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El argentino de oro.

Conjeturas de tía Corina.

Y un intento de transacción.

Gracias a una rara ventura (overbooking en clase turista), el trayecto de vuelta lo hice en esa otra clase que algún ingenioso bautizó como business, él sabrá por qué. Al lado me tocó un argentino de Rosario, más o menos de mi edad, que venía decepcionado de su excursión a causa del deterioro que había apreciado en las pirámides, de lo angustioso del acceso a su interior, de la aridez y el vacío de aquellos recintos milenarios y de la falta de imaginación de las autoridades egipcias, a las que no se les había ocurrido montar ni siquiera un restaurante panorámico en aquellos yermos repletos a diario de turistas sudorosos y con la garganta reseca, pero deslumbrado en cambio por las refulgencias del tesoro de Tutankamón, según correspondía al nuevo rico que era.

«Vos sabes con certeza que el tesoro de Tutankamón no es falso, ¿verdad?» Y es que un amigo suyo, no sé si ignorante o bromista, le había asegurado que todo aquello tenía cuatro semanas. «Puedo asegurárselo. Otras cosas no. Pero aquello es auténtico», y el hombre respiró.

Se llamaba Alfredo Casares, tenía el brazo derecho un tercio más corto que el izquierdo, se le notaba al cuarto whisky que le gustaba mucho el whisky y era dueño de una fortuna rápida y, por lo que deduje, inmensa.

Abrió su bolsa de mano y se entretuvo en exhibirme sus adquisiciones: bibelots de colores rabiosos, una esfinge de marmolina, bisutería del montón y platería impura. «En las valijas llevo muchísimo más.» (Enhorabuena.)

Hablamos luego de la afición de los potentados egipcios a momificar sus perros, sus cabras e incluso sus serpientes y luego meterlos en sarcófagos dorados, y llegamos a la conclusión de que hay que sentir respeto por una civilización que alcanza esos extremos de arrogancia ante la muerte, porque todas las actitudes de rebeldía ante la nada siempre son pocas, por delirantes que resulten.

«Igual yo momifico mi caballo…»

Me regaló un bolígrafo con el logotipo de una de sus empresas y, por corresponderle, me eché mano al bolsillo y le regalé el frasco de agua mágica que me dio Abdel Bari -sin dejar de referirle, en clave de ironía grandilocuente, sus excelencias contra todo tipo de trastorno melancólico- para que lo sumara a su colección de chirimbolos ecuménicos, pues se tenía pateado aquel argentino un tercio del mundo. De paso, le comenté que tenía algunas piezas egipcias antiguas, correspondientes a distintas dinastías, y que estaban a la venta, de modo que, en la espiral de la euforia mutua, quedé en llamar a Casares a un hotel de Córdoba, ciudad en la que se disponía a renovar los asombros exóticos antes de proseguir ruta, en busca de lo mismo, por Sevilla, Cádiz, Málaga, Granada y Barcelona, desde donde regresaría a su tierra para seguir amasando plata a lo grande, hasta que la codicia le diese un respiro y viajara a alguna otra región del universo en que hubiera bazares en los que poder comprar chilabas, budas de alabastro, camellos de ébano o lo que fuese.

Cuando llegué a casa, tía Corina me esperaba con la mesa puesta, repleta de las cosas humeantes que me gustan, porque sabe que, cuando viajo solo, como poco, mal y a deshora, y le aterra que la muerte se me cuele por el mismo resquicio que a mi padre. Durante la cena, le conté mi viaje sin omitir detalle alguno, aunque el del huevo aplastado lo dejé para después del café, al no ser un cuento apropiado para comensales.

Se quedó meditabunda durante un rato, hasta que se puso a pensar en voz alta: «Vamos a ver… Sam Benítez no me ha gustado nunca, por bien que le cayera a tu padre, aunque reconozco que es un buen profesional, al menos en la medida en que es correcto decir que una araña es una buena profesional de las telarañas. Hay que tener en cuenta, de todas formas, que la gente puede meterse de pronto en líos de cualquier tipo, porque la conciencia es muy frágil. El honrado vendedor de ultramarinos decide un día trucar el peso para sisear unos gramos a sus cuentes de toda la vida. El cajero intachable de un banco, dos semanas antes de su jubilación, decide quedarse con la cartera que ha dejado olvidada en el mostrador un pensionista. Y así sucesivamente. Imagínate lo que puede esperarse de un sujeto que, cuando le da el siroco, se va a México, se planta en la guarida de un chamán y se pone hasta las cejas de peyote. Imagínate lo que puede esperarse de un hombre que está empeñado en verle la cara a Dios». Tía Corina dio un trago a su gintonic y prosiguió el escrutinio: «Lo de Alif es muy sospechoso. Hay millones de millones de historias posibles, y es demasiada casualidad que vaya a contarte la de tres sarcófagos malditos un rato después de que hayas apalabrado con Sam Benítez el asunto de Colonia. Eso es lo más inquietante de todo, ¿verdad? Demasiado… simétrico. Demasiado», y le dio otro tiento al gintonic. «Ese Abdel Bari no sé quién será. No me suena de nada, y no creo que sea cierto que conociera a tu padre, porque lo acompañé muchísimas veces a El Cairo y nunca tuvimos trato con nadie que se llame así ni que responda a tu descripción. En cualquier caso, me preocupa menos, porque debe de ser un fantasioso engolado, con ese cuento intragable de la fuente encantada, a estas alturas… En cuanto a lo del báculo, ¿qué quieres que te diga? No creo que pase de ser una tonta coincidencia. En El Cairo pueden intentar venderte por la calle incluso la dentadura postiza de Nefertiti.» Tía Corina desvió la mirada al techo, la posó luego en el fondo de su vaso y suspiró: «Si este asunto se sabe, es que no debería saberse, y no sé si me explico», y asentí, aunque les confieso que al principio me quedé un poco mareado ante aquel apotegma paradójico. «Por otra parte, es muy raro que Sam esté empeñado en imponernos a los colaboradores. ¿Cuándo se ha visto una cosa así? ¿Por qué no los contrata él directamente sin contar con nosotros y se ahorra el dinero? En definitiva: en todo esto hay un factor anómalo. Así que tenemos tres opciones: renunciar al encargo sin más, aceptar el encargo sin más o bien intentar descubrir la índole de ese factor anómalo y ya luego renunciar o aceptar, según nos convenga. Tú decides.» Pero en aquel momento yo no estaba en condiciones de tomar ninguna decisión de envergadura, excepción hecha de la de irme a dormir cuanto antes, como así fue.

