13

Los papeles walteristas.

El teléfono suena.

Una revelación en crudo.

Nos retiramos tarde a dormir. En la cama, me entretuve leyendo los papeles del primo Walter. Transcribo algunos fragmentos para que se hagan ustedes una idea de la condición filosófica de nuestro huésped. Ahí van:

Los sexólogos (ya sean titulados o televisivos) coinciden en señalar, a modo de advertencia severa, que la sexualidad no consiste exclusivamente en la penetración. Bien. Hasta ahí de acuerdo: no podemos olvidar la lengua artística, los latigazos en el culo, las bolas chinas eléctricas, el poder devorador de una boca, etcétera. En lo que lamento no estar de acuerdo con los sexólogos es en la propaganda sesgada que les hacen a las caricias. ¿Caricias? ¿Lo que les hacemos a los perros y a los gatos? ¿Caricias? Incluso acariciamos a un hámster muerto. ¿Caricias? ¿Las caricias son sexo? ¡Venga ya! No estamos para tonterías, camaradas. El sexo no consiste exclusivamente en la penetración. Por supuesto que no. El sexo es también otras muchas cosas: pellizcos que gangrenan la autoestima, lenguas ebrias, uñas que escarban en las fronteras del daño, la apropiación indebida de un alma ajena, el mal de ausencia que se traduce en un aullido nocturno, dientes que traspasan la barrera del dolor… Todo eso es también sexo, qué duda cabe. Opciones de sexo. Sexo complementario. Pero, ¿las caricias? No somos perros, ¿verdad? No somos gatos, ¿no es cierto? Sexo es terminar de practicar el sexo y plantearte al menos dos enigmas, a saber: 1) ¿Me habré pasado un poco? y 2) ¿Dónde habrá aprendido a hacer estas diabluras esta demonia trastornada? Y que luego te diga tu Conciencia: «Se te va a parar cualquier día el corazón, payaso acrobático». Y que tu Subconsciente te susurre: «Ju ju chunda chunda traca toma». (Porque el Subconsciente, como es bien sabido, se expresa a través de formulaciones más o menos onomatopéyicas.)

Y ahí va otro fragmento, que no le hizo bien a mi ánimo, por ser mi ánimo sensible a las razones amargas que se exponían en él:

Lamento decirlo, pero todo está impregnado de la esencia venenosa del Tiempo: desde la piedra inerte que le arrojamos a un perro para que juegue (todos los perros son ludópatas) hasta nuestra nariz. Todo. Y la esencia del Tiempo es muy misteriosa. Y es muy misteriosa por una razón muy sencilla: porque el Tiempo es intemporal. Ese es su truco. Pero, a pesar de ser intemporal, el Tiempo le otorga a todo un aire de fugacidad melancólica. Ahí radica el misterio: él es intemporal, pero está empeñado en que todo sea fugitivo. -El Tiempo, mala gente.

El Tiempo te echa el guante -me refiero, claro está, a su guante con púas- cuando cumples cuarenta años, que son los que cumplí precisamente ayer, sin ir más lejos, o sea. A partir de ahí, comienzas a tener una relación muy conflictiva con tu cara, aunque no tanto por cuestiones cosméticas como por cuestiones de técnica teatral: tienes que aprender a sonreírle cada mañana en el espejo a un desconocido. Tienes que aprender a dialogar con… ese. «Vamos, ánimo, superdotado, el mundo es tuyo.» Y ya no te lo crees, porque ya no te crees lo que ves: ese. Empiezas a ser mudo ante el espejo. No te apetece hablar con ese alienígena. Y esa falta de comunicación te conduce a extremos muy curiosos: «¿Y si me dejara el pelo largo?», te preguntas, en el caso de que aún tengas pelo. «Sí, por qué no», te respondes. Y te dejas crecer el pelo, y te crece, aunque con mucha lentitud, y entonces te das cuenta de que, con el pelo largo, tienes pinta de bruja cabreada o de vikingo malo. (Y a la peluquería de cabeza, y nunca mejor dicho.) «¿Y si me tiñese las canas?» Y te las tiñes, como es lógico, y entonces te das cuenta de que pareces un muñecón, porque resulta más llamativa tu falta de canas que las canas mismas. «¿Y si me comprara otras gafas? ¿Y si me tiñera de rubio? ¿Y si me dejase perilla? ¿Y si me pusiera un pendiente?» (Oh, sí, un pendiente: ahí tienes al Capitán Garfio, esforzado aspirante a Peter Pan.) Porque se trata de eso: de disfrazar al alienígena. Pero no puede ser. Hagas lo que hagas, parecerás el pedicuro yonki de los Rolling Stones. Así que tienes dos opciones básicas: morirte de asco o morirte de risa. Ambas tienen sus ventajas y sus inconvenientes. Así que tú sabrás.

