15

En Colonia.

Una digresión en torno a Fulcanelli.

En la catedral.

Planes oscilantes.

Un almuerzo, una persecución y una llamada.

Llegamos a Colonia el jueves por la tarde, después de hacer escala en Barcelona y en Frankfurt, donde cogimos un tren que nos llevó a la ciudad de la catedral grandiosa y del museo Imhoff-Stollwerck, dedicado al chocolate, una de mis debilidades de hipoglucémico.

En el aeropuerto barcelonés, donde teníamos por delante más de tres horas de espera, nos sentamos en una cafetería y, al rato, tía Corina se fue a estirar las piernas, ya que vive con el terror a la gangrena que afecta a muchos diabéticos, y volvió con un libro. «Casualidades», dijo, mostrándome la cubierta. Se trataba de una novela titulada El sarcófago de los Reyes Magos, firmada por un tal James Rollins, que, según la escueta nota de la solapa, es autor de varias novelas de acción y misterio y un gran aficionado al submarinismo. «Va del robo de las reliquias», me informó tía Corina, y nos admiró aquella coincidencia. «Lolo va a llevarse un disgusto», comenté, y estuvimos de acuerdo en que Lolo Letaud tenía en verdad un gafe novelístico de tal envergadura, que no podría neutralizarlo ni un cónclave de magos blancos. «Se va a hundir cuando se entere, y con razón.»

Durante el vuelo, tía Corina se entretuvo leyendo aquella novela. «¿Se sabe ya cómo roban las reliquias?», le pregunté al cabo de un rato, por si acaso la ficción nos brindaba una idea aplicable a la realidad, lo que sería gran milagro, desde luego, porque mal casa la una con la otra, y no siempre por culpa de la ficción. «Ah, sí, de un modo muy discreto: unos tipos disfrazados de monje entran en la catedral durante la misa de la Noche de Reyes, se ponen a disparar, matan a un cura y revientan la urna. Entre cuatro forzudos bajan el relicario del pedestal, que se eleva del suelo algo así como dos metros y medio, abren la tapa -eso dice el autor: la tapa-, vuelcan los huesos en un saco y luego se cargan al arzobispo de un tiro en la cabeza.» Le comenté que la táctica era inmejorable, pero que tal vez deberíamos dejar con vida al arzobispo para pedir luego un rescate y obtener un plus. «No pienses que acaba ahí el drama. Resulta que los fieles que han comulgado van muriendo de un modo espeluznante: les sangran los ojos y les humea la boca.» Le pregunté, como es lógico, que a causa de qué maleficio, pues sólo a maleficio podría atribuirse tal desventura. «No sé, supongo que más adelante lo explicará. Una reacción química o algo así, vete tú a saber. A los pecadores que no comulgaron los acribillan a tiros, de modo que son carne de purgatorio. Menos mal que en la catedral sólo había ochenta y cuatro criaturas. Figúrate: ochenta y cuatro fieles en la eucaristía más emblemática de la temporada. Se ve que no hay mucha fe en Colonia. O será que, según pone aquí, el novelista este vive en la lejana California practicando el submarinismo, y eso explica todo, o casi todo.»

Y me dije: «Oh industria ociosa de extravagancias esotéricas, oh fábrica demencial de truculencias bíblicas, oh alegre rigodón de quimerismos…».Y, dejando a tía Corina estupefacta ante aquellas novelerías, di una cabezada.

Desde la habitación del hotel se divisaban las dos torres soberbias de la catedral, que apuntaban a la inmensidad hueca del cielo, aunque a mí me parecía que se clavaban en mi corazón atribulado. (La catedral, con su silueta de puercoespín.)

«Una catedral es el refugio hospitalario de todos los infortunios», dijo tía Corina con voz engolada. «¿De quién es?», me preguntó, y tuve que encogerme de hombros, como casi siempre que le da por jugar conmigo a las adivinanzas librescas. «¿Te das por vencido tan pronto?» Y asentí. «Del misterioso Fulcanelli, ¿te acuerdas? Aquella inmensa broma…» Sí, claro, cómo no: El misterio de las catedrales, un libro que, en la década de los setenta del siglo pasado, leían todos aquellos que alimentaban un germen de trascendentalismo y estaban dispuestos a pasar varias horas leyendo cosas que no sólo no podían entender del todo sino que además no les interesaban en absoluto.

Como estábamos cansados y no teníamos nada que hacer hasta el día siguiente, bajamos a la cafetería del hotel y nos entretuvimos en hablar de aquel pintoresco alquimista. Por si acaso ustedes tampoco tienen nada mejor que hacer en este preciso instante, me permito ofrecerles algunos datos al respecto, que sin duda alguna conocerán…

En principio, Fulcanelli es un pseudónimo que esconde una de esas identidades controvertidas y enigmáticas que pueden distraer durante siglos a los fervorosos de la conjetura. Hay quien supone que fue un físico tentado por la alquimia, aunque su aspiración no consistía en transformar el plomo en oro (que es la aspiración inexacta que suele suponérsele a la alquimia), sino el de transformar el espíritu, se entienda por tal cosa lo que cada cual logre entender, porque el concepto resulta un poco difuso de por sí. Con arreglo a la versión originaria de los acontecimientos, Fulcanelli confió a su discípulo Eugéne Canseliet la custodia y el destino de sus manuscritos. Cuando Canseliet edita El misterio de las catedrales en 1926, escribe en su prólogo: «Hace ya tiempo que el autor de este libro no está entre nosotros. Se extinguió el hombre. Sólo persiste su recuerdo». Se trata de un dato carente de rotundidad: no afirma que el llamado Fulcanelli muriese. Podría tratarse, con todo, de una formulación eufemística. Pero cabe también otra lectura, un poco más insidiosa: Fulcanelli podía haberse extinguido como hombre a causa de la locura, por ejemplo. O de esa demencia que hace regresar a los ancianos a la infancia. O… podía no haber existido jamás.

