2

Sam Benítez y el Prisma Teológico.

La ida a Egipto.

La leyenda de los magos y el cuento de Alif.

La llave de plata y el columbario de Abdel Bari.

La oferta del báculo.

Otros lances e infortunios.

Ninguna vida es una historia, sino algo muy distinto: cualquier vida son muchas historias. Demasiadas tal vez. Y demasiado heteróclitas en su apariencia, aunque todo, al final, revele una armonía un poco terrible: esa es tu atolondrada aventura. La de tu vida. Con sus incomprensibles fallos de guión.

Pues bien, la historia que me dispongo a contar comienza el pasado 10 de junio a las cinco y cuarto de la tarde. Una llamada telefónica: Sam Benítez.

«¿Jacob? Soy Sam Benítez, güey. Te llamo desde Ammán, aunque voy camino de El Cairo. ¿Tienes un momento?»

Hacía un par de años que no sabía de él, y les confieso que me sorprendió su llamada, pues daba yo por hecho que nuestros rumbos jamás coincidirían, por andar cada cual atareado en lonjas diferentes, a pesar de haberse interferido con frecuencia tales rumbos en vida de mi padre, que adoptó a Sam como discípulo.

Después de los prolegómenos mareantes que le caracterizan, Sam me informó de que en El Cairo sólo iba a estar tres o cuatro días, «porque sigo camino a Tailandia para meditar con unos monjes drogadictos y para chingarme a veinte o treinta extraterrestres de aquellas», y a los prolegómenos siguieron los preámbulos, a los prefacios los proemios y a los introitos los preludios. Y así durante una media hora.

Samuel Benítez, natural de Tlaquepaque, allá en Jalisco, perdió casi toda la sensatez que tenía cuando se aficionó a los trances de alucinación que le brindaban los chamanes más chalados de México, con sus doctrinas visionarias y evanescentes materializadas al final en el peyote; poco más tarde, perdió casi por entero esa sensatez menguada cuando sucumbió a los mareos esotéricos que le proporcionaron los libros del mixtificador Castañeda -que él presumía de leer y releer, absorto en aquellos supramundos retóricos- y la perdió por completo cuando le sobrevino la comezón, hace cosa de cuatro o cinco años, de construir lo que ha dado en llamar el Prisma Teológico: un cristal tallado en forma de heptágono, a través del cual -una vez girado con arreglo a combinaciones sometidas a una complicada secuencia matemática aún por determinar y a unos indeterminados factores fotoeléctricos- podría verse el rostro poliédrico de Dios. Y en eso sigue.

A Sam Benítez no le merman la ilusión sus fracasos continuos y no sospecha siquiera que tal vez la Divinidad no quiera asomarse jamás a su prisma. En sus experimentos no cuenta la opinión de Dios, porque Sam es de naturaleza aturdida en cuestiones trascendentales, conforme a esa pérdida total de sensatez a la que antes me referí, aunque, como contrapartida, tiene un instinto infalible para los asuntos prácticos. Sam El Mexicano, Sam El Chingón o Sam El Chamancito, como indistintamente se le conoce en nuestro gremio de profesiones indefinidas; Sam Benítez, en fin, de unos cincuenta y cinco años de edad y de complexión pícnica, cascado por los excesos del cuerpo, del alma y del pensamiento abstracto, lo que no siempre evita que cierre muchos bares que no cierran casi nunca. «La juventud, compadre, es siempre el último día de tu existencia si el penúltimo es bueno», me dijo una vez. (Una de esas frases, ya saben, que simulan profundidades de entendimiento y que por desgracia son tautología pura. Y en eso -y en muchos otros detalles- se le percibe a Sam la ventolera.)

«Tengo un encargo para ti, güey. Lo más grande que hayas hecho en tu vida», me dijo desde Ammán, y quedamos en vernos dos días más tarde en El Cairo, con gastos a su costa.

Hacía años que nadie nos proponía un trabajo de envergadura, y la llamada de Sam animó mucho a tía Corina, que está en esa época en que una persona necesita sentirse útil para situarse más cerca de la vida que de la muerte, aunque a mí no tanto, pues me había habituado a nuestra relativa inmovilidad, al trajín discreto de las pequeñas operaciones sin grandes riesgos, sin grandes beneficios y sin grandes epopeyas, por ser yo pesimista ante el futuro, quizá por el convencimiento de que, a partir de ciertas edades, todo cuanto está por venir resulta siempre peligroso.

«¿Cuántos días estaremos fuera?», me preguntaba tía Corina, ilusionada como una niña que hace su primer equipaje, inquieta ante una aventura al fin y al cabo rutinaria, repetida centenares y centenares de veces, aunque sentida por ella como nueva, y yo disimulaba, para no herirle esa ilusión.

A última hora, tía Corina no pudo acompañarme, ya ven ustedes, porque la diabetes le tiene muy mermado el espíritu nómada que ha alentado siempre en ella y que sigue enervándola, por ser de natural trotamundano. La noche antes de la salida se notó indispuesta -sin duda por aquel nerviosismo de viajera novata que se adueñó de su espíritu por vía del todo inexplicable, pues lleva recorridas las siete partidas del mundo- y el médico, con bastante severidad, le prescribió reposo. Como no hace falta decir, protestó con las fuerzas que tenía, pero acabó asumiendo su derrota. («¿Qué le habré hecho yo al dios de esa gente para que me trate con la punta de la babucha?») Lo sentí en el alma por su fragilidad y lo sentí también por mí, ya que el viaje me resultaría más largo y tedioso sin ella, que siempre acierta a entretenerme con alguna exégesis imprevista, con una broma erudita, con quién sabe qué apreciación reveladora. (Yo, por mi parte, dicho sea de paso, padezco de hipoglucemia, de modo que somos algo así como el yin y el yang de la glucosa, ya que ambas afecciones son completamente opuestas, pero hay momentos en que se convierten en un mismo padecimiento: uno de los grandes riesgos del hiperglucémico consiste en convertirse de repente en hipoglucémico, lo cual ilustra hasta qué punto puede parecerse una enfermedad a una religión asiática.)

Por no sé qué razón indefinible, pues tal vez no haya razón alguna para tal cosa, me gusta mucho El Cairo. Cada cual cultiva, en fin, sus perversiones, y no merece la pena analizarlas, porque el análisis de cualquier tipo de perversión es algo así como meter la mano en el fuego y preguntarse por qué quema.

En el aeropuerto de El Cairo me esperaba Abdalah.

