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Coordenadas preliminares.

Retratos de familia.

Y alguna digresión.

Me llaman Jacob, pero ese no es mi nombre, como es lógico. Para ustedes, de todas formas, seré Jacob: la máscara de un nombre.

(Pónganse también su antifaz, si les parece, y así vamos empezando a conocernos.)

Por raro que parezca, el hecho de que me llamen Jacob tiene que ver con la psicodelia y con el libro del Génesis, según me permito explicarles.

Jacob tuvo un sueño absurdo, como todos: vio una escalinata que se apoyaba en la Tierra y que ascendía hasta el Cielo. Por ella subían y bajaban los ángeles. (Luego Jacob disfrutó del privilegio de que le hablara Dios, y tuvo un número sin duda excesivo de hijos, etcétera.) En 1970 estaba yo en Londres, en casa de unos amigos circunstanciales, bebiendo whisky, fumando marihuana y escuchando un nuevo disco de Deep Purple, porque la juventud consiste en un trabajo bastante duro: hacer todo lo que no te apetece hacer con la convicción de que quieres hacerlo a toda costa. (Lo digo porque nunca me ha gustado el whisky, porque nunca me ha gustado fumar, porque nunca me ha gustado la marihuana y porque jamás me ha gustado Deep Purple.) A mitad de aquello, apareció uno por allí con unos secantes de ácido y con un disco de Iron Butterfly, muy en el papel de maestro de ceremonias de los trasmundos. «Es la combinación perfecta», nos aseguró. Con un poco de recelo, porque siempre he sido temeroso de las irrealidades, me metí en la boca aquella basurilla milagrosa, de cuya capacidad de encantación todo el mundo se hacía lenguas por entonces, y, al cabo de una hora larga, vi ante mí la escala soñada por Jacob. Los ángeles bajaban y subían por ella con alas rígidas y fabulosas, aureolados, con pasos etéreos. Mayestáticos. Andróginos.

«Veo la escala de Jacob. Podemos subir al Cielo», pero mis amigos, que andaban ocupados en embridar sus alucinaciones respectivas, no me hicieron caso, de manera que decidí subir solo, cruzándome con ángeles que olían a pájaro disecado, hasta que me hallé ante el rostro mismo de Dios: una espiral pop art.

(Iron Butterfly: la mariposa de hierro. Y yo era Jacob. Y tenía delante de mí a Dios, líquido, mutante y mudo.)

Al día siguiente, les conté a aquellos amigos mi viaje. «Muy bien, Jacob», dijo un irónico. Y los demás dijeron: «Jacob». A partir de entonces, a todo el mundo le decía yo que mi nombre era Jacob, por gustarme más que el mío. Y se me quedó lo de Jacob, pronunciado a la inglesa. Y me nació en el centro mismo del pensamiento este Jacob que les habla.

De modo que pueden llamarme Jacob, el que subió la escalera.

Pero vayamos hacia atrás…

Según tengo entendido, la gente acostumbra dormir a sus hijos pequeños con la narración de las proezas prodigiosas de las hadas, con el relato de las gestas desmesuradas de los gigantes, con fábulas protagonizadas por animales moralistas o bien con leyendas de dragones que acaban siendo asesinados por alguien que empuña una espada de aleación secreta y que cabalga a lomos de un caballo blanco por los bosques refulgentes del país de lo imposible. Una invitación -supongo- a la pesadilla, ese sucedáneo democrático de la fantasía.

A mí, sin embargo, procuraban dormirme con alguna explicación relativa a los orígenes del mito de Hermes Trimegisto (guía de las almas de los difuntos y donante a la humanidad de la Tabla de Esmeralda, como más adelante se verá), con el cuento del lobo que es hijo de Saturno y que devora a un rey para purificarle el alma, con la leyenda según la cual los antiguos habitantes de la isla Caffolos colgaban a los enfermos de los árboles para que se los comiesen los pájaros, a los que tenían por ángeles, en vez de los gusanos impuros de la tierra, o bien con alguna anécdota referida a las quimeras de los alquimistas alejandrinos, asuntos que tampoco consiguen ahuyentar los galimatías líquidos de los malos sueños, según puedo asegurarles por experiencia propia, ya que manejas mitos deformes en un espacio deforme de conciencia. Ocurrían cosas aterradoras en mis sueños infantiles, en fin, y todavía ocurren, por supuesto, porque los sueños implican casi siempre una rara retrospección: un regreso alucinado al lugar en el que nunca estuvimos. Cada noche, al cerrar los ojos, al golpear esa aldaba de niebla que abre los portales de niebla de la niebla de los sueños, mi tiempo resbala por un tobogán, y allá vamos: en el caldero de un mago que ha perdido la razón hierve la esencia onírica de mi infancia, entre alas de murciélago y utopías decapitadas por la realidad, entre hojas de mandrágora y horas bruñidas por la melancolía, que suele ser un sentimiento sin retorno.