Muerto o no, Fulcanelli se convierte, en fin, en una fantasmagoría errante.

Jacques Bergier, uno de los pioneros en la investigación nuclear y luego escritor de temas raros, cuenta que en 1937, cuando trabajaba en el equipo del profesor Helbronner (asesinado después por los nazis), se entrevistó con Fulcanelli o, más exactamente, con alguien a quien tomó por Fulcanelli: un tipo que le advirtió de los peligros de la energía nuclear para la raza humana, que le confesó que los alquimistas sabían desde antiguo que se pueden arrasar ciudades enteras con unos gramos de metal y que le hizo algunas revelaciones científicas que Bergier corroboraría al cabo del tiempo, lo que indicaba que aquel sujeto estaba muy por delante de la propia vanguardia científica. (El encuentro lo detalla Bergier en el libro que escribió en colaboración con Louis Pawels: El retorno de los brujos.) Pero ahora viene lo mejor: Canseliet asegura que se reencontró con su maestro en Sevilla en 1954, cuando Fulcanelli debía de tener más de cien años. Según parece, el maestro atrajo al discípulo por métodos paranormales, según unos, o mandándole un chófer para que lo recogiese a la puerta de su casa, según otros. Por una vía o por otra, en suma, el caso es que Canseliet fue conducido a un castillo situado a las afueras de Sevilla (¿?), donde lo recibió Fulcanelli, que no aparentaba tener más de medio siglo de edad. Canseliet contaba entonces cincuenta y cuatro años: una indeterminable anomalía cronológica le había convertido en una persona más vieja que el maestro con el que había trabajado varias décadas atrás, cuando era Canseliet adolescente.

Una vez acomodado en una de las torres del castillo, Canseliet se asomó al patio y vio allí a un grupo de niños que jugaban. Todos iban vestidos con trajes de traza renacentista. Pensó que se trataba de una mascarada ocasional. Poco después, se cruzó con un grupo de jóvenes mujeres, vestidas también con prendas anacrónicas y suntuosas, y Canseliet afirma que una de las muchachas tenía el rostro de Fulcanelli, hecho del que Stanislas Klossowski de Rola (alquimista, hijo del pintor conocido como Balthus -el de las niñas malvadas y un poco cabezudas- y amigo de Canseliet) deduce que Fulcanelli se había encarnado en la mismísima señora Alquimia, con lo que introduce así un factor de travestismo en todo aquel delirio esotérico con que Canseliet, en los últimos años de su vida terrestre, distraía a quien se parara a escuchar sus aventuras.

Según dedujo Canseliet, aquel castillo era el refugio secreto de un grupo de alquimistas de todo el mundo, dedicados a experimentar en un pequeño laboratorio dispuesto en aquel castillo sevillano.

Pero las cosas tienen tendencia a complicarse, o no serían cosas…

«Qué divertido es el mundo, y qué loco», suspiró tía Corina ante su segundo gintonic. Se había releído el libro de Fulcanelli antes de nuestro viaje a Colonia, porque ya saben ustedes que a ella le gusta añadir bibliografía a la realidad, a pesar de que el autor de ese libro no prestó sus habilidades divagatorias a la catedral alemana. «El prólogo de Canseliet es muy burdo, aparte de estar muy mal escrito», sentenció tía Corina. «Lo lees y te das cuenta de inmediato de que todo es una tosca falsificación. Un buen falsificador de jarrones chinos centenarios puede hacerte dudar, pero alguien que pretenda falsificar jarrones chinos centenarios con un poco de yeso y con un estuche escolar de acuarela es muy difícil que nos inocule ningún tipo de duda. Y Canseliet falsificaba con yeso y con un estuche escolar de acuarela. Los tres prólogos que puso a las ediciones sucesivas de El misterio de las catedrales parecen discursos paródicos, una burla de la retórica esotérica, que tiende siempre a las nebulosas, a los retruécanos y a las deducciones risibles. Una de dos: o Canseliet era tonto o se divertía haciendo el tonto. No creo que haya más opciones, y me inclino por la primera.» Dio un sorbo satisfecho a su gintonic y añadió: «Además, ¿quién puede tomarse en serio a un exegeta hermético que, en el prólogo que escribe para la tercera edición del libro, se permite proclamar que el editor de la obra tiene dos preocupaciones fundamentales que benefician mucho a la Verdad: la perfección profesional y el precio de venta del libro?».