Este Abdalah estuvo durante muchos años al servicio de mi padre, cuando mi padre viajaba con frecuencia a Egipto, sobre todo en la época en que aún era aquello un inmenso mercado fuera de toda ley, excepción hecha de la de la oferta y la demanda, que es una ley inmutable. (Guardias nocturnos de museos que te conducían al almacén de las piezas pendientes de catalogación, vigilantes de excavaciones que, a cambio de unos billetes, franqueaban el paso a extranjeros aprovisionados con bolsas de herramientas; arqueólogos clandestinos, profanadores de tumbas, restauradores oficiales que, en vez de restaurar, falsificaban las piezas y vendían las auténticas a través de la red del apodado Jofu Pe-Guti, faraoncillo del hampa…)

No sé si el coche de Abdalah es más viejo que Abdalah. Sea como sea, tanto Abdalah como su coche podrían ser exhibidos en cualquier museo, al lado de la estatuaria faraónica, sin que nadie lo considerase un anacronismo escandaloso.

A pesar de su mucha edad, Abdalah es gritón y camorrista, quizá -quién sabe- porque es partidario de la armonía cósmica, de modo que el caos global de nuestro mundo, y el de El Cairo en concreto, le enrabia y desconsuela, pues no se me ocurre ningún otro motivo que justifique tanta irritación indefinida, y digo yo que por eso anda siempre de mal humor, maldiciendo a sus congéneres y pidiéndole al dios que los creó que los fulmine.

Entré en el coche de Abdalah, con sus asientos forrados de piel de carnero, y, nada más soltar mis maletas en el hotel, salí a toda prisa para el Café Riche, donde me había citado con Sam.

El tráfico estaba espeso, como allí suele estarlo a muchas horas, y nunca dejará de admirarme la afición que los conductores cairotas le tienen al claxon, que más parece para ellos una prótesis que un ingenio, una especie de garganta alternativa, pues no paran de hacerlo sonar, razón por la que la ciudad entera se da el aire de una sala de ensayo tomada por cientos de miles de trompetistas dementes: una grandiosa sinfonía urbana y deconstruida que resume el espíritu bullicioso y desordenado de aquel rincón del mundo.

Cuando llegué al Café Riche, no estaba allí Sam. Me senté, pedí un agua muy fría, porque el calor asesinaba, y, al rato, se me acercó un camarero, me preguntó si yo era quien soy y me dijo que tenía una llamada telefónica.

«¿Jacob? Escucha, compadre, no te muevas de ahí. Dentro de media hora a más tardar podré darte un gran abrazo de empatía.» De modo que allí estuve durante más de una hora, ansioso por saber en qué podía consistir aquel tipo de abrazo.

A pesar de esos malos indicios, y en contra de lo que ustedes pudieran suponer, Sam Benítez juega siempre en serio. Quiero decir que, en esta profesión nuestra, tan difícil y delicada, tiene él su prestigio bien ganado, porque no es uno de los tantos administradores de humo que se meten en esto con la codicia ciega y urgente de los buscadores de tesoros fáciles y que acaban en la cárcel, en la tumba o huidos del mundo, o al menos con un par de dientes rotos. No. Y por eso estaba yo en El Cairo: Sam será lo que sea, un botarate mareado por los misticismos agrestes de los chamanes, un iluminado que se empeña en ver a Dios a través de un prisma, de acuerdo; pero en las cosas de trabajo siempre ha sido de fiar: si Sam Benítez te dice que un sargento de la policía de Varsovia tiene a la venta una oreja de la madre de Poncio Pilatos -por poner un ejemplo improbable-, no te lo tomes a broma, y da por hecho que se trata de un negocio serio -al menos en la medida en que puede ser serio un negocio relacionado con una oreja de la madre de Poncio Pilatos, claro está, pero eso es ya otro asunto.

«Sam es como un gato. Te arañará si juegas con él, pero si quieres cazar un ratón, tienes que contar con el gato, porque los gatos están para eso: para cazar ratones, no para jugar contigo», solía decir mi padre, que transmitió al mexicano sus conocimientos empíricos y genéricos de la profesión, aunque luego Sam se encargó de ajustarlos a su carácter, no siempre idóneo para determinadas cosas.

Al fin llegó Sam Benítez y me dio su prometido abrazo de empatía, no muy diferente de cualquier otro tipo de abrazo humano o animal. «Perdona, compadre, ya sabes…» Sam sudaba como tres o cuatro personas a la vez. «Mira esto», y me puso delante una carpeta. La abrí: una docena de dibujos que tenían toda la pinta de ser de William Blake, con sus figuras acartonadas, como de gimnasio celestial, y su escenografía delirante. «¿Son auténticos?», le pregunté. Sam me retó a que lo adivinara. Pero las valoraciones oculares no pasan de ser un juego de azar: si algo te parece bueno a primera vista, es muy probable que te equivoques, aunque si algo te resulta falso nada más verlo, es casi seguro que aciertas… aunque también puedes equivocarte, ya que ni siquiera los grandes artistas están siempre a la altura de sí mismos, del mismo modo que muchos falsificadores acaban estando por encima del artista falsificado.

Aquellos dibujos, así al pronto, me parecieron auténticos. «Parecen auténticos, Sam, pero algo me dice que son falsos.» Sam se rió. «Has acertado por partida doble, cuate. Son más falsos que mi muela superior izquierda. Pero el caso es que parecen tan auténticos como mi muela superior derecha.»

Según me contó, había conocido a un tipo, hijo de unos orfebres de Alejandría, que era un falsificador excelente, aunque maniático, ya que sólo se dedicaba a temas religiosos católicos, por no ofender a Alá con su impostura. «Tiene carpetas llenas de cosas chingonsísimas, güey, y estamos en tratos.» Yo sabía de sobra que Sam no me había hecho ir a El Cairo por nada relacionado con aquella menudencia y que el asunto del falsificador alejandrino era sólo esa tinta de calamar que sueltan todos los embaucadores antes de mostrar, en todo su esplendor, una ballena hinchable, por decirlo de algún modo. «Es un chingón muy práctico, porque no ha caído en la tentación de tocar a los grandiosos. Y podría, porque además sabe envejecer los soportes, los grafitos y los pigmentos, güey, y a veces incluso trabaja con materiales de época. Es un gallo muy listo y se ciñe a los mediocres. Pendejitos como Blake o Max Beckmann. Pura viruta.» Y sudaba como si fluyese dentro de él un afluente del Nilo. «Incluso vendiéndolos como falsos dejarían la chinga de lana.» Y en aquellos preliminares ociosos empleamos un buen rato, hasta que Sam Benítez -nada por aquí, nada por allá- se decidió a sacar de una vez de su chistera el mensaje sorpresa, como enseguida habrá de verse.

