8

El Penumbra a las claras.

Un chagall multiplicado.

Sam Benítez no paraba de llamar. Cristi Cuaresma, en cambio, no contestaba ni uno solo de los muchos mensajes que le dejaba en el contestador, detalle que me resultaba menos irritante que sorprendente, dado su ímpetu por ponerse a la tarea.

«A mí ese putito me gusta menos que a ti. Pero si ella está emperrada en trabajar con él, ¿qué carajo podemos hacer nosotros, compadre? Está borrachita de amor la tía loca», me razonó Sam desde Savanna-la-Mar, allá en Jamaica, adonde había saltado después de sembrar el pánico de sus libertinajes en tierras tailandesas. Le repliqué que lo sensato sería prescindir de los dos. «¿Y a quién buscamos, güey? El gallinero está bien chingado», y en ese punto tuve que callarme, porque era cierto. «Llama a Gerald Hall, que lo sabe todo. Él te ayudará segurito a localizar al Penumbra», me sugirió, aunque era un recurso que tenía yo previsto, porque Gerald, aparte de ser verdad que está al tanto de todo lo que se mueve en el submundo londinense, tuvo empleado durante un tiempo al Penumbra en la casa Putman y era probable que supiera darme norte de él.

Supongo que para infundirme tranquilidad, Sam Benítez me comunicó que, una vez que estuviésemos en Colonia, se incorporaría a la operación, aunque sin cobrar nada por sus servicios, Tarmo Dakauskas. «¿Quién?» Era la primera vez que oía ese nombre, un nombre que, según el relato precipitado de Sam, correspondía a un estonio de habilidades múltiples, ya que había sido espía al servicio de la URSS, soldado de fortuna durante la guerra de los Balcanes, instructor militar en diversos frentes y mediador en operaciones de canje de prisioneros en Irak. «Con él estaréis seguros», me aseguró, a pesar de que, de entrada, el tal Tarmo Dakauskas presentaba un perfil inquietante incluso como aliado. «Pero tienes que darte prisa, ¿va?»

«Hay que ir a ver enseguida al Falso Príncipe», insistía, por su parte, tía Corina.

Y yo estaba hecho una madeja, debatiendo conmigo las opciones, entre las que parecía imponerse la que me resultaba menos apetecible: localizar al Penumbra y llegar a un arreglo con él.

Se supone que el Penumbra debía de estar en Londres, que es su paradero habitual, a pesar de haber tenido que pasarse una temporada deambulando por las dos cuartas partes del mundo para esquivar el afán de venganza de un coleccionista de arte venezolano que controla la red de prostitución de elite de Caracas.

El caso es -o al menos eso se cuenta- que aquel venezolano exquisito le encargó al Penumbra que robase del Museo Judío de Nueva York el cuadro de Chagall titulado Estudio para una pintura sobre Vitebsk, valorado en casi un millón de dólares, que se exhibía en el citado museo como pieza de una exposición temporal. Así que el mismo día en que se inauguraba la muestra, el apodado Penumbra, con la colaboración del aborigen Terry Shaw y del mexicano Marcos Montenegro, descolgó aquel cuadro de la pared y se lo llevó. «Aquello fue como robar una cereza en una lonja de fruta», según Montenegro, que fue quien divulgó los detalles del caso, al parecer como venganza por no haber visto ni un dólar, detalle que embetunó aún más la reputación del hijo de Honza Manethová.