Hay quienes dan por hecho que Fulcanelli fue un heterónimo colectivo, una especie de Golem al que insuflaron el don de la vida un trío de fascinados: el alsaciano Rene Schwaller de Lubicz (egiptólogo heterodoxo, alumno del pintor Matisse y autor de numerosos libros, entre otras muchas disposiciones y habilidades), Pierre Dujols (helenista entusiasta, en cuya Librería del Maravilloso se reunían aficionados a las ciencias ocultas) y Jean-Julien Champagne (pintor tentado por los grandes secretos y tremendo borrachín).

Pero se puede seguir tirando del hilo: Champagne, después de abandonar a su esposa, acogió a Canseliet como discípulo cuando este era apenas un adolescente, y con él compartió domicilio en París. Según el parecer de tía Corina, la hipótesis más sujeta a fundamento es que, una vez muerto Dujols, Champagne se apoderó de sus escritos inéditos y, con textos de otros autores -incluido Schawller de Lubicz, con quien Champagne llevó a cabo experimentos alquímicos- montó el collage que hoy conocemos como El misterio de las catedrales. «Que es un libro ridículo, aunque muy entretenido, a pesar de lo que pudiera parecer a primera vista», precisó tía Corina. «Y el pobre Canseliet tuvo que apechugar con el peso de toda aquella mixtificación. El conejito blanco del ilusionista convertido en el ilusionista que saca de su chistera el cadáver de un gran conejo.»

Según tía Corina, un estudioso francés había dilucidado las claves que ideó Champagne para que la posteridad lograra identificarlo con Fulcanelli. Un rutinario problema, en fin, de vanidad: fabricar una máscara con tu propio rostro. Según parece, la única firma autógrafa que se conoce de Fulcanelli va precedida de las iniciales A.H.S. Pues bien, en la lápida sepulcral de Champagne, debajo de su nombre, se lee (o se leía más bien, porque la lápida no se conserva) la inscripción siguiente: APOSTOLICUS HERMETICAE SCIENTIAE. Además de eso, en la última página de la primera edición de El misterio de las catedrales aparece un escudo. Y si nos fijamos, Fulcanelli es un anagrama imperfecto -ya que le falta una ele- de «l'écu final», el escudo final. Un escudo en el que se aprecia la leyenda UBER CAMPA AGNA. Y da la casualidad de que el nombre completo de Champagne era Jean-Julien Hubert Champagne.

Y en esas divagaciones y entuertos se nos vino encima la noche.

«¿Y por qué nos ha contado este tipo todas estas pamplinas?», se preguntarán ustedes. Pues porque el azar es muy travieso, y la sombra de todo este laberinto de imposturas se proyectará sobre los sucesos que habrán de clausurar este relato.

Nos levantamos muy temprano y nos fuimos a la catedral Insisto: era la operación más importante que teníamos entre manos desde la muerte de mi padre y la que más habíamos descuidado, dejando correr el reloj y limitándonos a recopilar leyendas ociosas sobre los magos nómadas jugando a las erudiciones indolentes en vez de estudiar un plan viable, como hubiera sido nuestra obligación. Apenas habíamos echado un vistazo al plano del recinto y a la guía turística de Colonia que teníamos en casa: lo suficiente para desalentarnos aún más, si he de serles sincero, porque casi nadie llega a una catedral con las manos vacías y sale de allí con un saco lleno de objetos de oro y con una talla románica bajo el brazo que le queda libre, aunque nuestro botín potencial era más extravagante y más liviano: huesos, cenizas. Huesos y cenizas de quién sabe quiénes. Pero al cabo lo mismo: una basurilla con rango de tesoro. Un puñado de polvo y astillas vigilado como si de verdad fuese un tesoro.

Ante una operación como aquella, mi padre hubiese desplegado toda su profesionalidad, todo su ingenio, que no era poco, y hubiera logrado implicar a los mejores operarios para asegurarse el laurel. Bien es verdad que la profesión ha cambiado mucho en los últimos tiempos: los sistemas de seguridad son más complejos y menos fáciles de burlar, los grandes peristas están más vigilados que los grandes criminales, las policías de todo el mundo están más conectadas que nunca gracias a la red informática, casi todos los que se incorporan a la profesión prefieren trabajar sin intermediarios, la trama de confidentes es cada día más inmensa y efectiva: un monstruo hecho de orejas… Por lo demás, el más insignificante de los museos provincianos es un recinto casi inexpugnable, debido a esa superstición moderna que otorga valor a cualquier chatarra prestigiada por el deterioro y a cualquier pintamonería arropada por conceptos astutos. De todas formas, ya digo, mi padre hubiese salido con bien de una operación como aquella. Eso seguro. Pero el caso es que mi padre estaba muerto.

Y allí nos encontrábamos nosotros, frente a la catedral sobrecogedora, monumento a la vanidad humana transferido a la vanidad divina.

