5

Carambolas.

Una llamada en vano.

Los jueves de juego.

Un cadáver imprevisto.

Y algunas confidencias.

Cuando necesito una dosis de realidad me acerco a los Billares Heredia, y eso fue lo que hice aquella noche, porque andaba saturado de leyendas y de quimererías.

Soy un jugador pasable y no demasiado entusiasta, un esforzado desentrañador de la llamada teoría de los diamantes, que viene a ser algo así como el fundamento geométrico y a la vez metafísico del billar.

Allí soy «el profesor», no porque me haya atribuido esa categoría laboral ante la clientela, sino porque los habituales me la otorgaron como apodo. (Alguien que sabe de cosas, alguien con poco pelo, que no prueba el alcohol ni fuma, alguien que lleva siempre chaqueta y corbata: un profesor.) (Bien está.)

Suelo jugar con Mani, policía municipal jubilado que sueña con viajar algún día por América, porque tiene metido en el pensamiento que todo es allí prodigioso y desmesurado, desde el tamaño de la fruta hasta el corazón de las mujeres, pasando por la bravura de los volcanes; con Margalef, panadero de madrugada y montador de maquetas navales cuando no está durmiendo ni jugando al billar; con Estaban Coe, que traspasó su joyería cuando empezó a ver nublado, porque se le difuminaban los contornos del oro, y con Mahmud, un tangerino que en su juventud quiso ser muecín y al que el fluir inopinado de las casualidades convirtió en taxidermista, dedicado a inmortalizar trofeos de caza.

Hablamos tanto como jugamos, y se nos van las horas entre carambolas y paliques, cada cual interpretando a su modo el universo.

Es un reducto curioso: entre las paredes de color gabardina de los Billares Heredia, los ganadores decentes no sonríen al ganar, porque quienes están obligados a sonreír son en cualquier caso quienes pierden. Ese es el código. Al contrario que en otros juegos (con excepción del ajedrez y del póquer, que también son de ánimo frío), en el billar no caben las efusiones triunfalistas, porque le tomarían a uno por trastornado. El perdedor, en cambio, tiene que comportarse como un ganador, así tenga el alma en los pies, y conservar la impavidez cuando lo humillan. Un sistema de apariencias morales bastante exótico, desde luego, aunque respetado por todos los cabales.

(Un chasquido amortiguado, la bola blanca en movimiento, su runrún al rodar por el tapete, y luego, si el cálculo ha sido perfecto, dos chasquidos como chispas, y aparentar que no ha pasado nada, y no mirar a nadie, y moverse alrededor de la mesa como un oteador. Me gusta eso.)

Los Billares Heredia son, según les decía, un reducto de realidad. Pero en casa me esperaban nuevas irrealidades.

Cuando llegué a casa, pasada la medianoche, tía Corina, que andaba rellenando páginas de su diario críptico, me ofreció un vaso de leche y una noticia: «No sé si es una noticia buena o mala», y, por instinto, me puse en lo peor.

El caso es que había estado revisando el listín telefónico de padre, por si encontraba en él el nombre de algún profesional adecuado para la operación de Colonia, ya que los que estaban registrados en el nuestro no acababan de convencernos, y se había topado allí, entre viejas glorias y glorias difuntas con el nombre de Abdel Bari. «Hay un número de teléfono, pero no creo que, después de tantos años, sirva de nada.» De todas formas, llamamos, porque no había mucho que perder. Un robot parlante informó a tía Corina de que se trataba de un número inexistente. Pero ella, que puede ser muy terca, llamó entonces a una operadora, que le brindó la actualización del prefijo, de modo que acabó hablando en un inglés arábigo con el dueño de una tienda de vestidos de bailarina que le juró no saber nada de ningún Abdel Bari. «Mala suerte.»

