16

Sorpresa en el Dorint.

La cara y las revelaciones de Tarmo Dakauskas.

La hamburguesería peligrosa.

Y un problema de identidades.

«En determinadas circunstancias, todos podemos convertirnos en un asesino. Y el verdadero asesino no necesita ni siquiera circunstancias, ¿comprendes?» Tía Corina me insistió en que no acudiese a aquella cita y me propuso que fuéramos a divertirnos un rato a algún casino. «Esto ya huele a peligro serio. A peligro físico serio, quiero decir», y mucho me temo que no le faltaba fundamento a su aprensión, porque el rodar de las desventuras suele acabar de la peor manera posible, hasta el punto de que hay ocasiones en que el hecho de que te rompan media docena de dientes puedes llegar a considerarlo un signo de buena estrella, porque entre que te rompan seis dientes y que te rompan la cabeza en seis mitades no existe mucha diferencia sustancial: apenas un matiz, porque la persona que te rompe unos cuantos dientes no suele sentir mucho respeto por tu cabeza. «Acuérdate de lo que le pasó al pobre Pat Levi.» (La anécdota no creo que les interese, pero, por si acaso, ahí va: un día de los muchos de 1980, Pat Levi, guardaespaldas de celebridades de todo tipo en sus horas laborables y coleccionista de carteles de cine en sus ratos de ocio, estaba cenando en un restaurante de Berlín con unos amigos -entre los que se encontraba mi difunto padre- cuando el camarero le avisó de que tenía una llamada. Habló por teléfono durante apenas tres segundos, volvió a la mesa, se disculpó ante sus amistades y se despidió, alegando que le había surgido un imprevisto urgente. Nunca más se supo de él, y todo el mundo dio por hecho que aquel imprevisto urgente que le había surgido era un viaje a la mismísima gloria eterna, a causa -se dijo- de algunas desavenencias que tuvo con Maxi El Húngaro, un descerebrado con un sentido mercantil asombroso a fuerza de simplismo, que era quien controlaba por aquella época el tráfico de fugitivos del Berlín oriental y que se destacó por su afición a ordenar asesinatos a la mínima, sin duda porque aquella disposición caprichosa sobre la vida y la muerte le hacía sentirse como el emperador de los submundos, tendente a bajar con mucha ligereza el dedo pulgar, hasta que una mano anónima se animó a envenenarle el café, para alivio de tantos.)

«Tengo que ir.» Tía Corina me preguntó que de dónde me sacaba ese sentido tan firme del deber. «No estoy seguro, pero creo que sería peor que no fuese. Sólo conseguiría aplazar algo inevitable.» Así que acerqué a tía Corina al hotel, muy en contra de su voluntad, subí a la habitación, metí en un maletín el dinero que le correspondía al Penumbra y seguí en taxi al hotel Dorint, donde tuvo lugar la escena que se relata a continuación.

Llamé a la puerta de la habitación 317. «Pase. Está abierta.» En una butaca estaba sentado un hombre de unos cincuenta años, de ojos azules, vivaces y maliciosos, a la vez que cansinos. Llevaba un traje gris y una corbata vulgar y mal anudada. Comía cacahuetes.

La habitación, que resultó ser muy chica, de las de tarifa barata, estaba hecha una leonera, con ropa por todas partes y con el mobiliario trastocado. Incluso los botellines, las chocolatinas y los paquetes de frutos secos del minibar estaban desperdigados por la moqueta, como si acabara de celebrarse una fiesta infantil.

¿Se acuerdan ustedes de lo que se preguntaba el filósofo Henri Bergson en su ensayo titulado La risa? Por si acaso les falla la memoria, me permito recordárselo: «¿Qué es una fisonomía cómica? ¿De dónde se deriva la expresión ridícula del semblante? ¿En qué consiste la diferencia entre lo cómico y lo feo?». Pues eso mismo me pregunté al hallarme ante el llamado Tarmo Dakauskas. Nada había en su cara que pudiera considerarse deforme ni desmesurado, pero les aseguro que el conjunto resultaba pésimo.

«Buenas noches, señor Jacob. No le digo que se siente porque me temo que no hay sitio. A menos que no le importe…», y señaló la cama. Pero aquella cama no era un buen sitio para sentarse. No por la cama en sí, claro está, sino porque en ella reposaba el cadáver del Penumbra, con un disparo en el ojo derecho. El nerviosismo me llevó a formular una pregunta idiota: «¿Está muerto?». Se encogió de hombros. «De momento sí, pero algún día resucitará. Ya conoce usted la leyenda… ¿Lleva ahí el dinero?», y me hizo un gesto con la mano para que le entregase el maletín. No me veía en una situación privilegiada para hacer preguntas ni para llevar la contraria, de modo que se lo di. Lo abrió. Lo cerró. Sonrió. Y mantuvimos el coloquio que transcribo:

– ¿Usted…?