Lamento confesarles -si no lo he hecho ya- que las catedrales no me gustan. Me impresionan las que son impresionantes, por supuesto, porque para eso están, pero no me gustan. «¿Por qué?» Pues por la misma razón por la que no me gustaría irme a la cama con una mujer que midiera nueve metros y que pesara seiscientos kilos: porque la belleza desproporcionada sobrepasa los límites de nuestras facultades emocionales y sensoriales. Puede hechizarnos el funcionamiento de una linterna mágica, pero no el del sol. Puede conmovernos más el trino discontinuo de un pájaro en una mañana gélida de invierno que una coral de quinientas voces acordadas. Puede admirarnos la organización social de un hormiguero, pero no el organigrama de una multinacional. Puede dolemos más una muela que una muerte. Y así. Todo es cuestión de escala: la insignificancia vive alzada en rebeldía contra la grandiosidad. (Un grano en la nariz de Miss Mundo, por ejemplo, vuelve cómica su corona: una corona para un grano, un grano convertido en el centro de gravedad de toda la euritmia triunfante de Miss Mundo.)

Pero ahora permítanme, por favor, una de esas apreciaciones sociológicas de brocha gorda que pusieron en boga los viajeros decimonónicos y que luego han explotado los viajeros posmodernos, a saber: me da la impresión de que a los propios colonienses no les gusta demasiado su catedral vanidosa, y por eso la tienen asediada por todos los flancos. Parece como si pretendieran sepultarla, no sé. Humillar su imponencia. Ponerle biombos: por un lado, la estación ferroviaria, indiscutiblemente espantosa; por otro, el museo Ludwig, que parece una nave industrial; por otro, el cubo de hormigón del museo Romisch-Germanisches. Cristal, metal y cemento contra la piedra tallada, contra la piedra delirante. La fealdad moderna contra la fealdad histórica.

Aun así, hay que reconocer que la catedral de Colonia tiene un factor descabellado que remueve el ánimo, no sé si para bien o para mal: una mera sensación contradictoria, de tantas. Te sorprende su grandeza, pero también te humilla. Admiras el talento humano para la materialización de lo inútil, pero también te sobrecoge el hecho de pensar que en una mente humana pueda concebirse aquella aberración. Admiras los vitrales, los pórticos, los suelos de mosaico ideados para que nuestros pies se sientan importantes pisando maravillas minuciosas, los retablos y las tuberías del órgano que habla con la voz hueca de la gloria ultraterrena, pero, al contemplarlos, no puedes dejar de pensar en el tedio de los artesanos mientras daban forma a todas aquellas diabluras, porque más parecen diabluras que regalos a Dios: el diablo está siempre a favor de la voluta, de la espiral, del escorzo y del pan de oro, mientras que Dios es -si algo es- un vacío blanco. (Las cosas, en fin, de las catedrales, ya saben.)

Nos quedamos un rato en silencio ante el relicario de los magos, que parece el joyero bizantino de una giganta. Consideraciones estéticas al margen, los dos llegamos a una conclusión: aquello iba a resultar imposible.

El sarcófago, según me había adelantado Sam, estaba protegido con una urna de cristal blindado de unos cinco centímetros de grosor. («Para esto haría falta el ejército», bromeó tía Corina.) No vimos cámaras de seguridad, lo que no quiere decir que no las hubiera. Sí apreciamos que en la cubierta de la urna había un aparato con aspecto de sensor. («O la banda de Al Capone con tanques.»)

Pero estábamos tan desesperados que no podíamos desesperar.

Dimos una vuelta por la nave, mirando con ojos distraídos -porque nuestra atención iba hacia adentro- aquella parafernalia mística, aquel divino teatro de variedades: la piedra hecha nervio, el oro convertido en filigrana, la madera tallada para formar bosques de simetrías ondulantes, el cristal tintado para jugar con la luz… (Y aquel fondo musical de órgano tétrico, y los monumentos funerarios de los arzobispos fatuos, ansiosos de perpetuidad mundana, y la piedra triste…)

Nos detuvimos ante el retablo que alberga la imagen de la llamada Virgen de las Joyas, diminuta y rubia, tenida por imagen milagrosa para aliviar penas de amores, a la que los fieles más sugestionables ofrendan piedras preciosas y ornamentos de precio, de los que está recargada la imagen. «Esa enana vale su peso en oro, y nunca mejor dicho», comentó tía Corina, que no estaba de buen humor. «Eso sí podría robarse con una pistolita de agua, ¿verdad? Sería como entrar en una tienda de juguetes y llevarse la muñeca princesa.»

Los curiosos y los fieles merodeaban por el recinto con la admiración o el sobrecogimiento estampado en los ojos, perpetuando así el efecto de sugestión pretendido por quienes se empeñaron en alzar aquella tramoya a lo largo de más de seiscientos años: el circo germánico de Dios.

«Si hubiésemos dedicado un poco de tiempo a preparar esto…», le comenté a tía Corina. «Es que ya estamos de más. Deberíamos retirarnos. Yo por lo menos me jubilo», y les confieso que me sorprendió oírle aquello, aquella claudicación, que supuse pasajera, ya que debía de haberse contagiado del virus que flota en todas las catedrales, ese virus que hace que la gente se sienta insignificante y fugaz, teselas del mosaico infinito de un universo gobernado a perpetuidad por un mago ciclotímico.

