cómo los chorros de agua bajaban en cascada por los costados de la enorme criatura. El pelaje de la espina dorsal del elefante brillaba cual alambre mientras el agua lo cubría, y el animal cambiaba el peso de lado como si quisiera recuperar el equilibrio.

– Son extraños, ¿verdad? -había comentado Raphael-. Uno no puede dejar de preguntarse qué filosofía de diseño hay tras un elefante. Cuando veo una rareza biológica como ésta, siempre lamento no saber más cosas sobre la evolución. ¿Cómo pudo, por ejemplo, surgir un elefante a partir de la nada?

– Seguramente está pensando lo mismo de nosotros. -Me había percatado tan pronto como había llegado que Raphael estaba de buen humor. Había sido idea suya lo de salir de casa y respirar el dudoso aire fresco de la ciudad y la fragancia todavía más dudosa del zoológico, donde la atmósfera estaba perfumada con orina y heno. Eso me llevó a preguntarme qué estaba sucediendo. Seguro que tenía algo que ver con mi padre. «¡Sácalo de esa casa!», le habría ordenado.

Y cuando mi padre ordenaba, Raphael obedecía.

Eso explicaba que hubiera sido mi profesor durante tanto tiempo: él llevaba las riendas de mi formación musical. Mi padre llevaba las riendas del resto de mi vida. Y Raphael siempre había aceptado esa división de responsabilidades.

De adulto, evidentemente, podría haber sustituido a Raphael por cualquier otra persona para que me acompañara en las giras -aparte de papá, claro está-y para que fuera mi compañero en las sesiones diarias de ensayo de violín. Pero después de dos décadas de clases, cooperación y compañerismo, conocíamos nuestro estilo de vida y de trabajo tan bien que nunca se me había pasado por la cabeza contratar a nadie más. Además, cuando podía tocar, me gustaba hacerlo con Raphael Robson. Era -y todavía lo es- un músico excelente. Aunque le falta chispa, una pasión adicional que le habría obligado a superar los nervios y a tocar en público mucho tiempo atrás, sabiendo que tocar es como crear un vínculo con el público, lo que hace que el cuadrinomio compuesto por compositor-música-público-músico sea perfecto. Pero al margen de esa chispa, tiene talento musical y ama la música, además de tener una habilidad excepcional para destilar la técnica en una serie de críticas, órdenes, ajustamientos, cometidos e instrucciones que son comprensibles para el artista neófito y de un valor incalculable para el músico profesional que desea mejorar su dominio del instrumento. Por lo tanto, nunca consideré la posibilidad de sustituir a Raphael por otra persona, a pesar de su obediencia -y de su aversión-hacia mi padre.

Siempre debo de haber notado la antipatía que hay entre ellos, aunque no lo hubiera visto abiertamente. Se las arreglaban a pesar del desagrado que sentían uno por el otro, y hasta este momento -en el que tienen serios problemas para disimular su aversión mutua-nunca me había sentido obligado a preguntarme el porqué de ese odio.

La respuesta natural era mi madre: a causa de los sentimientos que Raphael podía haber tenido hacia ella. Pero eso sólo parecía explicar por qué a Raphael le caía tan mal mi padre, ya que éste tenía lo que quizá hubiera deseado para sí mismo. Pero no justificaba la aversión que mi padre sentía por Raphael. Debía de haber otro motivo.

«Quizá fuera a causa de lo que Raphael podía ofrecerle», me sugiere como posible respuesta.

Es verdad que mi padre no sabía tocar ningún instrumento, pero creo que su aversión estaba causada por algo más básico y atávico.

Mientras dejábamos los elefantes y nos íbamos a ver los koalas, le he dicho a Raphael:

– Hoy te han ordenado que me saques de casa.

No lo negó, y añadió:

– Tu padre piensa que vives demasiado en el pasado y que evitas el presente.

– ¿Tú qué opinas?