«Mira, cuate, lo que tengo que proponerte es un asunto muy cabrón pero bien pinche rentable.» Le dije lo que suele decirse en esos casos: que, antes de precisarme en qué consistía, así como su grado de dificultad, me diese una cifra. Y me la dio. Y era una cifra importante. «Me parece bien. ¿De qué se trata?» Sam me puso delante una fotografía. «De esto.»

Se trataba, en fin, de robar de la catedral de Colonia el contenido de ese relicario que la superstición católica da por hecho que custodia los restos de los tres Reyes Magos. «¿El relicario también?» Pero por fortuna no: sólo las reliquias, circunstancia que, dentro de lo que cabe, aliviaba la operación, pues calculé que aquel complicado delirio de oro y pedrería debía de pesar más que media docena de cadáveres de reyes.

«Me han encargado el trabajo, cuate, pero ahorita no puedo y pensé en ti.» A pesar del aliciente de la cifra, mi ánimo se achicó de repente, porque se me vino encima mi edad, con todo su fardo de irresolución y de pereza. «Tía Corina y yo no estamos ya para eso. Además, no lo veo claro. Es como si me pides que ponga derecha la torre de Pisa.» Pero Sam estaba optimista con respecto al optimismo: «No te creas. El sistema de seguridad es sólido, güey, pero sólo a niveles eclesiásticos, ¿me entiendes? No es más difícil que atracar una joyería de barriada», lo que entraba en contradicción con la dificultad que me había anunciado apenas un minuto antes, pero achacarle a Sam sus contradicciones viene a ser como afearle a un cangrejo sus andares. Me explicó que la plancha frontal del relicario, de forma trapezoidal, se abría de un modo muy simple: bastaba con girar la corona de la estatuilla del rey que preside el lateral inferior derecho, según me señaló en la foto. «Se abre, se meten las reliquias en una bolsa y se sale de allí tranquilamente, admirando las vidrieras y los demás esplendores, que son la santísima rehostia.» Le pregunté qué nivel exacto de protección tenía el relicario. Se quedó meditando. Meditando un embuste, como es lógico, porque ese es el gran defecto de Sam: moverse por la realidad como quien se mueve por un cuento de hadas en el papel de duende travieso que vive bajo una seta alucinógena. «Escaso, güey.» No pude evitar hacerle una pregunta cuya respuesta yo intuía de sobra: «¿Has estado alguna vez allí?». Me miró sorprendido. «¿Y eso qué más da, pinche güey? ¿Has estado tú alguna vez en Sri Jayewardenepura?»

En Sri Jayewardenepura no, pero estuve en Colonia a principios de los ochenta del siglo pasado, aunque no visité la catedral, porque las catedrales no me llaman demasiado la atención. De todas formas, no tenía yo una panorámica tan sencilla del asunto como la tenía Sam: si las catedrales pudiesen saquearse como puede saquearse un huerto de membrillos, los altos jerarcas eclesiásticos tendrían que vender los inmuebles sagrados para aparcamientos o para discotecas, pues no quedaría santo alguno ni retablo ni custodia ni silla de coro en cuestión de semanas, y adiós al decorado intimidatorio de Dios en la Tierra, y vuelta al paganismo. «Hazme caso, compadre. Será como patinar artísticamente en la nieve.» Patinar, sí. En la nieve. En el caso de que haya nieve y de que uno sepa patinar, entre otras cuestiones.

Pero me temo que, antes de proseguir, se impone un poco de información…

La leyenda que circula en torno a esas reliquias coge vuelo en el siglo XII, y se ha ramificado desde entonces en versiones derivativas, ya que el paso del tiempo favorece las mixtificaciones.

Si nos remontamos a los orígenes, tenemos que, allá en el siglo IV de nuestra era, santa Elena, esposa repudiada de Constancio Cloro y madre del emperador Constantino, demostró tener aficiones arqueológicas y además muy buena suerte, pues desenterró en el Gólgota la Vera Cruz, según se cuenta. Alentada por su devoción y por su ansia de coleccionismo, a aquella santa se le metió entre ceja y ceja que las reliquias de los tres astrólogos errantes que siguieron una estrella maga y que llegaron a Belén de Judea para postrarse ante el pequeño Mesías fuesen veneradas en la ciudad a la que dio nombre su hijo: Constantinopla. A pesar de que los restos mortales de los tres magos -o reyes, o astrólogos, o lo que fuesen, en fin, si es que algo fueron- se hallaban dispersos por varias regiones de Oriente (una variante legendaria manda a santa Elena nada menos que a la India en busca de los restos de sus majestades), la santa satisfizo al final su deseo de reunirlos y los trasladó a Constantinopla, a la iglesia de Santa Sofía, donde fueron depositados en un sarcófago de granito que los cronistas de la época califican de fabuloso.

Tiempo después (no se sabe con exactitud cuánto, porque nos movemos por calendarios incoherentes), visitó Constantinopla san Eustorgio, a la sazón obispo de Milán, y el emperador Constantino le regaló los cadáveres -o lo que quedaba de ellos- de los tres monarcas, o lo que fuesen. El obispo compró dos bueyes y un carro, cargó en él aquel fardo ilustre y tomó rumbo a la lejana Milán, guiado, al parecer, por la misma estrella anómala que guió a los tres magos en su peregrinar por los desiertos.

Pero, cuando cruzaba aquel santo las hoscas y escarpadas montañas de los Balcanes, un lobo atacó a uno de los bueyes que tiraban del carro y lo dejó moribundo, porque matar del todo a un buey lleva su tiempo. San Eustorgio se puso hecho una fiera con la fiera: la amonestó, la domeñó y, por último, la unció al yugo vacante del buey malherido, que quedó para los buitres. Con su carro tirado por aquella yunta estrafalaria, entró el santo en Milán, vitoreado por los fieles.

Los milaneses se sentían muy orgullosos de ser poseedores y custodios de aquellas reliquias, hasta que Federico Barbarroja, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y enemigo jurado del sultán Saladino, decidió saquear Milán, reliquias incluidas.

