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La investigación de tía Corina.

Resultados de esa investigación.

La casta de los cobardes.

El baúl de los iconos.

Cuando llegué a casa, tía Corina estaba fortificada entre libros. «¿Qué tal ha ido todo? ¿Mal o muy mal?» Le di el informe melancólico que podía darle y me aseguró que todavía no había nacido el turista argentino al que lograra colocar nada de aquello. «Mejor que hubieras intentado venderle un traje de torero del siglo XII. Cada cliente es igual que una cerradura y hay que llevar la llave que la abre, no la que la cierra.» Y tenía razón, como siempre.

«¿Qué lees?» Tía Corina estaba documentándose sobre los Reyes Magos, porque su curiosidad es la cosa más viva que conozco. Me sumé a su tarea, y en aquellos rastreos y pesquisas se nos fue la noche, entretenidos en los meandros de la trama legendaria.

Por si acaso fuese del interés de ustedes, me tomo la libertad de resumirles la información que logramos reunir, a veces de fuentes poco fiables por inexactas o por fantasiosas, pues lo mismo consultábamos libros de lumbreras que de embaucadores, de sabios que de sabelotodos:

a) aquellos magos no existieron (algo que los niños descubren en torno a los ocho años: dejan de oír esas babuchas sigilosas que se arrastran por el pasillo durante la madrugada del 6 de enero, dejan de oír el frufrú rígido de las capas polvorientas);

b) en la Biblia sólo se les menciona, muy de pasada, en el evangelio de san Mateo (2, 1-12), donde son presentados como «sabios de Oriente», sin especificar su número, aunque algunos comentaristas se apresuran a deducir que son tres por ser tres las ofrendas: mirra, incienso y oro, cuya simbología, por cierto, da pie a complicadas interpretaciones que no vienen al caso;

c) si hemos de creer al pie de la letra -que es una mala forma de creer- lo que se nos cuenta en ese evangelio, aquellos sabios se fueron un poco de la lengua al informar al asustadizo Herodes de que en Belén acababa de nacer el rey de los judíos, puesto que su imprudencia los convirtió en causantes involuntarios de la llamada «matanza de los inocentes», que algunos cifran, mediante un cálculo del todo descabellado, en ciento cuarenta y cuatro mil recién nacidos degollados por mandato de Herodes;

d) en el protoevangelio de Santiago (XXI, 1-4) se nos ofrece una versión casi idéntica del relato que encontramos en el evangelio de san Mateo, mientras que en el evangelio del pseudo Mateo (XVI, 1-2) se nos asegura que aquellos magos orientales llegaron a Jerusalén dos años después del nacimiento de Jesús, de modo que, con arreglo a esto, Herodes debió de ordenar la matanza de niños de más o menos dos años de edad, ya que hubiera sido un derramamiento inútil de sangre el hecho de pasar a cuchillo a los recién nacidos, al no poder hallarse entre ellos el futuro rey de los judíos que la profecía de Balaam relacionaba con el advenimiento de una estrella;

e) según parece, ninguno de los llamados padres de la Iglesia asegura que aquellos tres nómadas fuesen reyes (aunque Tertuliano, azote de herejes, los supone de estirpe real, en lo que coincide con el obispo san Cesario de Arles, defensor de la flagelación como método disciplinar para las monjas traviesas), y hay quien sospecha que la palabra «sabios», en los textos originales, deriva del griego màgoi y del latín magi, palabras que a su vez derivarían de la palabra persa magù (que a su vez derivaría de la palabra avéstica mogu, relacionada con la palabra sánscrita mahat), nombre que se daba a los sacerdotes del culto a Zoroastro, aunque no falta quien supone que fueron sacerdotes de Mitra, el dios solar (a saber);

f) a estas alturas, queda claro que, cuando algo puede ser muchas cosas, lo más probable es que no sea nada, pero sigamos;

