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La casa imprevista.

Mañana sangrienta.

La teoría de los tres malhechores.

Y alguna información histórica.

Sentirse estafado es un sentimiento bastante incómodo, pero puede sobrellevarse si has aprendido a mantener a raya tu sentido de la dignidad, esa dignidad que tiende a ofenderse a la mínima, al entrar en la categoría de los sentimientos egolátricos. No era la primera vez que me veía en una situación como aquella, ridiculizado y con la cartera saqueada, y esa veteranía me ayudaba a tomarme con calma el asunto, a pesar de que la dignidad herida es siempre un sentimiento que se estrena.

De todas formas, y en contra quizá de lo dicho anteriormente, lo tenía muy claro: llamaría a Sam Benítez y le diría que se metiese el sarcófago por el culo, si me permiten ustedes la expresión, que fue la única que se me ocurrió formular en aquel instante, que no era el idóneo para formulaciones más serenas.

Entre cosa y cosa, eran más de las dos de la madrugada cuando salí del templete lúgubre de Bechard. A esas horas, Electric Avenue puede ser un mal sitio para un paseante casi sesentón y solitario de raza blanca, y más si el paseante en cuestión lleva una corbata de seda y un reloj Bulova de 1952: algo así como un conejito con una lazada y un cascabel al cuello en mitad de la sabana de Tanzania a la hora del almuerzo.

Debo confesarles, con una vergüenza sólo relativa, que me dan miedo las calles desiertas, sea la hora que sea, y no hace falta que esté deambulando por esas calles: si me asomo a una ventana y el panorama consiste en una calle desierta, también siento miedo. No es que me ponga a temblar ni nada parecido: se trata sólo de un presentimiento de adversidad, de una inquietud de cuchillas en el estómago. Un miedo sin porqué, característicamente infantil, aunque complicado por las peculiaridades del prisma adulto. No creo que ese miedo mío esté determinado por el hecho de que me hayan atracado siete veces, porque es un miedo que viene de mucho antes del primer atraco (que tuvo lugar, por cierto, en la estación de Campanha, en 1986, cuando iba yo de camino a Oporto para reunirme allí con Mario Figueroa, el falsificador numismático que murió poco más tarde, se murmuró que envenenado por su esposa Marie Sprengler, celosa y nibelunga). Además, un atraco es un riesgo concreto y mi miedo es una conjetura abstracta. La respuesta es posible que esté en manos del psicoanálisis, aunque no tengo intención de hacerle jamás la pregunta, de modo que la explicación de ese miedo mío levitará para siempre en los limbos de lo enigmático, que es un lugar bastante confortable para un miedo.

Llegué sin incidentes a Brixton Road, donde el peligro, al fin y al cabo, seguía siendo el mismo (el camarada étnico que se te acerca y te susurra: «Eh, tú, viejo, dame tu puto reloj, tu puto anillo y tu puta carterita de piel de búfalo como tributo al multiculturalismo de la zona, porque yo soy una víctima sociológica de tus putos tatarabuelos y voy a rajarte tu puta barriga si me enfado», o algo igual de sincero, aparte de discutible en situaciones normales), y allí me aposté a la espera de un taxi, esos mirlos blancos de la madrugada.

«Hey», resonó en el silencio, y di un respingo: conejito a punto de morir.

Pero, bueno, hay veces en que nuestro ángel de la guarda se presenta bajo el disfraz más imprevisto, así sea el de demonio urbano: el Penumbra.

«¿En qué hotel estás?» Se lo dije. «Me pilla de camino. Vamos por mi coche.» Así que, después de andar un trecho y de bajar a un aparcamiento subterráneo que olía a sentina de un dragón con entrañas de gas y fuego (o tal vez a algo peor aún: a sentina de un dragón con entrañas de gas y fuego y con cistitis), ya estaba yo de copiloto en un Aston Martin que parecía una fantasía aerodinámica de hematita negra pulida y que tenía ese olor a traje recién salido de la lavandería propio de los coches flamantes. «Buen juguete», comenté. «Los hay mejores.»