El hecho de que Abdel Bari hubiese tenido algún tipo de contacto con mi padre no era un detalle de relevancia, aunque, cuando me retiré a dormir, me aplazaron el reposo algunas desazones, que de inmediato enumero:

1) Abdel Bari no era, como había dado yo por supuesto, un mentiroso;

2) Abdel Bari era un mentiroso que a veces no mentía;

3) Abdel Bari era un mentiroso que decía la verdad mediante mentiras;

4) Abdel Bari, por tanto, me había dicho una verdad a través de una mentira;

5) estaba seguro de no haber visto a Abdel Bari antes de mi visita a su palomar, en contra de lo que él me aseguró;

6) porque nunca olvido una cara;

En torno al punto 25 me dormí. Y, como punto final, soñé -por segunda vez en mi vida- con Abdel Bari.

Me levanté muy tarde y con el ánimo confuso.

Reconozco que soy frágil de cabeza, porque tiende a llenárseme de brumas. Y se trata de brumas dolorosas.

Con esas brumas por dentro, me preparé un café, que a veces las disipa, aunque otras veces las adensa. («No tomes café. Sabes que te sienta mal.» Pero no, no lo sé, o no del todo.)

Les ruego, en fin, que me perdonen la insistencia, pero resultaba evidente que en el asunto del relicario de los magos ambulantes había un factor velado, cuya esencia, como era lógico y natural, se nos escapaba, porque ni tía Corina ni yo somos adivinos.

¿De dónde le vino el encargo a Sam Benítez? Pues a través de otro intermediario, ya que esta profesión nuestra funciona como una secuencia de subcontratas, por así decirlo, de modo y manera que si procuras saber cuál es el origen de algo, sólo consigues enterarte -y aun eso con mucha suerte- de un interludio al que precede otro interludio, y a este otro, y así. Somos eslabones que sólo tienen contacto con otros dos eslabones: la persona que te contrata y la persona a la que contratas. Eso es todo. Nadie conoce la longitud de la cadena ni su origen, salvo quien la origina, como es natural. Pero, en este caso, habían surgido al menos tres eslabones impertinentes: el cuentista Alif (y quien le mandara), Abdel Bari (y quien estuviese detrás de él) y el vendedor del báculo prodigioso (y quien le encomendara representar la pantomima). Sobre todo Abdel Bari, ¿verdad?, porque convengamos -no tengo inconveniente- en que lo de Alif y lo del vendedor callejero del báculo pudieran ser meras casualidades, magnificadas luego por mi suspicacia. De acuerdo. (Aunque lamento comunicarles, en sacrificio de la intriga, que no fueron casualidades, como más adelante se verá.) Ahora bien, lo de Abdel Bari se alejaba del ámbito de la casualidad: sabía. Y me amenazó para que no hiciese lo que, a esas alturas, yo había decidido hacer pasase lo que pasase, y aun sabiendo que no podía pasar nada demasiado bueno. Pero, al fin y al cabo, si algo pasa es que tenía que pasar, como supongo que diría un maestro zen inclinado al fatalismo cósmico, con el carácter atemperado por un continuo y-a-mí-qué, que es un sistema filosófico tan respetable como cualquier otro, aunque es posible que menos edificante que todos los demás. Pero sigamos…

Los jueves por la tarde, tía Corina se pinta, se empolva, se pone un buen vestido y se va con sus amigas al Casino Novelty a retar a los crupieres y a las confabulaciones astrales. Una costumbre mítica: sus jueves míticos. Su duelo semanal con la contingencia, a vida o muerte, o casi.

Ese día duplica su dosis habitual de estimulantes, de modo que todos los viernes se los pasa en la cama moribunda, en coloquios trascendentales con el Ser y con la Nada, abatida por lo que ella denomina su «fatiguita miserere».

Viernes: catalepsia.

Para tía Corina, el Casino Novelty significa más o menos lo mismo que significan para mí los Billares Heredia: una visita de cortesía a la realidad. (Aunque ella vuelve de esas visitas en una alfombra mágica, haciendo eses por un firmamento de estrellas multicolores, por expresarlo de algún modo, y ese detalle -por desgracia- nos diferencia.)

