21

La visita de Manel Macario.

Los ex soldados mártires.

Los reverendos estigmatizados.

Las revelaciones de Sam Benítez.

«¿A nosotros qué más nos da? Si en la catedral de Colonia se rinde culto a Fulcanelli, a Farinelli o a Pitigrilli, te aseguro que no me importa ni lo más mínimo y, por lo que a mí respecta, pienso irme dentro de un rato al casino Novelty.» Y ahí quedó la cosa. «Por cierto, hoy me ha llegado esto. Por si quieres seguir obsesionándote y te cansas de una vez de obsesionarte», y me tendió un libro que le había enviado, a petición suya, el latinista salmantino Gonzalo Iglesias, cuyas traducciones de Catulo elogia ella sobremanera y con quien se cartea de vez en cuando, pues hubo un tiempo en que tía Corina se propuso versionar -aunque dejó la tarea a medias- las Heroidas de Ovidio, y a Iglesias le consultaba sus dudas, y al hilo de aquellas dudas les surgió la amistad a distancia. Se trataba de una Historia de los Reyes Magos, según el manuscrito 2.037 que se conserva en la biblioteca de la Universidad de Salamanca, datado en las postrimerías del siglo XV, de cuyo autor nada se sabe, aunque se le supone judío converso.

Cuando tía Corina se fue al Novelty, me puse a leer aquella fantasía devota, a pesar de que mi interés por el asunto en sí iba en declive, al estar más interesado en desvelar los pormenores del entramado en que me vi envuelto, pues oía carcajadas ajenas dentro de mi conciencia, lo que siempre es cosa incómoda, porque pone a la dignidad de muy malas pulgas. Y, bueno, un poco más de lo mismo encontré en aquellas páginas, excepción hecha de una innovación argumental: las tentaciones a las que Satanás va exponiendo a los reyes para que desistan de su peregrinación. Ante Gaspar, se hace pasar el Maligno por un gran sabio filósofo, y mago como el propio rey. Ante Melchor, adopta la identidad de un médico. Ante Baltasar, se encarna como profetisa, e incluso lleva unas tablas astrológicas en la mano para dar credibilidad a tal encarnación.

Y en aquella lectura banal empleé un rato, hasta que me fui a los Billares Heredia para hacer un poco de tiempo antes de dedicarme a esperar en casa, con el corazón en un puño, a tía Corina.

Cuando llegué a los billares, sólo estaba allí, de los nuestros, el ex policía Mani, que jugaba con un cliente ocasional. Me dijo que al día siguiente por la tarde se celebraba una misa de difuntos por el eterno descanso del alma del joyero Coe, y quedé en asistir, para no señalarme con la arrogancia del descreído de esos pasatiempos trascendentalistas. (¿El alma?)

Y nos pusimos a jugar.

Al rato llegó Mahmud, a quien Mani comprometió a que fuese también a la misa, lo que no dejaba de tener mérito.

Y allí nos entretuvimos durante un par de horas, comentando el mundo en general, hasta que nos aburrimos de entretenernos y cada cual se fue a su casa.

Tía Corina llegó muy tarde y muy mal. Había ganado algo de dinero, pero había perdido el equivalente en vida. Tuve que ayudarla incluso a desvestirse y, de pronto, se me vino encima un presentimiento de futuro, y era un mal presentimiento, y era un futuro malo, y próximo. Creo que las píldoras de Andorra están corroyéndola más de lo prudente, porque la animación que le proporcionan durante unas horas tiene que pagarlas en abatimiento durante otras muchas, y no sé si se trata de un recurso compensado. Y la ginebra, en fin, que me temo que hace malas ligas con esa química euforizante. Y la diabetes. Y la edad. «Cuídate.» Pero me hace el caso que me hace.

Cuando la dejé dormida, me senté en la biblioteca y me puse a leer un poco de esto y un poco de lo otro, vagamundeando por regiones fingidas, a la espera del primer síntoma de somnolencia para irme a la cama. Pero aquel síntoma tardó. Y, de pronto, sentí ganas de llorar, y le dije al llanto que manara, que tenía mi permiso, pero el llanto, como casi siempre, se me quedó por dentro, encharcado, y poco después amaneció, y fue aquella luz cadavérica la que me empujó a la cama, pues es muy mala luz para el sombrío.

Para qué negarlo: yo seguía llamando a Sam Benítez, aunque jamás me cogía el teléfono, a pesar de tenerlo activo. «Déjalo ya», me insistía tía Corina. «Tu problema es que no estás dispuesto a aceptar que las cosas que nos pasan no están obligadas a tener una explicación. Es lo mismo que si te pones a observar un avestruz y llegas a la conclusión de que un bicho como ese no ha podido salir de un huevo. Párate a considerar durante un momento la lógica del absurdo, que también resulta respetable: no es más sorprendente el hecho de que un avestruz ponga un huevo que el hecho de que un avestruz nazca de un huevo, pero lo más sorprendente de todo es el hecho de que existan avestruces. ¿Me explico?» Y le dije que no. «La realidad es más perfecta que la ficción precisamente porque no necesita coherencia. La realidad es lo que es y la ficción es siempre un artificio. Y tú te has empeñado en vivir dentro de una novela. Y eso no puede ser, porque en las novelas no hay quien viva. Los personajes novelísticos son esclavos de la lógica argumental y no pueden ir a Boston o a Bruselas porque sí, porque les da la gana, sino porque Boston o Bruselas son lugares decisivos en el desarrollo de la historia. Uno puede ir a Boston o a Bruselas sin que ese viaje esté obligado a significar nada en su vida. Esa es la diferencia esencial entre lo vivo y lo inventado.» Y puede que tuviese razón, pero me quedaba, como alternativa, un argumento: los personajes reales también somos esclavos de una lógica argumental, porque necesitamos esa lógica, al margen incluso de la lógica en sí, y no sé si me explico. «No te entiendo», dijo tía Corina, y ahí lo dejamos.

Lamento comunicarles que el protagonista de la misa por el alma del joyero Esteban Coe no fue el alma de Esteban Coe, sino la viuda de Esteban Coe, que llegó enfundada en un vestido negro que realzaba sus formas rotundas, con medias negras, con zapatos negros, con sus ojos negros, cargada de cosas de oro. Algo así como la afirmación de la vida frente a la muerte: el esplendor de la viuda frente a la descomposición del difunto. El hic et nunc frente al sic transit, como quien dice.

Cuando la viuda fue a comulgar, muchos pecamos de pensamiento, porque Satanás no se achica en el templo de su antagonista. Cuando le dimos el pésame, volvimos a pecar. Y yo, que no soy de natural libidinoso, seguí pecando cuando llegué a casa y me quedé pensativo en un butacón, imaginando a la viuda en el momento de bajarse las medias negras en su alcoba de solitaria, a pesar de que Coe se me aparecía en la conciencia bajo la forma de un espectro desengañado de la amistad. (El deseo, de acuerdo, es una tontería, qué voy a contarles yo, pero es el deseo, y, aunque el tiempo vaya matándolo, nunca muere del todo, porque está hecho de la materia de las ilusiones, que es imperecedera a fuerza de ser una materia muy barata.) «¿En qué piensas?», me preguntó tía Corina. «En la muerte», le respondí, para no entrar en detalles.

Recibimos una llamada de Manel Macario, que estaba de paso por aquí, camino de Algeciras para saltar desde allí a Marruecos, país del que le gusta menos el paisaje que otros factores que sería imprudente referir ahora. Se empeñó en invitarnos a cenar, y con gusto correspondimos a su empeño, por sernos muy querida su persona desde siempre.

Manel Macario fue profesor de historia antigua y amigo de mi padre, con quien se distraía en jugar a las hipótesis arriesgadas en torno a hechos del pasado, pues ambos tenían ideas opuestas sobre muchas cosas, pero un grado idéntico de capacidad fantástica y sofística, y aquellos torneos divertían a ambos por igual, y más aún si se centraban en grandes acontecimientos sobre los que no pesa la documentación sino la conjetura, pues se les iban entonces las horas en disputas amables, cada cual tejiendo suposiciones descabelladas para intentar descolocar al adversario, que de ningún modo se mostraba dispuesto a dejarse descolocar: «Mire usted, Macario, los jardines colgantes de Babilonia no pudieron ser obra de Nabucodonosor, como quiere la leyenda, sino de la reina Semiramis, que estaba medio loca y que…». Y el otro replicaba, y así durante horas, y ambos felices, con sus juguetes verbales.