En cualquier caso, me temo que todas las infancias son la misma infancia: un aprendizaje del terror, un adiestramiento para poder pasarnos el resto de nuestra vida temblando de confusión y de miedo sin que se nos note demasiado, con una mano vanidosa puesta en la cintura, distrayendo la llegada del momento de nuestra muerte con la filatelia o con la numismática, con expediciones científicas por regiones hostiles o con la ayuda de espejismos intelectuales como el amor o la teología, esas dos supersticiones que, generación tras generación, nos consuelan de nuestra intrascendencia en el universo, porque, se mire como se mire, un universo es siempre una cosa demasiado grande para cualquier conciencia individual.

De una manera o de otra, mucho me temo que todos caminamos hacia la Nada (aunque no faltan quienes ponen en duda esa obviedad ontológica, ellos sabrán por qué), pero nadie surge de la Nada, de modo que les hablaré, así por encima, de mis orígenes… De los orígenes de mi nada que camina hacia la Nada, si he de expresarme con propiedad, con pesimismo y con un toque de retórica trascendentalista, que siempre otorga un poco de hondura a los tópicos. (Y espero explicarme bien: cualquier vida es una nada, pero una nada repleta de cosas, como no haría falta decir. De cosas que tienen la misma dimensión metafísica que las muelas picadas de la gente que ojea una revista en la sala de espera de una clínica dental, poco más o menos.)

Mi padre se llamaba Luis Vinuesa Martel, un erudito errático: no estaba especializado en ninguna materia concreta, aunque no me atrevería a calificarlo de especialista en generalidades, porque no se trata de una calificación honrosa: algo así como ser muchas personas a la vez para acabar siendo un don nadie, y mi padre fue al menos una sombra prestigiosa en el terreno de la arqueología y de la egiptología y una celebridad en el ámbito de la compraventa de objetos artísticos. En su juventud escribió, además, un ensayo divagatorio y algo confuso sobre los principios teosóficos de mi pseudotocayo Jakob Boehme, aquel zapatero que derivó en místico, y una breve biografía novelada del rey Raneferef, que se publicó en una editorial chilena especializada en la divulgación de la vida sin igual de los prohombres, y ahí se le paralizó la musa para siempre. Murió hace ahora siete años de una enfermedad intestinal que los médicos atribuyeron a un cóctel de bacterias ingerido gota a gota a lo largo de su existencia movediza, siempre de aquí para allá, a la búsqueda de aventuras intelectuales y sentimentales y de objetos que pudieran venderse a buen precio en las subastas de la casa londinense Putman, con la que trabajó durante casi medio siglo, sobre todo cuando se trataba de colocar falsificaciones y mercancía dudosa, pues las piezas importantes procuraba venderlas sin intermediario, ya fuese a museos públicos o a coleccionistas privados de los cinco continentes.

Mi madre, por su parte, murió cuando yo tenía cuatro años, de modo que poco puedo contarles de ella: un espectro que me viste, me desviste, me baña y me da de comer mientras imita el ruido de un avión con la garganta, todo ello en un escenario de algodones flotantes, que es donde el pasado representa su función fantasmagórica, como si dijésemos.

¿Que a qué me dedico? No resulta fácil de explicar. Hay profesiones imprecisas, profesiones que no son nada en concreto pero que pueden ser muchas cosas en concreto. A lo largo de esta narración irán haciéndose ustedes una idea de la índole de mi forma de ganarme la vida, si así puede llamarse a la actividad pintoresca en que cada cual va malgastando su vida: muñecos laboriosos que tallan un diamante o que construyen autopistas que parecen no tener fin, autómatas afanosos que trabajan para comprar un diamante o que conducen por autopistas neblinosas, antes de que amanezca, para construir otro tramo de autopista por el que puedan conducir de amanecida otros autómatas que vayan a su taller a tallar un diamante o que viajen a la capital para comprar un diamante que tenga el poder de comprar un corazón, mientras la conciencia, al fondo, día tras día, obsesiva y estática, exegeta de sí misma, forma una nube negra, y cae una lluvia negra, y te viene la gana de medio morirte, pues casi nada es casi nada, pero sigues ahí, convencido de que huyes a toda mecha de la Nada.