Dadas las circunstancias, me llamó la atención el siguiente fragmento:

Los miembros de todas las familias se odian entre sí con ese odio cómplice que se da entre los siameses: unidos por el costado, o por las orejas, o por el cerebro, o por un contrato matrimonial. (Los parientes, qué extraña tribu.) De todas formas, sabes que fuera de la familia no hay nadie que te sienta como algo verdaderamente suyo, nadie que pueda quererte y odiarte a la vez con esa intensidad atávica. Fuera del ámbito de la familia, las relaciones pueden resultar más amables, más racionales incluso, los golpes bajos menos ruines (en parte porque te duelen menos), y es que dentro de la familia no se razona con la razón -valga la redundancia- sino con la sangre, y la sangre es un fluido soberbio. Fuera de la familia hay cosas mucho mejores que dentro de la familia, pero nadie ha logrado demostrar -no al menos por escrito- que el género humano tenga un interés especial en conseguir lo mejor. El género humano enseguida se siente a gusto en cualquier infierno, porque el infierno es su casa natural. El género humano, en resumidas cuentas, sólo visita los paraísos para pegarles fuego o para mearse en ellos.

Y con esas y similares elucubraciones me dormí.

A la mañana siguiente, muy temprano, llamó Sam Benítez, a quien teníamos un poco perdido en el desenvolvimiento de esta historia. «Oye, cabrón, ¿qué pasa por ahí?» Me dio un par de semanas para rematar la faena de Colonia y le dije que me parecía un plazo razonable, aunque yo, la verdad, había estado regando la semilla de incertidumbre que el Penumbra plantó en mi espíritu y, a esas alturas, estaba casi convencido de que todo consistía en una trampa, en una operación ruina. En el célebre corpus vile. Y nadie va con pies alegres al patíbulo -ni siquiera tal vez el verdugo-. Al mismo tiempo, me costaba trabajo dudar de Sam, y lo veía atender las explicaciones de mi padre, que siempre se esmeró en educarlo y en desvelarle los entresijos de la profesión y de la vida, que siempre lo protegió de los peligros concretos y de los riesgos invisibles del mundo y que siempre le dispensó la gama de afectos que suele dispensarse a un hijo, pues como a tal lo trató, al margen de esa anomalía de irse juntos de vez en cuando a quemar la noche.

Sabía de sobra la respuesta, pero no me resistí a hacerle la pregunta: «Sam, ¿vas a meterme en un lío?». Y me juró por lo más sagrado que no, aunque preferí no preguntarle qué era para él lo más sagrado.

Poco después de la llamada de Sam, recibí una llamada de Cristi Cuaresma. «Creo que merezco una explicación», fue casi lo primero que le dije. «¿Explicación? ¿Qué explicación? ¿De qué me hablas, muerto en vida?» (Yo me refería, como es lógico, a la jugarreta narcótica que me hizo en Roma.) Al final, no me dio explicación alguna, pero sí al menos un poco de información: «Mira, no recuerdo ni lo que te puse en el vaso. Créeme. Eché mano de lo que llevaba en el bolso. Una compota. Un poco de esto y un poco de aquello, y en dosis casuales, ¿me entiendes? Me daba pena verte tan muerto». Y en eso quedó la cosa. (Lástima, en el fondo, de fórmula perdida: aquello funcionaba.)

Le dije que la avisaría con tiempo para vernos en Colonia. «¿Irá de verdad el Penumbra?» (Por supuesto.) «¿Lo has visto?» (¿A quién?) «¿Dónde está?» (¿Dónde está quién?) «¿Me tomas el pelo, fiambre?» (¿Qué pelo?) A todo le daba yo largas, en fin, porque era mi turno de poder, y no porque me gusten esos equilibrios, tan mezquinos de fondo y de forma, sino porque, como me advertía mi padre, muéstrate débil e incluso los débiles te avasallarán.

Se empeñó en que le diera el número de teléfono del Penumbra, pero le dije que tenía instrucciones concretas de no dárselo, e insistí en esa especificación para echarle un poco de sal en la herida. «¿Dónde vive?» (Ansiosa, olisqueando el rastro de su perro…) «Y de dinero, ¿qué?» Le dije que de eso ya hablaríamos. «Quiero un adelanto», y le repliqué que a veces los adelantos se retrasan. «Oye, tú, ¿eres un muerto o un hijo de puta?» Pero no le despejé la incógnita.

El primo Walter se levantó temprano, para mi sorpresa, ya que en mi subconsciente -o en algún sitio similar- daba yo por hecho que los filósofos epicúreos posmodernistas -por así decir- tenían la costumbre de levantarse a las tantas.

«Buenos días, primo Jacob. Esta noche he soñado con la Monja Ensangrentada. Era la dueña de un cabaret gore.» Dios mío, qué mal aspecto tenía Walter por la mañana. Qué malo. Parecía haberse escapado de un quirófano paquistaní a mitad de la operación.

«He leído algunas de las cosas que me diste.» Se desperezó y destapó la cafetera para inhalar sus vapores amargos con gesto de druida ante el caldero. «¿Y qué tal?» Le dije que muy bien, compadecido de su aspecto. «No creo que seas del todo razonable, pero intentas ser al menos racional, lo que no es mal punto de partida para sistematizar una filosofía irracionalista.» Y nos reímos. «Peor sería que fuese un irracionalista disfrazado de sofista borracho, ¿no te parece?… Sí, con un poco de leche, por favor.»

Desayunamos amenamente, entre bromas y esgrimas conceptuales. Aprovechando que tía Corina estaba aún acostada, ya que me había prohibido que atosigara a mi primo con mis típicas interpelaciones (¿?), le pregunté a Walter por el motivo de su visita. «Ah, muy sencillo», dijo con despreocupación, «porque me estoy muriendo.» Y la taza de café se me quedó paralizada a la altura de la barbilla.