– Por favor, no me pregunte si lo he matado yo o si lo ha matado Dios Padre. Tampoco me pregunte por qué está muerto. Le sugiero que vea las cosas de este modo tan simple: si está muerto, es que alguien lo ha matado; si alguien lo ha matado, es que tenía que estar muerto. Todos los asesinados estaban de más para alguien. No importa demasiado para quién.

– Supongo que todos los asesinados tendrían un punto de vista diferente.

– De eso no le quepa duda, pero la muerte neutraliza cualquier opinión.

– A menos que uno logre convertirse en alma en pena.

– Bien, supongo que, a estas alturas, tendrá usted muchas preguntas rondándole por la cabeza como si en vez de preguntas fuesen moscas. Le daré respuesta al menos a una de ellas: Abdel Bari no volverá a molestar a nadie.

– ¿También…? -y señalé a lo que quedaba del Penumbra.

– Le llegó su hora, aunque con un poco de adelanto. Estaba convirtiéndose en una molestia para todo el mundo, empezando por mí y terminando por usted. Un arco de incordio demasiado grande. Además, estaba muy gordo, así que le venía bien perder veintiún gramos.

– ¿Para quién trabajaba?

– Para mí, por ejemplo.

– ¿Usted era el jefe de Abdel Bari?

– Yo no diría tanto. Tenga en cuenta que nadie puede ser del todo el jefe de un idiota. El verdadero jefe de un idiota es siempre su propia idiotez.

– ¿Y por qué intentó envenenarme ese idiota?

– ¿Intentó envenenarle?

– Dos veces. Falló, como ve. Pero mató a dos infelices.

– Bueno, infelices hay muchos. Ni un genocidio selectivo acabaría con ellos. Pero, en fin, ahí tiene usted la razón de la muerte de Abdel Bari. Siempre se dio muy buena mano con los venenos, pero acabó queriendo envenenar a medio mundo, y eso ya no podía ser. A veces interesa que alguna gente siga viva, siquiera sea para que nos planche la ropa.

Aun sabiendo que la respuesta sería poco fiable, en el caso de que me diese alguna, le pregunté que quién le había ordenado a Abdel Bari envenenarme.

– ¿No presta atención a lo que le digo, señor Jacob? Él envenenaba ya a su libre albedrío. Le encargabas que le siguiese los pasos a alguien y acababa envenenándolo, y luego se disculpaba como podía, pero el daño estaba hecho, porque aún no se ha inventado la resurrección orgánica de los cadáveres. Ni siquiera el doctor Acula lo consiguió en las películas de Ed Wood, en las que son posibles tantas cosas.

– ¿Le mandó usted a Abdel Bari que me siguiera?

– No.

– ¿Quién entonces?

– Sam Benítez.

– ¿Sam? ¿Para qué?

– Para que usted desistiera de robar las reliquias.

Aquello me descolocó más de lo que estaba, porque ya conocen ustedes el grado de empeño que puso Sam en que asumiera la responsabilidad de la operación, así como sus llamadas insistentes a cualquier hora del día y de la noche y desde cualquier rincón del mundo para que me pusiera a la labor cuanto antes.

– Él no quería que lo hiciera usted porque sabía que era una trampa.

– No entiendo.

– Es fácil de entender: a Sam le encargaron que le encargara a usted esa operación, pero no quería que usted la llevase a cabo.

– Insistir en que hagas algo no es la mejor manera de hacerte desistir de hacerlo, al menos cuando ya hemos superado la infancia. No estoy aquí por gusto, sino precisamente por la insistencia de Sam.

– Pero sólo le insistió cuando se aseguró de que yo estaría detrás de todo. Fue Sam quien contrató a Alif el cuentacuentos, quien le envió a su hotel al vendedor del báculo y quien le hizo llegar el báculo a su casa. También apañó su encuentro con Abdel Bari, aunque aquello, según lo que me ha contado usted, no fue una buena idea. Creo, además, que también le envió algún anónimo.

Le pregunté que por qué no me comunicó el propio Sam a las claras que no hiciera el trabajo, sin necesidad de valerse de tantos subterfugios.

– No sabría decirle. Supongo que la misión de Sam consistía en contratarle a usted, aunque la conciencia le dictaba otra cosa, según parece. Además, ya conoce a Sam. Le gustan los laberintos. Si a Sam se le antojase comer huevos duros, tendría que localizar antes el caldero de oro de los duendecillos irlandeses para hervirlos en él, porque un cazo cualquiera no le serviría.