A partir de este punto, la leyenda se bifurca: una versión asegura que el arzobispo de Colonia se llevó a su diócesis, sin más explicaciones ni peripecias, las reliquias de los magos; otra versión, más ajustada a los cánones del folletín, entretiene el enredo de que unos milaneses piadosos enterraron las reliquias bajo la torre del campanario de la iglesia de San Giorgio al Palazzo para preservarlas del afán de rapiña del prelado alemán. Pero debía de ser persona terca aquel prelado, de nombre Rainald von Dassel, arzobispo y canciller del emperador, pues, a pesar de la estratagema, encontró los restos codiciados y con ellos en las alforjas regresó a su patria.

Este entramado mitad legendario y mitad histórico consiente otros detalles dignos de reseña: se supone que cada rey mantenía en el cráneo su corona, se supone también que los tres sarcófagos estaban aureolados por una especie de oro volátil, como aviso de que no debían ser separados jamás; una vieja crónica llega incluso a asegurar que un anciano abad cisterciense de Castilla oyó ante la tumba de los tres magos el relincho nervioso de unos caballos y el sonido de una flauta. (¿?) Y así podríamos estar hasta el fin de los días del mundo, porque no existe cosa más extensible que una leyenda, hermana al fin y al cabo del rumor.

«¿Cuento entonces contigo?», me apremió Sam. A pesar de todas mis dudas, le contesté que sí, reconozco que cegado por la cifra, aunque no le oculté mis reservas ante el éxito de la operación ni la posibilidad de ejercer mi derecho a retracto. Pero Sam, ya digo, estaba muy optimista aquel día y quedó en llamarme para concretar detalles. «Sólo te impongo una condición, cuate: tienes que trabajar con quien yo te diga.» Le repliqué que mis colaboradores los escogería yo, que es lo tradicional y lo sensato. «Lo hablaremos, ¿va?» Me extendió un cheque en concepto de anticipo, me anotó el número de su teléfono móvil y nos despedimos con otro abrazo de empatía.

En la puerta del Riche me esperaba Abdalah, que discutía no sé por qué ni sobre qué con dos paisanos suyos. Le dije que se tomara el resto del día libre, por ver si de ese modo se le aplacaba un poco la acedía, que va a costarle la salud, y me fui a callejear por el zoco, donde tuvieron lugar los curiosos incidentes que paso a relatar.

Hay historias que no deben contarse (en principio porque nadie va a creerlas), pero siempre habrá quien las cuente, ya que esas historias son como grandes pájaros que revolotean sobre nuestra imaginación (dominio de lo incorpóreo y lo imposible) y sobre nuestra conciencia (dominio de lo indeciso y lo secreto), y llega el día en que esas enormes aves hechas de palabras proyectan su sombra solemne sobre el mundo, y sus siluetas corrompen la claridad del cielo: el dueño de la historia la propaga. Y el que la ha escuchado se ve impelido a propagarla. Y se crea una cadena de propagación estremecedora. Y la historia que no debía ser contada pasa a formar parte de la historia de todos. Y es ya un secreto a voces.

(Dicho sea lo anterior a modo de prólogo, porque voy a contarles una historia un poco difícil de creer.)

Tras despedirme de Sam Benítez, según iba diciéndoles, me fui a dar una vuelta por el zoco, que en El Cairo constituye una ciudad dentro de la ciudad, ya que esa es la estructura esencial de la megalópolis egipcia: un derrumbadero de ciudades.

Merodeaba yo por aquel laberinto de mercadurías, despreocupado y ocioso, cuando se me acercó Alif, el pedigüeño tullido que alimenta el ensueño de haber sido en su juventud un soldado sin miedo y un amante sin corazón, aparte de marinero en Córcega y capataz de una explotación de bauxita en la Guinea francesa. Mi padre era benefactor de este Alif, que desde hace décadas, aparte de ejercer de trujimán y de comisionista de tenderos, se dedica a vender por el zoco leyendas orales, algunas tomadas en préstamo del repertorio tradicional y otras inventadas por él, inspiradas por lo general en historias verídicas, según le marque el día a día del barrio: robos, intrigas de alcoba o sucesos inexplicables. Entretenían mucho a mi padre los relatos de Alif, con su mixtura de paranormalidad y costumbrismo, y a veces incluso anotaba su argumento, sin duda como reverberación de sus aficiones literarias, abandonadas tiempo atrás por la vorágine cotidiana de los negocios.

«Te vendo la más grandiosa y oscura de las historias por cien libras», me susurró Alif al oído en un francés aterrador, legado -supongo- de su etapa guineana, pues a casi todo el mundo susurra él ofertas de esencia misteriosa para estimular de ese modo el humano afán por conocer las materias incógnitas que, en número infinito, conforman el entramado profundo del universo. «¿Cien libras?», y mi sorpresa era sincera, pues por cinco es capaz Alif de contarte las mil y una noches, con sus mañanas y tardes. Aquello, por lo insólito, me despertó una vaga intriga, que al instante por suerte dormí.

Me insistió en que fuésemos a una cafetería a tomar algo, y teatralizó su propuesta abanicándose con una mano y secándose el sudor de la frente con la otra. Como el caso es que yo también estaba sediento, y por respeto a la costumbre tenía mi padre de invitarlo, le dije que bien, aunque con el aviso de que reservase su historia para un oyente más ávido de curiosidades, al tiempo que le daba un par de billetes pequeños para abonarle sus servicios narrativos, que yo para nada quería. «Esto es para que estés callado.» Pero Alif sabe manejar los recursos de encantamiento propios de los mercaderes a fuerza de tanto comerciar con materias verbales: «Mira, yo te la cuento y si la historia te gusta, me das las cien libras; si no, quedamos en paz».

Me mantuve en mi negativa, porque no deseaba que nada ni nadie enturbiara la limpieza que lustraba ese día mi ánimo, inclinado de suyo a lo sombrío. Pero, contra su costumbre, que consistía en narrar los cuentos de memoria, Alif se sacó un papel mecanografiado del bolsillo y empezó a leer en plena calle: «Escucha, amigo Jacob, la historia más triste de cuantas se recuerdan en Egipto… En el siglo IV de los cristianos, bajaron flotando por el Nilo tres sarcófagos de piedra. Surcaban las aguas con lentitud, alineados, y sobre ellos brillaba un aura de oro que tenía la forma de una nube redonda. Un pescador consiguió agarrar uno de ellos y se quemó las manos, y quedó inválido para siempre de ellas, pues un fuego invisible le dejó a la vista los huesos, y jamás tocó ya más cosa ni mujer. Un pez gigantesco se tragó uno de aquellos sarcófagos, y al instante aquel monstruo marino se redujo a ceniza. Unos niños que nadaban intentaron subirse a ellos, y todos quedaron ciegos para el resto de sus días en este gran espectáculo de apariencias, dedicados a contar la leyenda magnífica de su desgracia por las calles para obtener limosna…».

