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Particularidades de Federiquito Arreóla.

La trama siciliana.

Un profesor de irrealidades.

El enciclopedista etéreo.

Aventuras de una arqueta de plata.

Federiquito Arreóla se irá a la tumba con su diminutivo, porque lleva ese diminutivo en el carácter, y eso no lo arregla la edad, que Federiquito cuenta ya con diez manos y pico.

Nuestra profesión, como habrán advertido a estas alturas, admite personajes singulares, por no decir que los atrae, y uno de los más singulares de todos ellos es precisamente este Federiquito Arreóla, mexicano recriado en Santander por azares de familia, que se gana la vida con una subprofesión curiosa: la de correveidile. En efecto, de aquí para allá va Federiquito, contándole a este lo que hizo aquel, y a aquel lo que piensa hacer el de más allá, y al de más allá informándole de lo que el de todavía más allá opina de un tercero en discordia a ese tercero contándole con quién se acuesta o con quién negocia un cuarto. Creando una cadena, en fin, de murmuraciones, pues no se caracteriza por mostrarse muy escrupuloso con la verdad, al permitirse demasiadas licencias con ella, lo que a veces ha provocado enemistades y suspicacias entre los nuestros, que es algo que conviene evitar en la medida de lo posible, pues nada bueno trae la inquina a casa alguna. Es malhablado además Federiquito, amigo de cizañas, y no pierde ocasión de malmeter. Pero, a pesar de todo, Federiquito es parte ya de la profesión, una especie de mascota parlanchina, heraldo de naderías, y él mismo se ha encargado de difundir la especie de que darle dinero es sacrificio que trae suerte, bulo que le resulta muy rentable con los supersticiosos, tan abundantes en cualquier gremio cuya bonanza dependa de las manías de la suerte; es decir, en casi todos.

El hecho de que Sam Benítez nos enviase a Federiquito Arreóla para desvelarnos el entramado de la operación coloniense sólo podía interpretarse como un nuevo capítulo grotesco, ya que todo cuanto sale de la boca de Federiquito merece la misma credibilidad que el cuento de la gallina de los huevos de oro, por no decir algo peor.

«¿Federiquito Arreóla?», se preguntó asombrada tía Corina cuando se lo dije. «Esto va a parecer el carnaval de los tarados. ¿Por qué no nos olvidamos de una vez del asunto? A fin de cuentas, casi todo el mundo vive sin comprender casi nada de lo que hace ni de lo que le ocurre. Nosotros podemos permitirnos el lujo de sobrevivir con el peso de ese enigma. Podemos sobrevivir incluso con la sospecha de que todo fue una tomadura de pelo.» Pero yo, que no sé vivir en los márgenes de la lógica, necesitaba saber, a pesar de que, como dijo santo Tomás de Aquino, «el afán de conocimiento es pecado cuando no sirve al conocimiento de Dios». Pecado o no, el caso es que Federiquito Arreóla llamó de madrugada y lo cité a la tarde siguiente en La Rosa de California.

Y les sigo contando.

Federiquito Arreóla es bajo y canijo, de pelo muy negro y lacio y de piel tirando a cobriza, supongo que por algún gen azteca, o similar, y se mueve como si en vez de huesos tuviese muelles, a saltos de pajarillo. Viste siempre ropa que le queda pequeña o grande, según quien se la diera, pues es de poco gastar y pedigüeño. Aparte de eso, le quedan menos dientes que a un pato de goma, como suele decirse, y anda a malas con la higiene, diría yo que como estrategia comercial: te apetece tan poco tenerlo cerca, que estás dispuesto a darle lo que te pida para que se vaya cuanto antes.

«¿Puedo tomarme un chocolate y un par de ensaimadas?», nos preguntó nada más entrar en La Rosa de California, donde tía Corina y yo llevábamos esperándolo un buen rato. «No como desde anoche.»

Con la boca llena, masticando con quién sabe qué, Federiquito empezó a contarnos chismes relativos a gente de la profesión, seguro de que aquellas revelaciones iban a pasmarnos por su enjundia malévola, pues casi todas giraban en torno al sol del sexo: «Miki Cabal, ¿os acordáis?… El hijo de… Exacto… Pues el mes pasado dio una fiesta y su novia, la caraqueña…», y así. Y nosotros tan aburridos como impacientes, aunque permitiéndole que hiciera aquel rodaje, por ser marca de la casa. «¿Puedo tomarme otro bollo?»

Cuando el estómago pequeño pero con mucho fondo de Federiquito Arreóla se dio por saciado, comenzó la presunta revelación: «Me encarga Sam que os diga…».

Y lo que Sam le había encargado que nos dijese era, en resumen, lo que viene a continuación de este punto y aparte.

En la medida en que podemos creer a Sam Benítez y en la medida en que podemos creer a un Sam Benítez filtrado por Federiquito Arreóla, la operación que nos encargó Sam se englobaba en otra mayor: aquel robo múltiple de reliquias que acabó tan mal para tanta gente. El organizador de todo se supone que fue Giuseppe Montorfano, que, en contra de la evasiva de Leo Montale, no era un zapatero napolitano aficionado a canturrear arias de Donizetti y de ese tipo de artistas, sino, como me había asegurado Tarmo Dakauskas, el cabecilla de los llamados veromesiánicos de Catania, localidad donde el tal Montorfano tenía casa y cuartel.