«…Si te fijas, es una frase que no puede pronunciar todo el mundo, porque mucha gente se muere sin tener que estar muriéndose. Pero yo puedo pronunciar esa frase: estoy muriéndome, primo. Me queda poco. Ya sabes lo que dijo san Agustín: "El alma teme su propia muerte, no la del cuerpo". Pues bien, yo temo todo lo contrario. Pero…», y se encogió de hombros.

¿Cómo se puede reaccionar ante una revelación de ese tipo? ¿Dándole una palmada en la espalda? ¿Diciéndole que los médicos se equivocan? ¿Asegurándole que existen otras formas de vida incomprensibles para los vivos? ¿Recordándole que siempre le quedará la posibilidad de seguir entre nosotros gracias a la ouija?

«He venido porque quiero nombraros mis herederos. La vieja no me dejó una gran fortuna, pero a Corina y a ti os daría para vivir con holgura un par de veces más. Sois mi única familia.» Les confieso que me conmovió aquel gesto, aquella lealtad a un vínculo de sangre que casi no era ya un vínculo, a fuerza de tiempo y de distancia, y más teniendo en cuenta que tía Corina entraba para él en la categoría de los parientes adoptivos.

– Gracias, primo.

– No hay de qué.

Y abracé tímidamente al moribundo.

Cuando se levantó, le conté a tía Corina lo de Walter y se le saltaron las lágrimas. Corrió hacia él y también lo abrazó. «Eh, eh, que estoy muy delicado.» Resultaba admirable el aplomo de aquel condenado a muerte. Su sosiego ante el peor de los desasosiegos: la cuenta atrás certificada.

Tía Corina le pidió detalles de su mal, pero el primo se mostró esquivo: «Lo de siempre: tu cuerpo se harta de ti y decide suicidarse».

Como hacía qué sé yo cuánto que no me pasaba por el apartado de correos para recoger la correspondencia, invité a Walter a que me acompañara, con la idea de dar luego un paseo, porque estaba el día esplendoroso, y la alegría de la luz solar pasa por ser un estímulo para los enfermos, aunque les confieso que si yo estuviese deshauciado, metería la cabeza debajo de una manta y no saldría de allí hasta que llegasen los de la funeraria, porque no se me ocurre que haya nada peor que despedirse para siempre de un mundo en estado fastuoso. Pero, bueno, demos un poco de crédito a los lugares comunes, aunque estoy convencido de que la muerte resulta más llevadera en Helsinki en el mes de noviembre que en Montecarlo en el mes de julio.

Tía Corina y yo apenas recibimos cartas, aunque sí facturas, como todo el mundo, y montones de ellas había en la casilla. También recogí -menos mal- el segundo aviso de un envío certificado, a punto de ser devuelto por cumplirse el plazo fijado para la recogida.

Resultó ser un paquete que me remitía Marcos Travieso desde Camagüey, allá en Cuba, de donde es natural y adonde regresó después de trotarse medio globo, cansado ya de emociones y de peregrinajes, aunque, por no sé qué tipo de dispensa castrista, pasa largas temporadas en Montevideo, de donde era Clara, su mujer, ya fallecida. (Quizá para rastrearle el espectro más de cerca, digo yo, ya que los espectros van cobrando más y más importancia a medida que se aproxima nuestra transformación en espectro.) Fue Marcos un buen amigo de mi padre, y ahora debe de andar cerca de los noventa, muy retirado de todo, aunque, según me decía, con muy buena salud. Su fuerte era la ciencia bibliográfica, y hasta hace poco compraba y revendía libros raros como joyas -y caros como ellas-, ya que tenía un olfato privilegiado para rastrear bibliotecas de herederos poco entusiastas y también un tacto primoroso para tratar con bibliófilos en apuros. «Te mando estas chucherías por si puedes colocarlas a buen precio. Estoy desconectado de la lonja. Cualquier cosa que hagas me parecerá bien, como bien me parecerá lo que consigas. Sé que puedo confiar en ti, igual que siempre pude confiar en tu padre. A estas alturas, necesito poco, y ya voy aliviando el equipaje», me decía en una nota. Lo que Marcos Travieso me adjuntaba eran dos guaches de Torres García, el mecanoscrito -con centenares de correcciones: barroquismo sobre barroquismo- del capítulo VII de Paradiso, de Lezama Lima; dos dibujos a plumilla de Pedro Figari, uno a lápiz de Vázquez Díaz, una tarjeta de visita de Proust rubricada, una carta del poeta Fernando Pessoa al subpoeta Adriano del Valle, una foto dedicada por Alejo Carpentier a una tal Rita, un pequeño collage de Maroto, varios manuscritos de Manuel Altolaguirre, un cuaderno escolar del poeta Gastón Baquero, un pasaporte de Marinetti, una acuarela de la época mexicana de Ramón Gaya, una segunda edición de El Quijote encuadernada historiadamente en el XIX por Joseph Thouvenin y dos cuadernos autógrafos del diario de Robert Musil, aquel austriaco que padeció el vicio del tabaco y el vicio de querer escribir una novela inmortal.