No hay cosa que me intranquilice más en este mundo, se lo confieso a ustedes, que las simetrías del azar. Aparte de intranquilizarme, desconfío de ellas, porque el azar no suele tener talante geométrico: es un magma, y como tal se comporta, y si se comporta de otro modo es que ya no es azar.

Nos sentamos en la terraza de una cafetería a la que se empeñó en llevarme, aunque a mí, si me viene a mano, me gusta ir -¿qué le vamos a hacer?- al turístico Fishawi, porque la realidad se observa desde sus veladores como una especie de diorama exótico. Pedí un botellín de agua, y un refresco de uva y un narguile pidió Alif, a cuenta mía.

«¿De dónde has sacado esa historia, Alif?» Y se puso a hacer visajes que pretendían sugerir que aquello era materia reservada. «¿La termino?», me preguntó, y le dije que adelante, porque las historias inconclusas acaban siendo perjudiciales para el sosiego de la imaginación. «Así que quien se acerque a esos sarcófagos conocerá en toda su plenitud la desventura, y morirá entre grandes padecimientos, y arderá durante toda la eternidad en el fuego del reconcomio.»

Dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo. «¿Eso es todo?» Alif asintió y me reclamó las cien libras. Saqué de mi cartera unos cuantos billetes de cincuenta piastras y se los di. Los contó con dedos ágiles de avaro. «Dije cien libras. Tú me das miseria. Por una gran historia. Tu padre siempre era un caballero conmigo.» Con dolor de corazón, porque admito que no me gusta regalar el dinero, así se trate de calderilla, le ofrecí a Alif doscientas libras si me decía quién le había pagado para que me contase aquella historia. «Nadie. Yo vendo historias. Nadie compra a Alif. Alif vende.» Como ustedes saben, no resulta fácil bregar con un comerciante egipcio, así lo sea de historias. «Doscientas libras, Alif.» Pero Alif se levantó, negando con la cabeza, negando con todo el cuerpo, sin querer mirarme. «Doscientas», insistí. Miró en derredor con ojos de intriga y se pasó el dedo por el cuello como si el dedo fuese una daga. «Ni por todo el oro de la tumba de un faraón», y volvió a simular que se rebanaba el cuello. «Trescientas», le oferté, lo que para Alif era ya una pequeña fortuna y para mí un tonto despilfarro, pero apuró su vaso de refresco, dio un par de caladas al narguile y se fue a la carrera como quien huye del presidente de la tentación, dando cojetadas habilidosas entre el gentío, hasta confundirse y borrarse en aquel hormiguero.

Pensé que el universo debía de estar boca abajo para que Alif renunciara a un fajo de billetes, al ser él codicioso por condición y por necesidad. Y en barajar hipótesis en torno a aquel fenómeno casi parapsicológico empleé un buen rato, aunque sin resultados dignos de mención.

Noté entonces que uno de los camareros me observaba más de lo preciso, circunstancia que tal vez no sea relevante en una ciudad en la que resulta habitual la impertinencia, tanto por parte de los nativos como de los turistas, ya que unos y otros se analizan mutuamente con estupor antropológico. Pero el camarero aquel me analizaba con demasiada insistencia, pendiente del más insignificante de mis gestos. Descartado, por ilógico, el móvil sexual, sólo me quedaba la opción de aferrarme a mis aprensiones paranoicas, que fue lo que hice.

En una mesa contigua a la que ocupaba yo, una turista sonrosada y sonriente, rubia de fantasía cosmética, de unos cincuenta años de edad, con aspecto de hacer estupendas tartas de arándano o de cosas similares cuando el prozac conseguía tumbarle los demonios íntimos, cayó de pronto al suelo, para divertimento de un par de camareros del negocio, que procuraban incorporarla entre un carrusel macabro de risas de pocos dientes, abanicándola con cartones e incluso con una babucha que uno de ellos cogió del tenderete de un zapatero vecino. Pero resultó que la turista no se había desmayado, sino que estaba muerta, tragedia sobre la que voy a permitirme alguna que otra conjetura, si son ustedes tan amables.

Para empezar, creo que estaremos de acuerdo en que los turistas no van muriéndose de pronto, así como así, por las terrazas de los bares del mundo. Aceptemos, no obstante, que el hecho de que una turista se muera de repente en la terraza de una cafetería de El Cairo entra dentro de lo posible, porque todos estamos cogidos con un hilo a la vida, según se encargan de recordarnos, por motivos distintos, los sistemas religiosos y las revistas médicas.

Pero centrémonos en un detalle: sobre la mesa de la turista malograda había un botellín de agua idéntico al mío. ¿Una casualidad? Por supuesto. Mucha gente bebe agua, y más en tierras tórridas, y es normal que en una cafetería de mala muerte tengan una sola marca de agua embotellada. Pero llega un momento en que uno comienza a desconfiar del factor casual de las casualidades y a alimentar pequeñas paranoias que no están reñidas con la cordura: Sam Benítez me propone el robo de las presuntas reliquias de los presuntos Reyes Magos; al rato, Alif me cuenta la historia atroz de tres sarcófagos que bajan flotando por el Nilo y se empeña en arrastrarme a esa cafetería, un camarero de esa cafetería me vigila y una turista cae muerta a mi lado, frente a un botellín de agua idéntico al mío, con la agravante -y a eso iba- de que el camarero llevó ambos botellines en una misma bandeja: primero me sirvió a mí y luego a la mujer. Cuando me disponía a abrir el botellín, el camarero que me lo había servido me lo arrancó de la mano y puso el otro sobre la mesa, farfullando no sabría decirles yo qué -y es probable que él tampoco-. Espié su siguiente movimiento, como era natural, para encontrarle alguna explicación a aquel proceder extemporáneo y vi que dejaba sobre la mesa de la turista el que durante unos segundos había sido mi botellín. Creo, insisto, que, ante una secuencia de esa índole, uno tiene derecho a alimentar pequeñas paranoias razonables, que tan poco alimento necesitan. Porque en aquel instante yo estaba convencido de que Alif había sido pagado por alguien para transmitirme una amenaza en forma de fábula. Y también estaba dispuesto a sostener ante los más rígidos tribunales que la turista murió más envenenada que Sócrates, aquel desventurado muñeco de ventrílocuo del redicho Platón, según suele definirlo tía Corina. Y no había quien me quitase de la cabeza que el botellín de agua envenenada se lo sirvieron a ella por un despiste al que siguió otro despiste, porque estaba destinado a mí. Los acontecimientos que irán observándose a lo largo de esta historia confirmarán en parte -en la parte más inesperada- tales hipótesis, aunque para eso aún falta tiempo. Por ahora, quedémonos en esa terraza ensombrecida de pronto por la tragedia, donde aún me aguardaba un lance insólito.