Una vez en posesión de aquel cuadro, el Penumbra no tuvo mejor ocurrencia que encargar una copia urgente a Leo Bruzt, el maestro falsificador de Filadelfia que logró colocar media docena de piezas de primer orden al magnate Frick, por ejemplo. Acostumbrado a remedar las ondulaciones de la mano de tipos como Vermeer o Rembrandt, Leo debió de emplear apenas diez minutos en copiar al detalle las marañas oníricas del ruso. Y aquella copia fue la que el Penumbra entregó al venezolano, convencido -a fuerza de candidez e inexperiencia- de que el cliente no estaría interesado en implicar en el asunto a ningún experto, alentado tal vez el hijo de Honza por la falsa premisa de que en tales casos conviene reducir lo más posible el ámbito de popularidad, al no poder confiar uno ni en la discreción de los ciegos sordomudos que acaban de morir. Pero, contra aquel pronóstico imprudente, y según era lógico, el venezolano requirió la asistencia de un tasador, que no tardó en certificar la falsedad del cuadro. Y el venezolano se sintió, en fin, como se sentiría cualquiera: presa de un arrebato mixto de humillación y de estafa, sobre todo si se tiene en cuenta que ya le había satisfecho al Penumbra el total de los honorarios acordados.

A esas alturas, el Penumbra -siempre según la versión de Montenegro- había volado con el chagall auténtico a Londres, dispuesto a colocarlo a través de un profesional de solvencia reconocida, pues nadie calculaba que el ámbito de acción del talento del Penumbra llegase a mucho más que a concebir la ocurrencia de montar un tenderete en el mercadillo de Portobello y poner a la venta el chagall junto a quemadores de incienso hindúes, efigies de Bob Marley y ceniceros en forma de calavera.

Cuando el venezolano localizó al Penumbra, le expuso la siguiente disyuntiva: el cuadro y el dinero o matarile. La cosa podría haberse arreglado sin llegar a mayores, pero el caso era que el Penumbra seguía teniendo el cuadro, aunque al parecer se había fundido el dinero en pagar deudas peligrosas y en habilitar la sede de una sociedad dedicada a la predicación de las doctrinas del Lado Oscuro.

En beneficio del enredo, el Penumbra le perjuró al venezolano que el cuadro que le había entregado era el que descolgó del Museo Judío y que si los responsables de los museos se dedicaban a exhibir falsificaciones, él no tenía la culpa de aquella desvergüenza. Según era previsible, tampoco desechó el argumento de que el tasador podía haberse equivocado. Pero el venezolano no era, al parecer, de carácter voluble: «Escucha, carajito: el cuadro y el dinero o matarile», y ahí se cerró en banda. «El cuadro», se rindió al final el Penumbra. «Y el dinero», añadió el venezolano, porque se ve que aquello había derivado en una cuestión de orgullo.

Por suerte, el orgullo admite rectificaciones, al igual que todos los sentimientos solemnes, de modo que, a las dos o tres semanas de su ultimátum, el venezolano le comunicó al Penumbra que se conformaría con el chagall, y el mal ladrón pudo dormir al fin con los dos ojos cerrados. El venezolano le indicó que entregase el cuadro a un agente de bolsa que tenía oficina en la calle Fleet, y así lo hizo el hijo de Honza, que debió de soltar el chagall con el mismo alivio que quien logra rescindir un contrato de esclavitud post mortem con Satán, el gran apóstata.

Pero la realidad tiene mucho de ópera bufa y reparte a capricho los gorros tricolores con cascabeles.

A los pocos días de entregar el cuadro al agente de bolsa, el Penumbra volvió a tener noticias del venezolano, según se regodea en contar Montenegro. «Este es más falso que el otro», y el Penumbra se quedó mudo, porque tenía gastados ya los argumentos defensivos. «Eso es imposible», dijo al fin, pero era una apreciación equivocada, porque sí era posible: el venezolano había recibido otro falso chagall, y en esa ocasión había contado con el dictamen de dos expertos. «Date por muerto, maletón, pajero, hijo de rata», y de ese modo tan áspero se zanjó aquel negocio, a la espera de epílogo.

Como no hace falta decir, todo el mundo da por sentado que Leo Brutz hizo dos copias del chagall y se quedó con el auténtico, porque Leo siempre ha tenido esos prontos de genialidad y desparpajo. Sea como sea, al día de hoy se desconoce el paradero del cuadro en cuestión, aunque a nadie le cabe la menor duda de que su propietario actual le dio una gran alegría de papel al falsificador de Filadelfia, cuyas obras se admiran en los mejores museos del mundo, se reproducen en esos libros de obras maestras de la pintura que regalan las entidades bancarias a sus clientes más ahorradores y se glosan por los especialistas, tan adictos por lo general al arte de la adjetivación.