(Disculpen, por favor, la digresión: mi pensamiento es de talante traslaticio. Una línea recta tiene tendencia a convertirla en una voluta. Un triángulo lo transforma, en cuanto puede, en rocalla. Un silogismo lo vuelve cornucopia. Un punto y aparte puede ser para mi pensamiento un abismo. Unos puntos suspensivos tienden a ser una infinitud.) (Y a veces me duele mucho la cabeza.) (Pero no volverá a ocurrir.) (O eso espero.)

Ha llegado el momento de hablar de tía Corina, lo que significa que ha llegado el momento de hablar de muchísimas cosas.

En el año 50 del siglo pasado, mi padre viajó a Rumania, comisionado por un obispo irlandés católico envenenado de bibliofilia, para ponderar la compra de un manuscrito iluminado que el vendedor atribuía a la mano santa de Dyonisus Exiguus, de quien hasta entonces no se conocía manuscrito alguno. Al final, aquel manuscrito insólito resultó ser una falsificación bastante grotesca ejecutada por el hijo habilidoso de unos chamarileros de Bucarest que tramaban huir del país para instalarse en Nápoles y abrir allí una sala de fiestas al estilo norteamericano, pues todos los miembros de aquella familia eran músicos de formación clásica y de propensión vanguardista, pero el caso es que mi padre no hizo aquel viaje en balde, ya que, aparte de algunos lienzos de mérito y de algunas joyas de damas que habían pasado del champán a la lejía gracias a las artes mágicas del Frente Democrático Popular, se trajo algo de valor incalculable: Corina, una muchacha de quince años que habría de aliviar la viudez de mi progenitor con sus habilidades para llevar la casa, pues no sólo sabía desenvolverse con tino de hechicera entre los peroles, sino que incluso sacaba tiempo para bordarle pañuelos con una L florida o con una V de laderas barrocas, según el día.

Nunca he sabido cómo se las arregló mi padre para traerse a Corina de Rumania como si en vez de una niña fuese una muñeca, ya que no tuvo que padecer grandes epopeyas burocráticas ni allí ni aquí, y mucho me temo que no todo lo relacionado con aquella especie de adopción se ciñó al cauce de las leyes. «Yo aún soñaba con brujas desdentadas y no recuerdo bien cómo se resolvió todo aquello», se limita a decir tía Corina cuando intento escarbar en aquel lance brumoso.

Los padres de tía Corina eran unos campesinos meditabundos, añorantes del fugaz rey Miguel, que vivían con sus cinco hijos en una granja cercana a Bacau, al pie de los Cárpatos Orientales, procurando asimilar con una rebeldía silenciosa y con una pesadumbre evidente los principios fundamentales del credo agrícola del socialismo. Aquellos campesinos vieron el cielo abierto cuando llamó a su puerta, pidiendo por señas un poco de agua, un curioso caballero que, a lomos de un borriquillo del color de la ceniza, iba tocado con un sombrero en el que cimbreaba una pluma de faisán tornasolada y que fumaba en cachimba de espuma de mar, azuzando su cabalgadura con el tacón de sus botas de caña alta de cordobán de lustre ambarino, pues jamás le tuvo miedo mi padre al exotismo indumentario, lo que le valió no pocas burlas, que es la maldición que padece todo dandy.

Y es que, una vez esquivado el fraude de los chamarileros melómanos, mi padre decidió recorrer el país como un aventurero decimonónico, al albur del camino, sin guía ni rumbo, animado en parte por una primavera que había entrado muy templada, en parte por curiosidad turística y en parte principal por su anhelo de búsqueda de objetos valiosos que pudieran venderse por encima de su valor o bien de objetos sin valor que pudieran venderse como si fueran valiosos, ya que el ancho mundo fue siempre para él una especie de supermercado de cachivaches y, por aquel entonces, Rumania era Jauja en ese aspecto, por esa facultad que tienen las revoluciones de mover las cosas de sitio.

Aquellos monárquicos rurales, en fin, no sé cómo ni cómo no, porque el idioma de señas tiene sus limitaciones, suplicaron al turista que se llevase consigo a la mayor de sus hijas -a la que adivinaban dotes excepcionales no sólo para los asuntos prácticos, sino también para descender a las simas de la meditación, pues andaba siempre cavilosa-, para que de ese modo pudiese crecer en un mundo menos incierto y hosco que el que se le brindaba en los Cárpatos, donde estaba condenada a palidecer y a marchitarse como una desdichada a la que hubiese mordido el conde Drácula en una noche sedienta.