«¿Qué es eso?», me preguntó el primo Walter, y le expliqué el asunto. «¿Valen mucho?», y le di una cifra aproximada. Silbó.

El lote lo gestionaría a través de Putman y le enviaría el total de los beneficios -sin restar porcentaje de correduría- al viejo amigo de la familia, que siempre ha sido un hombre de corazón transparente y de profesionalidad escrupulosa, a pesar de que el curso de la vida le ha hecho enfrentarse a albures desdichados, como el de su encarcelamiento durante más de dos años en Costa Rica a causa de un delito que nunca ha querido especificar.

El primo Walter y yo nos sentamos en una terraza a tomar algo y a ver pasar la gente y el volar de la vida.

«¿Te has dado cuenta de que el mundo es cada vez más complicado?», y no supe qué contestarle, en el caso de que hubiera contestación posible. «Complicadísimo. Incluso el anuncio televisivo de un detergente resulta difícil de entender: "Limpieza total gracias a sus nuevos megatones iónicos de acción total y desinfección garantizada gracias a sus silicatos sintéticos de esporas de pino de acción protoactiva, directo sobre las manchas". ¿Qué es eso? El mago Merlín se tiraría por la ventana si oyese una cosa así. A estas alturas, el funcionamiento de nuestro cerebro es la mitad de complejo que el de cincuenta miligramos de detergente al entrar en contacto con el agua.» Y se quedó meditabundo.

Volvimos a casa y tía Corina se empeñó en invitarnos a comer en el restaurante de Hau Wah, pionero en la ciudad de las salsas agridulces y de las delicias cantonesas. «Tengo antojo de pato», alegó tía Corina. Y a lo de Hau Wah nos fuimos los tres con el ánimo alegre de los ociosos, aunque cada cual llevara por dentro su pesadumbre.

Me pasaba los días colgado al teléfono, hablando con Sam con Cristi y con el Penumbra.

Lo que hablaba con Sam lo comentaba con el Penumbra que me descuajaringaba la moral, pues me hacía ver la operación aún más descabellada de lo que alcanzaba a verla por mí mismo. Lo que hablaba con el Penumbra lo comentaba con tía Corina, que le había cogido ojeriza. («Ese niño huele a ruina desde lejos», pronosticaba su intuición.) Lo que hablaba con Cristi Cuaresma no lo comentaba con nadie, porque andaba aquella mujer con el espíritu emperrado en aliviarse el mal de ausencia que le ocasionaba el Penumbra, que se veía que era mal que la desgarraba, según interpretaba yo. Y en eso se me iban las horas, aparte de gestionar el asunto del traslado y del alojamiento a través de la agencia de Nati, que, a pesar de su eficiencia y de su voluntad, no lograba encontrarnos hotel, pues se celebraba allí un congreso eucarístico y miles de aspirantes a la eternidad gozosa tenían copadas las camas durante las fechas que habíamos fijado para la operación. Al final, tuvimos que desistir y aplazar el viaje, para escándalo de Sam Benítez, a quien aquello le cayó de la chingada.

Por lo demás, el primo Walter seguía instalado en casa como si fuese la suya, y no se le veía intención de mudarse.

Una mañana me crucé en el pasillo con una mujer. Era alta, rubia y -para qué decir otra cosa- despampanante. Buscaba el cuarto de baño. Iba desnuda. Con la mayor naturalidad que pude fingir, le indiqué la puerta y la observé alejarse por el pasillo. Un enorme tatuaje de simbolismo geométrico le coronaba la rabadilla, y aquello ya no me gustó tanto, porque una mujer tatuada nunca puede estar desnuda del todo: lleva el estigma del artificio. (Pero…)

Le dije a Walter que la norma de la casa era no admitir visitas de extraños y admitir apenas visitas de conocidos. Que él mismo era una excepción insólita. «Abigail no es ni una extraña ni una conocida. Es nadie», me replicó malhumorado.

«Abigail?», pregunté. «Bueno, Abigail o Teleris o Penélope, ¿qué más da eso? Todas tienen un nombre absurdo», y el malhumor le crecía. «No la traigas más, por favor.» Sonrió con aspereza. «No te preocupes por eso. Traeré a otra. Me gusta cambiar. Todas cuestan lo mismo», y se encerró en su cuarto, y allí se quedó hasta la noche.

El hecho de que el primo estuviese muriéndose y de que nos hubiese nombrado sus herederos empezaba a ser una jugada irónica de la fortuna, una de esas jugadas en las que ganas y pierdes. Además, había reaparecido en nuestra vida en el momento más inconveniente, azorados como estábamos por el asunto de Colonia, que iba camino de convertirse en la veleta de mis pesadillas.

Bien está, desde luego, que uno sea amable con los parientes agonizantes, pero todo depende de la duración de la agonía, y me veía venir que el primo Walter había tomado la decisión de morirse en nuestra casa, quizá por miedo a irse de muerte lenta y anónima en un hospital, o quizá por pánico a espicharla de repente en la suya y no ser encontrado hasta que el olor alertase al vecindario.

«Walter no tiene intención de irse», le comenté a tía Corina, y nos miramos como se mirarían dos personas a las que se les acaba de cagar en la cabeza una gaviota.