En cualquier caso, y sea cual sea el grado de veracidad y el grado de falsedad de la anécdota, se da por hecho que el Penumbra tuvo que ocultarse durante una temporada y sigue siendo difícil rastrearle la pista, porque alimenta la aprensión -bastante razonable- de que el venezolano no se ha dado por vencido, o eso se dice.

Pero emprendamos ya nuestra búsqueda del escurridizo Penumbra, materia de leyendas variadas, y ninguna de ellas ejemplar.

Llamé a Gerald Hall, gerente de la sede central de la casa Putman de Londres, que, como ya he dicho, sabe todo lo que se cuece en los ámbitos heterodoxos -digamos- de la ciudad, incluido lo que nadie querría saber, y le solicité alguna pista del Penumbra. Gerald se extrañó de mi interés por ese alunado, pero no me pidió explicaciones, ni se las di. Según sus últimas noticias, el hijo del buen Honza vivía en un apartamento de Electric Avenue, donde impartía una nueva doctrina apocalíptica, o algo similar a eso. «Me imagino que lo del fin del mundo y ese tipo de serenatas, ya sabes», me precisó Gerald, a quien le pedí el favor de que procurase localizar a aquel pregonero de hecatombes. «Haré lo que pueda. Ya te llamo.» Y a los dos días de aquello me llamó: «Te doy un número de móvil. Duerme de día, así que llámalo por la noche», que fue lo que hice.

El Penumbra me mostró su naturaleza más lacónica, aunque supuse que la lengua se le desencadenaría cuando se tratase de predicar el fin del mundo y asuntos tal vez peores, ya que todos los visionarios suelen distinguirse por lo florido de su facundia. Fui explicándole -sin entrar en pormenores, por aprensión de prudencia- el asunto de las reliquias colonienses y a todo iba diciéndome que sí, hasta que pronuncié el nombre de Cristi Cuaresma y entonces dijo que no. «Esa loca no.» Quise sondear la razón de aquella negativa, que establecía un contraste tan violento con el interés de Cristi por trabajar con él, pero el Penumbra volvió a la ristra de monosílabos, esa vez de negación. Me vi obligado a recurrir entonces a un abracadabra universal: una cifra. Una cifra alta. «Es poco.» (¿Poco?) Me propuso una cifra él. «Y los gastos aparte. Lo tomas o lo dejas. Tienes cinco segundos para pensarlo.» (Así está el negocio: la puñalada del pícaro frente a la meditación y el consenso.) ¿Qué podía hacer yo? Era demasiado dinero para regalarlo por las buenas a un individuo con notoriedad de inútil, pero podía asumir el dispendio: algo más del 80% del anticipo que recibí de Sam en El Cairo. Tras el acuerdo, la actitud del Penumbra volvió al lado afirmativo. Quedé en llamarlo para concretar la cita, que habría de ser, como es lógico, en Colonia, dos o tres días antes de la fecha que fijásemos para el golpe. «Ve preparando un plan y lo estudiamos juntos», y me aseguró que así lo haría, aunque, con arreglo a sus antecedentes, dudaba yo si no sería mejor que no planease nada y dejase esa labor en nuestras manos, a pesar de ser manos titubeantes, por no decir temblorosas.

Después de hablar con el Penumbra, llamé a Cristi o, mejor dicho, al contestador de Cristi: «Ya tengo localizado al Penumbra y está de acuerdo en todo. Llámame cuando puedas». Y me llamó. Y así iba cerrándose el círculo, en el caso de que se pueda llamar círculo a una figura geométrica tan deforme.