– Confío en la doctora Rose. O, como mínimo, confío en el doctor Rose padre. Y por lo que se refiere a la doctora Rose hija, supongo que debe de hablar del caso con él. -Me miró con ansiedad mientras pronunciaba la palabra caso, lo cual me redujo a un fenómeno que sin lugar a dudas aparecería en una revista psiquiátrica en un futuro, con mi nombre escrupulosamente omitido, pero todo lo demás formando flechas de neón que me señalarían como el paciente-. Él tiene décadas de experiencia en el tipo de cosa que estás padeciendo, y seguro que ella ha aprendido mucho de él.

– ¿Qué tipo de cosa crees que estoy padeciendo?

– Sé cómo lo llama ella: amnesia.

– ¿Te lo ha dicho mi padre?

– Es normal, ¿no te parece? Estoy tan involucrado en tu carrera como cualquier otro.

– Pero tú no crees en la amnesia, ¿verdad?

– Gideon, no soy yo quien se lo tiene que creer o no.

Me llevó al recinto de los koalas, donde unas ramas entrecruzadas que surgían del suelo simulaban ser eucaliptos, mientras que el bosque en el que los osos habrían vivido en estado natural estaba expresado por un mural pintado en un alto muro de color rosa. Un solo oso diminuto dormía entre las ramas, y cerca de él colgaba un cubo que contenía las hojas con las que se suponía tenía que alimentarse. El suelo del bosque era de hormigón, y no había ni arbustos, ni diversiones, ni juguetes para él. Tampoco tenía ningún compañero para aliviar su soledad, sólo los visitantes del recinto, que silbaban y le gritaban, frustrados al ver que una criatura nocturna por naturaleza no hacía el esfuerzo de adaptarse a sus horarios.

Lo observé todo y sentí cierta pesadez en los hombros.

– ¡Santo Cielo! ¿Por qué viene la gente a los zoológicos?

– Para recordar su propia libertad.

– Para regocijarse de su superioridad.

– Supongo que eso también es verdad. Después de todo, los humanos somos los que controlamos la situación, ¿no es verdad?

– ¡Ah! -exclamé-. Ya me había imaginado que había un propósito oculto en esta excursión a Regent's Park aparte de la excusa de salir a tomar el aire. Nunca te había visto tan interesado ni por el ejercicio ni por los animales. Así pues, ¿qué te ha dicho mi padre? «Muéstrale que debería estar agradecido con lo que tiene. Enséñale lo dura que puede ser la vida.»

– Si ésa era su intención, Gideon, hay lugares mucho peores que los zoológicos.

– ¿Y qué? Y no me vengas con el cuento de que ha sido idea tuya.

– Estás obsesionado. No es saludable. Y tu padre lo sabe.

Me reí sin ganas, y le pregunté:

– ¿Lo que ha sucedido hasta ahora lo es?

– No sabemos lo que ha sucedido. Sólo lo podemos conjeturar. Y de eso va la amnesia. Es una conjetura cualificada.

– Por lo tanto, estás de su parte. Nunca hubiera creído que eso fuera posible, teniendo en cuenta vuestra relación en el pasado.

Raphael mantuvo la mirada fija en el patético koala, una bola de pelo inmóvil sobre el trozo de madera que quería imitar las ramas de su país natal.

– Mi relación con tu padre no es asunto tuyo -replicó con tranquilidad, aunque las gotas de sudor, siempre su justo castigo, empezaron a aparecerle en la frente. Dos minutos más tarde, su rostro ya estaría goteando y tendría que utilizar el pañuelo para secarse el sudor.

– Estabas en casa la noche que Sonia se ahogó -afirmé-. Me lo contó mi padre. Siempre lo has sabido todo, ¿verdad? Todo lo que aconteció, todo lo que provocó su muerte, y todo lo que vino después.

– ¡Vayamos a por un poco de té! -sugirió Raphael.

Fuimos al restaurante de Barclays Court, aunque un simple quiosco que vendiera bebidas calientes y frías nos habría bastado. No pronunció palabra hasta que hubo leído minuciosamente el vulgar menú que anunciaba todo lo que hacían a la barbacoa; despues le pidió un té Darjeeling y unas cuantas pastas a una camarera de mediana edad que llevaba unas gafas retro.

– Muy bien, cariño -le dijo la camarera, y esperó a que yo pidiera, dando golpecitos a la libreta con el bolígrafo. Pedí lo mismo, a pesar de que no tenía hambre. Se marchó a buscarlo.

