7

En Roma.

Peculiaridades de Cristi Cuaresma.

Las espirales de la alucinación.

Historia del Falso Príncipe.

«¿Dónde chingados te metiste?» Sam Benítez había prolongado su estancia tailandesa, sin duda porque se encontraba allí a sus anchas, crapuleando y trascendentalizando a su antojo, por esa cosa anómala y bipolar que tiene él dentro de la cabeza, aunque no descuidaba nuestro asunto. «Oye, cuate, hay que arreglar eso enseguida.» Le comenté lo del báculo, pero no quiso darle importancia. «Eso son pendejadas», y de ahí no logré moverlo.

Tía Corina estaba mucho mejor, aunque seguía hospitalizada. Le referí los apremios de Sam. «Vete a Roma. Ya me encuentro bien. Vas, resuelves lo que tengas que resolver y en cuanto vuelvas nos ponemos a la tarea… Y no te olvides de sacrificar allí una paloma para que Apolo nos lleve por el buen camino, que falta nos hará.»

Fui a la agencia de viajes y le encargué a Nati un billete para Roma, con la fecha de regreso abierta, en previsión de imponderables. (La diligente, la amable Nati: casi cuarenta años detrás de una mesa, ante la miniatura de un avión, mandando a miles de noveleros y de comerciantes a trotar por las siete partidas del mundo, y ella sin moverse de allí por culpa de su pánico a volar: esos dragones frágiles que pueden morir en pleno vuelo…)

Llegué a Roma a la caída de la tarde. Hacía mucho calor, y a mí el calor me pone endeble y melancólico -de modo que prefiero no imaginar lo que me espera como la leyenda escenográfica del infierno resulte ser literal.

Decía mi padre que Roma es algo así como una gran dama que se tira un pedo en público y sigue siendo una gran dama. Ya saben: el mármol y la mugre, la ruina prestigiosa y la chatarra, el capitel caído y la lagartija, las musas parnasianas y las monjas, los dioses olímpicos y los curas, la huella arquitectónica de Bernini y la de Mussolini… Y todo formando un todo, inseparable. Una constelación en cuatro letras.

Cristi Cuaresma había vuelto a citarme en el restaurante Da Luigi, de modo que para allá me fui en cuanto dejé la maleta en el hotel Locarno, que es donde nos alojamos los de la familia desde siempre cuando vamos a Roma y que queda al lado de la plaza del Pópulo, con un vago aire art déco, ajado ya, sin figuras criselefantinas de sílfides ni cuadros de ofelias adolescentes o de náyades cadavéricas, pero grato y discreto, y silencioso, aunque para mi gusto un poco caro, porque dormir en Roma cuesta más que vivir en el 80 % del resto del mundo.

Cuando entré en el restaurante Da Luigi y eché un vistazo a la clientela, comprendí que sólo una de todas las personas que había allí podía llamarse o hacerse llamar Cristi Cuaresma. Sólo una.

– ¿Es usted Cristi Cuaresma?

– ¿Jacob? Te imaginaba más…

Pero no terminó la frase, de modo que me quedé con la intriga de la índole de aquella expectativa defraudada, y supongo que mejor así.

No sé si este tipo de cosas deben contarse, pero no tengo inconveniente en reconocer que, en mis tiempos universitarios, cuando estudiaba Historia del Arte, me impresionaban las muchachas. Me sentaba en clase lo más lejos posible de ellas, porque me inquietaba su cercanía en la misma medida en que inquieta la proximidad de un abismo por el que no tienes valor para arrojarte. Me quedaba mudo en su presencia, hipnotizado ante esa aleación de carnalidad y de magia. Supongo que por esa razón me menospreciaban. Pero lo curioso es que ya no me impresionan ni lo más mínimo. Ya no me duelen. (Vas a un museo, no sé, y no te angustia el no poder ser dueño de esos cuadros magníficos, de esas esculturas suntuosas.) (Pues igual.) (Por otra parte, y en última instancia, recuerden: Club Pink 2. El museo abierto para ti de cuatro de la tarde hasta la madrugada delincuente, por minutos, a cambio del dinero que estés dispuesto a gastar en hologramas.) (Por cierto, no existió nunca el licenciado Vinuesa. La carrera la dejé en el tercer curso, porque el estudio y valoración del arte me lo impuso la vida como una disciplina laboral, y ya me entienden.)