g) parece ser que los magos fueron ascendidos a reyes porque la palabra «mago» tenía connotaciones antipáticas para la Iglesia -en pugna constante con las corrientes mistéricas y gnósticas-, sobre todo a causa de sus desavenencias con Simón el Mago, que dio nombre al pecado de simonía y que, al parecer, se elevó sobre el cielo de Roma gracias a las artes del Príncipe de las Tinieblas, hasta que las oraciones de san Pedro y san Pablo lo hicieron desplomarse, quedando descalabrado y medio muerto, circunstancia en la que algunos quieren ver un ensayo de lo que le sucederá al Anticristo en el caso de que se anime a entrar en acción;

h) en cuanto al número de esos reyes o magos, las cifras enloquecen: la tradición siria, por ejemplo, dio por bueno que eran doce, ellos sabrían por qué (tal vez por ser doce las tribus de Israel); en algunos sectores coptos fueron más optimistas y elevaron ese número a sesenta (sobrecoge y abruma el solo hecho de imaginar esa multitud de monarcas, perdidos por desiertos y por valles tórridos, vigilando el rumbo de una estrella paranormal en los cielos nocturnos, anhelantes por llegar a un destino ignorado); en el llamado Evangelio armenio de la Infancia -que se supone redactado en el siglo V- los reyes son tres y hermanos; por su parte, en el Evangelio árabe que se conserva en la Biblioteca Laurenziana de Florencia el número de reyes oscila entre tres, diez y doce. Y así sucesivamente. Parece ser que el primero que estableció la terna fue el alejandrino Orígenes, pero acabó siendo el papa san León, en el siglo V, quien, en un intento de poner orden en los cálculos hiperbólicos, fijó su número en tres; por lo demás, en un sermón atribuido a san Agustín se supone que la historia de los magos representa la unidad de la sustancia divina y la distinción de las personas en la Trinidad. (Tía Corina, que lee en este instante por detrás de mí esto que escribo, me sugiere que les recomiende la lectura del libro Los Reyes Magos. Historia y leyenda, del profesor Franco Cardini, no sin avisarles de que se trata de un estudio árido y un poco desordenado.)

i) aquellas entelequias itinerantes tuvieron nombres diversos: en griego, Malgalat, Galgalat y Sarathin; en hebreo, Appellius, Amerius y Damascus; en sirio, Larvandad, Hormisdas y Gushnasaph; en armenio, Kagba, Badalima y no sé qué, etcétera (y con grafías oscilantes, claro está). En el llamado Libro de la Caverna de los Tesoros, que se supone compuesto en Mesopotamia entre los siglos V y VI, se atribuye a los magos un origen caldeo y se les identifica con Hormizd de Makhodzi, rey de Persia; con Jazdegerd, rey de Sabá, y con Perod, rey de Seba; en un manuscrito datado entre los siglos VII y VIII, a los reyes se les denomina Bithisarea, Melichior y Gathaspa, y así hasta que ustedes quieran;

j) hay quien marea la hipótesis de que los tres reyes representarían a las tres familias descendientes de Noé, custodio del zoológico flotante;

k) son varias las ciudades que se arrogan el privilegio de haber sido el punto de partida de los magos. (Marco Polo, por ejemplo, cuenta que la expedición partió de Sabá, donde aseguraba haber visto los sepulcros de los Reyes Magos, cuyos cadáveres estaban «todavía enteros, con cabello y barba».) Si, según el evangelio de san Mateo, los reyes venían «de Oriente», tía Corina y yo, después de ponderar diversas fuentes documentales, nos arriesgamos a deducir que por fuerza debían de proceder de Persia, Media, Asiría o Babilonia, que eran los únicos reinos orientales en que estaba instituido un sacerdocio de magos en el momento en que nació Jesucristo; su ruta, por tanto, debió de ser más o menos la siguiente, si no calculamos mal ni interpretamos mal lo que leímos, que todo puede ser, porque teníamos en el aire demasiadas pelotas de malabarista: cruzaron el desierto de Siria, llegaron a Alepo (también llamada Beroea o Halab, según fuesen sus invasores de turno) o bien a Palmira (la maltratada Palmira, cuyas ruinas describió con asombro sombrío el inquieto conde de Volney), de allí debieron de encaminarse a Damasco, para proseguir rumbo al sur por la actual ruta de la Meca, bordearon por el oeste el mar de Galilea y el río Jordán, llegaron a Jericó y de allí al pesebre belenita, lo que supone un recorrido de unos mil ochocientos o dos mil kilómetros;