El billar es un juego de destreza que sale muy barato si no te implicas en apuestas imprudentes, pero esa rara ludomanía que le entra los jueves a tía Corina, jugadora de lo que se tercie, admite más complicaciones, entre ellas la de quedarse sin dinero para pagar el taxi de vuelta, que entra en la categoría de las complicaciones frecuentes: «Por favor, baja y págale al taxista», y evita mirarme entonces a los ojos, porque sabe que trae los suyos descompuestos de tanto sondear el espectro criptomatemático de la suerte en los naipes urgentes del blackjack, en la bola nerviosa que gira en la ruleta, en el cartón de números aleatorios del bingo. De eso y del alcohol, desde luego; y de las cápsulas azules de su merlín de Andorra, y del Tiempo, que es el veneno más fuerte de todos, y sin más antídoto que la inexistencia.

Bajo y le pago al taxista. Subo y oigo vomitar a tía Corina en el baño. Y entonces lloro de un modo impasible, con lágrimas que resbalan hacia dentro y desembocan en ese lago artificial que se forma en la conciencia con todas las lágrimas que no hemos sido capaces de derramar a lo largo de nuestra vida.

Los viernes, mientras tía Corina deambula por los ámbitos de sus pesadillas morales o por sus duermevelas -las complicadas duermevelas, en las que somos y no somos quienes complicadamente somos-, viene Lola a limpiar y a poner en orden lógico las cosas de la casa, lo que significa que tengo que pasarme la tarde restituyéndolas a su desorden lógico: la yegua hindú de terracota (siglo XIV) en su ángulo preciso, el pisapapeles en forma de dragón bicéfalo (Hungría, siglo XIX) en su ángulo preciso, la mano de mármol de Zeus (imitación), con su rayo de mando, en su postura precisa… Y no por nada en especial: sólo, tal vez, por la misma razón por la que los actores que llevan ya varios centenares de funciones de una obra necesitan que toda la utilería esté en su sitio exacto, en el exactísimo sitio en que estaba cada cosa en el día del estreno, porque cualquier alteración distorsionaría el equilibrio de ese ámbito de ficciones, y una casa es también un ámbito de ficción: la mazmorra del ectoplasma en zapatillas, en coloquios consigo.

Lola lleva más de veinte años limpiándonos la casa, pero en todo ese tiempo apenas le habré oído pronunciar unas dos mil frases, y todas ellas sobre asuntos muy concretos. («Necesito bayetas», «Está mojado».) Nos tiene la casa, eso sí, llena de amuletos que ella misma elabora con mejor no saber qué y que esconde en sitios impensables para ahuyentar espíritus intrusos, para espantar estantiguas malévolas, para atraer la suerte… Y le dejamos hacer, porque no hay más remedio que interpretarlo como una majadería afectuosa, aunque a veces nos llevamos un sobresalto al abrir un cajón o una caja de zapatos.

Aquel viernes, mientras tía Corina destilaba en la cama sus excesos y Lola trastornaba nuestras cosas, bajé a comprar el periódico, como tengo por costumbre. Fui luego a La Rosa de California y allí, frente a una tarta de chocolate con raspaduras de mandarina que me resultó un poco dulzona, me zambullí en ese mar de papel que cifra un simple día del mundo, con su oleada de noticias casi nunca buenas, con su clima de naufragio general, porque los periódicos son el megáfono del tremendismo: varios muertos en accidentes de tráfico, decenas de miles de víctimas a causa de un maremoto, enfermedades nuevas, alguien pierde un brazo en la fábrica, alguien ha decidido asesinar… «Esto podría haberme pasado a mí», piensa uno. «Y es posible que me pase mañana.» Y así se nos fuga la vida, que es más supervivencia que otra cosa, por muy trascendentes que nos pongamos con respecto a nuestro papel en este cuento: siempre seremos víctimas potenciales del Lobo.

En aquello estaba yo, en aquel clima de espanto y moribundia, cuando leí el siguiente titular: EMPRESARIO ARGENTINO HALLADO MUERTO EN UN HOTEL MALAGUEÑO. Casares. Sé que no van a creerme, porque nadie cree -ni yo mismo- en las carambolas perfectas de la casualidad, pero el caso es que el empresario argentino «hallado muerto» era Casares, el magnate solitario, el incondicional de Tutankamón, el desengañado de las pirámides.