Después de haber sido un mindundi durante media vida, Montorfano hizo fortuna a la siciliana y le dio por lo que suele darles a quienes se encuentran de pronto con más dinero de la cuenta y les falta imaginación y tiempo para gastarlo: coleccionar excentricidades. En su caso, reliquias sagradas, por esa peculiaridad que tienen los naturales de aquella isla de no apreciar incompatibilidades entre el fervor religioso y la práctica del crimen organizado. De modo que, para satisfacer su comezón de coleccionista, Montorfano se puso al habla con Leo Montale y le encargó que diese un golpe a lo grande y sin reparar en gastos, como inauguración de otra serie de golpes estelares, dispuesto como estaba el siciliano a dejar a la Iglesia sin reliquias, porque el coleccionismo tiene ese inconveniente: que te entra el ansia.

Por tratarse de una operación de radio muy largo, Montale echó mano de gente, entre ella Sam Benítez, y aquella gente echó mano de otra, entre la que nos contábamos nosotros, ya que había trabajo para la mitad del gremio de cobardes. Todo parecía ir por su cauce hasta que saltó a escena Tarmo Dakauskas, que, aparte de los oficios que le adjudicó Sam (ya saben: el de espía, el de mediador en canje de prisioneros, etcétera), resulta que trabaja ahora para el Vaticano en calidad de agente para todo. «Es una especie de ángel vengador», precisó Federiquito con tono solemne. «Y su hermano Tito es el ángel exterminador», añadió con mayor solemnidad aún. «Pero algún cobarde despistado lo llamó para implicarlo en la operación y ahí se jodió todo. Cuando Sam se enteró de la estrategia de los hermanos Dakauskas, que consistía en alertar a la Interpol de la cadena de robos previstos, llegó a un pacto con Tarmo: si Tarmo no quería que Sam echase abajo su plan, alertando a su vez a los ladrones de la trampa en que iban a caer, no debía denunciaros a vosotros, porque él tiene a tu padre en un altar a cuatro metros del suelo, ¿me explico? Por otra parte, como Sam y Tarmo se llevan bien, aunque a veces jueguen en bandos enemigos, Sam informó a Tarmo de las intenciones del Penumbra, que pretendía volar la catedral de Colonia con gente dentro, porque estaba a sueldo de un moro visionario y majaron, o al menos eso dicen del moro, al que no tengo el gusto de conocer todavía. Tarmo le dijo a Sam que no había más remedio que mandar al Penumbra al paraíso musulmán, pues, de fallarle el golpe en Colonia, lo llevaría a cabo en quién sabe qué otro sitio, y Sam se vio obligado a dar el visto bueno a aquella ejecución, porque no había otra salida razonable, aunque ya sabéis que a él no le gusta la casquería. Y eso es todo», concluyó Federiquito con cara satisfecha.

«¿Y eso es todo?», le preguntamos al unísono tía Corina y yo, porque aquella narración dejaba demasiadas lagunas. «Bueno, eso es todo lo que Sam me encargó que os contase, aunque yo sé más cosas… ¿Os importa que pida otra ensaimada?» Sabíamos de sobra por dónde iba a romper Federiquito por ahí rompió: «Pero esas cosas valen su peso en plata». Tía Corina le preguntó: «Oye, Federiquito, ¿a ti no te da un poco de vergüenza tener tan poquísima vergüenza?», y le aseguró que no estábamos dispuestos a regalarle ni un céntimo, así nos indicase el lugar exacto en que están enterrados los tesoros de los piratas de la Costa Malabar. «Bien, entonces ya no pinto nada aquí. Gracias por el convite», y se puso de pie. De repente, tía Corina abrió el bolso y sacó una pistola, una vieja Beretta que rodaba por casa desde hacía años y que a mi padre le dio por llevar encima durante un tiempo, cuando se apoderó de él la paranoia de que lo perseguían, extremo que nunca se confirmó, aunque, por suerte, aquello se le fue como le vino. Federiquito estaba tan asombrado como yo. «Mira, Federiquito», le espetó tía Corina, «aquí vamos a dejar claras algunas cosas. En principio, dentro de medio minuto vas a empezar a contar todo lo que sabes y no vas a respirar hasta el punto final. A la menor sospecha de que estás mintiéndonos o inventándote algo, te meto una bala en la rodilla y te dejo cojeando hasta que te vayas al nicho, ¿comprendes? Y, por último, ten claro desde este instante que todo lo que hemos consumido y todo lo que se nos antoje consumir a partir de ahora vas a pagarlo tú en cuanto termines de largar. Así que empieza.» Y Federiquito empezó.

Lo bueno de Federiquito es que, como mentiroso profesional, sabe cuándo le conviene mentir y cuándo no, de modo que se sinceró con nosotros: «No vais a creerme, pero el caso es que no sé nada de nada. Así que pégame el tiro si quieres, Corina. Aunque contratéis a media docena de chinos encabronados para que me torturen, no puedo deciros nada, porque no sé nada». Y comprendimos que por desgracia era así, ya que los embusteros resultan muy convincentes cuando dicen la verdad, supongo que por moverse en un ámbito ideológico demasiado resbaladizo para ellos, al no saber bien por dónde pisan. «De todas formas, puedo procurar enterarme de algo si os interesa… Pero eso ya costaría dinero, como es lógico», y agachó -genio y figura- la cabeza, como si la sola mención del dinero le hiriese el orgullo.