«¿Adonde me llevas?», le pregunté al cabo de un rato, porque no me resultaba lógica la ruta que había tomado si lo que pretendía era acercarme al hotel. «A mi casa.» Me quedé un poco aturdido: en mi secuencia de evidencias básicas y de suposiciones elementales, la casa del Penumbra era aquel zaquizamí goético de Electric Avenue. Pero está visto y comprobado que el mundo de las apariencias es un mundo de ilusionismo. «¿No es un poco tarde ya?» Porque andaba yo en pugna con el sueño, al que el anacoreta Polidosio el Eleata atribuyó la cualidad de proporcionarnos una amnesia moral transitoria, hasta que llegó Freud el Vienes y nos negó la posibilidad de esa tregua. «Depende de para qué.» Y me dejé arrastrar, en parte porque comprendí que no tenía otra opción.

El Penumbra paró de repente el coche y sacó de la guantera un pañuelo de textura vaporosa: «Lo siento, Jacob, pero me vas a permitir que… Será sólo un momento». Y me vendó los ojos.

Lo del vendaje se trataba de un método un tanto teatral, aunque prudente, al menos con arreglo a ese precepto que solemos seguir los de la profesión de no desvelar nuestro domicilio. Me hice cargo de su cautela y me dejé hacer. A fin de cuentas, no era la primera vez que me vendaban los ojos, circunstancia que no siempre ha tenido lugar con mi consentimiento.

Al cabo de unos cinco minutos, entramos en otro aparcamiento subterráneo que olía un poco mejor que el primero. «Ya puedes quitártelo.» Y subimos en ascensor al que se suponía que era el verdadero hogar del Penumbra, cuya descripción no se hará esperar ni un instante.

Un cuadro de Rothko en tono cinabrio. Un par de sillas Prouvé. Un mueble cajonero de Alexandre Noli. Un par de acuarelas de tema mitológico de sir William Russell Flint, relamidas pero muy bien enmarcadas. Un pequeño lienzo de Leger. Una fantasía antropomórfica en mármol de Bruno Giorgi. Un lienzo de gran formato de Kiefer, con la perspectiva de una columnata tétrica. Una mampara japonesa del periodo Qing Long, según mis cálculos. Un armario Ming lacado en negro. Una fotografía de Mario Cravo… Y grandes ventanales. Y tarima de bambú. Y paredes pintadas de un blanco roto, contrastadas con algunas en azul de Prusia. Y estanterías con primeras ediciones de los autores más selectos de Gran Bretaña y de Francia. Y un orden etéreo.

El antípoda, en suma, del tinglado de Electric Avenue.

«¿Esta es tu casa?»

Reconozco que estaba desconcertado. El Penumbra era un mero hazmerreír para los de la profesión, un ladronzuelo de tumbas, un botarate fascinado por las tinieblas, el hijo descarriado del alegre Honza Manethová, el chico de los recados de Putman. Y, sin embargo, no conocía yo a ninguno de los nuestros que se moviera por el mundo en un Aston Martin ni que viviese en un apartamento como aquel, empezando por mí mismo.

Le dije al Penumbra que todo aquello merecía una explicación y se prestó a dármela a su debido tiempo. Le pedí que me preparase un café, porque necesitaba espabilármele sirvió una copa y, como la noche estaba tibia, nos sentamos en unas butacas muy Van der Rohe en la terraza, recubierta con una pérgola de teca de aire zen.

Transcribo su discurso según lo recuerdo: «Lo del satanismo no es una fantochada, por más que lo parezca. Y, aunque lo fuese, ten en cuenta que existe una corriente de satanismo irónico. No todo consiste en rituales solemnes, en blasfemias y en muchachas más o menos pelirrojas amarradas desnudas a un altar. Eso forma parte del vodevil, pero no es la esencia. La esencia es la ridiculización del imperio moral judeocristiano, que es el que gobierna la conciencia de millones de criaturas que no sólo están obligadas a creer en Dios, en Jesucristo, en el Palomo, en cientos de miles de vírgenes y en todos esos santos de vida lamentable, sino que también están obligadas a creer en el Maligno y en todas sus huestes. Millones de criaturas forzadas a un politeísmo maniqueo bastante retorcido y a vivir aterrorizadas sólo por el hecho de que un día, con cuatro copas encima, se les pase por la cabeza la ilusión de tirarse a su sobrina adolescente, a su yerno o incluso a la cabra que hace equilibrios en un podio al son de una melodía cíngara».