Casares. «Hallado muerto.»

Según el periódico, no se descartaba la posibilidad del suicidio. ¿Suicidio? No, por Dios. Los hombres como Casares no se matan: ellos colaboran a construir la realidad, a hacer que la rueda dentada gire, con su chirrido de eje mohoso, así el eje mohoso les triture el corazón. No. La gente como Casares no se mata. Ellos esperan, resignados o temblorosos, o ambas cosas a la vez, a que caiga el telón a su debido tiempo, porque quieren conocer a toda costa el desenlace de la tragicomedia, a pesar de ser un desenlace invariable: un poco de sufrimiento, un poco de estupor y, de pronto, la grandeza hueca de la Nada. (Y el olvido inmenso.) No. Ellos no tienen vida alguna que tirar por la borda, porque ni siquiera la muerte se da prisa en reclamarlos: son los longevos, los que llenan los asilos, los que saturan los hospitales, los que acaban perdiendo la memoria y la razón sin que la muerte se dé prisa ninguna en barrerlos con su escoba. Los que van de aquí para allá para crear una ilusión colectiva de realismo. Los que lampan por el dinero o lo derrochan o se vuelven avaros. Los hacendosos. Los atentos al reloj. Los que compran souvenirs. Los que yo qué sé.

No. Si la gente como Casares se suicidara, en tres meses el género humano sería una especie en vías de extinción y el Estado tendría que meter a los hedonistas en un zoológico, con un cartel explicativo colgado de los barrotes de la jaula.

No.

Volví a casa con el ánimo encogido, con la imagen del cadáver de Casares en el pensamiento: su brazo corto, la boca abierta, desbaratado y rígido, en una habitación de hotel repleta de bibelots.

Tía Corina no se levantaría hasta la noche, y en un estado de fragilidad que la mantendría ajena a cualquier cosa que no fuese la extrañeza ante sí misma: la sorpresa del no-ser, y al fondo el recuerdo impreciso de su trance de alcoholemia y ludomanía. Su ensayo general de muerte y de resurrección.

«Casares ha muerto», le dije en cuanto apareció por la biblioteca con cara de ciento veinticinco años. «¿Quién es Casares?»

Hay algo mágico en cualquier muerte, como lo hay en el número del prestidigitador que hace desaparecer ante nuestros ojos la paloma blanca que ha cubierto con un pañuelo dorado. En el preciso instante en que alguien muere, se produce un vacío infinitesimal en el universo, un vacío insignificante, pero un vacío al fin y al cabo: algo que faltará ya siempre, algo que se añade a la congregación ingrávida de las fantasmagorías.

Somos los frágiles y perecederos.

Somos la Historia Universal de Lo Visto y No Visto.

Pero, metafísicas melancólicas al margen, allí estaba aquella muerte en concreto, la de Casares. (Qué mala suerte, peregrino.) (Y sin tumba de oro.)

«La gente se muere, ¿qué quieres que te diga? No vayas a querer ver ahora conspiraciones donde sólo hay incidentes rutinarios. Un hotel de Málaga es un sitio tan bueno o tan malo como cualquier otro para oír la trompetería de los ángeles», comentó tía Corina, pero comprendí que sólo pretendía aliviar mis aprensiones, que eran también las suyas.

En los últimos días, llevaba yo dos muertos casuales: la turista de El Cairo y el turista argentino. Demasiadas muertes imprevistas. Demasiados turistas gafados. No suele ser el azar tan insistente, porque él está más por las volutas fantasiosas y por la renovación del repertorio, reacio a someterse a patrón alguno, y de ahí su condición de misterio insondable, aunque haya ocasiones en que nos lo veamos venir: basta con ponerse en lo peor.

A fuerza de no poder hacer nada, se trataba, en definitiva, de esperar acontecimientos, y el primer acontecimiento no se hizo esperar: aquella misma madrugada llamó Sam Benítez desde Bangkok.