Cristi Cuaresma era muy hermosa. Hermosa y áspera. A punto de entrar en la cuarentena al son de una marcha triunfal. Se le leía en la mirada que Federico Baluarte, el sicario colombiano, le había hecho muchas perrerías psicológicas y sexuales, y tenía además en los ojos ese helor diamantino de quien ha visto lo que no debiera.

Nos sentamos. Cristi llevaba un vestido negro de tirantes y el pelo corto tintado de mechas purpúreas. El hombro derecho lo tenía tatuado con volutas exóticas que formaban maleza, y una especie de lagarto de escamas de arabescos le descendía por el brazo.

«¿Me has traído dinero?» Y le contesté que aún era pronto para resolver ese particular, pues nadie paga por nebulosas, lo que no le cayó bien, aunque pareció resignarse, que es virtud de los grandes sabios y de los grandes picaros. «Sam me ha dicho que tienes que darme doce mil euros», y le repliqué que los honorarios los fijaría yo una vez que el plan estuviese definido, lo que le cayó aún peor que lo otro.

«¿Qué coleccionas?», me preguntó, mientras desplegaba la servilleta, con la misma voz de quien he prometido no volver a mencionar. Le dije que nada. «¿Nada? Yo colecciono historias que, a fuerza de ser sublimes, acaban resultando ridículas.» Asentí, que es lo menos que puede hacer uno cuando descubre un engranaje defectuoso en la mente de la persona a la que acaba de conocer. «¿Sabes cuál es la última que he añadido a mi colección?» Y negué con la cabeza, que es lo menos que puede hacer cualquiera cuando una persona a la que acaba de conocer le propone orgullosamente un misterio idiota. «La de Madame d'Audiffret», y de nuevo asentí, aunque no sé por qué, pues de nada me sonaba esa madame. «¿Conoces su historia?» Y le di la respuesta correcta. Sacó del bolso un paquete de tabaco. «¿Fumas? ¿No? ¿Qué edad tienes?» Pronuncié una cifra desagradable. «¿No crees que ya va siendo hora de que empieces?» Y volvió a lo de Madame d'Audiffret: de origen español, fue casada a los quince años con un marqués que, como regalo de boda, le dio unas muñecas. De formación muy religiosa y de natural muy libertino, en cuanto se aburrió de las muñecas se hizo amante del príncipe monegasco de turno, de quien se dice que tuvo un hijo. Luego se arrojó a los brazos de Charles Haas (el modelo del Swann proustiano), de quien tuvo una hija. A la muerte de su marido, ingresó en un convento, arruinada y monógama de Cristo. «¿Qué te parece?» Y le dije que muy bien. «¿Bien? Es una historia asquerosa», y de nuevo asentí, por no ocurrírseme otra cosa mejor.

«¿Qué vino te apetece?» Le dije lo único que podía decirle. «¿Que no bebes?» Y me miró como si acabara de asegurarle que el planeta Tierra tiene forma de sacacorchos. «No coleccionas nada, no fumas, no bebes… Seguro que ni siquiera te metes anfetaminas en las meriendas de cumpleaños de tus sobrinos.»

Bien está. En esta profesión nuestra abunda la gente peculiar y pirada, demasiado peculiar y demasiado pirada a veces. (Ahí tienen ustedes a Sam Benítez, sin ir más lejos.) Pero suele tratarse de gente peculiar y pirada que, por no sé qué paradoja venturosa del carácter, aplica la sensatez a las cuestiones relacionadas con los negocios. (Me acuerdo ahora, no sé, de Chano Espinosa, que se transformaba en un mono destrozón cuando bebía, patoso como nadie y camorrista, y que nunca sabía con certeza con cuántos dientes ni con cuántas orejas iba a volver a casa, pero que jamás probaba una gota cuando estaba metido en algo.) (O de Chelo Ponce, que era temerosa de Dios, devota de las santas y los santos y admiradora conmovida de los mártires, lo que no le impedía salir de cualquier iglesia con una saca repleta de custodias, portaviáticos, portapaces y navetas.) (O de Perro Contreras Suárez, indito de Cochabamba, difunto luego de carretera, que cogió la mala costumbre de quemar las discotecas y bares franceses en que le negaban la entrada por su pinta de antropófago hambriento, pero que fue capaz de organizar y ejecutar algunos de los mejores golpes que se recuerdan, como por ejemplo el de cambiar cuatro pequeños bronces de Degas, cuando estaban en un taller de restauración, por réplicas en estaño, que son las que siguen exhibiéndose en el Quai d'Orsay.) Pero Cristi Cuaresma me pareció, al pronto, una mera pirada, demasiado pagada de sí misma, demasiado bravía para tener temple, impresión que vi reforzada cuando, después de explicarle el asunto del relicario de los magos errantes, me dijo que quería trabajar con el Penumbra.