Y así fue.

Aparte de sus labores domésticas, tía Corina se inclinó pronto por la lectura, pues tardó en aprender nuestro idioma lo que tarda en resolverse un crucigrama, y sisaba horas al sueño para implicarse en los enredos geométricos de las ficciones, para adentrarse en las cavernas herméticas de los filósofos y para quedarse con la boca abierta ante las hazañas sobrehumanas de los héroes homéricos.

Ni que decir tiene que mi padre no podía dejar de admirarse ante aquella muchacha que no sólo le solucionaba los trámites del día a día, incluido el de ejercer de madre conmigo, sino que además podía tener pesadillas en las que un cíclope hundía de un manotazo la galera de unos comerciantes fenicios que iban a vender a Robinson Crusoe la máscara de oro de Agamenón, después de haber hecho una visita de cortesía a la Dama de las Camelias, pongamos por caso, porque ya saben ustedes las trenzas que pueden formarse en los sueños y la gente tan inesperada que se cuela por allí, al ser el subconsciente muy hospitalario con cualquiera.

Percatado de aquellas inclinaciones y aptitudes, mi padre fue liberando a la joven Corina de algunos menesteres domésticos para iniciarla, con método y disciplina, en los arcanos múltiples del saber, y él mismo le impartía lecciones, le imponía deberes y le administraba calificaciones mensuales. Corina jamás pisó un centro de enseñanza, incidente que no creo que se debiera a que su situación legal en España no era todo lo legal que suelen ser las situaciones legales -ya que mi padre siempre fue el ilusionista de la documentación apócrifa, y nuestro país no se distinguía entonces por sus remilgos burocráticos relativos a la infancia-, sino más bien a ese nomadismo al que mi progenitor estuvo abocado a causa de su profesión arborescente, digamos, pues no sólo era esa profesión de naturaleza versátil, sino también ramificada: lo mismo estaba una mañana en Calatayud, negociando con un párroco cerril la compra de un lote de platería dieciochesca, que estaba a la tarde siguiente en El Cairo asesorando a los expertos del Museo Nacional en las labores de catalogación de unos hallazgos arqueológicos, antes de partir en un vuelo nocturno para quién sabe dónde, a trajinar quién sabe qué. Y, entre ausencia y ausencia, alguien tenía que hacerse cargo de mí, y de la casa, y de las llamadas, y del pequeño universo desamparado, en definitiva, que toda persona deja tras de sí cuando sale por la puerta con una maleta, y allí estaba tía Corina, niña proteica y vivaz, dándome de comer, planchando camisas, espantando el polvo, barriendo suelos y sumergida, en cuanto tenía un momento de calma, en la lectura de la biografía de los filósofos cínicos, por ejemplo, o de alguna de esas novelas sentimentales en que las heroínas acostumbran expresarse con el envaramiento de un texto notarial, pues era la joven Corina una lectora voraz y desordenada: un papel virgen en el que iba imprimiéndose, por la técnica del palimpsesto y por la vía del asombro, el testimonio plural de los sabios y embaucadores de medio mundo.

Como complemento, estudiaba cinco idiomas a la vez, con el único apoyo de unos libros y discos que le proporcionaba mi padre, y de ese modo iba desentrañando los juguetes musicales del francés, del inglés, del italiano, del ruso y del griego, a los que con el tiempo añadió los del alemán y los del árabe clásico, así como los del viejo anglosajón y los del rígido latín, para disfrutar con ellos de lecturas desusadas.

«En aquella época aprendí tantas cosas, que muchas de ellas no tardé en olvidarlas, pero aprendí algo inolvidable: que todo cuanto se aprende no se olvida jamás, aunque lo olvides», según las paradojas que tanto le gustan.