Aquel razonamiento me sonaba tópico… Aunque no por tópico menos ajustado a fundamento, la verdad, porque debo confesarles que aún hoy, cuando salgo del Club Pink 2, se remueve dentro de mi conciencia un sustrato infantil de remordimiento penitencial, un zarpazo frío de contrición y desasosiego, un magma de culpabilidad acumulado durante los años que pasé en aquel colegio de curas aficionados a la épica apocalíptica de la condenación, y es como si mi mano inmaculada de niño le hubiese clavado un puñal en el pecho a la Virgen María, un puñal en forma de tacón de aguja: Anabel, Sandra, Chabari, Leicha… Y eso está ahí.

«…Mira, Jacob, resulta muy fácil reclutar a gente a la que le han pisoteado todos sus sueños, a infelices que suplican una identidad alternativa. Asciendes a un don nadie a rango de diablo de opereta, le proporcionas un clima de fraternidad y un nombre exótico y lo conviertes de esa manera en un héroe ante sí mismo, porque lo sacas de un infierno real para meterlo en un infierno lúdico y rentable. Le sacas la cabeza del cubo de la basura y se la llenas de pájaros, de pájaros tenebrosos, pero de pájaros al fin y al cabo, y todos los pájaros vuelan. Le arreglas el destino, ¿entiendes? Y está dispuesto a hacer por ti lo que le pidas. Mataría a su gato si te maullase.»

Se levantó y fue a rellenar su vaso.

«…De momento, tengo a cinco trabajando para mí. Ya conoces a Belial y a Behemoth. Ella es una locuela pija, pariente de Vita Sackville-West, o eso dice, y estuvo enganchada al jaco y a cualquier tipo de teoría milenarista, se basara en lo que se basara: le bastaba escuchar a un paranoico pregonar el fin del mundo encima de una caja de cerveza para tomarlo por un guía espiritual y para follárselo en mitad de un parque si el tipo no estaba demasiado borracho ni demasiado zombi por la medicación. El pobre Behemoth trabajaba de limpiador en un cine de maricas negros, y no sólo limpiaba, pero lo saqué de allí. También están Bileth, el iracundo demonio ecuestre que antes era un repartidor de pizzas; Bitru, leopardo con alas de grifo, instigador del deseo, nacido en la casa de tres plantas del vizconde de Coventry, de la cámara de los lores y propietario de más de treinta acuarelas de Turner, algunas de las cuales se transformaron en dosis inyectables durante la peor época de su primogénito, y Batscumbasa, el demonio turco, al que sus familiares conocen como Zeyno, un muchacho que por la mañana jugaba con la PlayStation y que por la noche se dedicaba a asaltar a las putas del Soho, antes de incorporarse a nuestra cofradía diabólica y rehacer su vida. Son muy obedientes, créeme. Te traen el dinero a casa. Y además follas, porque también aportan niñas curiosas que quieren ver en primera fila el circo del Mal.»

No voy a decir, porque sería incierto, que estaba sorprendido de la astucia del Penumbra como rabadán de almas confundidas, pero sí que lo estaba de su clarividencia comercial: pones a unos cuantos desdichados a atracar a anticuarios, a coleccionistas y a galeristas de arte y tú observas sentado desde tu trono humeante de terciopelo púrpura, con un tridente en una mano y con un vaso de whisky en la otra -y teñido además de rubio.

«Se puede creer en cualquier cosa. La verdadera creencia antecede a la evidencia. Y eso es una ventaja. Si crees en los ángeles, acabarás notando el aleteo de un ángel en tu nuca, protegiéndote de las tentaciones y de los conductores alcohólicos. Si crees en los demonios y los admiras, los demonios acabarán reclutándote. Si crees que tienes sueños proféticos, tus sueños, de una manera o de otra, acabarán siendo proféticos. Una fe es una forma de paranoia.» Dio un trago y se quedó mirándome con fijeza, como si acabara de revelarme de forma gratuita el misterio de la mente humana.