Según me había anticipado Sam Benítez, comprobé que el acceso al altar mayor estaba vedado al público, y ahí cobró sentido lo del pasadizo, que en un principio me sonó a novelería, de modo que nos fuimos hacia el grupo escultórico de la entrada, bajo la torre sur. Enfrente de él había, en efecto, un arcón en el que podrían caber con holgura media docena de adultos y un par de chiquillos. Vi el guantelete en el cuarterón de la peana. Vi la figura de santa Bárbara, sujetando su torre en miniatura. Bien. Sólo había dos obstáculos: una especie de monaguillo sesentón que se paseaba por allí vestido con una túnica roja y con una hucha colgada al cuello, a la espera de donativos, y otro sesentón que les rezaba a los santos muñecos, haciendo catálogo de peticiones o de clemencias urgentes, pues con mucha vivacidad movía los labios. Nos sentamos en un banco y simulamos recogimiento, a la espera de que aquellos dos impertinentes cambiasen de rumbo, cosa que hicieron al poco rato y casi a la vez. Retiré entonces uno de los lampadarios que hacían de parapeto al grupo escultórico, me agaché, coloqué la mano sobre el guantelete y lo presioné durante varios segundos. Miré a tía Corina, que negó con la cabeza para darme a entender que la torre de santa Bárbara seguía inmóvil. Presioné de nuevo el guantelete y tía Corina volvió a hacer un gesto de negación. «Sal de ahí, que viene el monaguillo», me susurró cuando yo estaba ya en fase de aporrear el guantelete. Me senté junto a ella, con el pensamiento muy confuso. Una vez que el monaguillo -o lo que fuese- prosiguió su ruta, tía Corina se dirigió al arcón, lo observó y levantó la tapa. «Está abierto.» Comprobamos que no era la entrada de ningún pasadizo, sino un simple arcón en el que se apilaban algunos fajos de folletos turísticos y de hojas parroquiales. «Tal vez si lo moviésemos…», sugerí, por si acaso el pasadizo se abría bajo el arcón, pero tía Corina me miró como se mira al niño que asegura que hay una bruja debajo de su cama. «Sam Benítez es un chiflado y nosotros somos dos.» Y salimos de la catedral.

«Bien, ¿qué plan les proponemos a esos? ¿Que se casen y funden una familia?», me preguntó tía Corina, en referencia a Cristi y al Penumbra, porque la verdad es que algún plan teníamos que brindarles, siquiera fuese como mera cortesía y por respeto a las tradiciones. Le dije que lo único que se me ocurría era que se ocultaran en el arcón poco antes de la hora del cierre de puertas, que llevaran a cabo la faena durante la noche y que esperasen a que abriesen la catedral de nuevo por la mañana, a pesar de la indicación explícita de Sam Benítez de iniciar la operación a mediodía, pues qué más daba eso al fin y al cabo. «¿Hablas en serio?» Y no supe qué contestarle, pues comprendí que una respuesta afirmativa no podía ser seria. «Mira, llama a Sam y dile que nos volvemos a casa. Tampoco se trata de mandar al matadero a esas dos pobres criaturas, por muy bien que estuvieran en el matadero.» De modo que llamé a Sam con mi flamante teléfono móvil.

Su reacción no hace falta que se la detalle a ustedes, porque calculo que, a estas alturas, se la imaginan sobradamente. (Muchas mentadas de madre, mucho cabrón, mucho güey, muchas más mentadas de madre…) Después de un laborioso tira y afloja, quedamos en que me llamaría en torno a la una, cuando todos los implicados estuviésemos reunidos en el restaurante, para proponernos alguna solución. «¿Vendrá Tarmo Dakauskas?», le pregunté, y la respuesta fue difusa, de lo que deduje que no podríamos contar con el apoyo logístico de aquella entelequia, a pesar de que todo apoyo sería bienvenido.

Tía Corina y yo nos sentamos en una terraza para hacer tiempo y luego nos fuimos dando un paseo hasta el restaurante.

Cuando llegamos, ya estaba allí, acodada en la barra, Cristi Cuaresma, ansiosa de actividad y de Penumbra. Se había teñido el pelo de azul ultramar, con mechas amarillas, no sé para qué. Tenía los párpados pintados de negro, con motas del color de la plata. Una camiseta de tirantes dejaba ver la maraña de tatuajes de su hombro derecho. Tía Corina la saludó con una media sonrisa que yo sabía muy bien lo que significaba, y mantuvo esa media sonrisa mientras Cristi hablaba sin ton ni son, sin quitar la vista de la puerta, anhelante del reencuentro con el hijo de Honza Manethová, que parecía haber heredado de su padre el secreto de un conjuro infalible para esclavizar el corazón de las mujeres trastornadas, que fue lo que en gran parte perdió al buen Honza, célebre por pagar a precio de oro la ganga sentimental, pues todas sus amantes andaban a malas con algún aspecto de la cordura, según se condolían sus íntimos -aunque no me cabe la menor duda de que todos ellos hubiesen cambiado su vida por la de aquel alegre libertino que decidió hacer de su biografía un programa interminable de festejos, porque los rigores morales se aplican mejor de puertas para afuera.

