6

El suicida esfumado.

El juego de las adivinanzas eruditas.

Cita en Roma.

La mano fría de la enfermedad.

Un envío incomprensible.

En cuanto me levanté, bajé a comprar el periódico para enterarme de los detalles de la muerte de Casares, pero no venía nada, porque los periódicos importantes se rebajan a informarnos de las tragedias pequeñas, de los crímenes provincianos, de los horrores intrascendentes y municipales del día anterior, así hayan ocurrido en una aldea de media docena de habitantes, pero al día siguiente todo ese remolino de sangre baladí deja de interesarles por completo, porque la realidad ha renovado el catálogo de tragedias, de crímenes y de horrores triviales y no hay sitio para tanto, de modo que las hemerotecas están llenas de novelas inacabadas que comienzan con el descubrimiento de un cadáver. De todas formas, me acerqué a ese kiosco enorme que está en la Avenida del Almirantazgo y que viene a ser algo así como el gran bazar de las realidades volanderas, con la esperanza de que algún periódico malagueño ampliase la información sobre el suceso.

No hubo suerte.

Al día siguiente, compré ese mismo periódico, pero tampoco había ninguna noticia referida a la muerte de Casares. Al día siguiente tampoco, y ya desistí.

Di por hecho que Casares, que no conocía a Abdel Bari, había muerto envenenado por Abdel Bari, que jamás conoció a Casares ni tenía motivo alguno para envenenarlo. Por eso llevan buena parte de razón quienes aseguran que la vida se basa en carambolas accidentales, en concordancias al tuntún.

Aunque a veces -y a veces por fortuna- las cosas no son tan sencillas ni tan terribles como parecen a primera vista.

Cuando llegué a casa, tía Corina estaba leyendo. La diabetes va robándole visión, y estoy seguro de que si se ve privada algún día del don de la lectura, morirá del mal de Eratóstenes, aquel bibliotecario de Alejandría que, al comprobar que la debilidad de sus ojos le impedía leer, se dejó morir, desencantado y desdeñoso de todos los demás estímulos terrenales, pues los libros no eran para él cosas del mundo, sino cifra del mundo y arquetipos de la casi infinidad de cosas visibles e invisibles que lo componen.

«Escucha esto», y me leyó en inglés lo siguiente: «Mi cerebro es un palimpsesto y también lo es el tuyo, oh lector. Estratos infinitos de ideas, de imágenes y de sentimientos han ido superponiéndose, leves como la luz, sobre tu cerebro». Me miró por encima de sus gafas. «¿De quién es?» Amagué escarbar en mi memoria, para así seguirle el juego, ya que de un juego se trata: el juego favorito que tenía establecido con mi padre. Uno leía un fragmento, o una mera aporía, o un aforismo contundente, y el otro debía adivinar el autor, sin darse pista alguna. Cada acierto puntuaba, y tía Corina casi siempre estuvo por delante de mi padre a lo largo de los más de veinte años en que se divirtieron con esos rebuscados acertijos.

«Es fácil. ¿Seguro que no lo sabes?» (No, porque reconozco que no tengo buena memoria textual: los libros que he leído forman en mi memoria una bola húmeda de papel, y apenas recuerdo un centenar de frases más o menos célebres.) «¿Sterne?» No. «¿Samuel Johnson?» Tampoco. Y me rendí. «Thomas de Quincey. ¿Adivinas al menos de qué libro?» Le dije, por decir, que de El asesinato considerado como una de las bellas artes, que es lo único que he leído de ese desahogado. «No, lo siento. Es de Suspiria de profundis.» Y de pronto se quedó meditabunda, caminando con pasos indecisos sobre los algodones gordos del pasado, pensando sin duda en mi padre -que en buena medida también lo fue suyo-, ya que los difuntos pueden ser muy obstinados: nuestros muertos más íntimos no acaban de morirse nunca, precisamente porque se nos están muriendo a cada instante. «Tu padre detestaba a De Quincey. Decía que, de tanto fumar opio, acabó teniendo pinta de anciana vietnamita.»