«¿Y para qué me cuentas todo eso?», y se trataba de una pregunta sincera. «Muy fácil, Jacob. Quiero que trabajes para mí. Quiero que montes un círculo en España.» Intenté reírme, pero apenas pude, porque me notaba la cabeza muy nublada y espesa, a pesar de haberme tomado el café, que a mí me convierte en búho. «Tengo que irme», pero el Penumbra tenía una opinión distinta. «No, no vas a irte. Vas a quedarte dormido y mañana seguiremos hablando», y me llevó casi a rastras a un sofá. Yo sólo entreveía nebulosas, y dormido me quedé al instante, porque estaba claro que todo el mundo se había empeñado en dragarme sin mi venia. A discreción.

Fuese lo que fuese lo que me echó el Penumbra en el café, no me libró de sueños inquietos. Me desperté cansado y turbio, con el pensamiento enmarañado de visiones inquietantes (viajes a la nada a través de la nada, difuntos, animales de bestiario) y además con la espalda dolorida.

En el cuarto de baño había dos pequeños acrílicos de Hopper -uno de tema doméstico y una vista brumosa del puente de Brooklyn-, una bañera romana sostenida por cuatro patas de fauno de bronce, una imitación dieciochesca -calculé- del torso de algún dios griego decapitado y una butaca Luis XVI tapizada en crudo. Fui luego a la cocina para prepararme un café, pero no logré descifrar el mecanismo de la cafetera, de modo que tuve que prepararme un té, que a mí siempre me ha sabido a lechuga hervida con melaza. En la cocina, por cierto, colgaba un bodegón de Jean Arp, con frutas ondulantes; un collage de Cernigoj, varios bocetos de figurines firmados por el futurista Enrico Prampolini (con el sello del Museo Národní de Praga, lo que despejaba cualquier duda sobre los azares que los llevaron a la cocina londinense del Penumbra) y un móvil calderiano que, visto lo visto, podía ser de Calder. No estaba mal, desde luego, para un muchacho que, pocos años antes, cargaba y descargaba furgonetas a la puerta de Putman.

Me bebí el té con la nariz tapada, como quien dice, y me disponía a irme cuando salió de su dormitorio el señor de la casa, envuelto en un albornoz de fantasías helicoidales que parecía diseñado por el ya citado Prampolini, apologista de la velocidad y del dominio del aire como reconstituyentes de los valores emocionales y de las posibilidades estéticas. «Buenos días.» Aún no eran las nueve de la mañana, y aquello echaba por tierra la leyenda del noctambulismo impenitente de mi anfitrión. «Siéntate. No hay prisa. ¿Un café?», y le dije que sí, pero que sin aditivos. Sonrió. «Es que a veces conviene dormir bien para tener la cabeza en su sitio a la mañana siguiente.» La situación presentaba el viso, no sé por qué, de un pequeño secuestro.

«Me doy una ducha y enseguida estoy contigo. Te pongo las noticias», y encendió el televisor.

Al principio no entendí de qué se trataba. Coches policiales. Gente confundida que corría. Gente ensangrentada. Charlistas y analistas conjeturando conjeturas. Al poco, monté el rompecabezas: varios atentados en el metro y en un autobús. Muertos, centenares de heridos. Y esa armonía caótica de los desastres, con su clima de realidad en desbandada.

El Penumbra salió del cuarto de baño. «Como ves, no era un buen día para andar por ahí. Aquí estabas más seguro.»

Londres era una ciudad paralizada. Desde la terraza veía calles desiertas, y ya saben lo que eso significa para mí: miedo. Mi miedo subconsciente. Mi miedo sin porqué. Mi miedo en vano.

A lo lejos, el grito circular de las sirenas.

«¿Cómo sabías que hoy…?» El Penumbra se encogió de hombros: «Lo sabía. A veces sabes cosas que no quisieras saber, pero que te conviene saber cuanto antes».

El hijo de Honza había resultado ser no ya una caja de sorpresas, sino más bien una caja de sobresaltos.

«¿Quieres que hablemos de lo de Colonia?», y le contesté que sí, porque, a esas alturas, tenía asumido que con el Penumbra había que hablar en serio: no sabía yo con exactitud si era bufón o monarca, pero, en el peor de los casos, podía ser el bufón que conoce los secretos de algún rey.

«Pues bien, lo de Colonia es una operación fracaso. Ya sabes: te han contratado para que la cagues, ¿me explico?»