A esas alturas, tía Corina había guardado la Beretta en el bolso, detalle que tranquilizó a Federiquito Arreóla. «Bueno, supongo que eso de que pague yo todo esto será una broma, ¿no?» Y se fue Federiquito. Y nosotros también. Cada cual a lo suyo.

«¿Cómo se te ocurrió lo de la pistola?» Y nos reímos. «Apareció cuando ordenaba mi armario después del saqueo de Walter. Estaba dentro de una caja de zapatos.»

Nada más llegar a casa, llamé a Sam Benítez, aunque sin suerte. «Lo sensato sería olvidarse de todo. Pudo haber sido peor de lo que ha sido. Ese es nuestro consuelo. En el fondo, ¿qué más da?» Pero no me daba por vencido, pues se había apoderado la curiosidad de mí, y el curioso no ceja, así le lleve su obsesión a un sitio malo para la mente.

De todas formas, la realidad acostumbra imponer sus razones abstractas como antídoto contra nuestras sinrazones concretas, y, al margen de mis inquietudes, restablecimos nuestra rutina, consistente en poca cosa tal vez, pero grata como tal rutina, que es una forma tan noble como cualquier otra de pactar con el tiempo, a pesar del prestigio desmedido del que gozan las existencias aventureras y movedizas, basadas por lo común en el culto a la provisionalidad.

El hecho de reponer en su sitio los objetos robados tuvo como consecuencia el que los viésemos con nuevos ojos, ya que los artefactos que día a día nos rodean acaban por hacerse no diría yo que invisibles, claro que no, pero sí espectrales: algo que está y que a la vez no está, que se ve y no se ve del todo. Aparte de eso, aprovechamos también para inventariarlos y tasarlos, y la suma resultante no era mala. Con un poco de tiento, y vendiendo cada cosa por su canal adecuado, podíamos tirar durante al menos una década, que es un margen de tiempo razonable para desafiar al porvenir, aunque ese porvenir consista en un panorama de paredes desnudas y habitaciones vacías.

Entre llamada en vano y llamada en vano a Sam Benítez, llamé a Gerald Hall, que me pidió disculpas por haberse prestado a la farsa, ignorante él de su alcance, pero no le hice ningún reproche, en parte porque me alegró que se confirmase al menos aquel dato: un poco de tierra firme entre arenas movedizas. «Bonito apartamento, Gerald», y me dijo que lo tenía a mi disposición, porque él sólo lo utiliza muy de tarde en tarde, ya que vive en las afueras, en una casa de campo que perteneció al quinto conde de Chavery, estudioso del arte de la hipnosis y de la genética de los caballos, y luego nos entretuvimos en comentar la muerte del Penumbra. «Era previsible», comentó Gerald. «Todos esos muchachos diabólicos acaban por el estilo, y no porque el demonio se les meta en el cuerpo, sino porque tienen la cabeza más hueca que un barril.» Quedé en mandarle las cosas que me hizo llegar Marcos Travieso desde Camagüey, para que las incluyera en el catálogo de la próxima subasta. Le pregunté si el Aston Martin era también suyo y me contestó que por supuesto. Y poco más. Y adiós.

Sam Benítez no me cogía el teléfono, por mucho que lo llamaba a todas horas. «Vamos a dar carpetazo al asunto, ¿te parece?», me atajaba tía Corina cada vez que sacaba yo el tema, porque reconozco que estaba obsesionándome con aquella maraña, y el primer síntoma de una obsesión consiste en creer que los demás están deseosos también de obsesionarse. «Mira, hasta aquí hemos llegado. Las cosas no tienen por qué ser racionales ni lógicas. Hay que dar un poco de crédito al sinsentido», y ahí se atrincheró. Pero yo seguía llamando a Sam Benítez. Y a Cristi también la llamé. Y llamé a Leo Montale, cuyo teléfono me proporcionó Gerald Hall, y Montale me mandó al lugar más remoto y maloliente que se le ocurrió cuando le pedí el teléfono de Montorfano. Por llamar, llamé incluso a Loretta, la madre del Penumbra, para darle el pésame, aunque ella se limitó a guardar silencio al otro lado de la línea, porque a estas alturas debe de tener la cabeza más para allá que para acá, en el caso de que la tenga en algún sitio. Ninguna de aquellas llamadas tuvo utilidad alguna -y la conversación con Cristi fue además bastante desabrida-, de manera que me mantuve en mi ignorancia, muy arañado por dentro por los signos de interrogación, que para eso tienen forma de garfio.

Pero es verdad que los acontecimientos marcan su curso propio, a despecho del que pretendamos darles…

Tía Corina, para distraerme, me propuso que fuese con ella a casa de una de sus amigas de jueves, la viuda del sastre, que había montado una soirée con un vidente que se hace llamar profesor Negarjuna Ibrahima y que estaba de paso por aquí, en gira de hechicerías, pues se gana el sustento adivinándole la trama de la vida a gente ociosa. La amiga de tía Corina lo había conocido tras una actuación que dio aquel nigromante en el casino Novelty, donde pasmó a la clientela con la certeza de sus adivinaciones, y la viuda le propuso participar en una sesión privada, previo acuerdo en el asunto de los honorarios, que no eran poca cosa.