Y me subo a la máquina del tiempo: «Escucha, niño: mañana tienes que aprenderte la tabla de multiplicar del siete al diez. Ya lo dijo aquel ilustre cotilla que fue Platón: aprender es recordar, porque las almas, ¿sabes?, provienen de algún sitio misterioso en el que todo está ya sabido, de modo que, cuando un alma se encarna en un humano, se degrada y pierde su sabiduría, y hay que avivarle entonces la memoria para que vuelva en sí. Una vez avivado ese engranaje, podemos sentir en nuestro interior el ruido sangriento de las batallas entre los griegos y los persas, el choque del metal soberbio contra el metal tembloroso, la hoja ruda y afilada que traspasa la carne y astilla el hueso; podemos oír dentro de nosotros el bullicio de un mercado de Antioquía en la primera mañana del primer año del siglo I antes de Cristo, podemos incluso sentir lo que sintió la voluble Helena de Troya cuando rompió el cascarón del huevo, porque ella nació de un huevo que puso la hermosa Leda, esposa del rey Tíndaro de Esparta, y ese huevo estaba inseminado por el mismísimo Zeus, que se había disfrazado de cisne para darle muchos besos cuando paseaba ella por la ribera de un río». Y con este tipo de discursos me hipnotizaba tía Corina cuando era yo niño, según apunté al principio de esta historia que no ha hecho más que tomar arranque y que habrá de ser pródiga en sucesos que no creo que merezcan el recuerdo perpetuo de la humanidad, por ser intrascendentes tales sucesos en el conjunto de las derivas del mundo, pero que tal vez alcancen a aportar algunos datos curiosos y tal vez amenos a quien algún día la lea, si llegara ese día.

No sé si porque el español es, al fin y al cabo, su segunda lengua o bien por su comercio continuo con los libros y con las gramáticas de aquí y de allá, tía Corina es dueña de un conversar dulcemente artificioso, antípoda del coloquialismo, y, cuando la escuchas, tienes la impresión de que no estás ante una persona que habla, sino ante alguien que lee en voz alta el fragmento de una obra escrita, con sus giros severos y sus tropos postizos, como si esculpiese en el aire la columna salomónica de la sintaxis. Por eso me gusta mucho escucharla hablar de lo que sea, en buena parte porque su modulación libresca viene a ser la música de fondo de mi infancia. («¿Sabes qué es un unicornio? ¿Sabes en qué bosque alquímico trota ese mito que es un caballo dócil y es un cuerno arrogante y es a la vez el símbolo del espíritu y el del azufre? Pues si no lo sabes, mejor que cierres los ojos y te duermas, porque el sueño te revelará su figura y su alma.»)

Mi padre, que tenía ocurrencias discutibles, me matriculó en un colegio de curas, en régimen de medio pensionista, no porque le interesara mi espiritualidad, por ser él poco amigo de la trascendencia, sino porque le venía bien que me tuvieran allí de nueve de la mañana a cinco de la tarde, al estar yo en esa edad en que una persona es un trasto -si me permiten ustedes la expresión-, a pesar de que él apenas paraba en casa por aquel entonces.

Tía Corina, a la que enfadaba aquello, ponía mucho tesón en depurarme las supersticiones morales que me inculcaban allí, al ser partidaria de escindir la vida humana de la vida de los dioses, por considerarlas incompatibles. «Quiero que te quede clara una cosa: el infierno consiste en creer en el infierno», y me esforzaba en interpretar aquellas sutilezas, aunque sin éxito alguno, claro está, porque mis años daban para poco, y entonces ella rebajaba el discurso: «El infierno es un invento de la gente que vive en el infierno, ¿comprendes?», y le confesaba con pena que no, hasta que reducía todo a su expresión mínima: «El infierno no existe», y ya me quedaba más tranquilo.

Aparte de esas desintoxicaciones teológicas, la joven Corina se afanó en que redactase yo de forma esmerada, y me hacía hincapié en su creencia de que las palabras escritas deben ser precisas y mágicas al mismo tiempo, para que de ese modo signifiquen lo que tienen que significar y, a la vez, para que reverberen como un eco enigmático en el pensamiento de quien las lea. «Las palabras deben volar un poco por encima de sí mismas. No mucho. Sólo un poco, porque si vuelan mucho, se alejan de su significado y se convierten en imprecisas», aunque tardé años en empezar a comprender aquel concepto, que aún hoy no comprendo del todo. «Cada vez que te pongas a escribir una redacción sobre el sol, sobre tu juguete preferido o sobre lo que sea, ten muy claro que el mérito estará en que el sol que describes parezca más amarillo que el propio sol y en que los demás niños te envidien tu juguete preferido, así se trate de una espada de palo rota por la mitad. Las palabras no nacieron por una necesidad de comunicarnos, sino por nuestra necesidad de seducirnos.» Y cada tarde hacía yo una redacción sobre cualquier brizna del universo, y Corina me animaba: «Esto va cada vez mejor», y de ese modo me aficioné a la tarea de echar a volar -un poco, sólo un poco- las palabras, aunque con menos gracia que fatiga, porque tengo para mí que ese vuelo es un don fortuito. «Con esmero, con mucho esmero. Significación precisa y vuelo leve, muy leve», me parece oír a través de los años. Así que, a falta de otras facultades, procuraré esmerarme en la redacción de este informe de infortunios y fortunas, de estupores y curiosidades, aunque les anuncio que no se trata de un proyecto artístico, sino meramente documental, en el que tendrá más peso la realidad que la fantasía, de la que lamento carecer en la misma medida en que mis palabras lamentan no volar como debieran.