No era hora de comer y, en consecuencia, había muy poca gente en el restaurante y nadie a nuestro alrededor. Sin embargo, estábamos sentados junto a la ventana, y Raphael dirigió su mirada hacia el exterior, donde un hombre hacía todo lo posible por desenredar una manta de las ruedas de un cochecito mientras que una mujer con un bebé en brazos gesticulaba y le daba instrucciones.

– Tengo la sensación de que era de noche cuando Sonia se ahogó. Pero si eso es verdad, ¿qué estabas haciendo en casa? Papá me contó que también estabas allí.

– Se ahogó a última hora de la tarde, entre las cinco y media y las seis. Me había quedado para hacer unas llamadas.

– Papá me explicó que ese día debías de estar haciendo los contactos con Juilliard.

– Quería que pudieras ir tan pronto como te lo ofrecieran y, por lo tanto, estaba recopilando información para reforzar la idea. Para mí era inconcebible que alguien pudiera plantearse rechazar una oferta de Juilliard…

– ¿Cómo supieron de mi existencia? Había hecho unos cuantos conciertos, pero no recuerdo haber solicitado ir a esa escuela. Lo único que recuerdo es que me ofrecieron la posibilidad de estudiar allí.

– Yo les había escrito. Les había enviado grabaciones, reseñas, ese programa que Radio Times hizo sobre ti. Estuvieron interesados y mandaron la solicitud; la rellené yo mismo.

– ¿Mi padre lo sabía?

Una vez más, las gotas de sudor le cubrieron la frente, pero esa vez utilizó una de las servilletas de encima de la mesa para secárselas.

– Quería presentar la invitación como un fait accompli porque pensé que si tenía la invitación en la mano, tu padre consentiría a que estudiaras allí.

– Pero no había dinero, ¿verdad? -concluí con tristeza. Y por un momento, por muy extraño que parezca, lo sentí de nuevo, ese desengaño que rayaba la ira, al saber a los ocho años que nunca podría ir a Juilliard por culpa del dinero, porque en nuestras vidas casi nunca había bastante dinero para vivir.

Las palabras que Raphael pronunció a continuación me sorprendieron:

– El dinero no representaba ningún problema. Lo habríamos conseguido tarde o temprano. Estaba casi seguro de ello. Además, estaban dispuestos a ofrecerte una beca. Pero tu familia no quería oír hablar de ello. Tu padre no quería separar a la familia. Me imaginé que estaba preocupado por sus padres, y me ofrecí para llevarte a Nueva York yo mismo para permitir que todos los demás se pudieran quedar en Londres, pero tu padre tampoco aceptó esa solución.

– Así pues, no era una cuestión financiera. Yo había pensado que…

– No. En el fondo, no fue una cuestión de dinero.

Debí de parecer confundido o traicionado por esa información, ya que Raphael se apresuró a decir:

– Tu padre creía que no te hacía ninguna falta ir a Juilliard, Gideon. Supongo que es un cumplido para nosotros dos. Pensaba que podrías recibir la educación que necesitabas en Londres, y estaba convencido de que tendrías éxito sin tener que desplazarte a Nueva York. Y el tiempo ha demostrado que tenía razón. ¡Mira hasta dónde has llegado!

– ¡Sí, ya ves! -exclamé con ironía mientras Raphael caía en la misma trampa en la que yo había caído.

Doctora Rose, mire dónde estoy ahora, arrimado patéticamente a la ventana de la sala de música, donde lo único que no hago en esa sala es la música que define mi vida. Apunto pensamientos desordenados con un objetivo que no me acabo de creer, intentando recordar detalles que mi subconsciente ha preferido que permanecieran en el olvido. Y ahora descubro que incluso algunos de los detalles que sí recordaba -como la invitación para ir a Juilliard y el motivo que hizo que no pudiera aceptarla- no acaban de ser correctos. Si ése es el caso, ¿en qué me puedo basar, doctora Rose?

«Lo sabrá», me responde con rapidez.