La casa de la viuda del sastre resultó ser pequeña pero muy dorada, y allí nos congregamos seis espectadores: la anfitriona, por supuesto; las otras dos viudas, un galán muy pasado de crepúsculo que se veía que pastoreaba a capricho el corazón de las tres viudas, tía Corina y yo.

El llamado profesor Negarjuna Ibrahima andaba por los setenta y era de raza mixta, con gotas del África o del Asia, delgado y de mirada penetrante, sin duda de tanto sondear lo invisible. Llevaba una camisa negra de seda, un pantalón blanco y en el dedo anular de la mano derecha lucía un anillo de oro y corindón azul, según me precisó tía Corina, que sabe mucho de gemas. Su aire general era el de hallarse au-dessus de la mélée, por decirlo en el idioma en que tendía a expresarse de forma instintiva aquel profesor de irrealidades, pues tiene domicilio habitual en París, según nos dijo, a pesar de hablar con desenvoltura media docena de idiomas, entre ellos el nuestro.

La viuda del sastre, de nombre Inma, había preparado un convite en honor de aquel sondeador del tiempo y las conciencias, y en bandejas plateadas se distribuían los canapés, de muchas formas y colores, sobre una mesa con patas de azófar reluciente, al lado de una lámpara de pie dorado, junto a ceniceros de plata, y de símil marfil, y dorados. Nos sentamos en torno al profesor en un saloncito presidido por un lienzo muy renegrido y de textura fofa, envejecido a lo basto con raspaduras y trementina, enmarcado más o menos a la versallesca, en el que destacaban una orza de barro, el cadáver de un conejo y una hogaza. (Una tosca falsificación de mediados del XX, según mis cálculos.) «Deja de mirar la casa de la pobre Inma con esa cara de inspector de alcantarillas», me susurró tía Corina con gesto de recriminación, y creo que me sonrojé.

La anfitriona no paraba de hablar del invitado estelar como si se tratase de un trofeo de caza, y el invitado estelar se limitaba mientras tanto a mantener la mirada fija en un punto inconcreto del salón de la anfitriona, masticando canapés con parsimonia de rumiante y sonriendo de forma enigmática.

«¿Empezamos?», preguntó el profesor Negarjuna Ibrahima. Y empezamos.

El método de aquel profesor resultó ser polivalente, pues lo mismo ensayaba la cartomancia que la quiromancia, la capnomancia que la cleromancia, sin olvidar la onicomancia (que, como ustedes saben, consiste en la adivinación mediante las uñas) ni la acultomancia, que se practica con veinticinco agujas colocadas en un plato sobre el que se vierte agua, de modo que las agujas que queden cruzadas indicarán el número de enemigos que asedian a la persona que ha realizado la consulta. (Cinco me salieron, y ocho a tía Corina.)

El profesor logró encandilar a las tres viudas con sus recursos circenses, aunque no tanto a nosotros, que andamos más curados de portentos, como tampoco al caballero, que resultó ser un fiscal jubilado que dedica buena parte de sus horas al estudio de las civilizaciones perdidas, lo que parece no dejarle entusiasmo para más volatines. El profesor recurrió a lo que suelen recurrir los de su gremio: la suelta de vaguedades y generalidades, vaguedades y generalidades que lo mismo podían aplicarse al pasado, al presente y al futuro de los asistentes que al pasado, al presente y al futuro de los dos ángeles de escayola policromada que colgaban de la pared, a ambos lados de un icono de tienda de souvenirs. Y en eso empleó un buen rato, hasta que el vidente se declaró exhausto y clausuró la sesión, dejando admiradas a las tres viudas.

A partir de ahí, se desencadenó el charloteo, que se escoró a temas de poca realidad.

El fiscal jubilado se sacó una fotografía de la cartera y me la tendió. «Ese era yo hace cuarenta años», y allí estaba: un joven con bigote, de ojos inexpresivos, con una corbata de nudo escuálido y con labios serios. «¡Qué época, usted! Pero todo se va como un cohete», y se guardó en la cartera su espectro de juventud, supongo que hasta que un nuevo desconocido le brindase la ocasión de entonar su elegía por la racha dorada.

Poco antes de irnos, el profesor Negarjuna Ibrahima me agarró suavemente por el brazo y me llevó aparte: «Usted está preocupado por la suerte de tres difuntos». Y no sé la cara que debí de poner. «Usted está obsesionado con tres personas que murieron hace mucho tiempo. Usted necesita saber y yo puedo ayudarle. Llámeme mañana a mediodía al hotel Coloso». Y fue a despedirse de la anfitriona, que tenía ojos de estar dispuesta a casarse de inmediato con aquel fascinador.

Salimos los invitados de la casa de Inma y nos despedimos en la calle. «Hotel Coloso», me recordó el profesor.