Walter salió de su encierro a la hora de la cena. «Lo siento, primo. Siento haberte hablado de esa manera. Pero hazte cargo de mi situación…» (Los privilegios de quien tiene ya las monedas en la boca, como quien dice. Los últimos caprichos del condenado.) Le argumenté que era por motivos de seguridad, aunque aquello sonase grandilocuente a una persona ajena a los códigos de la profesión. «No volverá a ocurrir.»

…Pero ocurrió. Al día siguiente. Una nueva muchacha de ojos hastiados. Una nueva muchacha de tacones veloces, huyendo por el pasillo. Una nueva despedida del mundo, del demonio y de la carne para el primo Walter, el veterano hedonista, el partidario de agarrar a la vida por la cola, y que la vida berree. Pero, después de todo, ¿qué puede reprocharle uno a un hombre que está al borde de la muerte? ¿Qué puede recriminarle un cliente habitual del Club Pink 2 a un putero desesperado? (Le hablé, por cierto, del Club Pink 2, pero me dijo que no era lo mismo, que a él le ilusionaba despertarse al lado de una mujer: salir del sueño y tener un sueño al lado, y me sorprendió mucho en él, la verdad, aquel brote de lirismo.)

En definitiva: el primo Walter había llegado a casa con su ataúd a cuestas y estaba claro que había que convivir con los dos. Con él y con su ataúd.

Como las cosas suelen venir por rachas, incluidas entre esas cosas las ráfagas de muerte, fui al entierro de Esteban Coe, que se había ido de este complicado titirimundi en un abrir y cerrar de ojos por una especie de rebelión general de su organismo en contra de sí. Su viuda, que debía de andar por el ecuador de la cincuentena y que sostenía con alfileres sus esplendores, con esa imponencia crepuscular de las bellezas rotundas, llevaba varias pulseras de oro, y grandes pendientes de lo mismo, y un puñado de anillos con pedrería de ringorrango, artesanía sin duda del difunto Coe. El oro era su luto, su homenaje al caído por la borda. Mientras metían a Coe en el nicho, me asaltó un pensamiento inaceptable: «Con lo que esa mujer lleva encima, podría vivir durante un año una familia compuesta por tres personas y por un perro».

Como la mañana estaba buena, me fui dando un paseo hasta la ciudad con el ex policía Mani, con el panadero Margalef y con el taxidermista Mahmud, los tres supervivientes, conmigo, de nuestra peña billarista. Paramos a tomar algo, a charlar un poco -así por encima- de la vida y de la muerte a cantar la necrológica de Esteban Coe, a brindar por su descanso eterno, a ensalzar la imponencia de la viuda y al rato nos despedimos. Creo que a todos nos resultó raro reunimos fuera de los billares, porque la nuestra es una amistad con escenografía concreta. Fuera de esa escenografía, cada cual tiene su existencia peculiar, opaca para los otros. Fuera de los Billares Heredia, somos en realidad extraños mutuos.

Cuando llegué a casa, tía Corina me tendió un papel. «Estaba en el buzón.» Leí lo poco que había que leer: CONOCERÉIS EL DOLOR. ARDERÁ VUESTRA CASA.

No conseguía acostumbrarme a la presencia del primo Walter. Para un neurótico como yo, una casa es un territorio neurótico. Quiero decir que tu casa se convierte en un espacio sagrado, muy vulnerable a cualquier tipo de profanación: basta con que una visita muy querida se siente en tu sillón habitual o desplace cinco centímetros un florero para que sientas la necesidad de estrangularla. (A la pobre Lola, la limpiadora, la he asesinado ya miles de veces, de miles de maneras diferentes, con la fantasía, y me temo que ella lo sospecha.) El primo Walter era un huésped sonoro, un huésped omnipresente, un vendaval de huésped. Dejaba la cocina como una chamarilería si se preparaba un simple café, sembraba el mobiliario de vasos pegajosos, rebosaba los ceniceros de colillas, dejaba cigarrillos encendidos por cualquier parte, revolvía los libros, se levantaba de madrugada tropezando con todo. Y seguía llevando mujeres.

«¿Qué le vamos a hacer?», suspiraba tía Corina. «¿Electrocutarlo mientras se ducha?», le sugería yo.

«Mira, primo, aquí tengo casi todo el resto del material», y me mostró con orgullo un archivador rebosante de papeles, haciendo ostentación de su peso. «Hay que ordenar todo y reescribir bastantes cosas. Ya sabes lo que decía el argentinito Macedonio Fernández: corregir es la clave del éxito, corregir es lo que nos vuelve geniales.» Y me dio todo aquello. «Ya me cuentas.»

Walter se había acicalado a fondo esa tarde. Estrenaba ropa olía a colonia densa y los zapatos le brillaban. Pero aquello, no sé por qué, no conseguía camuflarle el mal aspecto, sino realzárselo. «¿Tienes planes?», le pregunté, no porque me interesara la respuesta, sino por esa cualidad de cortesía que poseen a veces los signos de interrogación. «Sí. Voy a ir al tanatorio a dar el pésame.» Le pregunté que a quién, como era lógico, porque él no conocía a nadie en la ciudad, al menos que yo supiera. «A los familiares de los fiambres en general. A la gente que vea llorando por allí.» Asentí como asentiría alguien a quien su peluquero le asegura que el fin del mundo será el próximo miércoles por la tarde. «Quiero ser el muerto viviente solidario, primo. Tengo que ir acostumbrándome a ese ambiente. Me gusta saber dónde voy a acabar. Es una visita turística. Una especie de inspección, digamos.» Y ahí quedó la cosa, por dar poco de sí.