«A las nueve en el restaurante El Faro, ¿os parece?», y para allá nos fuimos.

A Manel Macario no lo veíamos desde la muerte de mi padre, cuando vino al entierro, y esos años le habían hecho bastante mella, a pesar de que mantenía su buen humor, su coquetería, su gusto por los anillos, su apego al júbilo y esa cualidad difusa -pero tan nítida- de estar de acuerdo consigo mismo, que se le apreciaba sobre todo en su manera de sonreír cada vez que tenía un golpe de ingenio, que él siempre ha derrochado: «Cada vez que como marisco, me siento como Neptuno, de quien sólo sabemos a ciencia cierta dos cosas: que tuvo amores con Salacia y Venilia y que tenía muy altos los niveles de ácido úrico». Y con esas bromas le divierte divertir a los demás, porque el viejo profesor Macario parece levantarse siempre con el pie bueno, y eso que gana para sí, y eso que ganamos sus amistades.

Manel Macario nunca ha tenido parte activa en nuestra profesión, aunque ha asesorado a muchos de los nuestros, pero el grado de confianza que mantenemos con él es grande y antiguo; además, se pasa media vida pegado a la radio, pues le divierten las noticias insólitas y la letra pequeña del mundo, lo que le tiene al tanto incluso de lo impensable, de manera que le referí la operación coloniense, a pesar de las protestas de tía Corina, que aseguraba que aquello iba a arruinarnos la velada, que hasta entonces discurría por el cauce de la frivolidad, tal vez la forma más civilizada de la alegría.

El profesor frunció el ceño para activar su memoria y nos contó que, durante los bombardeos aliados sobre Colonia, tanto las reliquias como el relicario de los Reyes Magos fueron desalojados de la catedral, con tan mala suerte que, apenas recorrer diez kilómetros, quienes se encargaron del traslado -entre ellos un archidiácono y un capellán mayor- murieron al pisar una mina la furgoneta en que debían dirigirse a la ciudad de Kassel, en cuyo palacio de Wilhelmshöshe, convertido en museo, tendría que ser ocultada aquella mercancía venerable, según las instrucciones que recibieron del arzobispo coloniense, que era natural de aquella urbe y que había acordado el plan con el regidor del museo, pariente suyo.

El relicario medieval quedó maltrecho a causa de la explosión, pero no acabaron ahí sus desventuras. Unos campesinos que corrieron hacia el lugar de la desgracia no tardaron en percatarse de dos extremos, a saber: que los ocupantes de la furgoneta estaban muertos y que su carga era muy valiosa. Los campesinos, tras una breve deliberación, llegaron al acuerdo de que los difuntos eran unos saqueadores y de que aquella enorme maravilla que transportaban, sin parangón para sus ojos aldeanos, era fruto del pillaje, frecuente en aquellas fechas de anarquía. Quizá con arreglo a esa máxima de moral dudosa según la cual el que roba a un ladrón tiene un siglo de perdón, los campesinos decidieron trocear el relicario para repartírselo, y así lo hicieron, con herramientas toscas y con tosca codicia, pues tal vez no haya cosa que ciegue más a los humanos que la refulgencia del oro, y por oro dieron aquella plata dorada.

Cada campesino se fue a su casa con su fragmento de relicario y con una vaga sensación de haber cometido un sacrilegio, porque a la conciencia sólo se la puede engañar hasta cierto punto.

El propietario del granero en que se llevó a cabo el despiece del relicario se encontró con un botín extra: tres rulos de brocado, con ataduras de cordón de seda, que, una vez desenvueltos, dejaron ver un rebujo de huesos y tres cráneos, lo que agradó poco a la sensibilidad del campesino en cuestión, tendente por cultura y naturaleza a los pánicos supersticiosos relacionados con los difuntos. De modo que el campesino, a falta de mejor arbitrio, decidió inhumar aquellos restos en un prado apartado de su granja, con lo que se le quedó más serenado el pensamiento.

Pero quiso la fatalidad, tan caprichosa, que justo en el lugar de aquel enterramiento se atrincherasen unos soldados alemanes, y quiso poco después que estallase allí mismo un obús de mortero lanzado por el enemigo. La explosión dejó semidescubiertas las reliquias, aunque milagrosamente íntegras, pues no pudo la artillería con ellas, privilegio que la suerte negó a los soldados que allí intentaban resguardarse de la mano larga de la muerte.

Cuando la infantería aliada pasó por aquel prado en misión de rastreo, un soldado norteamericano, de nombre James Laughton, entrevió los rulos de ricas telas, ajadas por el paso de los siglos, y, advertido instintivamente de su valía y antigüedad, decidió cargar con ellas como recuerdo, por ese síndrome de souvenirismo que afecta a la soldadesca, quizá para ilustrar con fetiches los cuentos que habrán de componer en la vejez. A la hora del descanso y de las confidencias, James Laughton mostró el hallazgo a dos amigos suyos, de nombre John Berry y Peter Connolly.

Se dio el caso de que el soldado James Laughton resultó ser de temperamento fantaseador, proclive a los enredos mistagógicos, e improvisó para sus amigos una leyenda según la cual el contenido de aquellas mortajas correspondía a tres héroes nibelungos muertos en batalla, y sus custodios estarían a salvo de peligros, ya que las reliquias tenían rango de talismán, al actuar aquellos desventurados de ayer como protectores de los guerreros de hoy, para así librarlos de la suerte que corrieron ellos entre las brumas ensangrentadas de la Edad Media, pues se ve que no tenía miedo el soldado Laughton a las distancias históricas.

Una vez contada la jácara, regaló a cada uno de sus camaradas un rulo de aquellos, y con el restante se quedó él. Comoquiera que todo soldado está predispuesto a aferrarse a cualquier superstición benéfica, por esa cosa malaje de rozarse a diario con la muerte, Berry y Connolly cargaron con aquello en su mochila hasta el fin de la contienda, y con aquel fardo volvieron los tres infantes a sus hogares, que se hallaban respectivamente en Memphis, en Nashville y en Louisville.

Pero si bien aquellas reliquias les habían protegido en sus escaramuzas bélicas, se tornaron objetos de desgracia en su vida como civiles. Tanto Laughton como Berry y Connolly, que habían perdido el contacto entre sí después de obtener la licencia, comenzaron a padecer ulceraciones y estigmas purulentos en pies y manos, y su salud mermaba por minutos, pues envejecían en tres meses lo que se tarda tres años en envejecer. Al principio, cada uno de los ex combatientes atribuyó aquel infortunio a una enfermedad de las tantas que inventa el cuerpo para labrarse su propia ruina y, ante la falta de diagnóstico, que los médicos se veían incapaces de darles, alimentaron la esperanza de una curación espontánea, que es ilusión común a los enfermos incurables. Pero, en vista de la desmejoría vertiginosa que se cebaba en los antiguos soldados, sus médicos respectivos (impotentes para aliviar siquiera aquella rara afección, pues las ulceraciones no cicatrizaban, a pesar de que el médico de Berry hizo incluso que le enviaran extracto de chuchuhuasi desde el Perú) recomendaron a sus pacientes que elevasen un recurso a las altas instancias militares, por si pudiera tratarse de una dolencia derivada de su participación en la guerra, adquirida tal vez por contacto con materiales químicos experimentales. Así que los enfermos se buscaron sendos abogados y se puso en marcha el carrusel.