Pero le pregunto cómo puede estar tan segura. Los hechos de mi pasado se parecen cada vez más a unas dianas móviles, y se deslizan sobre un decorado de rostros que no he visto en años. En consecuencia, ¿son hechos reales, doctora Rose, o simplemente los hechos que yo quiero que sean?

– Cuéntame lo que sucedió cuando Sonia se ahogó -le dije a Raphael-. Esa noche. Esa tarde. ¿Qué sucedió? Conseguir que mi padre me hable de eso… -Moví la cabeza de un lado a otro. La camarera regresó con nuestro té y con unas pastas dispuestas sobre una bandeja de plástico que, para continuar con la dinámica del zoo, estaba pintada para que pareciera algo que no era: en este caso, un bosque. Dispuso las tazas, los platos, las bandejas y las teteras a su gusto, y esperé a que se marchara antes de continuar-. Papá no me cuenta mucho. Si quiero hablar de música o del violín, no hay ningún problema. Parece un progreso, pero si quiero ir en cualquier otra dirección… Al final, habla, pero veo que para él es un infierno.

– Fue un infierno para todo el mundo.

– ¿Katja Wolff incluida?

– Me atrevería a decir que su infierno llegó más tarde. Nunca podría haberse imaginado que un juez pudiera insistir en que pasaran veinte años antes de que pudiera estar en libertad condicional.

– ¿Es ésa la razón por la que en el juicio…? He leído que se puso en pie de un salto y que intentó hacer su declaración una vez que el juez ya había dictado sentencia.

– ¿De verdad? -preguntó-. No lo sabía. No estaba presente el día del veredicto. Por aquel entonces ya había tenido suficiente.

– Sin embargo, sí que la acompañaste a la comisaría de policía. Al principio. Hay una fotografía en la que salís los dos juntos.

– Supongo que fue una coincidencia. La policía obligó a todo el mundo a ir a declarar a comisaría. Y casi todos fuimos más de una vez.

– ¿Sarah-Jane Beckett también?

– Supongo que sí. ¿Por qué?

– Necesito verla.

Raphael había untado una de las pastas con mantequilla y se la había llevado a la boca, pero no se la comió. Se limitó a observarme por encima de la pasta.

– ¿Qué conseguirás con eso, Gideon?

– Es la dirección que creo que debo tomar. Y la doctora Rose me sugirió que me dejara guiar por el instinto, que buscara conexiones, que intentara averiguar cualquier cosa que pudiera ayudarme a relacionar recuerdos inconexos.

– A tu padre no le hará ninguna gracia.

– Pues descuelga el teléfono.

Raphael tomó un sustancial bocado de la pasta, sin duda intentando ocultar su desazón al haber sido descubierto. Sin embargo, ¿cómo podía imaginar que yo no suponía que él y mi padre mantenían conversaciones diarias para hablar de mi progreso? Después de todo, son las dos personas más involucradas en lo que me ha sucedido, y aparte de Libby y de usted, doctora Rose, son las dos únicas personas que conocen el alcance de mis problemas.

– ¿Qué esperas conseguir de Sarah-Jane Beckett, si es que la encuentras alguna vez?

– Vive en Cheltenham -le respondí-. Hace años que vive allí. Cada año me manda una felicitación para mi cumpleaños y para Navidades. ¿A ti no?

– De acuerdo. Vive en Cheltenham -asintió, pasando por alto mi pregunta-. ¿Cómo puede ayudarte?

– No lo sé. Quizá pueda decirme por qué Katja Wolff se negaba a hablar de lo que había sucedido.

– Tenía derecho a guardar silencio, Gideon.

Dejó la pasta sobre el plato y cogió la taza; la sostuvo con ambas manos como si quisiera calentárselas.

– En el tribunal, de acuerdo. Con la policía, de acuerdo. No tenía por qué hablar. ¿Pero con su abogado? ¿Por qué se negó a hablarle?

– Su inglés no era muy bueno. Alguien debió de explicarle lo del derecho al silencio y tal vez lo malinterpretó.

– Y eso me hace pensar en algo que tampoco entiendo -añadí-. Si era extranjera, ¿por qué cumplió condena en Inglaterra? ¿Por qué no la enviaron de nuevo a Alemania?

– Pidió a los tribunales que no la repatriaran, y lo consiguió.