– ¿Quién le encargó a Sam que me propusiera el trabajo?

– No lo sé. Puede creerme. Tampoco me importa mucho, si le digo la verdad. Y ahora discúlpeme la franqueza, pero ¿en serio ha creído usted ni siquiera durante un momento que podía robar las reliquias con la ayuda de un jefe de ladronzuelos de barrio y de una drogadicta que tiene la cabeza llena de escoria? Sea sincero. Usted ha venido a esto como quien sube al cadalso.

– Pero tenía que venir.

– Por supuesto. Y por eso he tenido que venir también yo.

– ¿Le apetece que vayamos a algún otro sitio menos…? -le pregunté, señalando la cama en la que el Penumbra yacía desbaratado y tuerto.

– No, no me apetece, pero le invito a cenar si le apetece a usted.

– Ya he cenado, pero le acompañaré si no le importa -le dije para mantener el tono versallesco, como si en vez de estar ante un quinqui asesinado estuviésemos delante de una delicada archiduquesa de peluca empolvada que ensaya un minué en su clavicordio.

Cuando Tarmo Dakauskas se puso de pie, resultó ser más bajo de lo que había calculado, aunque, en contrapartida, era mucho más fornido de lo que a primera vista me pareció. «Vamos allá», y sonrió como pudo. A esas alturas, ya no me preguntaba si su cara era fea o cómica; sencillamente, era una cara que no le gustaría tener a nadie, sin más exégesis.

Antes de salir, hizo la señal de la cruz ante el cuerpo del Penumbra. Lo entendí como una ironía, aunque en la expresión de Tarmo Dakauskas leí más bien una pesadumbre auténtica. En cualquier caso, supuse que en aquella cara las expresiones podían desvirtuarse como consecuencia de las peculiaridades de la cara en sí.

Por el camino, me ofreció una revelación: «No sé si hago bien en decírselo, pero tampoco sé si haría bien no diciéndoselo…». Y los puntos suspensivos fueron muchos. «En fin, creo que se lo diré: su padre murió envenenado por Abdel Bari.» Un antiguo dolor volvió a su fuente originaria, volvió a manar: asumes una muerte en relación con una causa concreta; si luego te enteras de que esa causa es falsa, parece como si esa muerte acabase de ocurrir, así ocurriese en un tiempo remoto. «Le suministró un veneno de efecto retardado, aunque fulminante. Tengo entendido que sufrió, ¿verdad?» Cuando varios tropeles de pensamientos y de sentimientos desordenados acuden a la vez a tu cabeza, todo ese magma forma una especie de engendro bicéfalo: a) un pensamiento vacío que, a pesar de estar vacío, no deja de ser pensamiento; b) un sentimiento indefinido que compendia todos los malos sentimientos posibles, con todos sus matices posibles.

«Después de la muerte de Abdel Bari hubo que poner un poco de orden en su casa, porque un idiota puede guardar documentos que impliquen a inocentes. Entre otras muchas imprudencias, apareció un cuaderno en el que aquel demente se había entretenido en llevar un registro de todas sus víctimas: nombre, nacionalidad, ocupación, edad aproximada, una breve descripción física, la persona que le encargó el sacrificio -en el caso de que el propio Abdel Bari no la hubiese liquidado por su cuenta- y, finalmente, el combinado venenoso con que la mandó al infierno, si me disculpa usted la expresión. Allí estaba la ficha de su padre. Y las de unas cincuenta personas más. Toda una leyenda tóxica nuestro Abdel Bari…» Le pregunté si en la anotación correspondiente a mi padre aparecía el nombre de la persona que ordenó su envenenamiento. «Sí. Pero no va a gustarle oír ese nombre: Sam Benítez.»

Mi capacidad de asombro estaba ya tan sobrepasada, que ni siquiera me asombré.

«Ahí mismo, si le parece. No soy quisquilloso para la comida», y entramos en una hamburguesería repleta de adolescentes.

Cuando recobré el don del habla, le pregunté a Tarmo Dakauskas por qué había ordenado Sam la muerte de mi padre, que siempre lo tuvo por discípulo predilecto. «No lo sé, y tampoco soy capaz de adivinar ningún motivo posible. Cualquier realidad resulta insondable cuando se mira desde fuera, aunque, vista desde dentro, es tan simple como el funcionamiento de un zapato. Pregúnteselo a él cuando tenga ocasión.»