Por ser muy similares sus expedientes, los tres veteranos fueron citados a comparecer el mismo día ante un tribunal médico en un hospital militar de Washington D.C., y allí se reencontraron por sorpresa los antiguos compinches de trincheras, envejecidos los tres como por maleficio. Les pareció en verdad cosa de magia aquella coincidencia aterradora, a la vez que les afianzó en la hipótesis de que la patología que les devoraba tenía origen en su empleo como soldados, pues toda la campaña la hicieron codo con codo. Pero el tribunal médico que examinó a los tres jóvenes estigmatizados no atisbo siquiera la fuente de la enfermedad. Los resultados de los análisis eran los propios de personas sanas, e incluso uno de los médicos, metido a metafísico, llegó a decir con la boca chica que parecía tratarse de «una enfermedad ajena al organismo, una morbosidad autosuficiente que ni siquiera necesitaría el cuerpo de los pacientes para desarrollarse», a pesar de que los tres soldados se consumían por horas.

Los abogados, con todo, exigían indemnizaciones cuantiosas para sus clientes en calidad de mutilados de guerra, y se hicieron más fuertes como triunvirato una vez que descubrieron una secuencia lógica y común para el mal que aquejaba a los tres jóvenes, que ya en nada lo parecían. Y en eso anduvieron durante varios meses: los enfermos agostándose, los abogados procurando rentabilizar la Ley y los médicos militares lavándose las manos, según suele decirse.

Como ni los abogados ni los médicos lograban avanzar gran cosa, los tres ex combatientes moribundos, que seguían en observación en el hospital militar de Washington, recurrieron a la vía espiritual y, por sugerencia de Laughton, requirieron la asistencia del reverendo Spoonful, prenda y prez de la iglesia episcopaliana, autor de dos libros de éxito: uno sobre los milagros en el siglo XIX y otro sobre los milagros en la primera mitad del siglo XX.

Durante el encuentro, aquel trío de desfallecientes narró al reverendo, entre otras muchas hazañas, el episodio de los restos mortales encontrados en las cercanías de Colonia, y Spoonful, que en el fondo tenía más fe en lo sobrenatural que en los fundamentos de la naturaleza, intuyó que de ahí podía arrancar la trama de sus desdichas.

Los enfermos, por indicación de Spoonful, pidieron a sus familiares que les hicieran llegar al hospital aquel estrafalario botín de guerra, y así fue. Tras olerse su origen sacro, el reverendo inició pesquisas en la diócesis de Colonia, desde donde no tardaron en revelarle la trascendencia del asunto -aunque sin entrar en detalles- y en urgirle su devolución, pues en la catedral seguía exhibiéndose el relicario, una vez recuperado de las garras de los campesinos y restaurado primorosamente, aunque en su interior sólo se hallaban las reliquias de santa Úrsula -asesinada por negarse a contraer matrimonio con Atila, rey de los hunos-, que fueron depositadas allí por considerar el arzobispo coloniense que era una tomadura de pelo el que los fieles oraran frente a un chirimbolo vacío, y durante todos esos años, en la Noche de Reyes, colocaba en el frontal del relicario tres calaveras de pasta, compradas en una librería científica, que retiraba al día siguiente con el remordimiento de haber montado un guiñol grotesco en suelo sagrado.

Al reverendo Spoonful le costó trabajo soltar las reliquias, a pesar de las indicaciones recibidas por parte de sus superiores, pero finalmente accedió, aunque de mal grado, no sin antes apropiarse de varias astillas de huesos de cada uno de los tres envoltorios.

Cuando las reliquias regresaron a Colonia, el arzobispo, en una misa nocturna a puerta cerrada en la que sólo estaban presentes los miembros del consejo catedralicio (a quienes contó lo que quiso sobre los avatares de la desaparición), las restituyó solemnemente al relicario y todo pareció volver a su cauce.

Lo más curioso de todo es que, en el preciso instante en que tuvo lugar aquella ceremonia de restitución, los ex soldados Laughton, Berry y Connolly, a miles de kilómetros de allí, sanaban de sus estigmas, recuperaban el color y la juventud y saltaban de la cama como lazaros devueltos a la vida.

El reverendo Spoonful quiso advertir un factor milagroso en aquella sanadura espontánea y publicó un artículo al respecto, ilustrado con fotografías del antes y el después de los afectados, en una revista de temas paranormales que intentaba conjugar, con éxito variable y con rigor de manga ancha, los arcanos de lo inexplicable con las explicaciones de la ciencia. Según la hipótesis de Spoonful, que era hombre aficionado al riesgo espiritual, aquellos honorables ex combatientes habían llevado al suelo patrio las reliquias de Jesucristo y de los dos ladrones que fueron crucificados junto a él. De ahí el padecimiento de estigmas en pies y manos. «Cristo ha querido venir a los Estados Unidos de América», proclamaba el reverendo. «Y se ha valido para ello de tres valerosos soldados que han tenido que sufrir en sus carnes el dolor de la enclavación para que nuestro pueblo no olvide su mensaje.»

Para insistir en el recuerdo de ese mensaje, el reverendo montó una gira con los tres antiguos soldados por las principales ciudades del Este, con paneles en los que se exponían fotos de su martirio. Tras la arenga del reverendo, los ex combatientes tomaban la palabra para explicar a la feligresía su aventura bélica y para detallar, con oratoria titubeante y descarnada, la grandeza de su padecimiento, momento en que se proyectaban diapositivas de sus miembros ulcerados. «Cristo nos eligió», proclamaban Laughton, Berry y Connoliy, que eran ya especialistas en firmar autógrafos en estampas de Cristo, en calidad de vicarios suyos en la Tierra. «En la catedral de Colonia se veneran las reliquias del Salvador junto a las de los dos ladrones, tanto las del bueno como las del abyecto, como prueba del perdón infinito y de la infinita humildad del Redentor, que ha querido compartir los esplendores del relicario con dos infelices», informaba el reverendo.

Sus superiores advertían a Spoonful de que el hecho de que existieran restos mortales de Jesucristo era algo que entraba en contradicción severa y sacrílega con el dogma de la resurrección, pero Spoonful no escuchaba sino lo que le hablaba en silencio su corazón henchido, y el corazón -el de Spoonful y el de cualquiera- razona más bien poco, así que con su discurso siguió el reverendo.

Al poco de aquello, Spoonful se levantó una mañana y vio que tenía llagadas las palmas de las manos. Se miró los pies y apreció en ellos la misma lesión. Lejos de afligirse, se sintió privilegiado por aquella desgracia, ya que dio en atribuirla a designio divino, según era lógico y natural, pues no cabía ninguna otra atribución razonable. Spoonful relacionó enseguida la aparición de aquellos estigmas con su posesión de los fragmentos de reliquias que había sisado del lote que fue devuelto a Colonia. Así que no tardó en disponerse a rentabilizar aquel prodigio en beneficio de la propagación de la fe, y por ciudades, pueblos y aldeas iba el reverendo predicando con fuego, como quien dice, y exhibiendo sus llagas, para escalofrío de los testigos de aquel fenómeno. «Jesús ha querido que yo reviva su padecimiento en la Cruz», etcétera.

El arzobispo católico de Washington no tardó en informar de aquellos delirios a la jerarquía vaticana, que, por trámite de prudencia, consultó al arzobispado de Colonia sobre el particular. El arzobispo germano, que era hombre astuto, a la vez que soberbio y temeroso -lo que no deja de ser una combinación psicológica pintoresca, aunque frecuente-, redactó un informe en clave irónica, achacando aquellas fantasías a la irresponsabilidad propia de un episcopaliano con aspiraciones de divismo, y de ese modo se libró de dar explicaciones sobre las peripecias que padecieron las reliquias.

El informe del arzobispo de Colonia fue dado por bueno en el Vaticano y ahí terminó el asunto… Al menos en teoría.

Manel Macario hizo una pausa para ir al cuarto de baño. «Esto parece ya una mezcla de Mark Twain y de novela gótica. ¿Tú crees que es serio que dos adultos estén aquí, delante de una bandeja de marisco, escuchando un cuento chino de ambientación norteamericana?»

Macario volvió del baño. «¿Queréis que siga?» Tía Corina volvió la cara, pero yo le contesté que por supuesto. Y Macario siguió…

Spoonful estuvo de gira durante unos tres meses, reclutando fieles gracias al poder de sugestión de sus estigmas y de su oratoria, que hacían una mezcla en verdad irresistible. Su salud mermaba por días, y nada podían hacer los médicos, en parte porque nada quería Spoonful que hicieran, al sentirse orgulloso del suplicio que le había impuesto el propio Jesús, a imitación del suyo en el Gólgota.