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Cómo podría no saberlo? Estaba en todos los periódicos de esa época. Era el mismo caso que el de Myra Hindley: cualquier iniciativa legal que emprendiera mientras estaba entre rejas era examinada por los medios de comunicación. Fue un caso muy desagradable, Gideon. Fue un caso brutal. Destrozó a tus padres, tus abuelos murieron antes de que pasaran tres años, y también podría haber arruinado tu vida si no se hubieran hecho todos los esfuerzos posibles del mundo para mantenerte al margen. Así que desenterrarlo todo otra vez… después de tantos años… -Dejó la taza sobre la mesa y se sirvió un poco más de té-. Ni siquiera has probado las pastas.

– No tengo hambre.

– ¿Cuándo comiste por última vez? Tienes muy mal aspecto. Come algo. O, como mínimo, bébete el té.

– Raphael, ¿qué sucedería si Katja Wolff no hubiera asesinado a Sonia?

Dejó la tetera sobre la mesa. Cogió un sobre de azúcar y vertió el contenido dentro de la taza; después añadió un poco de leche. Entonces caí en la cuenta de que lo hacía todo al revés.

Después de acabar con la leche y el azúcar, respondió:

– No tiene ningún sentido que se negara a hablar si no había cometido el crimen, Gideon.

– Quizá temiera que la policía cambiara sus palabras. O los fiscales del estado, si la hubieran hecho subir al estrado.

– Sí, es verdad. Podrían haberlo hecho. Pero dudo que su abogado lo hubiera hecho si ella se hubiera dignado a dirigirle la palabra.

– ¿Fue mi padre el que la dejó embarazada?

Había levantado la taza, pero la dejó de nuevo sobre el platillo. Miró por la ventana, y vio que la pareja del cochecito ya había quitado una bolsa, dos biberones y un paquete de pañales de usar y tirar. Habían girado el cochecito y el hombre estaba atacando la rueda con el talón del zapato.

– Eso no tiene nada que ver con el problema -contestó con tranquilidad. Y yo sabía que no se estaba refiriendo a la manta que impedía que el cochecito pudiera avanzar.

– ¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo puedes saberlo? ¿La dejó embarazada? ¿Fue eso lo que destrozó el matrimonio de mis padres?

– Nadie, a excepción de los interesados, puede saber qué hace que un matrimonio fracase.

– De acuerdo. Lo acepto. ¿Y qué hay del resto? ¿La dejó embarazada?

– ¿Qué te ha dicho él? ¿Se lo has preguntado?

– Dice que no, pero es lógico que lo niegue, ¿no crees?

– Pues ya tienes tu respuesta.

– Entonces, ¿quién fue?

– Quizá fuera el Inquilino. James Pitchford estaba enamorado de ella. El mismo día que Katja entró en casa de tus padres, James se enamoró como un loco de ella y nunca se recuperó.

– Pero yo creía que James y Sarah-Jane… Los recuerdo juntos, a James el Inquilino y a Sarah-Jane Beckett. Les veía salir por la noche desde la ventana. Y murmurando juntos en la cocina, como si fueran amigos íntimos.

– Supongo que eso debería ser antes de la llegada de Katja.

– ¿Por qué?

– Porque después de su llegada, James pasaba casi todo su tiempo libre con ella.

– Por lo tanto, Katja desplazó a Sarah-Jane en más de un aspecto.

– Sí, podríamos decir que sí, y ya sé adónde quieres ir a parar. Pero ella se encontraba con James Pitchford cuando Sonia se ahogó. Y James lo confirmó. No tenía ningún motivo para mentir por ella. Si por aquel entonces hubiera tenido algún motivo para mentir, lo habría hecho por la mujer que amaba. De hecho, si Sarah-Jane no hubiera estado con James cuando Sonia fue asesinada, supongo que James le habría proporcionado gustosamente una coartada a Katja, lo cual habría hecho parecer que había abandonado sus responsabilidades y que, por tanto, era responsable de una muerte trágica, pero no de una muerte con malevolencia.

– Y tal y como fueron las cosas, fue un asesinato -dije pensativo.

– Cuando se presentaron todos los hechos, sí.

Загрузка...