l) como resulta fácil apreciar, tía Corina y yo, a esas alturas de escudriñamiento, habíamos dado ya corporeidad a ese trío de fantasmas mágicos o de fantasmas regios o de fantasmas astrólogos, como lo hizo, a su modo, el pseudo Beda, que fue quien los caracterizó con profusión de detalles, incluido el color de los zapatos de cada rey. (En el siglo XIII, el arzobispo genovés Giacopo da Varaggio -conocido en España por el nombre imponente de Jacobo de Vorágine- se afanó también en establecer el nombre de los reyes, su origen, la naturaleza de la estrella y el simbolismo de las ofrendas.) Eran ya muñecos automáticos para nosotros, pequeñas figuras articuladas que avanzaban por tierras ásperas y ajenas, con el pelo terroso, a lomos de cabalgaduras sudadas. Aquellos nómadas alunados tenían ya huesos, y un corazón palpitante, y unos ojos fijos en el celaje anochecido;

m) el asunto de la estrella: un tópico. Entre los antiguos era una superstición generalizada el asociar el nacimiento de un dios, de un mesías o de un gran hombre con la aparición de una estrena insólita. (Fueron los casos de Abraham, de Julio César, de Pitágoras, de Zoroastro y de Krishna, por ejemplo.) (Aparte de eso, en el año 60 a. de C, el estro de Virgilio dispone que Eneas sea guiado por una estrella en un viaje a Troya, por ejemplo.) Santo Tomás de Aquino quiso ver en la estrella que guió a los magos de Oriente una manifestación del Espíritu Santo. Las modernas teorías de los modernos ociosos barajan infinitud de conjeturas sobre la estrella en cuestión: ¿una conjunción de Júpiter y Saturno?, ¿un cometa?, ¿una cambiante stella nova?

n) En ese batiburrillo que se conoce por el nombre de Opus imperfectum in Matthaeum se reproduce la siguiente leyenda, cuyo origen está en el Liber nomine Seth (también conocido como Revelación de Adán a su hijo Seth): existía un pueblo costero en Extremo Oriente cuyos habitantes estaban convencidos del advenimiento de una estrella que habría de conducirles hasta el Mesías. Movidos por la esperanza de aquel prodigio, eligieron a doce de los vecinos más versados en los arcanos de la astrología para que vigilasen la aparición de aquella señal. Cuando moría alguno de los doce sabios elegidos para espiar los cielos, su hijo o su pariente más próximo lo reemplazaba. Año tras año, después de recolectar las cosechas, subían los doce vigilantes celestes a un monte y allí se pasaban tres días rezando. Así generación tras generación. Hasta que un día se estampó en el cielo la estrella ansiada, que resultó tener forma de niño y sobre la cual se apreciaba una cruz de contornos difusos. De modo que pusieron rumbo a Judea, en una peregrinación que duró dos años. (Una historia muy similar la encontramos en el ya referido Libro de la Caverna de los Tesoros);

ñ) y muchísimas cosas que omito y otras muchísimas que jamás conoceré, porque, a estas alturas de civilización, harían falta al menos tres vidas consecutivas para abordar la bibliografía existente sobre cualquier particular, por nimio y extravagante que sea, o quizá por serlo. (En un manuscrito del siglo XIII, pongamos por caso, se da por hecho que un remedio eficaz para la epilepsia consiste en murmurar al oído del afectado una jaculatoria en la que se repitan, como un mantra, los nombres de los tres magos y sus tres ofrendas.) (Y más aún: Roberto de Torigny, autor de la Crónica Universal, asegura que los tres cuerpos que san Eustorgio llevó a Milán estaban enteros y aparentaban tener quince, treinta y sesenta años de edad.) (Y así.)