La cúpula episcopaliana no veía con buenos ojos aquel exhibicionismo macabro ni aquella especie de suicidio lento y en público, pero toleraba el circo en función de los resultados, pues eran muchas las ovejas que sumaba al rebaño el reverendo.

Visionario, temerario y tremendista, a Spoonful, en los últimos días en que giró por ahí, tenían que trasladarlo en silla de ruedas, al no tenerse en pie, y había ocasiones en que sufría un desfallecimiento en plena homilía, efecto dramático que aumentaba el entusiasmo de los devotos, pues apreciaban en vivo la consunción heroica de aquel varón bienaventurado, santo entre los que más, dispuesto a exhalar su último aliento delante de un megáfono.

Cuando el reverendo vio cercano su fin, reveló a su asistente predilecto, un cura recién investido, de nombre Leonard Zaritzky, el secreto de las reliquias, y a él confió las astillas usurpadas, no sin advertirle de que su posesión implicaba el padecimiento que estaba a punto de matarlo, como así fue, porque a la semana de aquello se fue el reverendo Spoonful junto al Padre.

Colas hacía la gente para dar el último adiós al cadáver del reverendo estigmatizado, el de verbo florido y tremebundo, el amigo del dolor.

Zaritzky, que apenas mediaba la veintena, se encontró con aquella herencia terrible y cada noche padecía una pesadilla invariable en la que se veía el cuerpo llagado, rebosante de pus y santidad. Pero al despertarse, y por fortuna, en sus manos y pies no había rastro de estigmatización, aunque no pasaba un minuto entero a lo largo del día sin que se los vigilara.

A pesar de la predilección que le dedicó Spoonful, Zaritzky no tenía madera de mártir y no estaba dispuesto a pasearse por ahí como una atracción de feria para proseguir la labor de su maestro, según le había prometido en su lecho de muerte, pues era él persona de carácter delicado y poco dada a los espectáculos espiritualistas, al estar más por la propagación de la fe desde la seducción de las palabras serenas y de los loores cantados en la paz de las mañanas de domingo.

Pero, como tampoco quería faltar a la palabra dada a su maestro y protector, Zaritzky optó por elegir él a un discípulo para revelarle el secreto que le confió el difunto, y que fuese ese discípulo quien cargara con el privilegio de padecer el martirio de los estigmas. Se fijó para ello Zaritzky en un clérigo joven y pelirrojo llamado Richard Lorre, por apreciarle un carácter vehemente y una beatitud de corte primitivista, basada en un par de dogmas inamovibles y poco más, pero con un don de gentes innegable, según podía apreciarse cada vez que abría la boca, al margen de lo que saliera por aquella boca, que tampoco eran las verdades del barquero en materia teologal, sino más bien peroratas amenazantes, pues jamás se olvidaba de pintar el infierno a sus parroquianos. Aparte de eso, Lorre tenía un ojo bastante más grande que el otro, lo que daba un matiz de contundencia visionaria a cuanto proclamaba, pues el ojo mayor parecía observar los acontecimientos que se producían en un inconcreto Más Allá. Así que a Lorre citó Zaritzky y le reveló el secreto, que Lorre acogió con ilusión de iluminado, mostrándose dispuesto a que todo su cuerpo se convirtiera en llaga si fuese preciso. Zaritzky, con alivio, aunque también con un punto de aprensión, confió a Lorre las reliquias que el reverendo Spoonful hurtó en beneficio de la fe y de la redención de Estados Unidos.

A los dos meses de aquello, el clérigo Lorre lucía en sus manos y pies unos estigmas sobrecogedores, y de inmediato organizó una gira para propagar el mensaje de Cristo y para exhibir aquella dolencia prodigiosa como prueba irrefutable de la preocupación divina por el pueblo estadounidense, pues en ningún otro lugar del mundo se conocía un fenómeno parangonable.

«Y ahí comienza la carrera delirante de Lorre, que se puso de nombre artístico El Hermano Llagado», nos informó Manel Macario, y me quedé de hielo.

«Si me perdonáis un momento… Ya sabéis que la vejiga envejece mucho antes que su propietario», y al servicio se fue nuestro narrador.

Como ustedes recuerdan, el profesor Negarjuna Ibrahima me había señalado la pista del Hermano Llagado al término de nuestra entrevista en el hotel Coloso, y aquello no podía ser una mera casualidad. Se lo comenté a tía Corina, que estaba muy escéptica: «Eso son meras concordancias astrales». Pero ella sabía que no, por mucho que procurase quitarme manías de la cabeza. «Recuerda lo que te dije del loro de Nueva Guinea.» Pero eran ya demasiados loros.

El profesor Macario tardaba en volver y nos alarmamos. Fui al servicio. No estaba en la zona de urinarios y llamé a las dos puertas de los retretes. «Un momento», oí. «¿Le pasa algo?» Y repitió: «Un momento». Al cabo de ese momento, salió, blanco como lo blanco. «Algo me ha caído mal», me dijo con la mirada gacha. «Qué mala suerte», musitó. «¿Quiere que avise a un médico?» Pero se opuso con las fuerzas que le quedaban. Lo cogí por el brazo y salimos de allí. De repente se detuvo. «Por favor, di que avisen a un taxi. Discúlpame ante Corina.» Le arrimé una silla, y sentado se quedó con la flacidez de un muñeco de ventrílocuo.

Me acerqué a nuestra mesa y le dije a tía Corina que no se preocupase, aunque sé que sólo conseguí preocuparla. «Quédate ahí y no te muevas, por favor. Luego te cuento.» Cuando llegó el taxista, ayudé a Manel Macario a subirse al coche. «Qué vergüenza, Dios mío», repetía. «Le llamaré luego al hotel para ver cómo sigue», y asintió sin mirarme.

Volví a la mesa. «Te lo tengo dicho y repetido. La mayoría de los nuestros están ya aquí de prestado. Disimulando. Queriendo hacer ver que la vida sigue, aunque lo único que sigue es esta muerte lenta.» Y se nos quitó el apetito. Y tuvimos que pagar todo aquello, claro está, porque nos quedamos sin anfitrión. Y la cuenta, por cierto, fue de escándalo. Y nos fuimos a casa.

A la caída de la tarde, llamé al hotel en que se hospedaba el profesor Macario. Me dijeron que tenían instrucciones de no pasarle llamadas. Insistí más tarde, pero las instrucciones seguían vigentes. Aprovechando que tenía el teléfono en la mano, llamé a Sam Benítez, aunque sin fortuna, según era ya tradición. «¿Quieres tranquilizarte? Mira que una cabeza da de sí lo que da de sí. No fuerces la caldera del barco o vas a verte a la deriva en medio de una tempestad», me avisaba tía Corina. Y me proponía que nos fuésemos al cine, o al casino, o a dar una vuelta. Pero yo estaba sin ganas de calle, que son ganas que se me van con el desasosiego.

Cuando tía Corina se acostó, volví a llamar al profesor Macario, pero me dijeron lo mismo. Volví a llamar también a Sam Benítez, y lo mismo.

Me pasé aquella noche en vela, en el intento de poner en pie la maraña de historias que me habían contado unos y otros y, sobre todo, buscando una línea maestra en ellas. Pero me resultó imposible. No lograba encontrar ningún patrón, a pesar de que mi terquedad insistía en la convicción inamovible de que existía alguno.

En las pausas de la búsqueda de ese patrón, les confieso que marcaba el número de Sam Benítez, pero era como marcar el número de Jasón el argonauta, esposo de la maga Medea.

Cuando amaneció, llamé al profesor Macario para que me contase el final de su relato sobre el Hermano Llagado, convencido yo de que aquella podía ser la pieza clave de todo el entramado coloniense, en el caso optimista, claro está, de que en aquel entramado hubiese una pieza clave, lo que aún estaba por ver, visto lo visto. «El señor dejó la habitación muy temprano.» Bien. Inmejorable. Otra incertidumbre para mi cónclave de incertidumbres. Porque a ver quién localizaba en Marruecos al profesor Macario, prófugo terco del tiempo, al menos hasta que el tiempo le diga «Hasta aquí hemos llegado» y le cierre las puertas de la fuga, como a todos.