El apodado Penumbra es hijo del checo Honza Manethová, que tuvo mucho prestigio en la profesión durante la década de los setenta hasta que murió de su muerte en un hotel de Helsinki, donde se hallaba trajinando la venta de una colección de incensarios de plata perteneciente a un obispo alemán que tuvo la insensatez de acoger como asistente a un efebo no recuerdo si palestino o turco que, al cabo de una semana, desapareció al mismo tiempo que los incensarios, dejando maltrecho por partida doble el corazón de su ilustrísima.

A este Penumbra, que era un niño cuando murió Honza, se le aceptó más tarde en la profesión por respeto a la memoria de su padre y por compasión hacia su madre, que quedó desvalida en las cercanías de Waterford, allá en Irlanda, en una casa de pescadores junto al mar Céltico, donde a Honza le dio por localizar el sueño siempre postergado de dedicarse a la pesca con caña y a la meditación, dos ilusiones que una vez tras otra acababan desbaratadas por su tendencia natural al póquer y a la asechanza de las mujeres, que era por donde desaguaban sus fortunas repentinas, sucesivas y fugaces.

Al día de hoy, al menos hasta donde sé, el Penumbra está fuera del escenario, y las noticias que circulan en torno a él son más bien de mala esencia, pero, hasta hace dos o tres años, aunque muy de tarde en tarde, algunos profesionales serios le encargaban faenas de bajo nivel, casi siempre en calidad de figurante o de pinche, pues se ganó fama de ser poco de fiar para empresas que requiriesen habilidades de pensamiento, dadas sus complicaciones de carácter, aunque, según se cuenta, no existe nadie más indicado que él para los asuntos relacionados con los muertos, al no tener reparo alguno en profanar una tumba a las pocas horas de ser sellada, habilidad que, por lo visto, le ha valido la confianza del escalafón más bajo de los cobardes: el de los profanadores de tumbas de celebridades contemporáneas, pues, aunque resulte difícil de creer, existe un mercado boyante de reliquias de estrellas del cine, del rock y de las artes populares en general.

Vista así la cosa, la propuesta -la exigencia más bien- de Cristi Cuaresma pudiera parecer razonable, al haber reliquias por medio, pero lo que de ninguna manera resultaba razonable era que alguien mostrase empeño en trabajar con el Penumbra, que, como he dicho, es algo que siempre ha supuesto un engorro compasivo por fidelidad al recuerdo de Honza, que tan rumboso fue con las amistades, así lo fuesen del momento, y que dilapidaba en una noche lo que le costaba meses ganar, por esa cosa suya de repartir alegría allá por donde fuese, a la manera de un ilusionista del júbilo. Por Honza, en fin, y por su viuda Loretta, que sigue estando a la cuarta pregunta y con lo puesto allá en las grisuras brumosas de la costa irlandesa, mirando el rompeolas y rogando a todas las madonas de su tierra napolitana que se la lleven pronto y sin dolor, ya que nada le queda en este mundo sino el peso del mundo mismo.

«Lo del Penumbra es decisión mía», le dije. «No creo. O él entra en el juego o salgo yo. Y si salgo yo, sale Sam. Y si sale Sam, no hay juego. Y si no hay juego, sales tú», me replicó.

A falta de argumentos, y a falta de ganas de buscarlos, quedé con Cristi Cuaresma en que nos llamaríamos a la mañana siguiente («Dame tu número de móvil… ¿Cómo que no tienes móvil? ¿Seguro que no estás muerto?») y me fui paseando al hotel.