Nos sorprendió el amanecer en esas faenas, amasando humo, y nos retiramos a dormir con la imaginación acelerada, que es mala cosa para el sueño.

Pero el sueño, aunque tarde, siempre llega y creo recordar que soñé que estaba muy sediento, que tenía un vaso de agua delante y que me resultaba imposible llevármelo a los labios. (Algo así, no sé, como la metáfora onírica de un desierto.) (O bien lo que un freudiano disponga, claro está.)

Cuando me levanté, más allá del mediodía, tía Corina había reemprendido la investigación, y allí estaba ella, tonificada por la ginebra y por la curiosidad, otra vez entre libros, con las gafas en la punta de la nariz. «Se nos ha pasado por alto algo fundamental.» Hice una interrogación con los hombros. «Todo el mundo sabe que el noventa y ocho por ciento de las reliquias que circulan por el mundo son falsas, de acuerdo. Pero ¿para qué puede querer alguien unos huesos que vete a saber de quiénes son? Si está claro que los Reyes Magos no existieron, ¿cómo pueden existir los huesos de los Reyes Magos y cómo puede existir alguien interesado en poseer los huesos de los Reyes Magos?»

Era una pregunta doble que me había hecho a mí mismo en el preciso instante en que Sam Benítez me planteó la oferta de trabajo, pero aún no tenía respuesta. Ni siquiera Sam la tendría, porque él no era más que un intermediario, ajeno a la esencia de los caprichos de la clientela, que a menudo resultan insondables. Pero el sentido común nos advierte de que el mundo es un raro lugar habitado por gente más rara que el mundo mismo, circunstancia que vuelve posible cualquier cosa improbable y que vuelve probable cualquier cosa imposible, y de ahí tal vez la condición circense de la vida. «¿Quizá una organización de delincuentes infantiles? Dime tú, por favor», bromeó tía Corina mientras pasaba el dedo por el párrafo del libro II de la Historia natural de Plinio, en el que da fe de que sus contemporáneos de Roma adivinaron a un dios en una estrella que tenía forma humana.

Una de las pocas personas que vienen a casa es Lolo Letaud, asceta cincuentón que fue profesor de griego y de latín en un instituto hasta que, hará cosa de un lustro, se desengañó de la pedagogía al advertir un factor básico de incompatibilidad entre el ablativo absoluto y los abalorios de plata que adornaban las orejas, las narices, el ombligo y los labios de su alumnado, al que Hélade le parecía un nombre de discoteca y al que los poemas de Virgilio le sonaban a jerga de tribu antropofágica, por no hacer mención siquiera de lo que sacaban en claro aquellos pupilos de una explicación relativa a los misterios de Eleusis, por ejemplo, porque Lolo se resistía a limitarse a la enseñanza de la lengua y procuraba ganarse a su clientela adolescente con esoterismos y mitologías, aunque ni por esas.

Tía Corina conoció por casualidad a Lolo Letaud hace un par de años en la librería La Atlántida, ante la pequeña sección de clásicos grecolatinos. Entablaron conversación, y hasta hoy.

Como nadie vive del aire, aunque él lo intenta a brazo partido, Lolo Letaud anda empeñado desde que abandonó la enseñanza en escribir una novela de éxito popular, acogida al patrón moderno de los quimerismos históricos, y se dedica a manosear los temas que alimentan esa industria: la herejía catara, el Grial, los enredos templarios, las intrigas vaticanas o los manuscritos del mar Muerto, entre otros, todos ellos mezclados con exotismos científicos y con piruetas criptológicas. Pero el problema de Lolo Letaud es que siempre hay algún autor que se anticipa a las intrigas que él concibe, quemándole así sus invenciones, y se ve obligado a abandonar el proyecto en el cénit de la inspiración y el entusiasmo. «Yo tengo mala suerte Jacob. Y no deja de ser una cosa misteriosa la mala suerte, ¿verdad? Una especie de voluntad averiada», y le digo que sí, por no saber qué otra cosa decirle.