Cuando se fue a consolar a los deudos de difuntos extraños, eché el rato leyendo sus papeles, mecanografiados pero lleno de adiciones y de tachaduras, hasta el punto de parecer aquello un palimpsesto. Si el precepto de Macedonio Fernández resultaba eficaz, el primo Walter tenía muchas papeletas para acabar convirtiéndose en un genio: a la genialidad por la tachadura.

Entresaco de aquel desconcierto de papeles algunos párrafos para que aprecien la técnica de predicación del primo Walter desde su pulpito brumoso:

¿Qué ocurre en las películas dulzonas cuando dos personas en celo se miran a los ojos por primera vez y adivinan mutuamente en ellos el fulgor de cinco soles cinco veces mayores que el sol propiamente dicho? Pues que acaban besándose. (Y luego hacen el amor -jin, jin, ay, ay- como perros locos, así haya maridos y esposas por medio, porque ellos están secuestrados por la Pasión, esa atenuante moral que tan útil resulta en teoría para los adúlteros y que tan inútil resulta en la práctica cuando en la casa del ex Amor Verdadero comienzan a gobernar los abogados.) Pero eso no es más que una chapuza narrativa, o sea, camaradas, ya que lo normal sería que, ante el milagro de los ojos luminosos, y antes del folleteo, los dos deslumbrados se pusieran en principio de acuerdo en comprar a medias un coche, por ejemplo. Por respeto a la realidad. Porque ese sería un principio básico de realidad. La secuencia es muy lógica: ojos fulgurantes = coche compartido. (Y quien dice coche dice cualquier otra cosa: un papagayo, un tocadiscos, una lancha… Algo.) A su debido tiempo, lo del beso y lo del folleteo está muy bien, no digo que no, pero ¿qué subespecie ontológica de insensato hay que ser para irse a la cama con una persona sin saber si esa persona está dispuesta a pagar las cosas a medias? Y digo las cosas, que quede claro. Las cosas materiales. No lo otro, lo abstracto. Porque es evidente que, cuando te lías en serio con alguien, estás pagando con todo lo que te queda de vida, sea mucho o poco. Con todo. El cien por cien. Y despídete del mundo. Y si tienes la suerte de que el negocio acabe mal, es posible que recuperes el mundo, pero desde luego despídete del coche, del papagayo, del tocadiscos o de la lancha.

Así habló Waltertustra, en fin, como quien dice.

No, no me he olvidado de eso: conoceréis el dolor, arderá VUESTRA CASA. Lo que faltaba en el cuadro: un anónimo amenazante. «Yo no me preocuparía. Los anónimos siempre están escritos con mano temblorosa», intentó tranquilizarme tía Corina, pero le repliqué que las manos tiemblan a veces de ira.

Como era lógico, le pregunté al portero Elías, el trotamundos de ilusionismo, aunque con resultado menos cero: «Hoy por hoy, los buzones son imposibles de controlar, ¿qué quiere usted que le diga?».

Sam Benítez llamó desde Bogotá, adonde le habían llevado quién sabe qué trajines. Le aseguré que toda la logística estaba en marcha. Cuestión de días. Le comenté lo del anónimo y me argumentó lo previsible: que aquello era una pura pendejada, porque para él no parecen existir las categorías intermedias en lo relativo al ser: estás vivo o estás muerto. Si estás vivo, la muerte no cuenta. Si estás muerto, ¿de qué vas a preocuparte? Y yo estaba vivo.

Tía Corina charloteaba con el primo Walter en el salón, los dos muy animados, mareando generalidades. «Mira, Corina, a mí la literatura de terror me parece un pellizco de monja. Los que me aterran son los tipos como Dickens, por ejemplo, que se divertía haciendo que los niños pasaran hambre en las novelas.» Y tía Corina se reía con aquellas apreciaciones oblicuas que conforman el entramado ideológico de Walter, que siempre ha vivido devorado no sé si por la peculiaridad de su pensamiento o por sus imposturas de pensamiento. (Les confieso, de paso, que me irritó mucho la apreciación frívola sobre el novelista de Landport, que precisamente nos enseña a vislumbrar el horizonte de la felicidad desde el pozo de la desventura, a concebir grandes expectativas desde la adversidad, y a quien le permitimos que palpe la parte más blanda de nuestro corazón con la legitimidad que le otorga la limpieza del suyo.)

«Tenemos que hablar», le dije a tía Corina. «A solas», añadí. Walter puso gesto de fastidio y se retiró como si fuera el perro fiel al que su amo patea injustamente.