La turista llevaba escrita la muerte en los ojos, aunque algunos filántropos se empeñaban en reanimarla.

«Esa pobre mujer ya no hará más tartas de arándano o similares», pensé. Y, en ese mismo instante, a pesar del barullo, me percaté de que el camarero que había estado vigilándome retiró a toda prisa el vaso y el botellín de la mesa de la difunta, detalle que me afianzó en la negrura de mis suposiciones.

Los curiosos iban agolpándose ante aquel escenario fortuito, por esa ansia universal de novedades que tienen los transeúntes, siempre dispuestos a detenerse ante cualquier anomalía repentina de la realidad. Al ser muy estrecha la calle, pronto se taponó, y no había forma humana de escabullirse de aquel cónclave caótico, a no ser en una esterilla voladora, de modo que sentado me quedé, en contra del dictado de mi instinto, a la espera de que apareciese por allí la policía, o algo parecido a eso, y aclarase la aglomeración.

Entonces me di cuenta de que un tipo me hacía señas y me mostraba una llave de plata, digna de ser, por su tamaño, de un templo o fortaleza. Me encogí de hombros para darle a entender que no entendía nada de lo que pretendía darme a entender, pero él seguía mostrándome la llave, que agitaba como si fuese un hisopo.

El hecho de que te muestren una llave es tentador: una llave siempre abre algo, algo que está cerrado, algo que esconde algo, algo oculto y secreto, algo que no puede estar abierto sin peligro de ser profanado o robado o desvelado. Porque las llaves nunca son inocentes. Son, más bien, la punta del rabo del demonio, como si dijéramos. De todas formas, decidí no prestar atención a aquel sujeto: de sobra estaba ya cumplido el día.

La policía no tardó en llegar y en disolver la feria que se había formado en torno a la difunta. Así que me levanté y proseguí mi deambular despreocupado, dispuesto a que ningún nuevo incidente me enervara. Pero el tipo de la llave de plata me siguió, hasta que se decidió a abordarme. Hablaba una jerigonza que mezclaba palabras beréberes, inglesas, italianas y creo que también griegas, aunque me quedó claro que su propósito era que lo acompañase, a fin de poder abrir quién sabe qué con aquella llave que no paraba de agitar.

Entre los muchos consejos profesionales que me dio mi padre se contaba el de no temer lo desconocido, al ser precisamente en ese ámbito donde puede manifestarse un buen negocio. («Es lo que nos ha tocado, hijo mío. No podemos ser cobardes aunque estemos muriéndonos de miedo.») Así que tras aquel desconocido me fui, sorteando nativos y turistas, pues se movía él como una culebra entre la turbamulta, hasta que entramos en un portal, subimos una escalera, pasamos por el taller herrumbroso de un hojalatero, por una portezuela de aquel taller accedimos a una habitación en la que dos niños desnudos jugaban con una naranja reblandecida y con una pelota de trapo, bajamos por otra escalera, entramos en un túnel que no tenía más de un metro de altura y unos cinco o seis de longitud y salimos a un patio en el que había un burro tordo, dos bicicletas y una fuente de la que manaba un hilillo lánguido de agua, como si viniera de un manantial moribundo. Entonces mi guía, el de la jerigonza, me señaló una puerta, la gran puerta de taracea que se abría con la llave de plata.

Aquel individuo de habla confusa abrió la puerta y me invitó a que pasase, cosa que hice con recelo, en buena parte porque me acordé de lo que se cuenta de Charli Juárez, el perista boliviano: estaba él en Ankara y le ofrecieron varias piezas del tesoro funerario del rey Mausolo, cuya sepultura mereció figurar entre las siete maravillas del mundo. Aunque me avergüence reconocerlo, la verdad es que nadie puede resistirse a una oferta de esa envergadura, siquiera sea para desengañarse a los cinco minutos, porque la experiencia nos avisa de que, en esos casos de expectativa grandiosa, todo se inclina al fraude. Y Charli no se resistió, porque el fundamento de su trabajo consistía en no resistirse. («¿Mausolo?», te preguntas. «Imposible», te respondes. Pero vas.) Al parecer, a Charli lo subieron a un coche, lo llevaron a un sótano y allí le mostraron varios abalorios idénticos a los que podían comprarse al peso en cualquier joyería turca de medio pelo, aunque estaban patinados aquellos con betún, con ceniza y con adobe, aparte de arañados y abollados, para darles así prestigio de antigualla ante ojos inexpertos, que no era el caso ni por asomo. Charli miró toda aquella quincalla con un desprecio tan justificado como imprudente y, según quiere la leyenda, les preguntó a los tratantes si no tenían también a la venta la polla de marfil que se metía Artemisa después de enviudar de Mausolo, porque la verdad es que Charli Juárez siempre fue muy malhablado, y aquello le perdía, aquellos feos modales suyos de matachín.

Nadie sabe con exactitud qué diabluras le hicieron los estafadores ofendidos, pero el caso es que Charli apareció a la semana de aquello tirado en una calle, mudo y envejecido de repente, con la mirada fija en un punto irreal del horizonte, y así se quedó para los restos, o al menos así sigue al día de hoy, y de aquello hace más de seis años.

De todas formas, entré, porque no es buen sistema ponerse siempre en lo peor, y al pronto no vi nada, al estar todo oscuro. Cuando me quise dar cuenta, mi guía se había esfumado, lo que no logró inquietarme, pues de sobra sabía yo que trataba de un simple peón en el tablero. Una vez que mis ojos se adaptaron a aquella tenebrura, aprecié la silueta arácnida de una lámpara de brazos que colgaba del techo. En el iré flotaba ese olor a pie fantasmagórico que adquieren las alfombras polvorientas. Empezaba a sentirme incómodo cuando se abrió al fondo un portillo: un rectángulo de luz en el que se recortaba una figura que me hacía señas para que me acercara, y así lo hice.