Nada más levantarme, me dediqué a reunir las piezas egipcias que había por la casa, con idea de organizar mi viaje a Córdoba, contento ante la perspectiva de un negocio tranquilo. En vida de mi padre, todo estaba inventariado, clasificado y en orden, pero debo reconocer que tía Corina y yo tenemos menos mano y menos diligencia para administrar esos objetos entre los que vivimos y de los que en buena parte vivimos, pues dan la impresión de errar por su cuenta en un peregrinaje caótico, o incluso en desbandada, ya que, por más que procuremos mantenerlas en su sitio, aparecen cosas en sitios impensables, como si fuesen víctimas de un fenómeno espontáneo de telequinesia.

Al cabo de varias horas, conseguí reunir lo siguiente: media cabeza, de terracota del rey Surid, las piernas de un escriba, un escriba sentado junto a un chimpancé que lucía en la cabeza el disco solar, dos tablas de arcilla con mensajes diplomáticos, un diminuto tocador de arpa en bronce, un peine de madera del Nuevo Imperio, cinco flechas y otras tantas chucherías: dijes de zafiro, restos de collares, fragmentos petrificados de diversos utensilios… Mi padre había vendido las piezas egipcias importantes, muy apreciadas en el mercado, y quedaban, en fin, aquellas limaduras, que eran menos que nada, sin ser gran cosa, porque me temo que casi todas eran más falsas que un sol eléctrico. «No te hagas demasiadas ilusiones. Si consigues vender esto a tu amigote argentino, te monto una tienda de electrodomésticos averiados», me desengañaba tía Corina. «Pero tú sabrás mejor que yo cómo está el ambiente en la lonja, no sé.»

Antes de cenar, tasamos aquel rebujo pieza por pieza y luego fijamos un precio por el lote, por si acaso al turista argentino se le ponía cuerpo de despilfarro. Era una cifra alta, aunque razonable, porque la verdad es que en ese momento, al andar nuestras cuentas más bien mustias, nos urgía un ingreso sustancioso. Desde la muerte de mi padre, no habíamos intervenido sino en operaciones de muy poca monta, con ambiciones de mera supervivencia (con la excepción, quizá, del robo de media docena de lienzos de Díaz Caneja en la fundación que tiene en Palencia ese paisajista tosco y lírico), porque el negocio ha variado mucho en los últimos tiempos. Por otra parte, no resultaba prudente cobrar el cheque que me extendió Sam Benítez en El Cairo, en concepto de anticipo, hasta que se disiparan nuestras incertidumbres, que eran muchas, ya que, una vez cobrado, no habría opción de dar marcha atrás: el dinero en mano hechiza, al no haber forma humana de soltarlo por voluntad propia.

Después de cenar, llamé al argentino Casares a su hotel cordobés, pero no estaba. Y la vez siguiente tampoco. Y a la quinta llamada seguía sin estar. Más allá de la una de la madrugada me hice con él. Se le notaba, por la voz, que había estado celebrando algo, así fuese su soledad de magnate errabundo. Tardó un poco en entender de qué le hablaba, hasta que cayó en la cuenta: «Sí, los egipcios…». Y quedamos en vernos al día siguiente, sobre las once de la mañana, en la cafetería del hotel al que da nombre Maimónides, autor de una práctica Guía de los indecisos, de inspiración aristotélica.