Las novelas inconclusas de Lolo Letaud forman una pila marchita de tramas descabelladas y trepidantes en las que se funde la historia con el delirio, el ocultismo con el espionaje y la solemnidad, en fin, con la subliteratura. Aunque me duele decirlo, su prosa tiene una cualidad grumosa, porque se le enredan las palabras a la hora de ponerlas en orden, así las tuviese muy claras en el pensamiento, que es una patología muy frecuente entre los aspirantes a la gloria literaria, de modo que, tras leer varios párrafos suyos, acabas siempre descolocado, ya que sus grumos sintácticos te trastornan un poco la cabeza, y no sabes bien en qué lío verbal estás metiéndote, que es algo que la mayoría de la gente sólo les tolera a los filósofos y a los redactores de los manuales de instrucciones de los electrodomésticos, que tienen en común la obligación de divulgar lo incomprensible.

Lolo Letaud viene a casa de vez en cuando por tres motivos: para ponernos al tanto de un nuevo proyecto, para leernos algún capítulo de una novela en marcha o para lamentarse de que le han pisado la idea.

Consulta Lolo con tía Corina los pormenores eruditos de sus ficciones, así como el radio imaginativo de tales ficciones, que jamás es radio corto. Por ejemplo: «¿Qué te parece si empariento a María Magdalena con Mahoma? De ese modo, dando por hecho que María Magdalena tuvo descendencia con Jesús, quedarían unidos los dos grandes linajes del islam y del cristianismo… Sería mi aportación a la Alianza de Civilizaciones». Y tía Corina enarca entonces una ceja, atónita ante aquellos desparpajos, y le dice que le parece una ocurrencia inmejorable, sin duda porque sabe que nunca la llevará a término, por esa desventura que persigue a Lolo Letaud de que siempre haya algún novelista que se anticipe a los vuelos de su musa dislocada.

«¿No se te ha ocurrido nunca escribir una novela sobre los Reyes Magos?», le preguntó tía Corina, porque ella anda preocupada por el día a día de Lolo, que vive de lo que le da el Estado por estar deprimido y de la pensión de su madre, que se pasó media vida limpiando un cine y una caja de ahorros para que su hijo pudiera colgar de la pared un título de licenciado en unas materias que ella no alcanza todavía ni a entender lo que son. «¿Los Reyes Magos?» Lolo Letaud se quedó meditabundo, hasta que se le iluminó la cara. «Es una idea aprovechable.» Tía Corina le advirtió de la existencia de una novela de Michel Tournier sobre el asunto, pero que eso no suponía un obstáculo, y era cierto, porque la obra del francés consiste en una mera reconstrucción legendaria, y la corriente intelectual de nuestros días prefiere las novelas que se sitúan en un marco contemporáneo para indagar en arcanos pretéritos, con el apoyo de todos los avances científicos y tecnológicos de los que pueda uno echar mano. «Además, la novela del pobre Tournier arranca de la peor manera posible: "Soy negro, pero soy rey", de lo que se deduce que no habla un rey negro del siglo I, sino un francés del siglo XX, así que tanto el punto de vista histórico como el hechizo de la ficción quedan desbaratados, ¿no os parece?» Y Lolo y yo le dimos la razón. «Un error tremendo de perspectiva histórica, psicológica y narrativa», apuntilló Lolo, y tía Corina y yo le dimos la razón.

«En realidad, con una Biblia en una mano y con un manual de física y química en la otra se puede escribir un best seller impresionante», le animó tía Corina, y Lolo en efecto se animó, convencido como anda de que, al margen de las veleidades de la suerte, el éxito es una cuestión de voluntad, una voluntad de dominio, concepto en el que coincide con Nietzsche, que acabó como acabó.