Era tarde para llamar a tía Corina, así que me tomé una pastilla y me dormí. En mi sueño, Cristi Cuaresma siguió avasallándome, pero creo recordar que la desnudé. O dicho de manera científica: creo recordar que mi subconsciente la desnudó. Aunque luego soñé con una china. Y luego con una jirafa. Porque va a ser verdad lo que dijo el correoso Schopenhauer: todos somos un auténtico Shakespeare mientras soñamos.

A la mañana siguiente llamé a tía Corina. Me dijo que se encontraba mucho mejor, aunque no logró tranquilizarme, porque sabía yo de sobra que, así estuviera atravesada de costado a costado por la lanza de san Jorge, me hubiese dicho lo mismo. «Además, estoy intentando convencerme de que existe un Paraíso para los justos, por si acaso. A mi edad conviene evitar las sorpresas póstumas», y la broma me entristeció.

«Mañana espero estar de vuelta.» Pero insistió en que no me preocupara, ya que lo importante era resolver el asunto de una vez.

Después de hablar con tía Corina llamé a Cristi Cuaresma. Me salió el contestador. «Buenos días. Soy Jacob. Llámeme al hotel cuando usted pueda. Gracias», y mucho me temo que lo dije con tono de mayordomo inoportuno, que era lo que menos pretendía.

Avisé en recepción de que iba a estar en la cafetería para que me pasasen allí cualquier llamada. Y en la cafetería estuve durante un par de horas, ojeando periódicos y leyendo una novela de intrigas templarías que había comprado en el aeropuerto y en la que el autor, en un momento de inspiración especialmente álgido, había transformado a Jacques de Molay, el último maestre de la Orden, en el jefe de una banda de muertos vivientes que deambulaba de noche por las calles de Nicosia, a lomos de caballos espectrales, para decapitar a los descendientes chipriotas de una familia francesa que en su día profanó la tumba de san Bernardo de Claraval. («Cuando la oscuridad se hizo densa y compacta, los fantasmales caballeros, urgidos por su centenario afán vengativo…»)

Llamé de nuevo a Cristi Cuaresma, y de nuevo me salió el contestador. Es decir, toda la mañana perdida, excepción hecha de mi compadecimiento por el martirio del maestre, que murió en la hoguera maldiciendo a sus verdugos, el rey Felipe IV de Francia y el papa Clemente V, y prediciendo la pronta muerte tanto de su alteza como de su santidad, como así fue, circunstancia que el autor de aquella novela de fantasía libre aprovechaba para atribuir al jerarca templario el don profético y para poner en su boca media docena de predicciones referidas al siglo XX, entre ellas los bombardeos atómicos sobre Japón y el atentado contra el Papa polaco.

Más allá de la una de la tarde, el botones me anunció una llamada. «Jacob, oye, mira, acabo de levantarme, ¿sabes?, y…» Noche larga, en definitiva. Cristi tenía la voz más ronca de lo que debían de tenerla los secuaces trasmundanos de Jacques de Molay. Quedamos en vernos para almorzar. «Donde usted me diga», y me rogó que no le hablase de usted, aunque les confieso que prefiero dispensar ese tratamiento a la gente de la que no me fío ni un pelo.

Me citó en un restaurante del Trastévere, y para allá me fui dando un paseo a pesar del calor, que era mucho y muy húmedo.

¿Existe algo más ridículo que una persona que espera a otra persona en un restaurante? ¿Una persona que alinea una docena de veces los cubiertos, que se aprende de memoria la cenefa del plato, que pasa el dedo por las copas para componer una música ululante, que mordisquea un poco de pan, que juega con las migajas de pan caídas sobre el mantel como si fuesen las cuentas de un ábaco? ¿Una persona que mira sin parar hacia la puerta y a la que el camarero trata con piedad y a la vez con desprecio: el chucho abandonado en la autopista?

Eran más de las tres de la tarde y Cristi Cuaresma seguía sin aparecer. La llamé varias veces, pero me salía siempre el contestador. A la quinta vez que el camarero me preguntó si iba a tomar algo le dije que sí, porque era casi la hora de cerrar.