Recibí una llamada de tía Corina. «¿Cómo va todo?», y le dije que no se preocupara.

Cuando terminó de comerse la hamburguesa (que es una prestidigitación difícil: algo así como devorar un bodegón de escuela francesa rococó), Tarmo Dakauskas pidió un café y le dio por hablar, como si estuviese respondiendo preguntas que yo no le hacía, pero que flotaban, por supuesto, por mi mente, que a su vez flotaba por sí misma.

Según él, en el relicario de los magos hay restos de personas muy dispares, porque a la cándida santa Elena le vendieron un surtido casual de huesos, huesos recogidos de aquí y de allá, aunque, según parece, el mercader que llevó a cabo la operación (de nombre Arcadio, según quiere una leyenda popular turca del siglo XVIII, en el caso de que podamos confiar en las leyendas turcas del siglo XVIII) era un gran supersticioso y un hombre de fe sincera, de modo que, ante la imposibilidad de conseguir los restos de los Reyes Magos, procuró hacerse con restos de santones, de mártires anónimos, de profetas callejeros o, en el peor de los casos, de gente humilde adepta a Dios y muerta en la cama. Pero entre aquellos huesos se colaron los cráneos de los tres individuos que se encargaron de crucificar a Cristo, tres esclavos medos que fueron secuestrados poco después por los seguidores más iracundos del apóstol san Pedro y emparedados vivos en un oratorio subterráneo. Cuando, siglos después, aquel oratorio sufrió un derrumbe, los descendientes de aquellos cristianos primitivos dieron por hecho que los tres esqueletos que aparecieron entre los escombros correspondían a hombres santos, y como tales fueron vendidos al mercader Arcadio, y como reyes de Oriente los vendió el mercader Arcadio a la madre santa del emperador.

Según Tarmo Dakauskas, los tres cráneos coronados que se exhiben en la catedral coloniense cada 6 de enero corresponden a aquellos desventurados que crucificaron a Jesucristo para ejecutar una sentencia de la justicia romana y que fueron ejecutados por una sentencia basada en la justicia poética, que también se las trae. «El fluir de la historia gasta bromas, como ve.»

Metidos ya en conversación y en trueque de leyendas, le comenté la fantasía que me refirió el Penumbra según la cual en el relicario se conservan los restos de Caín, de Simón el Mago y del pseudo Smerdis. «Imposible. De ese trío no quedó nada. Ni un pelo. Eso puedo asegurárselo.» Y, no sabría precisarles a ustedes por qué, Tarmo Dakauskas parecía tener autoridad sobre lo que decía, supongo que por decirlo con mucho aplomo, a pesar del impedimento que representaba su cara para emanar autoridad alguna, y lo curioso es que yo asumía aquella autoridad, porque daba aquel hombre la impresión de moverse a través de la historia del mundo como un testigo omnisciente. «Lo que el obispo san Eustorgio se llevó a Milán fue el lote recopilado por el mercader Arcadio. Ahora bien, lo que el arzobispo Von Dassel se trajo aquí es ya otra historia. Al lote se incorporaron otras reliquias…» Y me sonó de nuevo el teléfono.

«Escucha, güey, ¿por dónde andas?» Y los labios me temblaron.

«Ya tienes ahí al compadre Tarmo, güey. Ya puedes estar tranquilo. Va camino de tu hotel en este instante.» Le dije que estaba con él. «¿Que estás con él? ¿Dónde chingados estás con él?» Se lo dije. «¿En una hamburguesería con el compadre Tarmo? ¿Dónde está esa hamburguesería?» Me levanté, fui al mostrador, le pedí a una cajera que me escribiese el nombre de la calle y se lo deletreé a Sam, porque no era un nombre fácil para extranjeros. «Procura no moverte de ahí, cuate. Ni se te ocurra moverte, ¿va?» Conocía de sobra la respuesta, pero de todas formas le hice la pregunta: «¿Ordenaste tú matar a mi padre, Sam?». Tardó unos cuatro segundos en darme una respuesta asombrada, lo que en Sam resultaba insólito, al tener él la boca más rápida de cuantas he conocido, aun habiendo conocido a enfermos tremebundos de oratoria. «¿Qué carajo te tomaste, pendejo? ¿Le echan psilocibina a los refrescos en esa puta hamburguesería o qué?» Y me insistió: «No te muevas de ahí. No pongas un pie en la calle, ¿entiendes? Espera acontecimientos, güey. Cuelgo».

Volví a la mesa. «Era Sam Benítez.» Tarmo Dakauskas pareció contrariado. «Le ha dicho que estamos aquí, ¿verdad?