Tía Corina y yo decidimos regresar a casa caminando, pues no era tarde y estaba la noche muy templada y serena, a pesar de que había muchos tramos desiertos, que ya saben que me provocan inquietud. Le comenté la revelación y la propuesta del vidente y me miró con gesto de reproche. «Oye, vamos a ver… Ese buscavidas tiene los mismos poderes paranormales que tú, que yo y que el Gato con Botas. Reconozco a un impostor en cuanto lo veo.» Tía Corina conoce de sobra mi escepticismo con respecto a las prácticas de videncia y de todo ese tipo de pericias anómalas, y es ella quien cree en esos fenómenos, pues asegura haber sido testigo de algunos indiscutibles, pero yo insistía en que era mucha casualidad que hubiese adivinado el motivo de mi obsesión sin ningún dato previo. «Mira, pensamos que la realidad es una especie de magma incontrolado y caprichoso, pero no es así, o no siempre. La realidad también se basa en simetrías fortuitas, en rimas inesperadas, en concordancias accidentales. Si te cruzas con un desconocido y le dices: «Mañana va a morirse el loro que te trajo de Nueva Guinea tu hermano Alfredo», lo más probable es que te equivoques, pero también cabe la posibilidad remotísima de que aciertes, y en esa posibilidad remotísima radica el margen mágico de la realidad, y no sé si me explico». Le dije que no, porque no estaba dispuesto a claudicar -en contra de mi costumbre- ante sus argumentos, al andar mi ánimo muy rebelde. «Pues te lo explico de otro modo… Vas por la calle y eliges al azar a un transeúnte, ¿de acuerdo? Bien. No es difícil que ese transeúnte tenga un hermano, pero es difícil que ese hermano se llame Alfredo. Es muy difícil que su hermano, en el caso de que se llame Alfredo, haya estado en Nueva Guinea. Es dificilísimo que un transeúnte tenga un hermano que se llame Alfredo, que Alfredo haya estado en Nueva Guinea y que le haya traído de allí un loro a su hermano, un loro que va a morirse mañana. Es todo dificilísimo… pero perfectamente posible, ya que hay mucha gente en este mundo que tiene un hermano llamado Alfredo, hay mucha gente llamada Alfredo que ha estado en Nueva Guinea, alguna de esa gente se ha traído de allí un loro para regalárselo a su hermano y muchos loros se mueren cada día en todo el mundo. Si te fijas, es una secuencia basada en cuatro coincidencias triviales. ¿De acuerdo?» Y le dije que sí. «De modo que si paras a alguien por la calle y le sueltas esa profecía, lo normal es que te tome por trastornado, porque lo más probable es que no se cumpla ninguno de los cuatro requisitos. Pero si resulta que esa persona tiene un hermano que se llama Alfredo y que Alfredo ha estado alguna vez en Nueva Guinea, el tipo se quedará cavilando durante una temporada, aunque no tenga ningún loro. Basta con eso, con dos coincidencias, para que nuestro sentido de la realidad se tambalee.» Y le dije que muy bien, pero que, de todas formas, con loro o sin loro, pensaba telefonear al día siguiente al profesor Negarjuna Ibrahima.

El profesor me citó a la una y media de la tarde en su hotel. «Mi consulta no es gratuita», me avisó, y me dio precio por ella. No era poco dinero, pero tampoco demasiado, y hay que hacerse a la idea de que la preocupación esencial de todo el mundo consiste en sacarle dinero al resto del mundo. «¿Cuánto va a costarte?», me preguntó tía Corina, pero le dije que eso era lo de menos, y ella movió la cabeza con gesto de incredulidad, porque sabe de sobra que entre mis defectos no se cuenta el despilfarro. «Pregúntale de camino el número que va a salir premiado en la lotería y la fecha exacta del Juicio Final.»

Llegué al hotel Coloso y en el vestíbulo me esperaba el profesor, vestido todo de blanco. Le propuse que nos acercáramos a una cafetería próxima. «¿Le importa que hablemos en francés? Para mayor precisión por mi parte…» Y le dije que no tenía inconveniente alguno. Una vez sentados a un velador, me dijo: «Empiece». Y le conté con detalle mis tribulaciones, que escuchó con gesto impasible, aunque mirándome con fijeza, aseguraría yo que sin pestañear ni una sola vez, o esa impresión me dio. Cuando terminé el relato, sonrió con desgana. «¿Tan sencillo como eso?», y le contesté que no me parecía sencillo. «Más sencillo de lo que usted pueda imaginar», y les confieso que aquella arrogancia me alegró, por intuir yo el final de mis desvelos. «Bien, ¿por dónde empezamos?», y se frotó las sienes, y empezó.

«De entrada, le confieso que mis poderes son intermitentes. Hay días en que se me va la clarividencia y tengo que limitarme a hacer trucos psicológicos, como usted pudo comprobar anoche, a pesar de que, durante unos segundos, pude ver con total claridad las ráfagas que se le pasaban a usted por el pensamiento, y por eso le propuse que viniera a verme. Pero hoy tampoco veo gran cosa. Turbulencias. Imprecisiones. Al fin y al cabo, un gran poeta no está inspirado las veinticuatro horas del día, un gran arquitecto no tiene ideas innovadoras a cada instante, un científico genial no realiza descubrimientos geniales cada mañana… Pues igual. De todas formas, usted no necesita un vidente, sino un simple informador», y me quedé intrigado. «Hoy no puedo desvelarle el porqué de toda aquella operación estrafalaria, como usted quiere. En cualquier otro momento, podría precisarle incluso lo que llevaba usted en los bolsillos cuando pisó por primera vez la catedral de Colonia, pero hoy me resulta imposible: veo sus bolsillos, pero no veo sus tinieblas, ¿me entiende?» Y asentí, aunque no entendí del todo en qué consistían aquellas ténébres. (¿El interior de mis bolsillos?) «Visiones al margen, puedo proporcionarle una información que me extraña que desconozca: qué es lo que se conserva en el sarcófago de los Reyes Magos.» Le pregunté si él lo sabía. «No. No tengo ni idea. Pero sé quién lo sabe.» Y dejó pasar unos segundos para que yo le preguntase: «¿Quién?». Y dejó pasar unos segundos antes de darme respuesta: «El Enciclopedista Invisible».