«¿Y mi dinero?», me preguntó Cristi. Saqué un sobre y se lo puse delante. «¿Está todo?», me preguntó con una ceja enarcada, sopesando el sobre. «La mitad. La otra mitad cuando terminemos, ¿de acuerdo? Si no te fías, puedo firmarte un pagaré o incluso sacarme un ojo y dejártelo como garantía.» Y se dio por satisfecha, o al menos lo simuló, y se guardó el sobre en el bolso.

Al poco, sonó el móvil de Cristi y se apartó para hablar a gritos en un italiano de pura trifulca, porque ya saben ustedes que ella es bravía, supongo que de nacimiento. «Esta muchacha se ganaría mejor el pan arruinándole la vida a cualquier desprevenido», comentó tía Corina.

El Penumbra seguía sin aparecer, lo que no sólo inquietaba a Cristi, sino también a mí, aunque por motivos del todo diferentes. «Llama a ese Penumbra», sugirió tía Corina, y así lo hice, pero resultó que tenía el teléfono apagado. Decidimos sentarnos a comer, y en eso me llamó Sam Benítez, que andaba trapicheando en Oporto la compra de una colección de relojes a los herederos de un notario, porque Sam es de los que no paran: el mercader errante, empeñado en transformar en plusvalía la tierra que pisa, así pise el fango. «Falta el Penumbra. Bueno, y también ese Tarmo Dakauskas tuyo, en el caso de que exista.» Le comenté que tanto el guantelete como la torre de santa Bárbara y el arcón debían de estar averiados. «No sé, güey. Es lo que me dijeron…» También le informé de que no había pasadizo alguno. «Mira, loco, ¿qué chingada le hago yo? ¿Me pongo a cavar uno esta noche?» Quedó en llamar más tarde, aunque antes de despedirse me hizo una pregunta que me intranquilizó:

– Escucha, compadre, ¿a ti te importa algo la vida de ese fantoche?

– ¿Qué fantoche?

– El Penumbra, güey.

No acerté a contestarle, porque desconocía el alcance de la pregunta y las consecuencias de mi respuesta. «Piénsalo. Ahorita te llamo.»

Tarde pero llegó. El Penumbra llegó.

Yo, no sé por qué, la verdad, me había permitido imaginar la escena a través de una lente melodramática: Cristi Cuaresma llorosa y suplicante, y el otro posando de diablo altivo, indiferente a la desesperación y a las lágrimas. Desde el trono, digamos. Pero la imaginación se equivoca mucho, más incluso que la conciencia. Cristi se limitó a darle la bienvenida con estas aladas palabras: «¿Cómo te va, hijo de la grandísima puta?». Lo dijo en español, idioma que el Penumbra no entiende, aunque hay frases que se entienden en cualquier idioma: el esperanto del insulto.

La comida resultó un poco tensa, al menos para tía Corina y para mí, ya que Cristi no paraba de zaherir al Penumbra, aunque él llevaba escudo de indiferencia, de modo que los sarcasmos de su oponente -en español, en inglés y en italiano, de forma indistinta, supongo que con arreglo a dictados volubles del corazón- se quedaban flotando en una especie de limbo como puñales de goma.

…Y de Tarmo Dakauskas, por cierto, ni rastro, como ya me temía.

A los postres llamó Sam. «Escucha, güey, ¿puedes hablar sin que te oigan?» Salí del restaurante. «Detén toda la operación, ¿comprendes? Asunto anulado. Pero no les digas nada a Cristi y al Penumbra, compadre. Oficialmente, para ellos todo sigue igual, ¿comprendes? Pregúntale al Penumbra en qué chinga de hotel duerme y me lo dices cuanto antes, güey. Y tú no muevas ni un dedo, ¿comprendes?» Le respondí a todo que sí, aunque la verdad es que no comprendía absolutamente nada. «¿Les has pagado ya a esos dos?… Vale, güey, eso puede arreglarse.»

Volví a entrar en el restaurante como si acabara de caerme encima de la cabeza el cimborrio de la catedral. Tía Corina, que sabe leer en mi cara, me interrogó con los ojos, y con los míos le di a entender que el asunto era de envergadura.

Cristi Cuaresma seguía con su lanzamiento de puñales de goma, y me pregunté si con el sicario colombiano se permitía también esas bravuras, porque sería cosa digna de admiración el que lo hiciera.

«¿En qué hotel estás?», dejé caer. «En casa de unos amigos», me contestó distraídamente el Penumbra. Como el instinto me avisó de que aquella circunstancia, tanto sí era cierta como si no, implicaba un trastorno en las previsiones, fuesen cuales fuesen aquellas previsiones, extremo que yo ignoraba, salí de nuevo del restaurante y llamé a Sam. «Seguro que miente. Síguelo a donde vaya, compadre. No le pierdas el rastro. Por tu padre te lo pido, güey. Y llámame en cuanto sepas algo.»

Cuando volví a la mesa, Cristi estaba en pleno éxtasis epigramático: «Tú no eres más que un cabrón pichacorta», y en esa tónica siguió.