«Anímate a escribir una novela sobre el robo de las reliquias de los Reyes Magos. Lo único que tienes que idear es un motivo pintoresco para el robo, añadirle un poco de acción, arriesgar una suposición histórica sorprendente, introducir algún factor alquímico y arreglártelas para que, al final, el protagonista masculino acabe en la cama con la protagonista femenina, que incluso puede ser descendiente directa de Krishna, de Cristo o de Odín, según te lo pida el argumento», le sugirió tía Corina, jugueteando con nuestro problema. A Lolo Letaud le pareció todo aquello razonable, e incluso se mostró dispuesto a aplazar el proyecto que tenía entre manos: una novela sobre la vejez de Judas, que, con las treinta monedas que cobró por traicionar a Cristo, se había comprado un terreno en las afueras de Jerusalén, en un pago llamado Hakeldama (que en hebreo significa «el campo de la sangre», como ustedes saben), donde vivía sin problema alguno de conciencia, mientras que sus antiguos socios de apostolado, cegados por la ambición del poder espiritual, propagaban la doctrina del Maestro y se dedicaban a infamar a Judas, de quien hicieron correr la leyenda de que se había ahorcado, presa del remordimiento y la atrición. (Lolo nos confesó que la idea se la había brindado la lectura de la Vida de Jesús, de Ernst Renan, que tía Corina le prestó y que al día de hoy no nos ha devuelto, como tantos otros libros.) «Me pongo a la tarea enseguida», nos comunicó con mucha euforia, seguro de que aquella iba a ser la tecla buena, y sé que tía Corina pensó en ese instante lo mismo que yo: que dentro de un par de semanas aparecería una novela sobre el robo de las reliquias de los Reyes Magos, porque Lolo Letaud tiene la suerte de espaldas y, cuando la suerte adopta esa postura, no hay cosa en el mundo que consiga darle la vuelta.

Tía Corina me sugirió que llamase a Sam Benítez y que le exigiera más datos sobre el entramado oculto de la operación, porque todas las alarmas de nuestra suspicacia habían saltado. No es que aquel trabajo entrañase un grado mayor de absurdidad que cualquier otro (todos son absurdos, todos se resisten al análisis de la razón: haces un trabajo sin comprender para qué lo haces). No, ya digo. Era sólo una cuestión de instinto, y el instinto nos había avisado de algo. «¿De qué?» No podría yo especificarlo: el instinto no entra en detalles.

El problema era que Sam debía de andar ya por Tailandia, entre monjes y putillas, convertido en el diablo mexicano de Bangkok, con horario de loco. Varias veces le llamé, y todas ellas para nada.

«¿Por qué no llamamos a Vassil?»,me preguntó tía Corina, y me pareció bien.

Vassil Dimitrov fue médico antes que anticuario. Escapó de la URSS de Kruchov en cuanto vislumbró una rendija y vagó durante años por Europa y América, hasta que se instaló en Frankfurt, dedicado a vender antiguallas y cosas que lo parecieran y a dar cobijo en su caja fuerte a mercancías de origen delicado. «Llámalo y pregúntale si no le importa darse una vuelta por Colonia para inspeccionar la catedral», y así lo hice. Descolgó una mujer. Como sólo parecía conocer el idioma alemán, que yo no domino, le pasé el teléfono a tía Corina, que intercambió con ella apenas un par de frases antes de colgar. «Vassil está muerto», me informó, con la mirada un poco ida. «Murió hace más de cuatro años», y cerró los ojos, supongo que para reconstruir la imagen de Vassil en su memoria. «A este paso, va a hacernos más falta un médium que un teléfono.»

Volví a llamar a Sam. Tampoco.