En la jerga gremial, utilizamos para ese tipo de operaciones -por fortuna infrecuentes- el falso latinismo corpus vile: el objeto de un experimento, al margen de la suerte que corra el objeto en cuestión. (Un corpus vile puede ser una rata o puedes ser tú.)

«El caso es que nadie sabe qué hay en ese relicario, aunque todo el mundo sabe que no son los restos de los Reyes Magos, por supuesto. No sé si me explico: la tumba de Mickey Mouse tiene que estar por fuerza vacía», prosiguió. «Hay quien dice que allí están las reliquias de Simón el Mago, del falso Smerdis y de Caín. Una bomba de malicia.» Y asentí. «Pero eso sería demasiado bonito, ¿verdad?» Y de nuevo asentí, porque la verdad es que se pasa uno media vida asintiendo a cosas con las que no puede estar de acuerdo ni por mera cortesía. «¿No te parece?» Y asentí.

De Simón el Mago creo haber hablado ya. De todas formas, demos un repaso a ese trío para refrescarnos un poco la memoria, que es una facultad del alma demasiado inestable.

Simón el Mago logró encantar a los habitantes de Samaría con sus artes truculentas, hasta el punto de ser tenido por la fuerza de Dios en nuestro mundo. Fue seguidor de Felipe el Diácono, de cuyos milagros se maravillaba, hasta que los apóstoles Pedro y Juan se olieron las intenciones hipócritas de Simón y lo reprendieron duramente por querer comprarles el don de impartir la gracia del Espíritu mediante la imposición de manos, sacramento que sólo los obispos podían conferir. Hasta aquí el relato bíblico. Algunos padres de la Iglesia como san Ireneo, Tertuliano y Teodoreto nos proporcionan datos sobre las andanzas posteriores del gran impostor, así como de su evolución ideológica.

Al entender de Simón, las tropas angélicas, por ejemplo, se habían rebelado contra Dios para hacerse con el dominio del universo y, si bien su ambición no se había colmado, gozaban de una amplia potestad, de modo que había que apaciguarlos mediante sacrificios, a fin de que no trastornasen nuestros designios terrenales ni acelerasen nuestra muerte. Simón abominaba del Antiguo Testamento por creerlo inspirado por los ángeles, negaba además el libre albedrío, fue pionero de la propagación de la herejía gnóstica y formó dúo con Elena, putilla de Tiro, a la que ascendió a rango de deidad. (En sus juegos trascendentales, Simón llegó a asumir la identidad de Júpiter y de otorgar a Elena la de Minerva, que ya en una reencarnación anterior había sido Helena de Troya.) Tras unos años de peregrinaje, Simón llegó a Roma, donde se dio a conocer con el nombre de Faustus (el afortunado, el próspero), y no tardó en congeniar con el emperador Nerón, predispuesto por naturaleza a cualquier tipo de entretenimiento. Al parecer, el mago prometió al emperador elevarse en el aire, propulsado por ángeles, para remedar de ese modo la ascensión de Cristo. Según dicen, el voletío paródico de Simón iba bien hasta que aparecieron por allí san Pedro y san Pablo, que, con la fuerza magnética de sus oraciones, hicieron que el Faustus infatuado se desplomara, cayendo a tierra muy maltrecho de cuerpo y de espíritu «y muriendo a los pocos días de rabia y de despecho», según nos cuenta el reverendo Alban Butler en su Vida de los santos.

La historia de Smerdis es la de otra gran impostura. Aprovechando que Cambises II, rey de Persia, se hallaba en Egipto amargándole la vida a Samético III, un sacerdote medo llamado Gaumata se hizo pasar por Smerdis, hermano menor del rey. (Estamos, por cierto, en las postrimerías del 500 a. de C, si no me equivoco.) Hay quien supone que detrás de aquella estratagema se escudaba una sublevación de la casta de los magos de Media, de la que Gaumata era jefe, ya que Ciro II el Grande, padre de Cambises II, fue el aniquilador del imperio meda, y a nadie le gusta que le aniquilen el imperio.