Le sugerí a tía Corina que era mejor que no me acompañase a Colonia, pero no sólo me dijo que de ninguna de las maneras estaba dispuesta a quedarse en casa contando las horas como si fuesen siglos, sino que incluso se lo tomó a mal, pensando quizá que procuraba jubilarla. Me vi obligado a confesarle que tenía toda la pinta de tratarse de una operación tramposa, sujeta a riesgos imprevisibles, y me dijo que entonces más a su favor. Así que desistí, aunque el hecho de implicarla en aquella aventura dudosa añadía comezón a mis comezones, que eran muchas. Ante la previsión de un cataclismo, prefería ir ligero de equipaje, y tía Corina constituía un equipaje difícil, aunque ella siga viéndose como Campanilla, alada y luminosa. En caso de emergencia, yo podía dar un salto -como quien dice- a Bélgica o a Luxemburgo, y allí anublar mi pista. Pero con tía Corina todo resultaba más complicado, por mucho que me duela decirlo.

Era jueves. Como una excepción («como una excepción excepcionalmente insólita» sería tal vez la expresión adecuada), tía Corina nos invitó a Walter y a mí a que la acompañásemos, detalle que les confieso que me enceló un poco, pues era una invitación que jamás me había hecho, y con ella nos fuimos al Casino Novelty.

Las amigas de jueves de tía Corina son tres viudas (de un fiscal, de un sastre y de un director de hotel), dos de ellas teñidas de un rubio inverosímil incluso para una muñeca hinchable y la otra de caoba, las tres cargadas de abalorios, disfrazadas no ya para matar, como es lógico y comprensible, sino más bien para morir: para morir engalanadas y enjoyadas como grandes damas del Egipto faraónico si la muerte les echa el guante de repente ante un cóctel y ante un cartón de bingo.

Me parecieron simpáticas y frívolas, mercenarias del azar, sacerdotisas de lo aleatorio, y le daban al vaso. (Y a reír. Y a perder. Y a quejarse. Y a ganar. Como en un bolero.)

Una vez le pregunté a tía Corina qué les contaba sobre nuestra forma de ganarnos la vida, porque algo tendría que contarles, y ese algo no podía mantener relación alguna con la realidad: «Tenemos una empresa familiar de pompas fúnebres. Pensé que era lo mejor para que no hiciesen demasiadas preguntas. A ninguna viuda setentona le interesa conocer detalles sobre el funcionamiento de una funeraria». Me reí. «Les he dicho que el negocio lo gestiona un pariente nuestro y que tenemos una participación en los beneficios, para que tampoco crean que nos pasamos el día maquillando cadáveres. Así que, oficialmente, somos rentistas del ritual mortuorio. Cuando alguien tiene que quitarse de en medio un fiambre querido, nosotros ganamos dinero. Si lo piensas bien, sería una profesión estupenda.»

Si las amigas de tía Corina supieran en qué trabajamos, no se horrorizarían, ya que se limitarían a no entender absolutamente nada. (¿Cómo iban a entender que, en 1971, pongamos por caso, tía Corina cruzó la frontera francesa conduciendo una furgoneta en la que llevaba despiezado un retablo renacentista atribuido a Arnao de Bruselas y que, unas horas más tarde, estaba en Marsella discutiendo a gritos con dos botarates armados el precio de aquella mercancía? Por ejemplo.) (A principios de los setenta del XX, dicho sea de paso, a mi padre se le ocurrió montar un pequeño negocio de ferretería para que tuviésemos un asidero social y fiscal, aunque aquella aventura mercantil duró tres días y volvimos a nuestros márgenes.)

Desde el susto del coma, tía Corina se afanó en dosificar los narcóticos andorranos y la bebida, de modo que nos retiramos pronto, después de haber perdido un poco de dinero en el intento de ganar un poco de dinero. Las amigas de tía Corina se quedaron medio espantadas y medio hechizadas a cuenta del primo Walter, que se pasó la velada contando anécdotas sexuales referidas a diversos artistas residentes en Miami, donde él vivió durante un tiempo, y arriesgando teorías pirueteras sobre la condición humana, para estupor y regocijo de aquel trío de ludópatas intermitentes.

Cuando llegamos a casa, tenía en el contestador un mensaje nervioso de Sam Benítez y un mensaje nervioso de Cristi Cuaresma.

Tía Corina y el primo Walter se quedaron un rato más en el salón, ambos de un humor excelente. Yo, que andaba caviloso, me retiré a dormir justo en el instante en que mi primo intentaba aplicar el llamado principio de incertidumbre de Heisenberg a la estrechez vaginal de las asiáticas, o algo similar a eso, no me hagan mucho caso. (Ni a él tampoco, desde luego.)

Me levanté temprano y salí a desayunar fuera, porque la mañana parecía un algodón de oro. Me fui luego a dar un paseo. Compré el periódico y un par de revistas. Compré también unas lenguas de gato en la Rosa de California para mantener a raya mi hipoglucemia con armamento de lujo. Y me acerqué por último a la librería anticuaría de Paco Ferrán, al que ya no le entra género, porque está para jubilarse, y diría yo que tampoco sale libro alguno de allí, de modo que el suyo es una especie de negocio estático, una inmovilidad polvorienta y simbólica en la que ya sólo quedan las obras más desventuradas de los autores más desafortunados del mundo. Por mantenerle la ilusión del comercio, le compré un libro de un tal Adrián Gilbert sobre los Reyes Magos, que resultó ser un tururú.