«Pues tú decides, ¿seguimos o lo dejamos?» Pensé en el anticipo: una pequeña fortuna en forma de cheque sin cobrar, que alegraría nuestras finanzas. Pensé en el negocio fallido con el argentino Casares. Pensé en lo breve y estrafalaria que puede ser la vida y en lo complicado que resulta subsistir sin sobresaltos ni tribulaciones. Pensé en la vejez galopante de tía Corina y pensé también en mi vejez, que canturreaba ya a la vuelta de la esquina próxima, pintarrajeada, con los tacones desmochados, con el bolso atestado de medicinas contra el dolor. «Por mí, adelante», le dije, porque hay ocasiones en que la sensatez se pone temeraria. De manera que, saltándonos a la garrocha la exigencia de Sam de trabajar con quien él nos indicase, empezamos a ponderar las cualidades de los distintos profesionales del gremio, a la búsqueda del personal idóneo.

«¿A la búsqueda del personal idóneo?», es posible que se pregunten ustedes. Y aquí se impone una explicación, a saber: tía Corina y yo, como en su día lo fue mi padre, somos gestores y organizadores de operaciones diversas, pero jamás sus ejecutores. Quiero decir que es más que probable que ustedes se mueran sin habernos visto trepar por los contrafuertes volantes de una catedral, romper una vidriera, descender por una cuerda hasta la nave, descerrajar el sagrario y salir de allí con un cáliz de oro del siglo XIV incrustado de zafiros, esmeraldas y amatistas, por ejemplo. No es esa nuestra tarea en este mundo. Nosotros, si recibimos un encargo de ese tipo, estudiamos, in situ y en planos, la estructura de la catedral en cuestión, hacemos un informe sobre su sistema de seguridad, su horario de apertura al público, etcétera; nos documentamos -por simple gusto, por mera curiosidad en la mayoría de los casos- sobre el cáliz del siglo XIV, pensamos en la persona adecuada para llevar a cabo la operación, le hacemos una oferta, le sugerimos un plan de actuación acorde con la información acumulada, le recogemos la mercancía lo antes posible y se la entregamos a quien corresponda en el lugar y hora que nos haya indicado. No es lo que se dice una epopeya, pero, aun así, les aseguro que resulta más cómodo relatar el proceso que llevarlo a cabo.

Con arreglo al escalafón y a la jerga del gremio, tía Corina y yo estamos en la categoría de los denominados «cobardes», aunque espíritus más amables se refieren a nosotros como «la retaguardia». La nuestra es, en definitiva, una labor de corretaje de mercadurías en las almonedas de un hampa de guante blanco, con un margen de beneficio que suele rondar el cuarenta por ciento del monto acordado por la operación. Ahora bien, si el cálculo de la estrategia degenera en un azar incontrolable, la cosa acaba en déficit, de lo que se resienten no sólo el bolsillo y el ánimo, sino también -y sobre todo- el prestigio: no sólo pierdes dinero, sino también la posibilidad de ganarlo, porque las noticias de las pifias las divulga la estafeta del viento, que siempre va con sellos de urgencia, y cuesta mucho borrarse el estigma de perdedor.

Por si acaso les interesa, les diré que entre los riesgos principales de nuestra profesión se cuentan los llamados «mensajeros falsos»: infiltrados policiales dedicados a tramar operaciones ficticias para intentar echarnos el guante, como es lógico, pero también para crearnos un clima de desconfianza, ya que se trata de una estrategia de eficacia sobre todo psicológica: no puedes fiarte de cualquier desconocido que te llegue con un ábrete-sésamo, lo que constituye un método muy astuto para reducir nuestro ámbito de operatividad y para condenar el gremio a la endogamia, por así decir, y más de cuatro andan penando a causa de su candidez o de su codicia, que siempre es ciega, o tuerta como poco.

Por otro lado, si algún factótum acaba entre rejas, el asunto se complica, ya que en el trato verbal suele contemplarse la cláusula de que el llamado cobarde tiene la obligación de asumir todos los gastos procesales que acarree esa contrariedad y de pasarle una pensión mensual al desventurado mientras cumpla condena, lo que es ya la ruina. En caso de incumplimiento por parte del cobarde, el factótum encarcelado (al que en la jerga de la profesión se conoce por el nombre genérico de «conde de Montecristo») adquiere el derecho moral de poder delatarlo sin que ello le reporte entre los del gremio una fama de confidente, que es fama mala en cualquier gremio, incluido el de los confidentes.