«¿El Enciclopedista Invisible?» El profesor me propuso que volviésemos a su hotel, y así lo hicimos. «Suba a mi habitación», y con él subí. «Siéntese», y me senté.

Abrió el profesor un estuche y sacó de él un ordenador. «Veamos si hay señal», y aquello me pareció cosa propia de sortilegio, por no estar yo al tanto de los avances informáticos, ante los que palidecerían los magos más fenomenales de las épocas pasadas. «Hay señal, aunque débil. De todas formas, nos apañaremos.» El profesor se puso a teclear. «Vamos a colgar la consulta en la página del Enciclopedista Invisible.» Le confesé que aquella jerga (¿colgar?, ¿página?) me resultaba exótica, así que me explicó la terminología y el procedimiento. Una vez colgada la consulta, me aclaró: «Tendremos que esperar un rato». Y a esperar nos dispusimos.

«¿Quién es el Enciclopedista Invisible?» La respuesta fue difusa: «Nadie lo sabe. Una especie de demiurgo anónimo. Alguien que conoce la historia del mundo desde el principio y que se presta a revelarla de forma gratuita, que es lo más sorprendente de todo, aun siendo todo sorprendente». Según el profesor Negarjuna Ibrahima, se da por hecho que se trata de un colectivo de sabios desocupados, jubilados tal vez de sus profesiones y conectados entre sí mediante la red informática, que alivian su inacción con ese pasatiempo: el de convertirse en una enciclopedia viva, disponible a cualquier hora del día y de la noche y abierta a consultas sobre cualquier materia, desde la prosodia latina al grito de apareamiento de los primates, desde la gastronomía de los pueblos polinesios prehistóricos a un restaurante inaugurado anoche en Moscú, y lo mismo te proporciona el Enciclopedista Invisible el mapa de una ciudad que el plano del arca de Noé, según lo que le pida tu ignorancia.

Sin dejar de mirar la pantalla del ordenador como quien mira una bola de cristal a la espera de visiones, el profesor me contó su vida a grandes brochazos: había nacido en Argel, pasó unos años en Chile y otros muchos trotando por Europa, había sufrido poco en esta vida y viajaba mucho, que era lo que le gustaba, aparte de vivir de sus viajes. Cuando se notaba cansado de vagabundeos y de clientelas ansiosas por saber más de lo que les corresponde saber, me confesó que se encerraba en su casa parisina, dedicado a componer collages, a tocar la flauta travesera y a leer novelas policíacas, en las que me dijo encontrar algo de lo que carece la realidad en un grado alarmante: un desarrollo consecuente, y que era aquello lo que le encandilaba de ellas, por estar saturado de los argumentos caóticos de la vida real, que por su oficio desentrañaba.

Al rato, el profesor dijo: «Ya está ahí». Y vi una frase, escrita en alemán, en la pantalla. «Es un saludo de bienvenida», y con el Enciclopedista Invisible se puso a dialogar el profesor, a través del aire, a través del espacio, delante de una pantalla de cristal líquido.

El profesor iba traduciéndome lo que nos transmitía en la lengua de Goethe y de Goebbels el Enciclopedista Invisible, que al parecer se expresa cada vez en un idioma, según el día y el momento (lo que afianza la hipótesis de una identidad colectiva), y se lo resumo a ustedes…

Durante la segunda guerra mundial, las tropas aliadas que se dedicaron a bombardear Alemania recibieron instrucciones precisas de no dañar la catedral de Colonia. A pesar de eso, algunas bombas cayeron sobre el recinto sagrado, desgraciando algunas bóvedas. Ante la evidencia del peligro, el arzobispo decidió desalojar las reliquias de los magos. Dado que el relicario resultaba demasiado aparatoso, depositó las reliquias en una arqueta de plata labrada -porque el gremio eclesiástico no puede resistirse al pecado de ornamentalismo- y en ella las trasladó a una ermita situada a las afueras de la capital, por considerar que en su cripta estarían seguras.

Pocos días antes del final de guerra, la ermita sufrió un saqueo por parte de una cuadrilla de soldados alemanes en desbandada, que se llevaron cuanto pudieron, incluida por supuesto la arqueta, cuyo contenido vaciaron sin miramiento alguno, pues toda guerra suele generalizar el desprecio por los muertos.

Una vez hecho el reparto, el soldado al que correspondió la arqueta de plata no tardó en vendérsela a un buhonero que tampoco tardó en revendérsela a Otto Kurtz, anticuario de Dusseldorf aficionado a las fantasías alquímicas.

Con su confianza puesta en la propagación urgente de los rumores, el arzobispo de Colonia hizo correr la voz oficiosa de que había una recompensa por la devolución de la arqueta y de su contenido, aunque sin precisar de qué contenido se trataba, pues pretendía mantener en secreto el desaguisado. Aquello llegó a oídos de Kurtz, que optó astutamente por conservar la arqueta, ya que su instinto dio por hecho que el arzobispo no estaba interesado en recuperar el continente, que no era un gran qué, sino el contenido, que era ya nada.