«Voy a daros una mala noticia», anuncié. «No tenemos ningún plan previsto, así que tendréis que improvisar sobre el terreno. Nos veremos el domingo a las doce en punto del mediodía en el portal de Santa María. Una vez allí, nos separaremos. Nosotros nos iremos para la estación, donde debéis entregarnos las reliquias en una bolsa de viaje de color negro, sin ningún tipo de marca visible ni logotipo ni nada que se le parezca. Os esperaremos en la entrada del andén 8, ¿de acuerdo? Con un poco de suerte, en cuestión de un cuarto de hora podemos tener todo solucionado.» Tía Corina me miró con pasmo, y no le faltaba razón. «De todas formas, seguiremos en contacto, por si se nos ocurre un plan de última hora.» Y la expresión de tía Corina era ya indefinible.

«No te preocupes. Ya tengo un plan», dijo el Penumbra, y les confieso que me asombró aquella diligencia. «¿Y yo qué pinto en esto?», se entrometió Cristi. El Penumbra se dignó contestarle esa vez: «Un papel fundamental, princesa. Tú y yo formamos un equipo maravilloso. Pero déjate llevar. Confía en mí», y, por raro que resulte, aquella bruja pareció amansarse. «¿Cuál es tu plan?», le pregunté al Penumbra. «El mío», y comprendí que aquella iba a ser la respuesta definitiva, a pesar de que la tradición dispone un intercambio de pareceres y una coordinación entre las partes.

Cuando nos levantamos de la mesa, se produjo una situación difícil, ya que todas nuestras brújulas estaban desordenadas: Cristi pretendía irse con el Penumbra, el Penumbra tenía la firme decisión de irse solo, tía Corina daba por sentado que se iría conmigo al hotel y yo tenía encomendada la misión de perseguir al Penumbra. «Vete al hotel», le dije en un aparte a tía Corina, que puso gesto de extrañeza. «Por favor», le insistí, y duplicó la extrañeza del gesto. Cristi, por su parte, discutía de mala forma con el Penumbra, hasta que se dio por vencida y echó a andar con la cólera concentrada en los tacones. Pero no se habría alejado ni treinta metros cuando giró sobre sí y volvió a la carga. Vi que el Penumbra anotaba algo en un papel, vi que se lo daba a Cristi y vi que Cristi se iba más conforme.

Pero aún no habría recorrido ella otros treinta metros cuando un tipo se bajó de un coche por el asiento del copiloto, le arrancó el bolso y se subió de nuevo al coche, que huyó a gran mecha, dejando a Cristi atónita durante unos segundos, antes de entrar en estado de desesperación. «Mala suerte», murmuró el Penumbra. «Dinero volatilizado», pensé yo. Cristi corrió hacia nosotros, aunque la excitación le impedía hablar con sintaxis. Tía Corina intentó calmarla, pero para calmarla hubiese sido imprescindible la intervención de un domador de fieras. Le dimos algún dinero de bolsillo, le prometí que le entregaría el resto de su parte a la mañana siguiente y se fue, ruinosa y deshecha, echando fuego de infierno por la boca.

«Por cierto, antes de esta noche tienes que darme lo mío», me exigió el Penumbra. Le dije que se lo daría después de llevar a término la operación. «Me lo das esta noche o no hay operación. Tú eliges.» Su parte equivalía a dieciocho mil euros, de los que había que descontar las dos mil libras que le entregué en Londres. Yo tenía ese dinero en el hotel, de modo que lo cité en una cafetería a las ocho de la tarde.

Nos despedimos, en fin, del Penumbra y simulé que me iba con tía Corina en dirección contraria a la suya.

– ¿Qué lío es este?

– Ya te contaré luego. Ahora coge un taxi y vete al hotel.

– Pero…

– Al hotel.

Así que, a mis años, me vi persiguiendo por las calles de Colonia a un joven empresario de la industria satánica, circunstancia que lastima muy en lo hondo la dignidad de cualquiera, según puedo asegurarles, porque te invade el mismo nerviosismo que a los maricas de urinario, a los que siempre parece faltarles ojos.

El problema principal de perseguir a alguien -aparte de la persecución en sí- es que siempre te sientes más ridículo que la persona a la que persigues, por ridícula que sea esa persona, ya que toda persecución implica una vía cómica de conocimiento: vas a invadir una realidad ajena que no sabrás interpretar. Visto desde fuera, cualquier movimiento rutinario se convierte instantáneamente en síntoma: una ojeada al reloj, una llamada telefónica, una parada ante una papelera… Todo perseguidor es siempre un paranoico. (Tan paranoico, en suma, como quien se cree perseguido, esté perseguido o no.) Perseguir a alguien entraña el riesgo de leer la realidad al pie de la letra cuando debe ser leída en sentido figurado, y al revés, ya que el escrutinio atento de cualquier transeúnte seleccionado de forma aleatoria nos lleva de forma inevitable a la conclusión de que se trata de un asesino -con los puños de la camisa salpicados de sangre- que intenta pasar desapercibido entre la multitud. (Hagan la prueba.) Bueno, de un asesino o de un demente predispuesto a convertirse en asesino. De algo desfavorable para la reputación, en cualquier caso.