«Escucha esto», y tía Corina me leyó lo siguiente: «Cerca del coro de la iglesia, a la derecha, bajando dieciséis escalones, está el sitio en que nació Nuestro Señor, que es un lugar bellamente ornado con mármol y pintado en profusión con oro, plata, lapislázuli y otros muchos colores. Cerca de allí, a tres pasos, se halla el pesebre del buey y la burra. Al lado está el lugar en que descendió la estrella que había guiado a los tres reyes magos. Estos tres reyes hicieron juntos el viaje por un milagro de Dios, pues se encontraron en una ciudad de la India llamada Cassak, que se halla a cincuenta y tres jornadas de camino de Belén. Sin embargo, llegaron a Belén al día decimotercero de haber divisado la estrella. Fue al cuarto día después de haber visto la estrella cuando se encontraron en esa ciudad, y así desde esa ciudad a Belén tardaron nueve días, lo que fue gran milagro». Tía Corina me miró: «¿De quién es?», por ese resorte que tiene de jugar a las adivinanzas bibliográficas. Me encogí de hombros. «Pues mira que es fácil. De sir John Mandeville, que tanto divertía a tu padre con sus fabulaciones viajeras.»

Supongo que ustedes conocen mejor que yo la historia de este caballero, pero, por si acaso se les ha olvidado a causa de los muchos trajines del día a día, que tanto lastiman y desdibujan la memoria, me permito recordársela de forma somera…

Para empezar, este sir John Mandeville no fue nadie, por raro que parezca. A pesar de no ser nadie, fue el autor de uno de los libros más vendidos desde el siglo XIV al XVI. «¿El autor fantasmagórico de un best seller medieval?», se preguntarán ustedes. Algo así: una entelequia exitosa, una irrealidad triunfante. Lo que quiero decir es que sir John Mandeville no existió como tal: fue la máscara de alguien cuya identidad constituirá siempre un misterio, porque detrás de esa máscara sólo hay un espacio vacío. El suyo es un compendio de múltiples leyendas y delirios medievales que circulaban en letra impresa o en boca de aventureros de imaginación desahogada. Relata Mandeville, como si fuese la cosa más natural del mundo, que en el mar de Libia el agua está siempre hirviendo, o que un ángel le entregó a Carlomagno el prepucio de Jesucristo, o que en Sicilia existe un tipo de serpiente que posee la facultad de detectar a los bastardos, o que un joven de Satalia yació una noche con su amada muerta y engendró una sierpe espeluznante que aniquiló la ciudad, o que las pirámides no son monumentos funerarios sino graneros, o que en los desiertos de Arabia hay una torre habitada por dragones, o que a los hombres de Crues les llegan los testículos hasta las rodillas a causa del mucho calor que impera en aquella isla… Y así, a lo grande. Un hito más, en definitiva, en la estirpe secreta de los impostores, pues parece claro que existen dos grupos humanos fundamentales: los que se instalan en la realidad y los que se acomodan en la irrealidad; o, dicho de otro modo: los que asumen una identidad y los que aspiran al delirio de la mitificación de su identidad. (Más o menos, en fin.)

Lo curioso es que, según todos los indicios, sir John Mandeville, fuese quien fuese, no se movió jamás de su casa, y en eso se parece a Elías, el portero de nuestro edificio, víctima también del síndrome del trotamundos inmóvil, capaz de fantasear a capricho con la geografía y con la realidad, aun a costa de la realidad y de la geografía.

«¿Cuándo nos vamos a París?», me preguntó tía Corina de improviso. «¿A París, para qué?» Y para qué iba a ser, claro está: para visitar al Falso Príncipe, porque ella tiene a veces fijaciones. Recurrí al argumento de la delicadeza de su salud, al del gasto que suponía aquel viaje, a la premura que me exigía Sam Benítez, pero ella tenía fe en la sabiduría práctica de aquella alteza con corona de papel dorado y, además, me puso sobre la mesa un argumento razonable: de allí podríamos acercarnos a Colonia para esbozar sobre el terreno un plan de robo y poder meditarlo con tranquilidad y prudencia, en vez de improvisar a última hora. De modo que nos fuimos a París, reino por antonomasia de la purpurina, que viene a simbolizar -digo yo- una añoranza inconsolable del oro de las coronas reales.

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