«¿Qué pasó, mi cuate?» Intenté explicarle que lo mejor era que le encargase el trabajo a otro, pero me resultó imposible: Sam no paraba de hablar, con un ruido de fondo que le distorsionaba la voz, porque debía de llamarme desde una sala de juergas, por esa cosa tan suya de debatirse entre la ilusión del Prisma Teológico y las nostalgias babilónicas.

«El cliente me apura, compadre. Mira, tienes que llamar a Cristi Cuaresma.»

Según supe enseguida gracias a un informe rápido de Sam, Cristi Cuaresma era venezolana y vivía en Roma. Acababa de incorporarse a nuestra profesión después de haber sido durante más de diez años la novia de Federico Baluarte, el más cotizado y frío de los sicarios de Colombia hasta que murió a hierro, con arreglo a la maldición contenida en el refrán. «Esa es la hermana que necesitas.» (Hasta ahí la información que me dio, mientras de fondo sonaba un guirigay de karaoke.) Le dije -o al menos lo intenté- que prefería anular nuestro acuerdo en vista de las anomalías que estaban manifestándose incluso antes de empezar el trabajo. «Llama a la hermana Cristi y no me seas más puto baboso», y me dictó un número de teléfono.

Tras consultar el asunto con tía Corina, llamé a la tal Cristi Cuaresma, porque, aparte de haber cobrado el cheque el día anterior, la verdad es que no encontrábamos a nadie que nos infundiera confianza para la operación del relicario: los mejores andaban ocupados en otra cosa, o huidos, o retirados, o encarcelados, o trabajando por su cuenta, o vigilados muy de cerca no sólo por la Interpol, sino incluso por los guardias municipales de su barrio. Además, puestos en lo mejor posible de lo peor posible, nos pareció bien el hecho de dar trabajo a la gente nueva que se anima a meterse en esto, porque nosotros también fuimos jóvenes y mantuvimos la quimera preceptiva de querer comernos el mundo, aunque luego el único comensal resulte ser el mundo mismo.

Llamé, ya digo, a Cristi Cuaresma. Oí su voz en el contestador. Y resultó tener una voz de acero y seda que me recordó de inmediato, como traída del Más Allá, la voz de Natalia Aldunate.

«¿Quién es Natalia Aldunate?» No quería hablar de ella en esta crónica profesional, pero creo que ya va a resultar ineludible: surge un nombre y surge una historia.

Cuando la conocí, en 1986, Natalia pasaba una temporada con su padre, que era el agregado militar de la embajada chilena en Budapest, ciudad a la que había viajado yo con tía Corina y con mi padre para hacer una labor de corretaje en una venta masiva de muebles art déco que habrían de encontrar nuevo destino en los almacenes del difunto Giorgio Santini, anticuario milanés que, gracias a un ingenio insólito para marear a la clientela, logró vender tres santos griales auténticos y no sé cuántos cachivaches y despojos de celebridades, de héroes y de santos de todos los tiempos y países: unas sandalias de Julio César, una peluca de Giorgio Vassari, unas botas colegiales de Rimbaud, un anillo de la Laura petrarquista… Y todo lo que ustedes sean capaces de imaginar en sus delirios más floridos, porque Santini tenía el don de poder venderle al Vaticano una paloma disecada como si se tratase del Paráclito, y de aquel don vivió con mucha holgura.

En eso, nos invitaron a una cena fría en casa de Mikulas Szalay, aquel magiar intrépido y clarividente que, entre otras muchas iniciativas, puso los cimientos de la hoy boyante industria pornográfica húngara con rudas grabaciones caseras que luego vendía a una empresa británica dedicada a la distribución internacional de ese tipo de ficciones, pues para todo hay público bajo la luna.

Natalia estaba allí, de negro y rígida, con una copa en la mano, ausente y pálida, removiendo su cóctel con un dedo, distante y gótica, hasta que se sentó al piano y empezó a tocar algo creo que de Satie, algo leve y sombrío en cualquier caso. El enorme salón de Mikulas pareció llenarse de mariposas negras de papel. Luego, a petición del anfitrión, interpretó varios Heder con voz gélida y segura, como si estuviera dándole órdenes a su propia alma.