Por cierto, no sé -y lo digo de verdad- si entre ellos hubo alguna vez una relación propia de amantes. Quizás al principio, cuando la niña Corina se transformó en una muchacha de formas rotundas y de mirada honda y transparente. Y el viudo… Es posible, ya digo, porque la vida es muy corta, y las noches muy largas, y el deseo muy terco. Pero si hubo algo, desde luego no prosperó, pues, desde que tuve conocimiento de las espirales invisibles de la realidad -si me permiten ustedes la expresión-, tía Corina y mi padre se trataban a veces como si fuesen dos hombres y otras veces como si fuesen dos mujeres, y no sé si me explico. Por otra parte, mi padre jamás trajo a ninguna mujer a casa, a pesar de ser él de naturaleza galante y de no tener miedo alguno a las melancolías derivadas de la fugacidad de los dones terrenales, y sospecho que de tarde en tarde se aliviaba las ansias a golpe de cartera para no complicarse el corazón con las marañas de otro corazón, conforme a la tradición atribulada que mantengo.

A tía Corina sólo le he conocido un pretendiente estable: Louis Campbell, aventurero múltiple de Louisiana, que estuvo durante un tiempo en la profesión hasta que, aburrido de incertidumbres y de clandestinidades, decidió montar un restaurante en Kalámata, allá en el Peloponeso. A principios de la década de los ochenta del siglo pasado, aquella relación cogió fuerza. Tía Corina hizo varios viajes largos con él, e incluso pasó un verano en aquella costa, y Louis paraba en casa cuando venía por aquí, siempre con sus chaquetas de aire náutico y su pelo blanco y sedoso de Romeo invencible, pero se ve que la pasión, según suele, acabó en humo, aunque todavía humea, porque se llaman en fechas señaladas y Louis no deja de invitarla formalmente cada año a que lo visite en su isla.

Aparte de eso, tía Corina sigue hablándome de algún que otro caballero que ha conocido en el Casino Novelty, en sus jueves de azares, y en la voz se le nota la ilusión crepuscular de un imposible.

– Oye, por cierto, ha llamado esa tal Cristi Cuaresma, que tiene nombre de monja travestí, en el caso de que tal cosa sea imaginable tanto para las monjas como para los travestís.

– ¿Qué te ha dicho?

– Nada en particular. Que la llames.

Al oír la voz de Cristi Cuaresma, oía la voz de ese espectro de espinas que aún me hace sangrar un poco, y algo se estremecía dentro de mi conciencia con un crujido de hojarasca pisoteada, pero esquivé aquella especie de trampa acústica y concerté con Cristi una cita en Roma, a pesar de que intenté convencerla de que aquella cita era innecesaria y sólo reportaría gastos, ya que podíamos vernos en Colonia unos días antes de llevar a cabo la operación y precisar allí mismo los detalles. Pero se ve que hay gente con principios muy sólidos, por lo general a costa de los principios ajenos. «El domingo a las nueve en el restaurante Da Luigi, en Piazza Sforza Cesarini. Tú invitas», y le dije a todo que sí. Como un recluta.

Tía Corina volvió muy de madrugada de su peregrinaje semanal en pos de la fortuna fortuita, de perseguir las pompas de jabón de los números venturosos con un cazamariposas agujereado, siempre a la espera de que la suerte le brinde su enorme sonrisa de gato de Cheshire (ya saben: aquel gato de aspecto diabólico -cualquier felino sonriente tiene por fuerza ese aspecto- con el que se topó la niña Alicia en el complicado País de las Maravillas). Por si acaso tenía que bajar a pagarle al taxista, la había esperado viendo uno de esos debates televisivos que giran en torno a los fangales de la mundanidad, con sus celebridades fugitivas y vociferantes, al que siguió un documental en el que se especulaba con la localización del monte Sinaí.