Por suerte, el Penumbra no cogió un taxi, ya que el factor tráfico me hubiese complicado la tarea. Anduve detrás de él durante más de un cuarto de hora, y prefiero no imaginar las conclusiones a las que hubiese llegado cualquiera de haber decidido perseguirme durante mi persecución: un tipo que de pronto se para, que de pronto se da la vuelta, que entra en un portal y sale al instante, que se detiene en una esquina y que espera cinco segundos antes de doblarla, que decide de repente dar marcha atrás y se pone a mirar el escaparate de una ferretería o de una pastelería o de una tienda de colchones, mesándose el pelo de la sien para ocultarse la cara con la mano…

Para mi sorpresa, el Penumbra entró en un hotel llamado Dorint, a dos pasos de la catedral y de apariencia lujosa, en versión más o menos japonesa. Barajé la posibilidad de que fuera a reunirse con alguien, aunque me incliné por la posibilidad de que me hubiese mentido al decirme que se alojaba en casa de unos amigos, como había dado por hecho Sam Benítez. A través de la cristalera, vi que se dirigía al mostrador de recepción, donde le entregaron un sobre. Lo desgarró, sacó un papel y se encaminó, leyéndolo, hacia los ascensores. Se abrieron las puertas mágicas. Las cruzó. Se cerraron las puertas mágicas. Entré en el vestíbulo y me quedé observando la pantalla que señala el piso por el que flotan los ascensores. Se detuvo en la planta tercera. Le pedí una tarjeta al recepcionista, salí de allí a toda prisa, me subí a un taxi y llamé a Sam: «Está en el hotel Dorint. Plaza Kart-Hackenberg. Planta tercera. El número de habitación no lo sé… Oye, Sam, creo que me debes algún tipo de explicación, aunque sea falsa…». Pero me dijo que ya hablaríamos.

Antes de llegar a mi hotel, recibí una llamada de Sam: «Oye, güey, ¿cómo carajo se llama de verdad ese puto Penumbra?».

«Empieza a hablar y no pares hasta que no veas que asiento y pongo cara de entender todo.» Tía Corina estaba en la cafetería de nuestro hotel, con un libro entre las manos.

Cuando por fin puso cara de entender todo, dentro de lo que cabe, pidió otro gintonic. «Lo entiendo, pero no entiendo nada.» Le dije que yo tampoco. «¿Qué estás leyendo?» Y me mostró la cubierta del libro: Colonienses célebres, una especie de guía turística de celebridades locales que había comprado en la tienda del hotel. «¿Sabes quién fue Enrico Cornelio Agrippa?», me preguntó, tendiéndome el libro. Le respondí que lo que suele uno saber de ese tipo de gente. «Pues lee esto», y lo que leí fue lo que sigue: «Médico, mago y alquimista. Nacido en Colonia en 1486 y muerto en Grenoble en 1535. Padeció una fama de brujo maléfico, y como tal fue perseguido. Se cuenta que un alumno suyo cayó muerto de repente mientras leía un libro de conjuros peligrosos y que el maestro, ante el temor de que lo acusaran de ser el responsable de aquella desgracia, convenció con sus artes mágicas al diablo para que entrase en el cuerpo del cadáver y diese varias vueltas a una plaza, a la vista de todos, antes de salir de él. Accedió el diablo y el discípulo, tras dar unas vueltas a la plaza, se desplomó muerto ante testigos, con lo cual la inocencia del maestro no podía ponerse en duda. Quiere la leyenda que pagaba con moneda auténtica, pero que, al poco tiempo, todo el dinero que salía de su bolsa se transformaba en cuero, en madera o en huesos de animales».

Miré a tía Corina con expresión interrogante. «¿No te suena de nada lo último?», me preguntó. «La verdad es que no.» Se abrió de manos: «Es lo mismo que nos ha hecho Sam Benítez: pagarnos con moneda falsa. El dinero que nos anticipó va a convertirse en humo y el dinero que nos prometió es ya humo». Vista así la cosa, me temo que llevaba buena parte de razón, ya que, entre lo que le había dado y lo que me quedaba por darle al Penumbra, lo que le había dado y lo que me quedaba por darle a Cristi Cuaresma y los gastos generales, se nos había esfumado casi el total de lo que Sam me adelantó en El Cairo, y estaba por ver que cobrásemos algo más y que al final no perdiésemos dinero, visto el rumbo de la embarcación. «Humo. Vamos a ganar con esto una hebra de humo.» La verdad es que nunca había visto a tía Corina tan nerviosa como aquella tarde. Yo, nervioso también, no paraba de llamar a Sam, pero tenía el teléfono desconectado.

Poco antes de las ocho, me encaminé a la cafetería en que me había citado con el Penumbra. A las nueve, como no había aparecido, recogí a tía Corina en el hotel y nos fuimos a un restaurante turco, más por distraernos que por cenar, pues los dos teníamos un nudo en el estómago. Y allí estábamos, a la luz de unos candelabros, mecidos por melodías de tambores y maglamas, cuando sonó mi teléfono. «¿Señor Jacob? Mi nombre es Tarmo Dakauskas. Imagino que ya sabe quién soy.» Me hablaba en francés, con acento anómalo. «Le espero en la habitación 317 del hotel Dorint dentro de media hora. Venga solo. Y traiga el dinero del Penumbra.»

Tarmo Dakauskas. Hotel Dorint. Habitación 317.

El jeroglífico.

Загрузка...