No me pidan, por favor, que les explique cómo ni por qué (les confieso que para mí también constituye hoy un misterio, un misterio… sobrevenido) acabé casándome con Natalia Aldunate, cuatro años mayor que yo, escapada de un matrimonio lleno de espinas y de varias relaciones espinosas: un corazón, en suma, escarmentado. (Lo más curioso de todo es que siempre he estado de acuerdo con aquellos herejes del siglo III que recibieron la denominación de «organistas impuros» y que predicaban que el matrimonio es una invención abominable, al atar las pasiones y desatar en cambio la procreación, pero se ve que nuestras convicciones dejan de resultarnos convincentes en beneficio de la provisionalidad de las circunstancias, que a veces entran en la vida como los maremotos y que se van como ellos, dejando atrás lo que suelen.)

Natalia se vino a vivir a España, a casa, con su piano, conmigo, con nosotros, y aquí celebramos la boda, más porque era necesario regularizar su situación que por frenesí, que también lo hubo de todas formas, por mucho que me cueste reconstruir al día de hoy ese sentimiento desmedido.

Tuvimos, como es lógico, unos meses de fascinación: la fumarola púrpura del mago. Pero hubo también casi dos años de angustia desde el instante en que ambos caímos en la cuenta de que nos habíamos equivocado de espejismo, que es una equivocación demoledora, porque te deja en situación de irrealidad ante una realidad contundente.

Cumplido el trámite inicial de salidas diarias y de regalos fortuitos, de viajes improvisados y de cama a deshoras, Natalia se pasaba el día en su mundo de partituras apesadumbradas y, por una parte, me sosegaba el hecho de que su pensamiento, que resultó ser de esencia muy turbia, estuviese entretenido escalando o despeñándose por el pentagrama, o sacándose de la garganta un despampanante si bemol séptima o lo que fuese. Pero, por otra parte, oírla cantar acabó dándome miedo. Y me daba miedo porque me la figuraba -qué le vamos a hacer- como un pájaro monstruoso en cuyo nido tendría yo que dormir esa noche. Me daba miedo porque, al oír sus melodías desoladas y perfectas, cerraba los ojos y me la imaginaba como una elegante arpía autista que posaba las garras en el teclado de su negro Schimmel esmaltado como un ataúd: su árbol funerario lleno de música.

(Las alucinaciones del corazón, en fin, resultan complicadas, ya sea para bien o para mal, o más generalmente para ambas cosas a la vez.)

El sueño de Natalia consistía en grabar un disco con temas propios, dejar al gentío con el alma en un equilibrio difícil entre la enajenación y el pasmo y, en consecuencia, que los grandes teatros de Europa le abriesen sus portones gloriosos, y a partir de ahí todo lo demás. Esperaba ella al hada de la varilla de centellas titilantes. Pero el hada no llegaba nunca, el hada esquiva de las grandes utopías, y aquella esperanza contrariada iba agriándola, de modo que, para echar fuera el veneno, se dedicaba a despreciar al mundo, incluido yo, como era de esperar, por privilegio de cercanía.

A tía Corina sé que nunca le gustó Natalia, y viceversa. Pero, al contrario que Natalia, tía Corina jamás tuvo un mal gesto hacia ella ni dijo media palabra en su contra. Ni cuando vino ni cuando se fue. Mi padre, en cambio, congeniaba con Natalia, y ella con él si no andaba demasiado envenenada de imposibles, y se reían, y cantaban a dúo coplas de cabaret, y mi padre jugaba a galantearla, y ella jugaba a hacerse la perrilla con el pobre viejo, que se resistía a dar carpetazo a los rituales de fascinación, así fuese con su nuera.

Tengo para mí, no sé, que el amor depende de una fórmula mágica casual: dices o escuchas la fórmula adecuada y el amor se produce, en ti o en el otro, o en ambos a la vez si la suerte está de cara. Un puro sahumerio verbal. La feliz logomaquia. Pero también está lo contrario: unas cuantas palabras equivocadas pueden hacer la función de antídoto.