Volví a casa de muy buen ánimo, pero se ve que el ánimo es materia muy frágil.

Nada más entrar, me vino un olor a estopa quemada, de modo que abrí en mi mente dos signos de interrogación sin nada dentro.

En el salón estaba el primo Walter con un tipo de más o menos mi edad, con pinta de tener muy mal pasado y muy mal colmillo, con cara de trena, traje de corte camp y tupé engominado de rastacuero calé. Fumaba un cigarrillo gordo de grifa, que debía de estar muy seca, y de ahí el tufo a estopa. Me llamó la atención un detalle: el papel de fumar era rojo. «Te presento a Miguel Maya.» Pero no le tendí la mano. Me fui a la cocina y bebí agua, porque la boca se me quedó seca. ¿A qué extremos podía llegar la insensatez del primo Walter? ¿Pretendía convertirnos la casa en un club de quinquis autóctonos y de putas cosmopolitas? (Como dijo La Rochefoucauld «Cuando nuestro odio es demasiado profundo, nos sitúa por debajo de aquellos a quienes odiamos». Así que me contuve.)

Según supe luego por mi primo, aquel Miguel Maya era un rejoneador retirado que tuvo cuatro tardes de semigloria y luego una docena de pegar el petardo, como suele decirse, a causa de su mala cabeza, ya que le hipnotizaba la noche y su falta de guión y le gustaba revolotear detrás de las luciérnagas como un murciélago, hasta que la afición y los empresarios perdieron la esperanza de que retomase el tono de semigloria y lo mandaron sin contemplaciones a su casa, y a sus caballos artistas con él. A partir de entonces, Miguel Maya fue de todo, que es lo que suele ser la gente que acaba en nada, y tomó el desvío de los picaros, dedicado a chalanear en las lonjas del lumpen con lo que se terciase.

«¿Y eso es lo que me traes a casa?» Pero al primo Walter, por la cosa de tener un pie en la gloria eterna, parecía darle todo un poco igual, fugitivo como andaba del tiempo y pirata como era de la vida, y me daba la razón de palabra porque sabía que me la quitaría con los hechos. (Ya que estamos en fase de citas de autoridades, recordemos aquella frase desolada que Racine puso en boca de una heroína de las suyas: «En el desprecio de su mirada leo mi ruina».) Curiosamente, tía Corina se ponía de su parte: «Déjalo al pobre. Para las tres diabluras que le quedan…».

Aquella tarde, tía Corina propuso que fuésemos a ver F for Fake, la película de Orson Welles, híbrido de documental y fantasía, como ustedes saben. La echaban en la Casa de la Cultura, en versión original, con cine forum posterior, a la manera de los viejos tiempos, cuando la gente confiaba en el intercambio enriquecedor de las opiniones peregrinas. Tía Corina tenía interés en volver a verla porque conoció mucho al protagonista principal: aquel falsificador húngaro que se hacía llamar Elmyr d'Hory cuando no se hacía llamar Joseph Dory, Elmyr Herzog o Louis Cassou, entre otros pseudónimos, que salen gratis, y que pasó en Ibiza los últimos años de su vida en rosa, reclamado por tribunales de varios países, hasta que el gobierno francés obtuvo una orden de extradición en 1976 y, según se dice, Elmyr, ante la perspectiva cierta del encarcelamiento, se suicidó. «¿Cómo iba a suicidarse Elmyr?», se preguntaba tía Corina. «Elmyr es muy blando de carácter, y coquetea con el suicidio por la misma razón por la que coquetea con todos los hombres menores de cincuenta años que se le ponen por delante. Es decir, sencillamente porque es un coqueto. Pero ¿suicidarse? ¿Elmyr? No. Aquello fue una farsa, su penúltimo fraude. Seguro que Elmyr anda por ahí bajo quién sabe qué nombre, vendiendo a los marchantes sin escrúpulos esas falsificaciones tan horribles que hace de Modigliani, de Matisse y de Picasso, organizando fiestas y persiguiendo pantalones.» Lo que tía Corina no se paraba a considerar ni por un instante era el detalle de que Elmyr había nacido en 1906 (si el coqueto no se quitaba años), así que, de estar vivo, rozaba el siglo, que es ya una edad difícil para casi todo, incluido el vivir. Pero, bueno, al fin y al cabo, a partir de cierta edad tendemos a dar por sentado que nuestros contemporáneos son vagamente inmortales, por la cuenta que nos trae.

Le dije a tía Corina que fuese ella con el primo Walter, porque prefería quedarme en casa. Pensando. Pensando seriamente en lo que, sin más demora posible, se nos venía encima. Y eso fue lo que hice hasta que, a fuerza de pensar, me quedé en blanco. En blanco y abatido, como debió de sentirse el pobre Elmyr d'Hory cuando se enteró de que los franceses habían invadido su país de ilusionismo por vía burocrática y cuando se dio cuenta -ay- de que la mayor falsificación imaginable es la propia realidad: el espejismo de un espejismo de un espejismo reflejado en el espejo hundido en el fondo de un lago transparente.

(Ah, por cierto: y Narciso, con gafas de miope, escrutando su reflejo en ese espejo náufrago y preguntándose: «¿Quién será ese monstruo?».) (Y no sé si me explico.)

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