Me subí a un tren tempranero, con el surtido egipcio en un maletín, y llegué a una Córdoba radiante y calurosa. Sobre las diez y media ya estaba yo en la cafetería del hotel, hojeando el periódico local y comprobando que los periódicos locales son para los forasteros algo así como una novela de millones de páginas que uno empieza a leer por la página setecientas ochenta y cuatro mil ochocientas nueve, por ejemplo. (¿Quién es este Núñez que denuncia las actuaciones urbanísticas de Miranda? ¿Qué diabluras habrá hecho Miranda? ¿Qué entienden aquí por «el caso Sonesbec»?) Y, en mitad de mi recorrido por la novela municipal, entró en la cafetería Alfredo Casares, argentino de Rosario, con sus brazos irregulares, con el pelo mojado y con aspecto de tener la sangre atosigada por los alcoholes de la noche anterior.

«¿Cómo está usted?» Y nos sentamos.

Tras un prolegómeno de cortesía, abrí el maletín y fui sacando las piezas del lote egipcio, que tía Corina se había tomado la molestia de envolver en papel de seda. A medida que desembalaba cada vestigio, iba ilustrándolo yo con una reseña de su antigüedad y valía, inclinándome de forma progresiva a la hipérbole y a la falsedad, pues percibía en los ojos de Casares no sólo el rastro del envenenamiento etílico, sino también la sombra de la decepción, hasta que llegó el momento en que comprendí que no iba a comprarme nada.

«Es que todo esto no es más que…», y cogió con dos dedos las piernas del escriba las miró al derecho y al revés como quien mira una rana muerta y no terminó la frase.

Mucho me temo que Casares había calculado que iba a ofrecerle algo muy parecido a la máscara funeraria de Tutankamón, colega suyo en la prosperidad, de modo que todo aquello que estaba extendido sobre la mesa no podía considerarlo él sino escombros. De todas formas, se veía que el hombre estaba por agradar y me pidió precio por el lote. Cuando se lo di, se echó las manos a la cabeza, bufó, sonrió con amargura y me dijo que por la mitad de ese dinero podría comprar como esclavo al presidente electo de Argentina, y que aún le sobraría para ponerle una argolla de oro de medio kilo en la nariz.

Fui envolviendo las piezas, contrariado no tanto por el hecho de no haber culminado el negocio como por no haber adivinado que aquel iba a ser un negocio fallido, pero se ve que nadie hila con finura cuando le apremia la necesidad de dinero, esa materia mágica que huye cuando se la persigue, al igual que el amor, los pájaros y el mercurio.

Casares insistía en que me tomase algo. «¿Un whisky? ¿Un vermut?… ¿No?» Creo que faltó muy poco para que me regalase un par de billetes, porque se le notaba apurado por el mal rumbo que había tomado la transacción y compadecido de aquel buhonero que había intentado venderle cosas rotas.

Me dijo que no podía negarme a comer con él. Y, bueno, comer había que comer, y eso al menos que me ahorraba. Asumida la secuencia desgraciada de los acontecimientos, daba ya igual, así que a comer nos fuimos.

Delante de unos platos suculentos, aunque para mi gusto muy especiados, Casares me habló de su vida, a la que el mucho dinero no había logrado sacudir de tenebrismo: los problemas de conciencia con respecto a sus padres, el secuestro y asesinato de su socio, su fracaso matrimonial, el desengaño cíclico que le proporcionaban sus novias oportunistas, la conducta irresponsable de sus dos hijos… El repertorio.

De repente, y dado que el ánimo tiene un instinto pasmoso de supervivencia, me alegré de no haberle vendido nada, porque dos castigados se deben respeto mutuo. Era un pobre hombre ahogado en plata y en whisky, pero con el corazón en sombra. Mejor que se gastase el dinero comprando bibelots y baratijas por ciudades lejanas. Mejor que no nos hubiésemos cruzado nunca por un azar disfrazado de overbooking.

A los postres, mientras observaba a Casares trocear una cuña de melón con el movimiento asimétrico de sus brazos, analicé mi papeleta: «Estoy en Córdoba, con un maletín lleno de chatarra egipcia, sentado frente a un millonario argentino al que no volveré a ver y que me ha invitado a almorzar por el simple hecho de que no he conseguido estafarlo», y sentí pena, en definitiva, de mí mismo, esa modalidad amable de la pena a la que solemos recurrir para recuperar un poco de orgullo en casos extremos de indignidad, o al menos para cambiar una indignidad por otra.

Casares bebió mucho vino durante la comida, y luego se animó con el whisky, lo que acabó poniéndole la lengua espesa, el ánimo turbio y la memoria en carne viva: «¿Conoces mi mayor desgracia?». Y yo no sabía adónde mirar, porque, ante las confidencias íntimas de los desconocidos, te sientes como si acabaran de volcarte un bote de pintura roja en la cabeza.

En cuanto pude, me despedí de Casares y de su epopeya de pesadumbre con un apretón de manos. Me dio su tarjeta. Se empeñó en regalarme un mechero y yo me empeñé en convencerle de que no fumo, aunque al final me vi obligado a aceptarlo: SUMINISTROS CASARES. Por último, me animó a que fuese a Rosario cuando quisiera, que su casa era mi casa, que las mujeres de allí eran hermosas y alegres, que él era allí el emperador.

En el tren de vuelta, vi cómo se caía el sol con su tramoya barroca allá en el teatro barroco del horizonte, y con esas prestidigitaciones celestes me distraje, para no pensar.

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