Como no hace falta decir, seguí llamando a Sam Benítez. Tampoco hace falta decir que sin éxito. Di por sentado que, al reconocer mi número en la pantalla de su móvil, optaba por no aceptarme la llamada, ignoro por qué a la vez que no lo ignoro en absoluto, de modo que me fui a un locutorio de ecuatorianos y lo llamé desde allí.

Cayó en la trampa.

«Escucha, Sam, no se te ocurra colgarme…» Fingió no oírme bien. Alegó que andaba por la albana Elbasan, sin apenas cobertura. Recurrió incluso a jurarme que estaba ocupado en ese momento. «No me cuelgues, Sam.» Y curiosamente no me colgó.

«¿No fue a verte Federiquito, compadre?» Y le dije que sí. «Entonces, ¿qué más quieres, loco?» Y le respondí que la verdad, a pesar de ser consciente de que se trata de un concepto demasiado vulnerable no sólo a la mentira, sino también a las seducciones baratuchas de la fantasía.

«Sólo voy a hacerte una pregunta. Y, por la memoria de mi padre, que para ti debería ser sagrada, te pido que me digas la verdad. ¿Quién es el Hermano Llagado?» Sam se apresuró a hacerme otra pregunta: «¿Cómo sabes tú lo del Hermano Llagado?», y comprendí que estaba en el camino bueno, porque las preguntas que se contestan con una pregunta sorprendida pueden considerarse confirmaciones.

Sam me dijo que se trataba de una historia larga y que era verdad que en ese instante estaba ocupado. «Te llamo sin falta esta noche y te cuento.» Le dije que no, que me la contase de inmediato, pero comprendí que el poder era suyo: le bastaba apretar una tecla para esfumarse. «Esta noche sin falta, Sam.» Y me lo juró por su padre, Eloy Benítez, artesano de la madera, que murió a los ciento dos años en Tlaquepaque, dejando tras de sí catorce hijos, dos viudas, una leyenda de gallo pendenciero y un revólver.

«Estamos a punto de salir de dudas», le dije a tía Corina cuando se levantó. Se encogió de hombros. «¿Tú crees? La duda está muy desprestigiada, aunque no sé por qué. La mayoría de las veces es preferible a la certeza.»

A pesar de haberme pasado la noche en blanco, la agitación me mantenía alerta y me senté a desayunar con tía Corina, que daba la impresión de haberse levantado con el pie izquierdo. «Vamos a hacer un trato: no me hables más de ese asunto. Aunque te enteres de que quien estaba detrás de la operación es un hijo mulato del Papa, te lo guardas para ti, porque necesito espacio libre dentro de la cabeza. "El conocimiento inútil es el germen de la desazón." ¿De quién es?» Y no supe darle respuesta. «Atribuida a Polícrates, el tirano de Samos, que a veces, cuando no estaba tiranizando, también pensaba un poco, supongo que para tiranizarse también a sí mismo.»

El día se me hizo muy largo, porque no lograba centrarme en nada y me pasaba las horas picoteando en el ocio de los libros y de la radio, aunque sin sosiego para disfrutar. Incluso me dediqué durante un rato a ordenar la biblioteca, recolocando los libros que se llevó el primo Walter, pero la excitación me impedía centrarme en ninguna tarea, ya digo, pues es condición de ese sentimiento el convertir a la gente en errabunda de sí. El sentido común me susurraba que Sam no llamaría, pero la ilusión me gritaba lo contrario, ya que lo suyo es gritar, por ser ella una facultad insensata del espíritu.

«¿Te vienes al cine?», me propuso tía Corina. «En la Casa de la Cultura echan La burla del diablo. Creo que te convendría verla, porque puede hacerte comprender que la realidad es casi siempre una sucesión de malentendidos cómicos.» Pero por nada del mundo me separaría yo del teléfono. «No es tanto una cuestión de curiosidad como de dignidad», y añadí: «Ya no tengo edad para que me tomen el pelo». Y se encogió de hombros, que parecía ser su gesto del día. «Allá tú. Lo que tienes que procurar es que no se te caiga el pelo. Después del cine iré a tomar algo con las viudas», y le pedí por favor que no bebiera mucho, porque le notaba debilidad en la mirada, y los ojos nunca mienten -ni en la salud ni en el amor, ni en los negocios ni en la tragedia; en nada: los ojos, los delatores.

Los humanos constituimos una especie bastante pintoresca: podemos pasarnos horas y horas observando un teléfono y rogándole que suene, padeciendo incluso una especie de fenómeno de anticipación acústica, imaginando que suena cuando está más callado que un muerto. El ansia.

Como es innecesario que les diga, no paraba de llamar a Sam, aunque con resultado invariable: desconectado.

Tía Corina volvió más allá de la medianoche y el teléfono seguía sin sonar. «¿Qué? ¿Te has enterado ya del misterio básico del universo?» Pero mi gesto se lo dijo todo. «Desengáñate. Hay cosas que no tienen explicación, salvo que se trate de una explicación falsa. No comprendo cómo puedes tener tanto empeño en que te den una explicación falsa, que es el consuelo metafísico del tonto», y me hirió aquella rudeza, que le disculpé al instante porque venía con dos copas, y en esas ocasiones el pensamiento de cualquiera es una especie de cristal astillado. «No digo que seas tonto, por supuesto, sino que estás haciendo el tonto. No es un reproche a tu inmanencia, sino a tu circunstancia. Dame un beso.» Y se fue a dormir.

Cuando me había hecho a la idea de que Sam no llamaría, llamó. «Escucha, loco, ¿estuviste tú en Albania?» Y, tras unas impresiones más o menos turísticas, me contó lo que enseguida les cuento.

Según Sam, detrás de la operación de Colonia había muchos intereses contrapuestos. Por una parte, estaba Richard Lorre, alias El Hermano Llagado, que, para incredulidad de la ciencia médica y tal vez de él mismo, sigue vivo a sus ochenta y seis años, consumido de cuerpo pero inflamado de alma, predicando aún por pueblos y aldeas y vendiendo a los fieles unos relicarios de plástico pintados de purpurina que enmarcan trozos de venda empapados de su sangre. Aunque proscrito oficiosamente por la jerarquía episcopaliana, en cuyas directrices generales de modernidad no encaja aquel exhibicionismo purulento, el clérigo Lorre continúa reclutando seguidores y, a fuerza de bolo y bolo, de colecta y colecta, de relicario de purpurina y de relicario de purpurina, se ha hecho con grande fortuna, que él de corazón desprecia, por ser hombre desatado de las usuras terrenales. Pero, como la cabeza humana es una maquinaria de funcionamiento peculiar, a Lorre se le ha colado en la suya una obsesión: recuperar las reliquias que en su día devolvió el reverendo Spoonful al arzobispado de Colonia, por considerar que allí son víctimas de un agravio, ya que los católicos se niegan a aceptar la condición divina de aquellos huesos y se limitan a atribuirlos a los Reyes Magos, que al clérigo no le merecen otra consideración que la de tres muñecos morunos dedicados a repartir juguetes, por mucha exégesis patrística que hayan procurado echarle encima.

Como a Lorre le sobra el dinero, que para él representa -qué suerte- una materia grosera, puso en marcha un mecanismo de indagación de los canales del hampa que, tras varias espirales, le condujo a Sam Benítez.

Sam se entrevistó con Lorre en el refugio que tiene el clérigo en Middle Paxton. Según me aseguró Sam, en toda su vida había visto un cadáver parlante tan cadáver y tan parlante como Lorre. «Estaba bien pinche jodido el viejo, güey.» Aprovechándose tanto de la obsesión mística de Lorre como de su desprecio místico por el dinero, Sam le sacó cuanto pudo, que fue bastante, y le aseguró al clérigo que en menos de dos meses tendría en su casa las reliquias colonienses. Al no poder saber cuáles de las reliquias del lote correspondían a Jesús y cuáles a los ladrones que le flanquearon en el Gólgota, Lorre insistió en que quería el lote completo, como era lógico y como lógico le pareció a Sam, que se comprometió a entregarle la mercancía completa e intacta.