De pronto me encontré en medio de un palomar. «Te preguntarás por qué te he hecho venir hasta aquí de esta manera tan liosa, amigo Jacob, pero todo tiene su explicación en este mundo, incluso lo inexplicable.» Quien me hablaba de ese modo, en un inglés de pocas vocales, era un anciano tapón y mole, de piel tirante y cobriza, que daba de comer a sus palomos con la gestualidad vanagloriosa de un dios que repartiese a capricho el maná sobre la Tierra. «Tú no te acuerdas de mí, pero fui amigo de tu padre, y con él te vi varias veces cuando eras un muchacho. Mi nombre es Abdel Bari», y siguió dando de comer a los palomos, que se le posaban en los hombros y en la cabeza como si el orondo Abdel Bari fuese la estatua oronda de sí mismo. Zureaban aquellos pájaros, arrastrando la cola, hinchando el buche, galantes y apestosos. «Las palomas son los piojos de los ángeles», y le dije que muy bien.

Abdel Bari, en fin, mentía. No sé si trató a mi padre alguna vez. Es posible. Pero yo estaba seguro de no haberle visto jamás, porque una de las muchas enseñanzas que recibí de mi padre fue la de no olvidar nunca una cara, y he respetado ese precepto como si fuese un dogma: mi memoria está llena de caras, con nombre o sin él.

Les confieso que siempre me ha parecido una descortesía cercana a la grosería el hecho de dilatar la revelación de los enigmas, de modo que insté al llamado Abdel Bari a que me explicase qué pintaba yo en su palomar. Y el gordo habló: «Te he mandado traer para prevenirte. Si tocas el relicario de Colonia, reza al dios en el que creas, porque vas a necesitar la divina misericordia infinita para prolongar tu pequeña infinitud. No te impliques en ese asunto, amigo Jacob. Es como meter la cabeza en el infierno». Dicho lo cual, Abdel Bari hurgó debajo de una paloma que empollaba, le quitó un huevo, lo puso en la palma de su mano izquierda y con la derecha lo aplastó. En la palma de Abdel Bari se retorció durante unos segundos un engendro cegato, un palomo a medio hacer, un monstruo germinal, entre sangre y fluidos del color de las pesadillas. «El mismo infierno, Jacob», y agitó la mano para sacudirse aquel emplasto de muerte.

«¿Te apetece beber algo?», y le contesté lo que contestaría cualquiera a alguien que acaba de hacer una porquería semejante. «¿De verdad que no te apetece beber nada? ¿Un té? ¿Una tisana de toronjil, excelente para calmar los espasmos? ¿Una granizada de jugo de acebo y berenjena, que alegra el pensamiento?» Volví a contestarle que no. «Bien, amigo Jacob. Podría matarte en este preciso instante», me informó Abdel Bari. «Pero hoy es tu día de suerte y voy a hacer un trato contigo. Si consigues robar el contenido del relicario alemán y me lo traes, te dejaré con vida y te daré un poco de dinero. Si consigues robarlo y no me lo traes, pero me dices quién es su nuevo propietario, te dejaré con vida, aunque no te daré ni una piastra. Si consigues robarlo y no vuelvo a tener noticias tuyas, serás tú el que tenga noticias mías, así te escondas en una cueva submarina, y serán noticias malas para ti, ¿de acuerdo?» Abdel Bari dio un par de palmadas lánguidas -los palomos se asustaron, y algunos se estrellaron contra la tela metálica- y al instante apareció mi guía, el de la jerigonza, con la espalda curvada en gesto de servilismo.

«Te rogaría, amigo, que, antes de irte, bebieses de la fuente del patio, porque es la fuente amiga que restituye el juicio al aturdido, la prudencia al temerario y la rectitud al que pierde la senda. Pero, como sé que no lo harás, aquí tienes esto», y me dio un frasquito de cristal en forma de corazón, con taponadura de filigrana de plata, relleno de un líquido turbio y espeso. «Es de la fuente proverbial, que trae un agua filtrada por más de doscientas raíces de plantas distintas. Además, le he añadido esencia de saúco, de malvavisco hervido en harina de haba, de marrubio recolectado bajo el signo de Virgo y unas gotas de zumo de estoraque», y siguió atendiendo a sus palomos, mientras yo, con aquel frasco en la mano, no podía dejar de sentirme como un idiota ni de pensar que aquel gordo era otro idiota, cada cual disfrutando de su peculiar variante de idiotez, por mal que esté decirlo.

«Acompaña al señor hasta la calle», le ordenó Abdel Bari al que había sido mi guía en el camino de ida, y así lo hizo aquel lacayo, de modo que emprendimos el itinerario laberíntico a la inversa, hasta que me vi de nuevo en pleno zoco.

La imagen del embrión asesinado se me había metido en las tripas. Y se alzaba ya la luna, mutilada y menguante, errante daga blanca de la noche, más o menos.

A la puerta del hotel me abordó un sujeto (bigote bravío, chaqueta de tono penitencial, boca alegre y mirar torvo) que se mostró empeñado en venderme un báculo de apenas medio metro de altura, similar al que portaban los faraones como emblema de Osiris. Según él -que me hablaba en un inglés impecable-, aquel báculo estaba hecho con una rama del acebuche bajo el que expiró el mago Tamiro (¿?), o Temuro (o algo así), a quien aquel marchante callejero atribuyó el título de Príncipe Africano de los Ensalmos. Al parecer, el tal Tamiro o Temuro transfirió a la savia de aquel árbol silvestre sus amplios saberes de la naturaleza y de los arcanos sobrenaturales, pues, al írsele el alma de su prisión mundanal, se refugió la dicha alma en el acebuche bajo cuya sombra sesteaba el mago cuando fue a buscarle la muerte, la amante fría.

«Cualquier zahorí vendería a sus hijas para poder comprarlo, porque descubre todos los manantiales que fluyen bajo la tierra. Y, sobre todo, sirve también para localizar cadáveres enterrados con sus joyas, ¿comprende?», y me guiñó un ojo, al tiempo que me exhibía con gran ceremonia el báculo portentoso, que tenía una empuñadura de latón muy desgastada y una contera en forma de áspid.

«Los cadáveres pueden ser un buen negocio…».

Aquello colmó el vaso, ¿verdad?, de mi suspicacia, que es vaso corto a fuerza de experiencia y de escarmientos más que por defecto de carácter.

Al parecer, no había chalán ni regatón en El Cairo que no estuviese al cabo de la calle del negocio que había apalabrado yo con Sam Benítez, o esa impresión me daba, suspicacias al margen. Es cierto que en esta profesión resulta difícil mantener en secreto las operaciones, pues siempre hay bocas ligeras, a pesar de que el éxito de cualquier operación suele depender en gran medida del secretismo. Pero aquella divulgación tan instantánea, y a niveles tan bajos, confieso que acabó por desconcertarme, de modo que me propuse localizar a Sam Benítez, aunque sin fe, porque él anda siempre escabullido y sólo se aparece cuando quiere, lo mismo que los santos. Lo llamé varias veces al número de teléfono que me dio, pero como quien llama a una nube.