Hice el camino de vuelta al hotel con el ánimo muy rebelde, maldiciendo a Cristi Cuaresma y a su madre, a los difuntos de Cristi Cuaresma y al calor romano, que a esas horas era de octavo círculo dantesco (ya saben: aquel en el que encontramos al astuto Ulises y al sacrílego Diomedes -que hirió a Afrodita en la mano con su espada vanagloriosa- convertidos en una bola de fuego parlanchina).

En la recepción del hotel no tenía ninguna nota, de modo que le dije a mi espíritu: «Abrúmate», y mi espíritu acató la orden al instante.

Llamé a tía Corina, pero le oculté mis desazones. Me dijo que seguía mejor y, para demostrarlo, me contó la leyenda de la isla llamada Dondun: cuando alguno de sus moradores moría, se congregaban sus familiares y amigos, troceaban el cadáver y se lo comían entre todos, para de ese modo evitarle el sufrimiento de ser devorado por los gusanos. Los familiares y amigos que no participaban en ese convite caían en desgracia, por haber deshonrado al fiambre. «La muerte es siempre una cosa complicadísima», concluyó, y quedé en llamarla en cuanto supiera mi fecha de regreso, que se postergaba de manera innecesaria, y más teniendo yo el ánima inquieta por el estado de fragilidad de tía Corina, que no paraba de hablar de asuntos fúnebres.

La esfumación de Cristi Cuaresma dejó de ser tal a las cinco y poco de la tarde, hora en que recibí una llamada suya que me sacó de un sobresalto de la siesta. «Mira, Jacob, perdona, pero es que los relojes se han confabulado contra mí. ¿Quedamos a cenar?» Y les cuento enseguida el desarrollo de aquella cena, que acabó siendo la más rara de mi vida.

Cristi Cuaresma llevaba el mismo vestido que la noche anterior, o al menos uno idéntico. Tenía ojeras y fumaba un cigarrillo tras otro, aspirando el humo con el rictus de un tragador de sables. «Antes de dar un solo paso, tenemos que localizar al Penumbra.» Intenté disuadirla de aquella majadería, pero en el intento me quedé. «Cuando des con él, me llamas y empezamos a trabajar… Háblame un poco de tu vida, si es que la tienes…»

A mitad de la cena comencé a notar una calidez extraña en el estómago, una especie de ignición densa y leve a la vez, como si un duende en llamas corretease por mis vísceras. A aquella rara calidez siguió una rara euforia, y a ésta una rara diligencia. Ustedes van a perdonarme la ordinariez y la jactancia, pero les confieso que, en aquel preciso instante, me sentía capaz de tumbar a Cristi Cuaresma sobre la mesa y de dejarla embarazada de las tres moiras, diosas del destino, hijas de Zeus y de Temis. Y no es tanto que me sintiera capaz de aquello como que aquello me parecía lo más sensato que podía hacer, de manera que pueden figurarse mi grado de trastorno, pues no suelen ir por ahí mis ilusiones.

De repente, en el aire se estamparon unas hebras de un rojo intenso (el revoloteo de un hada herida, desangrándose en el aire, o algo por el estilo), al tiempo que la luz de los apliques del restaurante se transformaba en estelas movedizas, en melenas ondulantes de rayos parsimoniosos. Todo parecía blando, y mutante, y…

Cristi Cuaresma sonreía. Su cara se había contagiado de la inconsistencia general: al mover la boca, daba la impresión de que la mandíbula se le descolgaba. No podía mirar yo cosa alguna sin que al instante tal cosa sufriese una alteración entre prodigiosa y pintoresca: las copas de la mesa formaban un laberinto infinito de cristal palpitante, por ejemplo, y la pieza de pan era una roca volcánica con un alma candente, de modo que prefiero callar lo que me parecían las manos del camarero que nos sirvió.

«Necesito un poco de aire fresco», y salí del restaurante con la sensación de escapar de un ámbito intolerable de irrealidad. Pero la irrealidad siguió brindándome su circo alucinado en plena calle, aunque les ahorraré la narración de mis delirios, por coincidir demasiado con los descoyuntamientos de las fantasías oníricas, que tan aburridas resultan siempre para el prójimo incluso si cobra por interpretarlas.