Pero entonces…

Pero entró en danza entonces el llamado Tarmo Dakauskas, que resultó estar a sueldo del Vaticano, pues habían requerido allí sus servicios en vista de la ola de expolios que estaba extendiéndose por toda Europa, fenómeno que el cónclave de cardenales dio en atribuir a un rebrote de las sectas satánicas, que siempre han exhibido como trofeos de guerra los objetos sagrados obtenidos por el pillaje, a la vez que presumen de divertirse profanándolos. (Se cuenta por ejemplo que, en una ceremonia llevada a cabo hace un par de años en la isla de Formentera, unos satanistas marselleses, tras realizar actos impuros en una playa a la luz del plenilunio, se lavaron los genitales con la esponja con que santa Práxedes limpiaba la sangre de los mártires en el siglo II y que habían robado esa misma mañana en la catedral de la Seu d'Urgell.) Lo que ignoraban los altos jerarcas vaticanos era el detalle de que el propio Tarmo Dakauskas estaba detrás de aquellos robos, con arreglo a la estrategia de crear un problema para poder buscarle solución.

Antes de que le diese tiempo siquiera a ponerse a estudiar el plan de actuación para satisfacer el encargo del clérigo Lorre, Sam Benítez recibió, en fin, una llamada de Tarmo Dakauskas. El estonio le propuso que, a cambio de una cantidad de dinero considerable, trabajase a su mando para evitar un golpe en la catedral de Colonia, ya que tenía constancia de que un botarate siciliano llamado Montorfano le había encargado a Leo Montale la organización de un robo masivo de reliquias, entre las que se contaban las de los magos de Oriente. Con arreglo a sus desarreglos ocasionales de entendimiento, Sam aceptó. «Era mucha lana, güey», y no pude dejar de sonreír. «Pero me arrepentí enseguida.» Le pregunté si Abdel Bari trabaja para Montorfano. «Eh, loco, ¿quién te ha dicho esa pendejada?», y le respondí que Tarmo Dakauskas en persona. Hubo unos segundos de silencio. «Mira, compadre, déjame que te diga, ¿va? Tu Tarmo Dakauskas no es Tarmo Dakauskas.» Y me quedé más mudo que el hielo.

«Lo que intento decirte es que el Tarmo Dakauskas que conociste en Colonia no es el verdadero, güey, sino un operario suyo. Un impostor autorizado, ¿comprendes?» Y, por raro que parezca, creí comprender. «Tarmo no se mueve de Luxemburgo, pero reparte la chinga de tarmitos por el mundo entero, ¿va? Una especie de sistema de franquicias.» La esencia de aquella revelación resultaba bastante artificiosa, pero cosas más raras se han visto, de modo que asumí su complicación y su rareza. Para añadir rareza y complicación al asunto, Sam me informó de que, a la par que ellos, se sumó a la velada el falso ruso Aleksei Bibayoff, pseudónimo de Albert Savage, hijo del químico Louis Savage, que había heredado de su padre la presidencia de la Fraternidad de Heliópolis y, en consecuencia, la vigilancia del relicario de Colonia, morada de esa especie de monstruo de Frankenstein esotérico que montaron con los restos de Champagne, de Dujols y de Faugeron.

Si Sam no me mintió, parece ser que Albert Savage vive desde hace años en Rusia, dedicado a rentabilizar la marea de capitalismo que ha inundado aquel país, aunque cumple a rajatabla la promesa que le hizo a su padre en el lecho de muerte: mantener cohesionada la Fraternidad y velar por la custodia de los restos de sus tres correligionarios. Se supone que este Savage se desplazó a Colonia en cuanto Sam Benítez, conocedor de lo que de verdad alberga el relicario coloniense, le avisó -previo ajuste de los honorarios, porque Sam no da puntada sin hilo- de la operación que Montorfano le había encomendado a Leo Montale.

Tarmo Dakauskas no tardó en enterarse por boca de Sam de que en la catedral coloniense se veneran los restos de tres alquimistas de opereta, pero aquel detalle le traía sin cuidado, ya que su tarea se limita a evitar ese tipo de robos, así resulte que lo que pretendan robar consista en una reliquia de la Vera Cruz que en realidad sea una astilla de una caja de cerezas del siglo XI, pongamos por caso, porque Dakauskas está más allá o más acá -según se mire- de toda teología.

Se trataba, en suma, de impedir el robo de las reliquias. Pero había un inconveniente: que Sam Benítez tenía a la vez el encargo de robarlas y la misión de impedir que las robasen.

Y ahí, miren por dónde, entré yo.

Según Sam, me hizo ir a El Cairo para representar una pantomima ante Abdel Bari, que, por lo visto, es el cabecilla de una especie de congregación religiosa con derivaciones visionarias entre cuyas convicciones se cuenta la de que en el relicario de Colonia se guarda el legado esencial de Hermes Trimegisto: la Tabla de Esmeralda. Un legado que la secta de Abdel Bari lleva años planeando recuperar, aunque la falta de medios aplaza a la fuerza esa ilusión.

Sam hizo circular por los ámbitos delictivos cairotas la especie de que yo había recibido el encargo de robar el contenido del relicario germano. El rumor no tardó en llegarle a Abdel Bari, pues de eso se trataba. «Estaba seguro de que el gordo Abdel Bari no iba a matarte, güey, porque sería un asesinato inútil: enseguida te sustituiría otro. El gordo está bien pinche jodido de la olla, y sabe jugar fuertecito, pero no había riesgo. Hablé con él, le saqué un poco de lana, lo convencí de que no te mandara al carajo eterno y le juré que me encargaría de organizar tu asesinato cuando robaras la tablita y de llevársela yo mismo a su casa, ¿va?» Le dije que no lograba encontrar ni siquiera un motivo colateral que justificase el asesinato de mi persona. «Es que el gordo es muy rencoroso, cuate. Por lo visto, tu jefe le hizo una vez un negocio feo y se la tenía guardada bien en lo hondo. Como tu padre murió, el gordo iba a hacerte heredero de esa venganza, güey. Pero lo mejor viene ahora…»

Según me contó Sam, el clérigo Lorre, a mediados de los sesenta del siglo pasado, dio una gira de las suyas por Venezuela, acompañado por su séquito habitual y por un intérprete. Las ulceraciones místicas, lejos de abatirle, parecían infundirle un ímpetu mesiánico y una diligencia indesmayable, y no había aldea del continente americano que dejase por patear aquel iluminado pelirrojo, y siempre con éxito espiritual, pues la apoyatura sangrienta que dramatizaba sus homilías resultaba infalible: no había alma que no se conmoviera ante su martirio escalofriante ni ante la magia intimidatoria de su ojo cambembo.

Pero nadie se libra del influjo del Maligno, así que, en la localidad de Cuacuagua, logró mancillar el Maligno la santidad de Lorre con un arma que suele ser letal para casi todos los varones: un cuerpo esplendoroso de mujer. Y un cuerpo esplendoroso tenía María Trujillo, hija de un teniente Trujillo que empleaba las horas muertas de su jubilación en el intento de amaestrar culebras para que zigzaguearan al son de la música de Verdi, lo que resultó ser empeño imposible.

Era esta María Trujillo beata de parroquia, a pesar de que todo el mundo considerase un despilfarro que aquella belleza de apariencia imponente y de carácter cándido se pasase la vida planchando bajeras de cura, fregando sacristías y lustrando confesonarios con cera aromada, entre otras labores que le dictaba emprender su mucha devoción, que le venía de niña, cuando despilfarraba las horas de juego en componer altares con ornamentación de copeicitos de Guayana, rosas de montaña y caracueyes, que daban esplendor floral a las estampas de vírgenes de expresión vaporosa y de cristos galanos. La llamaban la Virgen Trujillo, y había en aquel apodo resentimiento si salía de boca de varón: representaba ella la hermosura inútil, un esplendor inalcanzable para manos humanas, pues sólo la mano invisible de Dios lograba hurgar en su corazón sin mácula de malicia.