Bien, eso implica un cambio de planes. ¿Nos vamos?» Le dije que me había entrado apetito y que me tomaría con gusto un trozo de tarta de chocolate, por decir algo, aunque no era mentira del todo, porque mis niveles de glucemia debían de estar bajo mínimos. «Ya está usted un poco mayor para tartas», y les confieso que me irritó bastante aquella impertinencia, que tenía una réplica fácil: «Y usted ya está un poco mayor para tener esa cara de payaso que pide a gritos que le estrellen una tarta», por ejemplo, aunque me callé. Le sugerí que se fuera él si tenía prisa. «No, no tengo prisa, pero las cosas sí. Las cosas siempre tienen prisa. Prisa por ocurrir. Prisa por convertirse en realidad.» Insistí en quedarme. «Salgamos, por favor. Evitemos un escándalo. Sería un mal ejemplo para todos estos jóvenes», y puso encima de la mesa una SIG semiautomática, que al instante se guardó en el bolsillo. «Lo siento, señor Jacob, pero tenemos que dar un paseo.»

A veces, la mejor manera de evitar los rodeos consiste en dar un rodeo, de manera que le pregunté, fingiendo aplomo y arrogancia, si pensaba matarme y, de ser así, por qué. «No puedo responder ninguna de sus dos preguntas porque todavía no estoy seguro de ninguna de las dos respuestas. Dentro de media hora podré darle dos respuestas satisfactorias. A menos que me obligue a darle la primera antes de tiempo, claro está.»

Me descolocaba -y me tranquilizaba a la vez- el hecho de que si el plan de Tarmo Dakauskas consistía en matarme, no lo hubiese llevado a cabo en la habitación del hotel Dorint, ya que donde cabe un cadáver caben dos, y sólo tenía que salir y cerrar la puerta, dejando atrás una pareja de muertos lo suficientemente absurda como para que la policía alemana se entretuviera durante un par de meses mareando pesquisas desatinadas antes de dar carpetazo a la investigación. Pero como el miedo no admite análisis urgentes de sí mismo, mi preocupación principal en ese instante era discernir si Tarmo Dakauskas tendría o no inconveniente en ejecutarme delante de medio centenar de adolescentes con los dedos manchados de ketchup. Ante la duda, salí corriendo hacia los servicios. No era una opción muy digna, de acuerdo, pero fue la única que se me ocurrió en ese instante, y hay veces -muchas- en que en nosotros manda el mero instante. Nada más entrar en los servicios, me di cuenta de que, aparte de indigna, tampoco era una opción muy sensata: un sitio idóneo para que Tarmo Dakauskas me aliviase del peso metafísico del mundo. Me vi reflejado en el espejo y vi la anticipación de mi cadáver, pálido de angustia y de luz de neón. Debajo del recipiente del jabón líquido se había formado un pequeño charco verde, y pensé que aquella iba a ser mi última visión del universo: un charquito de jabón verde en el lavabo de una hamburguesería. Se abrió la puerta. «Déjese de chiquilladas. Hagamos de esto un asunto serio.» Empuñaba la SIG. A falta de otra opción, salí con él a la calle. Y les sigo contando.

Hay cosas que suceden de manera muy rápida, aunque luego la memoria las ralentiza, convirtiendo un relámpago en una luz inmóvil.

Les describo un relámpago…

Apenas habríamos andado unos cien metros cuando Tarmo Dakauskas cayó de bruces al suelo. Alguien lo había empujado por detrás. Ese mismo alguien se puso a patearlo y a gritarle en un idioma que me resultaba muy exótico. Tarmo Dakauskas se limitó a ovillarse mansamente, a pesar de tener una pistola en el bolsillo de la chaqueta. Cuando el agresor se cansó de patearlo, lo incorporó y le dio un par de bofetadas, lo zarandeó, lo estrelló contra un coche aparcado y se apoderó del maletín. Fue cuestión de segundos: un linchamiento rápido, muy profesional.

El agresor se fue hacia mí, y di por hecho que era mi turno de dolor.

«Siento que le haya molestado», me dijo en un inglés de vocales un poco rígidas, señalando a Tarmo Dakauskas, que en ese instante se sacudía la chaqueta. Tras someter la situación a unos parámetros medianamente lógicos, calculé que el agredido no tardaría en disparar al intruso, o al menos en apuntarle. Pero no parecía ser aquella su intención. «¿Quién es usted?» Y me dio una respuesta desconcertante: «Soy Tarmo Dakauskas». Supongo que la expresión de mi cara podría competir con éxito en un concurso de expresiones insólitas. «Y soy vegetariano.»

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