Una moral, en suma, un tanto asquerosilla, como casi todas, pero al fin y al cabo inevitable: la jacarandaina también necesita vivir atemorizada por sus propias leyes.

Tía Corina, mi padre y yo tuvimos una vez en la cárcel a Teo Friber, que conoció la prosperidad gracias a uno de esos golpes estelares de la suerte: estaba él en 1971 en Leningrado, atento a algún trapicheo cuya índole desconozco, cuando por casualidad se topó con un borrachín nativo que, tras muchos tanteos de desconfianza, le confesó, entre vaso y vaso, que tenía algo que podría interesarle, ya que Teo le había revelado su condición de marchante artístico. En esos casos, lo frecuente es que el tipo acabe enseñándote unos cuadros post-impresionistas que pintó su abuelo o una cacerola abollada que él imagina prehistórica. De todas formas, por respeto a la ley del por si acaso, se subió Teo de paquete a la motocicleta de aquel sujeto, que puso rumbo a las afueras de la ciudad. Cuando llegaron a una dacha ruinosa, el ruso le abrió un baúl repleto de iconos antiguos. Más de treinta. Un par de ellos del siglo XV, media docena del XVI y los restantes del XVIII y del XIX. Por lo visto, había encontrado aquel baúl bajo tierra hacía cosa de un año, cuando cavaba una fosa para enterrar un caballo de unos parientes suyos que murió de una anemia infecciosa o de algo parecido a eso. Con arreglo a la hipótesis del ruso, un grupo de terratenientes asustadizos, ante el temor de que los revolucionarios de Octubre se dedicaran a mandar a los creyentes junto a su dios por el camino más corto, habrían decidido enterrar los iconos heredados de una larga cadena de antepasados devotos, con la esperanza de poder recuperarlos una vez que los bolcheviques se calmasen. El hecho de que los iconos siguieran bajo tierra en 1970 sólo podía significar una cosa: que ninguno de sus propietarios logró sobrevivir a aquella confabulación de malentendidos escabrosos que propició la Revolución, hasta convertir Rusia en un matadero a escala industrial en los tiempos de Stalin, que tan mal hizo en nacer.

Los iconos se quedaron bajo tierra, en fin. Sus dueños murieron sin poder desenterrarlos, sin duda alguna porque ellos tampoco tardaron en estar bajo tierra. Ellos y, con toda seguridad, sus descendientes. Sea como sea, no quedó nadie que pudiera desenterrar los iconos. Murieron todos los que conocían el secreto, y con ellos murió el secreto de los iconos ocultos… Hasta que la divina Providencia se le manifestó al borrachín bajo la apariencia del cadáver de un caballo, porque esa Providencia da la impresión de tener domicilio en una tienda de disfraces y de artículos de broma.

Teo estuvo viviendo durante varios años a cuenta de aquel lote. Se compró una casa de campo en Mijas, se casó, se divorció, se arrojó a los brazos de las muchachas del champán y de la madrugada, se arruinó y volvió al trabajo. Tía Corina, mi padre y yo le hicimos un encargo de poca monta: chalet periférico, vacío en agosto, sistema de alarma rudimentario, dos grabados de Rembrandt. Salió mal. Casi dos años pasó Teo Friber en una cárcel catalana, soñando con su época áurea de disipaciones y dispendios. Durante ese periodo, le ingresábamos cada mes el dinero que él consideró que le correspondía, para pagarle de ese modo su fracaso, su ineptitud y el gasto que quisiera hacer en el economato de la prisión. Para pagarle -sobre todo- su silencio.

Por eso hay que calibrar muy bien a quién se le encarga un trabajo.

Y, aunque lo calibres muy bien, ahí estará siempre el azar, calibrando por su cuenta.

Pero sigamos con lo nuestro, que no es poco.

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