Cuando la Virgen Trujillo vio los estigmas de Lorre, pecó de envidia ingenua, pues quiso verse también llagada, y la noche entera la empleó en elevar súplicas a las alturas para que la hiciera Dios beneficiaría de aquel suplicio. Pero Dios tiene un oído caprichoso, como lo tiene cualquiera, y sin estigmas se quedó la Virgen Trujillo, que tanto los hubiera merecido por la inocencia arrebatadora de su fe.

Lorre montaba sus espectáculos en canchas deportivas, en almacenes en desuso y en sedes de asociaciones recreativas, y por todo el norte del país seguía la Virgen Trujillo la ruta de Lorre, fascinada por la santidad que apreciaba en aquel mártir de pelo como el cobre que hablaba en un idioma que ella desconocía, pero que le empapaba el alma de misericordia, de fervor y de bondad aun sin atender ella al intérprete que traducía las soflamas de Lorre, centradas a esas alturas en una idea panamericana: «Jesús ha dado señales inequívocas de querer que sus restos mortales reposen en América, y no debe quedar país americano sin una reliquia suya, por pequeña que sea, pues sólo de ahí nos vendrá a todos los habitantes de este gran continente la verdadera redención. América entera debe ser la depositaría del cuerpo mortal de Cristo», y aquello, al parecer, enardecía a la gente, que de por sí suele ser vulnerable a las fabulaciones que tocan la fibra patriótica.

La Virgen Trujillo se las arregló para mantener una entrevista privada con Lorre. Y en el transcurso de aquella entrevista, entre cosa y cosa, perdieron ambos la virginidad. «El amor al prójimo acabó en pura chinga, güey.» Le pregunté a Sam que por qué me contaba aquella especie de novela colombiana ambientada en Venezuela. «Muy sencillo, cuate. Porque a los nueve meses de aquello nació una niña. Una niña a la que bautizaron como Cristiana Cuaresma del Corazón Llagado Trujillo, ¿me entiendes?»

«¿Estás diciéndome que…?» Les confieso que algo se rebela dentro de mí, por instinto, ante las simetrías folletinescas de las ficciones, de modo que no hace falta que les diga que ese grado de rebeldía se acrece bastante si se trata de simetrías folletinescas de la realidad, que no debería rebajarse a esos recursos. «Exactamente, güey. Alguien tenía que ser el padre, ¿va? Por eso la metí en la operación.» Le pregunté, como es lógico, que por qué la metió en la operación, ya que no lograba establecer ninguna secuencia lógica entre el hecho de que Cristi Cuaresma fuese hija de Lorre y el hecho de que me la impusiera como operaría para robar las reliquias en Colonia. «Muy sencillo, compadre: porque de ese modo mataba dos gallinazos de un tiro.» Seguía sin entender casi nada de casi todo, pero como sé que, por su afición al merodeo, a Sam hay que dejarle rienda larga, rienda larga le dejé.

Por lo visto, Lorre, a la vejez, pretendía recuperar a su hija, a la que jamás había querido ver por considerarla su mayor vergüenza, la encarnación andante de su debilidad. La Virgen Trujillo murió cuando Cristi era niña y la dejó encomendada a unos parientes suyos de Colombia, pues no se fiaba de confiarle la custodia al anciano teniente Trujillo, por esa cosa de andar él todo el día con culebras, absorto en el empeño de convertirlas en bailarinas. Y allí se crió aquella trastornada, fruto del pecado de dos santos vocacionales.

Según Sam, el interés de Lorre en recuperar a su hija tenía un componente nepotista: hacer que Cristi se convirtiese en heredera universal del más hermoso de los martirios posibles, con lo cual perpetuaría su linaje de santidad e incorporaría el elemento femenino a la trama: la Virgen reencarnada, padeciendo el tormento postrero del Hijo. (O algo similar a eso.) Le comenté a Sam Benítez que aquel papel virginal le venía estrecho a Cristi Cuaresma, y me dijo que eso era lo de menos. «Lo importante es que el viejo tiene lana para parar dos buques. Sólo por localizarle a la niña le saqué la del pirata Morgan.» Aquello, en cualquier caso, no explicaba, sino que enredaba más bien, el motivo de incorporar a Cristi a la operación de Colonia. «Sencillísimo, cuate. Cristi era quien iba a encargarse de darte matarile. Sólo en teoría, como es lógico.» Y ahí tuve que tomarme un respiro.

Se supone, en fin, que Sam me había obligado a contar con Cristi Cuaresma para que me matase, aunque aquello, al parecer, era sólo el pretexto, ya que la estrategia del mexicano no pasaba por mandarme a la sepultura. «Le dije que su papacito estaba para irse con el Gran Papacito y que ella podía heredar su fortuna si te liquidaba, güey, porque tú eras el único impedimento.» Y a la espera de nuevas revelaciones me quedé, atónito como el que más atónito haya estado en este mundo. «Le dije a la loquita que tú eras un enemigo de Lorre y que trabajabas para el Vaticano.» Seguí a la espera. «Ibas a arruinar a su papá si conseguías robar el contenido del relicario de Colonia, ¿entiendes?» (No.) Y es que se conoce que cuando Sam, con arreglo a cálculos caprichosos, le comentó a Cristi el monto aproximado de la fortuna de su padre, recuperó ella de forma instantánea su conciencia de hija de aquel santón llagado, a quien hasta entonces había maldecido en todos los idiomas que estaban al alcance de su cultura, pues su familia adoptiva le alimentó desde pequeña el rencor hacia aquel farsante del ojo tremebundo que pregonaba la salvación global de América y que, sin embargo, abandonó a su suerte a la Virgen Trujillo, de quien se dice que murió de pena y de vergüenza, pues sólo veía dedos admonitorios por todas partes, incluido el de Dios, con el único consuelo de la convicción de que el fruto de su vientre habría de ser bendito, al heredar por partida doble la santidad.

A pesar de esa explicación -o tal vez gracias a ella-, seguía yo sin encontrarle sentido alguno a la implicación de Cristi en la operación coloniense, ya que su papel se supone que tenía que representarlo a varios miles de kilómetros de allí. «Le juré al gordo Abdel Bari que iba a organizar tu asesinato y tenía que respetar eso, porque se lo juré por la memoria de mi padre, güey, y no quería que el viejito se revolviera en la tumba.» Aquello, por raro que parezca, podía ser sincero, porque esas cuestiones de honor supersticioso resultan muy acordes con la naturaleza de Sam, que teme más a los muertos que a los vivos. «Además, cuate, creo que voy a casarme con Cristi.» Y ahí me dejó con los pies por encima del suelo. «Siempre he buscado el amor de una heredera. Y Cristi, con la cabeza como la tiene, va a durar tres días cuando se vea llena de llagas, güey. Y entonces el heredero de Lorre seré yo», y soltó una carcajada. «Es broma, compadre», y soltó otra. «La verdad es que Cristi me interesaba como cebo, ¿comprendes? Para llevar al Penumbra a Colonia, ¿va?» Le repliqué que Cristi era más bien un repelente para el Penumbra. «Pero no si le tapas la nariz con un buen montón de lana, güey, y le encargas además que la mate.»

Los laberintos de Sam: le paga al hijo de Honza para que mate a Cristi y le paga a Cristi para que me mate a mí, aunque ninguno de los dos teníamos que morir bajo ningún concepto. «Ya sé que eres el rey sol de los majaras, Sam. Pero sigo sin comprender», y salió por donde suele salir: «Bueno, cuate, tampoco hay que comprender todo en esta vida. ¿Por qué tenemos cinco dedos en cada mano y en cada pie? ¿Por qué carajo sólo tenemos dos manos y dos pies? Pues lo mismo, güey».

Y siguió: «Cristi estaba deseando matarte, compadre. Tuve que frenarla, porque la muy recabrona tenía pensado liquidarte en el mismo instante en que pisaste Roma con tu maletita, güey». Le pregunté si tenía que darle las gracias por aquella deferencia. «Bueno, sí, loco. Deberías. Porque a veces tiene que chingarla alguien, ¿va? Y lo mismo te toca la papeleta sin haberla comprado.»