Una noche, después de cenar, a tía Corina le dio por hablarnos de la astrología fantasiosa de los caldeos, que llegaron a predecir hechos futuros a clientes como Alejandro Magno, Antígono y Seleuco Nicátor, si hemos de creer al historiador Diodoro Siculo, que no siempre es de fiar, dada su inclinación a dar por verídico lo que de ningún modo podía serlo. «Los caldeos creían conocer muy bien la mecánica celeste, pero estaban convencidos de que la Tierra tenía forma escafoide y era cóncava. Ese es el problema de pasarse la vida mirando para arriba, que es lo que hacen los ciegos», bromeó tía Corina, y mi padre y yo nos reímos, pero Natalia no sólo no se rió, sino que apretó los labios para dejar muy claro que lo último que veríamos en ellos en ese instante sería una sonrisa.

Cuando nos retiramos a nuestro dormitorio, mientras se desvestía, Natalia pronunció, en fin, una combinación de palabras equivocadas: «A vosotros os divierten mucho las estupideces, ¿no?». Aquella frase no sólo me ofendía, aunque eso era lo de menos a esas alturas, sino que ofendía a mi mundo: te pasas la vida construyendo un castillo de arena y, de pronto, llega alguien, lo desbarata de una patada negligente y te dice: «He desbaratado tu castillo asqueroso, ¿pasa algo?». Y por supuesto que pasa. A partir de ese instante, todo quedó claro: se trataba de destruirnos el uno al otro en el menor tiempo posible y sin dejar torre en pie, y les aseguro que los dos nos empleamos a fondo en la tarea, porque nadie sale de un matrimonio como quien sale del cine (es decir, con el ánimo agradecido por el regalo fugaz de una ficción), sino como quien sale de una barraca de espejos deformantes (es decir, con una visión grotesca de sí mismo: monstruo mezquino de las piernas cortas, de la barriga de tonel, de la cabeza oval, de los brazos que arrastran por el suelo, gritándole a otro monstruo parecido).

Lo demás ya pueden imaginarlo: cuando en una relación amorosa se instala el rencor, a ver quién es capaz de espantar a esa corneja que ha sido desollada viva, que tirita en carne viva. A ver quién echa de su madriguera a ese animal al que le duele incluso el aire.

Cuando Natalia salió por la puerta para no volver, me pasé tres días en la cama con el ánimo de un fakir cansado de ser fakir, y ya me entienden.

Durante esos tres días purgativos, tía Corina no se apartó del lado de mi cama. Al dormirme, estaba allí, sentada en un butacón, leyendo. Me despertaba y allí seguía, y me ofrecía algo de comer, que yo rechazaba o probaba apenas, y me pasaba una toalla húmeda por la frente, porque había momentos en que se transformaba en el duendecillo de la fiebre mi agitación de espíritu. Incluso de madrugada, al escapar yo de alguna pesadilla por la escalera de incendios, allí estaba ella, dormida, con un libro caído en el regazo, o despierta y silenciosa en la oscuridad, vigilando a los dragones.

Cuando me levanté, le dije a mi conciencia que no había pasado nada, y mi conciencia me creyó en la medida de lo posible.

El espacio que había ocupado el piano quiso parecerme el hueco de un árbol talado, un tocón de silencio.

«No vas a encontrar a otra mujer igual», me reprochó mi padre, y recé para que fuese así.

Ya les he hablado, en definitiva, de Natalia Aldunate, y no pienso volver a hacerlo en mi vida, aunque les rogaría que me tolerasen una breve digresión, a saber: el amor es algo tan valioso, que nos resulta imposible intuir siquiera su precio. Se puede pedir por él lo que se quiera, al margen de la oferta del cliente. Y hay que pagarlo en oro, desde luego, porque ni siquiera acepta la plata: ofrécele a alguien en una bandeja de plata tu corazón macizado en plata y le escupirá.