Creo que es el momento de dejar clara una cuestión que no tardará en manifestarse y que pudiera dar pie a equívocos, que es casi lo único a que dan pie las peculiaridades ajenas: al margen de perjudicarle la salud, tía Corina no tiene problemas graves con el alcohol, sino más bien una relación armoniosa con él: la pone en sí. (O eso me asegura.) La conduce a su ser inmanente, como suele decirse. «A veces el mundo no basta, porque es una construcción incompleta, y hay que añadirle definición y condimentos.» Entre esos condimentos se cuentan unas cápsulas azules -que contienen un derivado anfetamínico que actúa como potenciador de las alegrías sin porqué- que le elabora un químico andorrano y cimarrón, enemistado con la policía de media Europa, y les confieso que ese condimento me preocupa mucho más que el otro, ya que la aleja demasiado de su realidad y la hace sentirse, no sé, como una niña volatinera. Por suerte, tía Corina sólo recurre de vez en cuando a esas cápsulas ilegales y exclusivas que, en combinación con el alcohol, la mandan de turismo por universos carmesíes y oscilantes, aunque es raro que pierda la clarividencia. Una variante lúcida de la ebriedad es, en definitiva, el estado natural de tía Corina, que presume de no haber dado nunca un traspiés -en el sentido literal de la palabra- y de no haber dejado jamás una frase a medias.

Aparte de eso, lleva desde hace décadas un diario críptico, según la fórmula políglota del disoluto caballero Samuel Pepys, y en él va anotando las incidencias del fluir de nuestra cotidianidad y de su pensamiento. «Será mi herencia. Así te distraes conmigo cuando yo falte», aunque no me veo con paciencia, con facultades ni con tiempo para descifrar esa gran mascarada verbal, escrita de forma aleatoria en once idiomas. «Cualquier vida debe constar de un factor secreto y de un factor delirante. Contada con un poco de astucia, la mayor vulgaridad cotidiana puede transformarse en hito o en leyenda», y le digo que sí.

Tía Corina suele alcanzar el cénit de su locuacidad a media tarde, y da gusto escuchar entonces sus divagaciones fantasiosas y bromistas sobre los cuádruples globos de fuego, sobre las propiedades secretas del mercurio o sobre las interpretaciones que hizo Jung de la doctrina de su paisano Paracelso, que escribió una escueta plegaria al Espíritu Santo en la que le rogaba aprender lo que desconocía y poseer lo que le faltaba, que es una súplica que suscribiría cualquiera, al fin y al cabo.

La conversación de tía Corina representa, ya digo, mi regreso diario a la infancia: «¿Qué dirías tú de un individuo que comparase la anatomía humana con una casa de cuatro pisos en la que la nariz fuesen dos ventanas, los ojos las claraboyas del ático y así sucesivamente? Pues eso fue lo que hizo el judío Tobías Cohn a principios del siglo XVIII, que fue un siglo inmejorable para los majaretas ocurrentes», y se echa a reír, y me río, y pasamos la tarde, hasta la hora de cenar, en esos coloquios.

Tía Corina y yo vivimos en un piso amplio, aunque lo tenemos atestado de trastos y de libros, de gavetas y cajas, de cuadros y pedruscos: todo el batiburrillo heredado de mi padre. Lo que quedó por vender antes de su muerte, lo que vamos vendiendo poco a poco para ir tirando. Pero esa escenografía provisional y confusa, por raro que parezca, resulta acogedora: es como vivir en un bazar abandonado en el que los objetos van cubriéndose de polvo, que es la huella del tiempo al pasar. Es, no sé, como vivir dentro de un reloj de polvo. Más o menos. (O dentro del fósil de un leviatán, si lo prefieren.) Y se está bien. Y de pronto algo desaparece. No porque se trate de una casa encantada, claro está, sino a cambio de la mayor cantidad posible de dinero, que casi nunca es mucho, pero…

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