Y detrás de Cristi venía, en fin, el Penumbra.

La hija de Lorre y el hijo de Honza se conocieron en Londres, poco después de que a ella se le quedara el corazón hueco por la muerte del sicario Baluarte. Según parece, se cayeron bien, formaron su monstruo andrógino, vivieron sus ilusiones de cama, amasaron con nieve el muñeco de un futuro común y, al poco, el Penumbra la aborreció, de modo que se derritió el muñeco. Ante aquella contrariedad, Cristi perdió la poca cabeza que tenía y procuró hacerle la vida imposible mediante el método de hacérsela imposible a ella misma: lo perseguía allá a donde fuese, lo espiaba allá donde se escondiera, le enviaba cartas en las que dejaba fluir sentimientos incoherentes entre sí, hablaba mal de él a todo el mundo, se acostaba con el primero que le secaba las lágrimas, lo esperaba a la puerta de los bares con un frasco de ansiolíticos en una mano y con dos pastillas de éxtasis en la otra… Y se supone que todo aquel melodrama pasional tenía por objeto recuperar al hombre al que amaba, pues está visto que los caminos del amor se trazan a trompicones, ya sea para bien o para mal. Pero el Penumbra, lejos de conmoverse ante aquellos desbarajustes, la despreciaba con más fundamento, al ser él de corazón liviano y sin ancla.

Tras pasarse un par de meses en el hormiguero de unos artistas más o menos indefinidos (grafiteros al borde de la cuarentena, músicos sin grupo, diseñadores de joyas de mercadillo, bailarinas abstractas…), Cristi se instaló en Roma, donde siguió ganándose la vida como camella, pues resultó ser esa su profesión, detalle que yo hasta entonces desconocía y que daba sentido -dentro de lo que cabe- a aquella compota de estupefacientes que me vertió en el vaso mientras cenábamos. «Le dije a Cristi que podía contar con el Penumbra para liquidarte, güey, y le dije al Penumbra que le dijera a Cristi que iba a ayudarla, porque así podría liquidarla con más comodidad.»

Cuando Sam Benítez le ofreció de una tacada la oportunidad de heredar la fortuna de su padre y de trabajar con su amor perdido, Cristi Cuaresma debió de tocar el Cielo por el que flota su madre santísima. No sólo estaba dispuesta a matarme, sino a asesinar a un pueblo entero si hiciera falta, porque la perspectiva de un futuro redentor anima mucho.

Pero la estrategia de Sam no paraba ahí…

A través de Gerald Hall (que, al igual que Argos tenía cien ojos, parece tener cien orejas), Sam se enteró de las relaciones que mantenía el Penumbra con un grupo radical islamista. Por lo visto, el hijo de Honza había recibido el encargo de organizar una masacre en algún enclave emblemático para los católicos, y andaba cavilando el asunto, que le convenía resolver con éxito, ya que por cada víctima cobraría mil libras. Pero Sam decidió cavilar por él: si el Penumbra se desplazaba a Colonia con la encomienda de cargarse a Cristi, ¿qué mejor oportunidad tendría para llevar a cabo su otra misión? Sam dio por hecho que el Penumbra procuraría cobrar por partida doble: por matar a Cristi y por atentar en la catedral en hora punta. Lo que no calculó fue que el Penumbra intentaría valerse de Cristi para llevar a cabo su atentado, y lo que menos le interesaba a Sam era que Cristi muriese. Y saltaron entonces a escena los falsos y pintorescos Dakauskas, no para salvarnos a Cristi y a mí, que no éramos más que marionetas anónimas para ellos, sino para salvar la catedral germana y a sus visitantes, que era por lo que les pagaba el verdadero Dakauskas, ente único pero múltiple, quien a su vez estaba a sueldo del servicio de seguridad del Vaticano.

Fue Sam quien puso al tanto a Tarmo Dakauskas (al verdadero) del plan terrorista del Penumbra, y aquella información le costó bastante dinero al informado, aunque lo soltó de buen talante en virtud de la gravedad del asunto, pues un golpe de ese tipo hubiera puesto en entredicho la efectividad de la organización que regía Dakauskas y que le salía al año a la Banca Ambrosiana por un pico, pues no sale barato defender el imperio terrenal de Dios de amenazas terrenales. Aparte de eso, ya digo, lo que menos le interesaba a Sam era que el Penumbra se cargase a Cristi, ya que él tenía previsto obtener la parte del león a costa del cura Lorre, a quien iba a sacarle un tesoro por llevarle a casa unas reliquias falsas y, sobre todo, a su hija Cristiana Cuaresma del Corazón Llagado Trujillo, heredera potencial de su imperio visionario. «Al final, compadre, pasó lo que nadie esperaba: que Cristi se cargó por su cuenta al Penumbra. Crimen pasional. Y eso es todo, güey.»

Según mis cuentas, Sam Benítez le había sacado dinero a Abdel Bari, al falso Aleksei Bibayoff, al verdadero Tarmo Dakauskas y al reverendo Lorre. Dicho de otro modo: había ganado un capital gracias a Hermes Trimegisto, a Fulcanelli, al Vaticano, a Alá y a los restos mortales de Jesucristo. Se mire como se mire, la maniobra tenía mérito.

«¿Me has contado la verdad?» Me juró por la memoria de mi padre que sí, aunque el hecho de jurar por la memoria de mi padre y no por la del suyo tampoco representaba una garantía, por mucha estima en que tuviera al mío. (Además, como decía no recuerdo qué personaje de Shakespeare: «Pesa juramento con juramento y pesarás nada».)

«En definitiva, tú te haces rico y a mí me cuesta dinero el hecho de que te hagas rico.» Se quedó callado durante un par de segundos, lo que para Sam constituye una hazaña. «Me dijiste que tienes una deuda con Fioravanti, ¿va? Me haré cargo de esa deuda y te mandaré además un sobrecito con lo mismo.» Me pareció un pago pobre, aunque pensé que peor sería un impago.

«Te dejo, cuate. Mañana tengo que volar a Roma para llevarme a Cristi a Middle Paxton. Su papacito la espera con los brazos abiertos y a mí con la caja fuerte abierta, güey. A ver si hacemos de Cristi una santita.»

Cuando terminé de hablar con Sam sentí algo raro: por una parte, estaba satisfecho, dentro de lo que cabe, por disponer al menos de una explicación, pues ya saben ustedes que no sé vivir sin comprender lo que ocurre, siquiera sea en la medida en que puede uno comprender las mutaciones de la luna o las apariciones de fantasmas, pero, por otra, estaba también muy escamado. De acuerdo: uno ha entrado ya de lleno en la edad de los sentimientos impuros, pero no se trataba sólo de eso. El relato de Sam Benítez me quiso parecer coherente, dentro de lo coherente que puede ser una secuencia de disparates, claro está, pero mi instinto -desnudo, con la cara pintarrajeada, con su lanza en la mano- me musitaba una advertencia sin palabras, un soplo de incertidumbre, un susurro de alerta. Algo así, no sé, como si vas al hospital porque no oyes bien por el oído derecho y el médico te dice que el origen del problema está en los huesos metatarsianos de tu pie izquierdo, porque, al andar defectuosamente, te trastornan el nervio esplácnico y te dañan la articulación incudomaleolar, o algo parecido, y tú te lo crees, pero a la vez no puedes creértelo del todo, escéptico ante la posibilidad de que tu organismo sea capaz de urdir conspiraciones tan sofisticadas.

Me tomé una pastilla y me acosté.

A la mañana siguiente, quise contarle a tía Corina el relato de Sam, pero se negó en redondo. «Ni un monosílabo más sobre ese asunto», y comprendí que así iba a ser, porque conozco sus actitudes inexpugnables.

«¿Quieres creerte que esta noche he soñado que nos íbamos a Groenlandia?» Y crucé los dedos para que aquel sueño no fuese profético, porque para Groenlandia estaba yo.

Por lo demás, cuando bajé a comprar el periódico, vi en el suelo del zaguán un par de octavillas: SE ACERCA EL DÍA DE LA HOGUERA. ARDERÉIS no supe qué pensar.

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