Gracias a un confidente con oreja en el clero, Kurtz logró enterarse al fin de lo que debería contener aquella arqueta: tres cráneos y un puñado de huesos. Cráneos y huesos que estaban desperdigados ya por ahí sin conseguir reclamar la atención de nadie en aquellos tiempos de escabechinas y que, con un poco de suerte, algún alma piadosa acabaría depositando en una fosa común.

Una vez terminada la guerra, Kurtz seguía en posesión de la arqueta, que ocultaba en un sótano junto a otras muchas mercancías de origen sospechoso y sujetas a reclamación por parte de sus propietarios legítimos, al provenir casi todas ellas del pillaje practicado por la soldadesca en momentos confusos. Kurtz pensó en rellenar la arqueta con unos cráneos y unos huesos recolectados al albur, pero pensó también que el clima político no era el más adecuado para hacer negocios con las altas instancias eclesiásticas, ya que estaba muy perseguido y castigado el delito de expolio, y pocas explicaciones convincentes podía dar Kurtz acerca del proceso por el que la arqueta había llegado a sus manos, y al final, y en el mejor de los casos, no obtendría ni un marco por ella. Así que en el sótano del anticuario se quedó la arqueta ambulante, hasta que en 1948 visitó la tienda de antigüedades del germano el químico francés Louis Savage, con quien hasta entonces sólo había tenido contacto epistolar en torno a suposiciones medio científicas y medio maravillosas, y entre ambos idearon una salida rentable y prudente para aquella arqueta que el arzobispo coloniense seguía buscando a la desesperada, pues en la catedral se exhibía el relicario vacío, circunstancia que no sólo era desconocida por los fieles, sino también por la cúspide vaticana, al no querer aquel arzobispo que se hiciera público el desastre que había propiciado en el intento de evitar otro desastre. (La maldición del arzobispo de Colonia, pensé que sería un buen título para una novela de Lolo Letaud, pues a aquel arzobispo le había tocado en suerte una adversidad relacionada con la que le robó horas de sueño al altanero Von Dassell, y a partir de esa coincidencia supongo que podría trazarse un entramado de mucha elevación esoterista.)

«¿Tiene usted constancia de que todo eso que nos está contando el Enciclopedista Invisible es cierto?», le pregunté al profesor. «¿Tiene usted constancia de que yo estoy aquí frente a la pantalla de un ordenador, de que usted está frente a mí y de que el tiempo no es una mera alucinación de los sentidos?» Y no supe qué contestarle. «Si lo prefiere, lo dejamos.» Pero le dije que no, por supuesto.

El tal Louis Savage resultó pertenecer a la llamada Fraternidad de Heliópolis, compuesta por seguidores de las enseñanzas de Fulcanelli, según se encarga de recordarnos Canseliet en el prólogo que puso a la primera edición de El misterio de las catedrales. Cuando Otto Kurtz le refirió la historia de la arqueta, Savage tuvo una idea rápida: reunir los restos de Jean-Julien Champagne, muerto en 1932; de Pierre Dujols, muerto en 1926, propietario de la ya mencionada Librería del Maravilloso y autor de la mayor parte de los textos atribuidos a Fulcanelli, y de Lucien Faugeron, discípulo de Dujols, muerto en 1947 en la miseria más ruda, dedicado a continuar con ahínco de iluminado los experimentos de su maestro, cuyo espíritu creía reencarnado en su persona.

El trámite fue largo y laborioso, pero Savage y los demás hermanos de Heliópolis lograron hacerse con los restos de aquel trío de alucinados y los trasladaron a Dusseldorf, donde fueron depositados en la arqueta que escondía Kurtz. (Estamos, por cierto, a principios de 1950.)

Kurtz, a través de terceros, hizo llegar al arzobispo el rumor de que la arqueta que contenía los restos de los reyes se hallaba en Dusseldorf, en casa de un buen vecino que estaría dispuesto a deshacerse de ella por una cantidad de dinero inapreciable. El gran problema del arzobispo consistía en localizar a ese buen vecino. Y en aquel instante salió a escena Otto Kurtz, que mantuvo una entrevista con el prelado en la que se mostró dispuesto a localizar a ese buen vecino a cambio de una cantidad de dinero desorbitada. De entrada, el arzobispo se negó en redondo, alegando, con pose moral vanidosa, que la Iglesia de Cristo no acostumbra pactar con mercaderes. Pero, al cabo de unos días, llamó el arzobispo a Kurtz, le explicó que no podía disponer de esa cantidad de dinero y le rogó al anticuario que se atuviese a razones y rebajase sus honorarios. Pero el anticuario no estaba dispuesto a rebajar gran cosa y su última oferta consistió en un pago en especie: los ornamentos que abruman la imagen de la Virgen de las Joyas, de la que ya les hablé a propósito de nuestra visita a la catedral germana.