Mi matrimonio fue, en resumidas cuentas, algo más que un fracaso concreto: fue, sobre todo, una decepción abstracta. Una decepción, para empezar, de mí mismo: en las arenas movedizas de mi corazón se caían a plomo las quimeras que intentaba levantar. (El corazón, fuente principal de la penitencia humana, según el ya mencionado Jakob Boehme.) Además de eso, no sólo supe que ninguna otra sirena iba a conseguir arrastrarme con la seducción de su cántico a una isla de alucinación y sufrimiento, sino que también comprendí que ninguna iba a tomarse la molestia de cantarme, porque las sirenas sólo montan su vodevil para los hombres sosegados y felices y no pierden el tiempo en cantar para los inquietos y dolientes, para los que huelen desde lejos a ruina, a insomnio, a diazepam y a psicoanálisis casero. De todas formas, alguna que otra hubo luego que, más que cantar, me susurró al oído su conjuro de destrucción camuflado de ensalmo (la leve Luisa, asustada del mundo; la astuta Lucía, devoradora del mundo), pero el problema era que yo había dejado de ser navegante para convertirme en náufrago de mí mismo, como si dijésemos, duro de oído ya para esas melodías, y solitario me quedé para los restos, pues solitario sigo al día de hoy, y creo que ya sin enmienda, porque se me ha pasado la edad de las rectificaciones. Perdí el valor, en definitiva, para arriesgarme en las apuestas del sentimiento, supongo que por la misma razón por la que alguien que sobrevive a una caída desde diez metros de altura no se queda con ganas de exponerse a otra caída, aunque sea desde tres metros. («Vente conmigo al país de las hadas», y contestas: «Gracias, pero de momento estoy estupendamente en mi país de gente que habla sola».)

En un plano menos simbólico, no me importa confesarles que soy cliente ocasional de una pantomima: Club Pink 2. (Su nube medio chernóbil de perfumes entremezclados. Sus bebidas a precio de elixir de la inmortalidad. Sus sacerdotisas sinuosas de corazón solitario y sibilino. Mis lumias lunares.) Una vez al trimestre, más o menos, entro allí con un ansia borrosa y salgo con una melancolía difusa, como quien accede a un palacio refulgente por el portón de los reyes y sale por la puerta de servicio al callejón meado por los gatos. Es mi dosis de sexo teatral, digamos; mi tributo amargo al instinto: «Veneno sin dolor de falso amor», según cantó un barroco. («Pobre hombre», pensarán tal vez ustedes. Pero no, no se crean: coloquen su subconsciente delante de un espejo y luego me cuentan lo que han visto.) La mayoría de las veces llego allí, me tomo un refresco mientras charloteo con alguna de las muchachas, le dejo una propina y me voy, porque se me muere de repente el deseo, que nunca ha sido dueño de mi voluntad, ni siquiera de joven, y eso supongo que gano, pues cualquier esclavitud es cosa de temer, así se disfrace de maravilla para los sentidos: siempre tiene trampa, y en casi todas las trampas caemos.

Sé, por algunos clientes habituales, que las chicas se refieren a mí como El San José, por lo del carpintero apacible. Un apodo hiriente, como suelen serlo, pero no me importa: ¿quién no pasa por ser un fantoche ante los demás fantoches? Las muchachas cambian de destino cada cierto tiempo, pero se ve que el apodo se transmite de una tanda a otra, y los apodos de los demás habituales también sobreviven a esas migraciones: El Gitano Merengue, El Delicado, y así, con arreglo a la inspiración satírica de su autora.

A veces -lo reconozco-, pienso en el amor verdadero como quien piensa en el mito de Eldorado o en la leyenda del unicornio: un algo envuelto en bruma, una fantasía cálida de la razón. Y algo inconcretable se reanima entonces dentro de mí por un instante, un sueño rápido que hace sonreír al durmiente. Pero me hago cargo de que ya no es momento de nada: si tienes casi sesenta años y estás descontento con tu vida, no tiene mucho sentido el plantearte un cambio de vida. El planteamiento es ya otro, más sencillo: ¿merece la pena seguir viviendo o no? (Y lo curioso es que viene a dar lo mismo una opción que otra.)

…Se me olvidaba comentarles que Natalia murió hace poco más de tres años en París, donde se dedicaba a cantarle a un médico jubilado, según mis noticias.

Pero dejemos a un lado las escabrosidades colaterales y sigamos con el asunto que nos ocupa.

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