Salí a cenar a un restaurante cercano para que la noche se me hiciera más corta, aunque mal casa el placer de la mesa con el hábito de la cavilación.

Cuando volví al hotel, llamé a tía Corina. No quise alarmarla con el relato de mis raras aventuras, de modo que estuvimos bromeando sobre naderías, y con su voz me vino el sueño, por reflejo de infancia, y soñé con Abdel Bari transfigurado en palomo, que les aseguro que es una mala fantasía para el descanso.

A la mañana siguiente, muy temprano, llamé a Sam, pero se ve que no había forma de hacerme con él, así que le indiqué al fiero y fiel Abdalah que se apostara en la puerta del Café Riche -con el ruego de que no arriesgase en una trifulca huera con sus compatriotas los cuatro o cinco dientes que por entonces le quedaban-, por si acaso Sam había tomado aquel local como oficina de campaña para despachar sus asuntos, que él cuenta siempre por decenas a donde quiera que vaya, por ese afán suyo de rentabilizar al máximo la naturaleza portátil de las mercancías. A eso de la una, Abdalah me llamó al hotel: «Ni rastro de ese hijo de la gran puta mexicano», según su informe, expuesto en un inglés bastante particular, como todo él.

Mi avión de regreso salía a las cuatro de la tarde, y las tribulaciones me asediaban. Me sentía como quien acaba de firmar un pacto en principio ventajoso y a la larga terrible con Belcebú, el de fétido aliento. Pero, en eso, de la mano antojadiza de la providencia, cuando estaba cerrando la maleta para salir, sonó el teléfono: «Compadre, ¿cómo va todo?».

Cité a Sam en el aeropuerto. Me dijo que le resultaba imposible, porque estaba allá en la quinta chingada, y yo, en contrapartida, le informé de que daba por deshecho nuestro trato. Se alarmó. Protestó. Se hartó de llamarme pinche güey, que había sumado a su colección de coletillas. Y se fue para el aeropuerto, porque las cosas sólo son imposibles hasta cierto punto.

De todas formas me extrañó esa docilidad repentina de Sam, que siempre ha sido muy rebelde con respecto al deber.

«¿Ya estás contento, güey? ¿Te pone cachondito que tu compadre cruce El Cairo de punta a rabo para sonarte los mocos?» Sudaba mucho, y se le veía agitado. Le pedí que me contase todo, a pesar de que sé de sobra que nadie está dispuesto a contar todo, al menos en esta profesión: guardamos ases en la manga, y comodines de bufones sonrientes, e incluso una baraja entera de recambio, por lo que pueda terciarse.

Le referí el relato de Alif el cuentacuentos, la muerte de la turista sonrosada, la vigilancia a la que me sometió el camarero, la entrevista con Abdel Bari y la oferta del báculo. Sam insistía en que no me preocupase más de lo prudente, ya que se trataba de un trabajo como cualquier otro, y entonces pasó a halagarme: «Pensé en ti para traspasarte el encargo porque eres un águila, güey. Así que déjate de chingaderas». Le di unas gracias irónicas, porque en esto nadie es bueno ni malo: bueno y malo son apaños retóricos, conceptos de esencia movediza. Un buen profesional puede estar muerto o en la cárcel, o en la ruina, con fama incluso de gafe. Un chapuzas, en cambio, puede tener dos golpes de suerte y ganarse una reputación de eminencia. En esto, ya digo, hay veces en que las cosas salen bien y veces en que las cosas salen mal. A una operación perfecta puede seguir un desastre absoluto, porque jugamos con imponderables… en el caso de que no sean los imponderables los que juegan con nosotros. Nuestra jerarquía funciona, en definitiva, al antojo del viento, y nadie es el mejor, porque nadie manda en el viento, y yo menos que nadie.

«Sólo te pido que me digas una cosa. ¿Qué pinta en esto Abdel Bari?» Sam hizo un gesto despreciativo con la mano. «Mira, cuate, ese Abdel Bari vive todavía en los tiempos de Simbad el Marino y le gusta darse ínfulas de nigromante y de herborista, pero no es más que un gordo maricón hijo de la gran chingada que no sabe ni por dónde mea.» Le repliqué que al menos una cosa sí sabía: nuestro trato. Sam dudó por un instante. «Se lo dije yo.» No hace falta ni sugerir que estaba mintiéndome. «Se lo dije porque nos interesa que se sepa, güey, y ese gordo es un chismoso que presume por ahí de conocer secretos. Está convencido de que los poseedores de secretos son seres privilegiados, cuando todo el mundo sabe que nadie es dueño de un secreto, sino que todos somos esclavos de los secretos.» Le pregunté entonces qué motivo había para que resultase beneficioso el hecho de que se divulgara nuestro trato, sólo por calibrar hasta dónde llegaba su capacidad de improvisación con el embuste. «Sería muy largo de explicar.» Nos quedamos entonces en silencio, Sam rumiando nuevas mentiras y yo alimentando viejas suspicacias. «Intentaré averiguar cosas, güey, y te digo, ¿va?» Y volvimos a quedarnos en silencio.

«Este asunto no me gusta», le dije al cabo de un rato. Empezó a darme razones enredadas y lo atajé con un farol: «Me gusta tan poco, que vas a tener que duplicar la cifra convenida», y Sam se puso como un derviche sobre ascuas, girando sobre sí, loco de atarlo, aunque curiosamente muerto de risa, quizá -pensé- como secuela de algún narcótico que se había metido, porque él siempre ha sido de la cofradía de los encantados. Cuando se tranquilizó, me dijo que aquello era imposible, pero ya saben ustedes lo que me atrevo a opinar de las cosas imposibles. «Te gusta más la lana que a tu padre, güey.»

Al final, conseguí pactar con Sam una cifra que no era el doble de la ya apalabrada, como es lógico, pero que convertía aquella cifra importante en una cifra un poco más importante, lo que, lejos de darme alegría, me sumió en inquietudes muy difusas, porque esa subida de honorarios significaba que el asunto era peor de lo que había imaginado, a pesar de haberlo imaginado a través de la lente de aumento del pesimismo, que es la lente que nos prescribe la experiencia de las cosas del mundo.

Загрузка...