Como ustedes sin duda recordarán, los fieles que penan de amores ofrendan a esa imagen unas joyas de valor variable, aunque sólo cuelgan de su vestido las de más antigüedad o mayor mérito, pues sepultada quedaría aquella virgen bajo todas las alhajas que le han ido tributando desde el siglo XVIII, en que arranca su culto. Una vez que Kurtz se llevase todo, el arzobispo podría echar mano de las joyas excedentes y no se notaría gran cosa el cambio, pues los fieles ven la imagen como un todo enjoyado y no como un muestrario de joyas específicas, según el argumento sutil que el anticuario le expuso al arzobispo. Aquel lote tenía valor, por supuesto, aunque no el suficiente para satisfacer las aspiraciones comerciales de Otto Kurtz, y, según el Enciclopedista Invisible, su interés estaba centrado en realidad en una sola de aquellas joyas: un diamante que había sido robado en 1949 al maharajá de Patiala y que los ladrones, con la complicidad de un clérigo de voluntad débil y de inclinaciones disolutas, habían camuflado entre el batiburrillo dorado que soporta la imagen de la Virgen de las Joyas, por considerarlo allí más seguro que en ninguna otra parte, a la espera de recuperarlo cuando se enfriase la búsqueda policial y encontrasen comprador. Le pedí al profesor Negarjuna Ibrahima que le preguntase al Enciclopedista Invisible cómo se enteró Kurtz del paradero del diamante robado, pues aquello me sonaba ya a novela de Dumas, que es un mal sonido para las cosas de la realidad. El Enciclopedista Invisible se limitó a contestar que eso habría que preguntárselo al propio Kurtz, con el inconveniente añadido de que Kurtz había muerto en 1973. Manifesté mi decepción al profesor Negarjuna por aquella laguna en la omnisciencia del Enciclopedista. «Ni siquiera Dios puede acordarse de todo lo que hizo ningún Kurtz a lo largo de toda su vida. Y el Enciclopedista Invisible es lo más parecido a Dios que tenemos a mano», y di por buena aquella exculpación, porque el asunto del alcance de la memoria de Dios daría para un concilio. «¿Seguimos entonces?»

Se llevó a término, en definitiva, el trato entre anticuario y arzobispo, para contento no sólo de ambos, sino también del químico Louis Savage, que había conseguido depositar en el relicario suntuoso de la catedral coloniense los restos de tres alquimistas para él venerables, pues como santidades de la ciencia de Hermes Trimegisto los tenía en el altar de su corazón.

En el sarcófago de la catedral de Colonia se veneraba, en definitiva, al mismísimo Fulcanelli.

Aquello tenía sentido: dado que Champagne se apoderó de los escritos de Dujols para configurar el mito Fulcanelli, y dado que Faugeron no sólo prosiguió los experimentos de Dujols, sino que se decía poseído de alma por su maestro, la suma resultante de esos tres componentes era sencilla: Fulcanelli. «El misterio de la Santísima Trinidad en versión hermética», precisó el Enciclopedista. Para que todo fuese perfecto, sobraban quizá los restos de Faugeron, que no pasaba de ser un personaje secundario, y faltaban en cambio los de Rene Schwaller de Lubicz, que contribuyó decisivamente a crear al alquimista incorpóreo, pero había un problema: que Schwaller de Lubicz seguía vivo, y vivo siguió hasta 1961. De todas formas, los integrantes de la llamada Fraternidad de Heliópolis no quisieron dejar a ese mástil de la alquimia sin honores póstumos, de modo que en 1968 abrieron su tumba, le arrancaron tres dedos y se las arreglaron para depositarlos en la catedral de Hildesheim, en el relicario en que hasta entonces se veneraban los tres dedos de los Reyes Magos que el arzobispo Von Dassel donó a aquella ciudad. (Al día de hoy, se ignora el paradero de aquellos dedos de los magos de Oriente, aunque hay quien supone que fueron empleados en diversos experimentos infructuosos de los muchos llevados a cabo por los hermanos de Heliópolis, cuyo mando acabó asumiendo el diligente Louis Savage, que en ello estuvo hasta el año pasado, en que falleció de tiempo en El Havre.)

Como creo haber dicho ya, cada noche del 6 de enero se oficia en la catedral de Colonia una misa concelebrada en memoria de los magos dadivosos, ocasión en que sus calaveras se exhiben, coronadas, en el frontal abierto del relicario. Pues bien, según el Enciclopedista Invisible, alquimistas de todo el mundo acuden esa noche a la catedral de Colonia y se mezclan con los fieles para venerar a Champagne, a Dujols y al pobre Faugeron. A Fulcanelli, en fin. Al Maestro. Al terminar la misa, muchos de esos alquimistas depositan ofrendas ante el sarcófago: fórmulas arcanas, rogativas por el don de la sabiduría e incluso metales sujetos a mutaciones insólitas, según le haya ido a cada cual el año en el albur de los hallazgos prodigiosos.

«Consulta terminada», dijo el profesor Negarjuna Ibrahima, y me reclamó sus honorarios, que le di, caviloso yo, muy pensativo, intentando poner en orden todo aquello para explicárselo de un modo convincente a tía Corina.

«¿Puedo llamarle a París?», y me dijo que desde luego, siempre y cuando lo hiciera a partir del mediodía y le pagase con cibertarjeta, concepto que aún hoy no he logrado descifrar del todo.

Cuando ya me iba, el profesor me detuvo con el magnetismo de su mano abierta: «Espere un momento. Busque usted al Llagado… No… Al Hermano Llagado». Le pregunté que quién era el Hermano Llagado. «No lo sé, pero veo con claridad que es una de las claves de todas sus preocupaciones. Y veo sangre.»

Y con ese nuevo enigma en mente volví a casa.

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