Cambises sabía de sobra que Smerdis no podía haberse sentado en su trono, ya que él mismo había ordenado matar a su hermano antes de su partida para evitar que se encaprichara de repente con el poder y tramase alguna traición. Proclamó Cambises -a quien Heródoto nos pinta como sacrílego, iracundo e inhumano- la falsa identidad de aquel Smerdis, aunque intentó mantener en secreto el asesinato de su hermano, pero el caso es que Cambises no tardó en reunirse con el verdadero Smerdis, ya que murió, por causas no precisadas, en el camino de regreso a su palacio usurpado. (Hay quien baraja la posibilidad del suicidio, quien conjetura un mero accidente y quien sospecha un magnicidio alentado por el mago usurpador.) Las tropas póstumamente leales a Cambises dieron muerte al final al Smerdis apócrifo, que reinó durante unos siete años, y entronizaron a Darío I.

En cuanto a Caín, la versión que ofrece el Génesis es somera: Caín y su hermano Abel hacen una ofrenda a Dios, que aprecia más el tributo del segundo que el del primero, lo que despierta los celos del primero, que mata al segundo. Con las manos manchadas de sangre, castigado por Dios a vagar por el orbe, marcado por mano divina para que nadie lo asesinara (ya que quien lo matase sería castigado siete veces), se fue a vivir al país de Nod, que quedaba al este del Edén. Allí se unió con mujer y tuvo un hijo llamado Enoc, en aquellos tiempos desasosegantes en que existían gigantes en la Tierra y en que la gente vivía varios siglos, hasta que Dios decidió recortar un poco aquella ilusión de inmortalidad y rebajó el límite de la vida humana a ciento veinte años.

Pero la imaginación tiende por naturaleza a la mixtificación y a las tramas derivativas…

Algunos rabinos amigos de la zoología fantástica sostuvieron que Caín era hijo de Eva y de la serpiente tentadora. Algunos sabios musulmanes, por su parte, dieron por hecho que Eva tuvo dos hijos, los célebres Caín y Abel, y dos hijas, Aclima y Lébuda. Caín y Aclima eran gemelos, como gemelos eran también sus hermanos. A falta de gente en la Tierra, Adán y Eva se vieron obligados a concebir una maniobra incestuosa y decidieron emparejar a Caín con Lébuda y a Abel con Aclima. Pero Caín, que era un joven de talante conflictivo, se enamoró de Aclima, su hermana asignada a su hermano, por considerarla más hermosa que la otra, a pesar de ser esa otra gemela suya, lo que le exime al menos del pecado de narcisismo. Caín, agraviado, se enfrentó a sus padres, en quienes su talante paranoico quiso ver un trato preferente hacia su hermano Abel. Y ahí comienza a gestarse la primera mente homicida de la historia: Caín decide asesinar a Abel, aunque no sabe cómo, al no estar inventado todavía el asesinato. Pero el diablo, que tanto afán puso en corromper la conciencia de aquella familia fundadora, le ofrece una clase práctica: coloca un pájaro sobre una piedra y con otra piedra le aplasta la cabeza. Caín comprende. Cuando Abel está durmiendo, su hermano le deja caer una gran piedra en la cabeza y lo mata.

Caín pretende ocultar el cadáver de Abel, pero no sabe dónde, ya que a fin de cuentas es el primer cadáver humano de la historia, así que lo envuelve en piel de bestia y se lo echa a la espalda. El asesino deambula durante cuarenta días buscando un escondrijo para el cuerpo de su hermano, hasta que la descomposición del cadáver es tal, y tal el asedio de las aves carroñeras, que lo entierra, con lo que inventa de paso la inhumación.

La lectura musulmana de este episodio decide que Caín se convierta en un eterno fugitivo, hasta que muere a manos de un nieto suyo que es corto de vista y que, en una cacería, confunde a su abuelo con una fiera.

Por otra parte, tenemos la revelación que recibe Hiram Abiff, responsable de la ornamentación del templo de Salomón, cuando desciende en sueños al centro de la Tierra, donde es instruido en la tradición luciferina, según la cual Caín fue hijo de Eva y de Iblis (o Lucifer), mientras que Lilith (hermana de Iblis) fue la amante de Adán, a quien transmitió el arte del pensamiento, aunque sus amores adúlteros no fueron bendecidos con descendencia.

Y ya está.

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