Me apoyé en un muro y cerré los ojos, pero aquella ceguera no logró remediar aquel disloque, pues seguía teniendo visiones difíciles, aunque me sentía indefiniblemente feliz, dueño y señor de cada una de las células de mi cuerpo. «¿Te sientes vivo, muerto en pie?» En medio de aquel desbarajuste, sentí el impulso de abrazarla, y lo hice, como es lógico. Me temo que incluso llegué a besarle el cuello. («Eh, tú, Jacob, procura controlar la situación», me susurró mi conciencia moribunda, segundos antes de morir.) Cristi entró en el restaurante y salió de allí con un camarero. «Dale tu tarjeta. Invitabas tú.» Al instante volvió el camarero y le firmé como pude el recibo. «Bonito garabato. Nos llamamos», dicho lo cual, Cristi Cuaresma se esfumó, dejándome en medio de la calle con mi aluvión de quimeras.

Eché a andar. Por los caprichos de mi memoria intoxicada, me acordé del canallesco emperador Cómodo, de la noche en que intentaron asesinarlo por culpa de las intrigas de su esposa Lucila, promiscua y ambiciosa, y yo era Cómodo, y yo era la conciencia sin conciencia de Lucila, y yo era la espada que brillaba en la noche, y yo era la noche.

No tardé en perder el rumbo. Cuando vi de lejos el Coliseo, un pie de mármol de proporciones gigantescas emergió de él y se elevó en el aire en todo el esplendor de su blancura, y aquella visión, por lo descabellada, me despertó la risa, al menos hasta que me di cuenta de que el pie tenía la intención de pisarme. Creo recordar que me senté en la acera, esperando sentir el peso ajusticiador de aquel pie fabuloso, y que acurrucado me quedé durante un rato, hasta que abrí los ojos y comprobé que el pie titánico se había disuelto en la noche, que a esas alturas era de color verde esmeralda.

Y así sucesivamente.

Mucho me temo que estuve deambulando hasta casi el amanecer, regido por la brújula del desvarío, perdido de mí por completo, caminante peligroso por el laberinto de una Roma fantaseada. Recuerdo, eso sí, que, a lo largo de aquella caminata surreal, iba contándome a mí mismo la historia del oscuro e implacable Tiberio, la del furioso Calígula, la del débil Claudio, la del disoluto y cruel Nerón, la del bestial Vitelio y la del timorato e inhumano Domiciano. (Los epítetos que utilizo, por cierto, se los tomo prestados al laborioso caballero Edward Gibbon, forense de toda aquella descomposición.) Mucho me temo también que busqué un equivalente romano del Club Pink 2, aunque me conforta la certeza de que no lo encontré, porque tenía intacta la cartera a la mañana siguiente.

Perdí el sentido del tiempo. Perdí la orientación. (Perdido Jacob.) Y, guiado de la mano de no sé qué ángel lazareto, me desperté a las tantas en mi habitación del hotel Locarno, con la mejilla derecha arañada (a saber) y con la sensación de ser el rey del mundo, de un mundo vaporoso que no tardó ni cinco segundos en estallar en varios miles de pedazos dentro de mi cabeza, así que arrojé la corona al water y recuperé mi fardo natural de pesadumbre.

Me duché y llamé a Cristi, dispuesto a pedirle explicaciones por haberme proporcionado sin aviso aquella embriaguez que, a pesar de mi aversión a los encantamientos químicos, no dudaría en calificar de maravillosa, pues lo cierto es que no recuerdo haberme sentido tan dichoso y tan pleno en toda mi vida, tan libre de pasado y de pesares, aun teniendo en consideración la adversidad de algunas de las visiones que me asaltaron, porque se ve que las irrealidades son tan imperfectas como la realidad. Saltó el contestador y no le dejé mensaje.

Llamé luego a la compañía aérea y reservé plaza para un vuelo de vuelta, de modo que rehíce el equipaje a toda prisa y me fui al aeropuerto con el cuerpo muy perjudicado por el molimiento de la noche anterior, pero a la vez con un recuerdo de gratitud hacia aquella aventura desquiciada. (Una aventura, por cierto, con antecedentes ilustres: en la Odisea se nos cuenta que Helena vertió en la copa de Telémaco y de Pisístrato Nestórida una droga egipcia que hacía olvidar todos los males, hasta el punto de que quien la ingería no derramaba una sola lágrima a lo largo de una jornada completa, así viese morir a sus padres o degollar a su hermano.) (Y yo llegué a olvidarme, ay, de tía Corina y de sus males…)

Antes de embarcar, llamé a Cristi Cuaresma cuatro o cinco veces desde una cabina, pero me salía siempre el contestador, su alter ego.

Y al rato ya estaba yo volando, peregrino entre nubes, después de haber sido el peregrino psicodélico de la noche romana. Yo, que de joven salí huyendo en cuanto pude de esos paraísos de impostura, verme, a mis años, colocado como un ratón de laboratorio, errabundo por las calles, vagabundo de mí, incorpóreo y tan pleno, y con la suerte además de que el pie colosal no me aplastara…

A tía Corina le dieron el alta el día siguiente al de mi regreso, de modo que la vida volvía a su cauce, dentro de lo que cabe.

«Te lo avisé: una persona que se hace llamar Cristi Cuaresma no puede ser más que una corista o una chiflada, o ambas cosas a la vez», y le di la razón. «Vamos a tener que recurrir al Falso Príncipe», y ahí no pude darle la razón, aunque tampoco se la quise quitar.

Por si les interesa, la historia del Falso Príncipe es, a grandes trazos, la siguiente: su nombre es Simone Sera y en su juventud fue camarero en Palermo, en el café Mazzara, que era donde el achacoso príncipe de Lampedusa iba con frecuencia a escribir, a despachar la correspondencia y a echar el rato, por no sentirse a gusto en su casa palaciega, o eso dicen. Simone solía atenderle, y lo hacía al parecer con maneras muy reverenciosas, aunque con los demás camareros se mostraba nuestro Simone altivo, contagiado de aristocracia, como consecuencia de lo cual se ganó el apodo por el que hoy le conocemos y que él asumió por un prurito juvenil de mundanidad y vanagloria, hasta el punto de confeccionarse, con un manual de heráldica sobre la mesa, un escudo de armas con lambrequín, trechor, cuarteles repletos de bestias rampantes y pasantes y barbeladas, bucleadas y brochantes, e incluso con alguna flor de lis como ornamento de su genealogía fantasiosa, que más parecía aquello un bazar que un escudo.

Simone recogía cuanto papel tiraba o desechaba el príncipe, ya fuesen borradores, anotaciones triviales, cartas ajenas o incluso facturas y cajetillas vacías de tabaco, lo que le permitió hacerse con un archivo intrascendente, aunque curioso, de aquel noble que, al final de su vida, tocó con dedos de mago taciturno el arte milenario de la ficción.

En mitad de una mala racha, el Falso Príncipe le encomendó a mi padre aquel archivo casual de bagatelas -muchas de ellas consistentes en papeles rotos y luego pegados con cinta adhesiva- para que lo colocase en el mercado, y mi padre consiguió al final un buen dinero gracias al entusiasmo fetichista de un erudito inglés que pujó por él -contra clientes simulados- en una subasta de la casa Putman y que al poco escribió una biografía del príncipe siciliano en la que no menciona a Simone, cosa que a Simone le dolió más que una mala muela.

Con el paso del tiempo, a Simone se le disiparon sus humos nobiliarios, aunque jamás renegó de su apodo, cuyo uso él mismo alienta todavía y por el que se le conoce en la profesión, en la que ingresó a mediados de los setenta con el sonado golpe de las alhajas austriacas, aunque pocos años más tarde, cuando se le manifestaron sus problemas de hipertensión y de vista, se limitó a asumir el papel de asesor de dudosos, pues siempre ha sido hombre de muy buen sentido, al margen de sus ventoleras principescas de juventud.

Hubo un tiempo en que el Falso Príncipe estaba al tanto de todo y ofrecía soluciones razonables para asuntos enconados, y buscaba intermediarios fiables, y la gente le confiaba la elaboración de planes dificultosos y arriesgados, pero eso ya pasó, y recurrir hoy por hoy a él viene a ser algo así como aplicar una sangría con sanguijuelas a alguien que padece un cáncer de pulmón, que fue precisamente por donde le entró la guadaña a Lampedusa.

«Tenemos que ir a ver sin falta al Falso Príncipe. Él sabrá sacarnos de este embrollo», insistía tía Corma, que en el fondo es muy ancien régime.

Загрузка...