Llegó derrotada por fuera, pero por dentro victoriosa, con la euforia estampada en unos ojos que se le cegaban de agotamiento. «He ganado durante toda la noche, como si fuese la dueña del talismán infalible que Ruperto de Cavendish le vendió al falso sultán de Witu, ¿te acuerdas?»

Los viernes, como he dicho, tía Corina se los pasa en cama destilando venenos y sólo se levanta un rato a mediodía para que Lola le arregle la habitación y hacia la medianoche para tomar algo, medio sonámbula, hasta que el sábado por la mañana vuelve a la vida con buen son, dentro de lo que cabe. Pero aquella noche no se levantó y me inquieté mucho, de modo que llamé a la puerta de su alcoba y, al no tener respuesta, entré con más pánico que sigilo, temeroso de que la muerte, disfrazada de sueño, se la hubiese llevado.

Parecía no respirar. De todas formas, comprobé que tenía una fiebre altísima, lo que, a pesar de ser una señal muy mala, era una señal buena. Estaba empapada en sudor. La zarandeé, pero no reaccionaba. Pronuncié su nombre no sé cuántas veces, a modo de conjuro nervioso. Y así hasta que soltó un gemido que pareció salir del centro mismo de la agonía, y luego tuvo una convulsión, y pronunció una palabra rota en pedazos: «Agua».

Llamé a un médico que tardó cinco o seis eternidades en venir. «Coma diabético», diagnosticó. Al rato, dos enfermeros entraron por la puerta y nos fuimos en una ambulancia.

Como era de temer, la dejaron ingresada en la UCI, a cara o cruz.

Salí del hospital a media mañana, cansado de cuerpo y de incertidumbres, de estar sentado en una silla de plástico, de presagios adversos, con la luz de los tubos fluorescentes metida en los ojos como una alucinación de blancura.

Nada más llegar a casa, me acosté, pero el sueño me huía, supongo que por culpa de esa ley universal que hace difícil la consecución de cuanto se desea, por insignificante que sea lo que se desee. (Dormir un par de horas, por ejemplo.) Me levantaba. Me acostaba. De nuevo me levantaba. No quería tomarme un ansiolítico por si acaso avisaban del hospital y me pillaban deambulando como un bobo por una arcadia química, como quien dice, y también porque en ese instante estaba convencido -no me pregunten por qué- de que aquel dolor me pertenecía y no debía abandonarlo.

El presentimiento de que tía Corina iba a morirse me desgarraba, por esa cosa que tienen los presentimientos de querer apoderarse de más realidad que los acontecimientos mismos. Lloraba por ella y lloraba por mí. Lloraba por nuestro mundo en miniatura, nuestro pequeño mundo de saberes inútiles y de negocios anómalos. Lloraba por el pasado, por el presente y por el futuro, ese futuro que suele ser para la mayoría de la gente -yo incluido- la categoría más devaluada del tiempo. Lloraba porque me veía llorando en el espejo y porque el llanto llama al llanto. Lloraba de lástima por ese individuo que lloraba ante mí con mi cara, con mis ojos, con mi corazón atenazado por el presagio de un vacío irreparable. (Mi ectoplasma en pena, mi sosias borroso, mi desdibujo.)

«Jacob? ¿Cómo va eso, cabrón?» Sam Benítez seguía sembrando el terror hedonista en Tailandia. Le pinté el panorama y le dije que tendría que aplazar mi cita con Cristi Cuaresma. «¡Qué chinga nos pusieron!» (Sí.)

Quedó en llamarme al día siguiente para ver qué rumbo tomaba la cosa, aunque las expectativas eran pesimistas: tía Corina podía morirse o bien seguir moribunda, según el médico.

Como en casa sólo conseguía desasosegarme, me tomé un café y volví al hospital.

«Va bien», me dijo una enfermera con aspecto de bailarina. «Está fuera de peligro, pero habrá que esperar la evolución», me dijo un médico con aspecto de niño que juega a las resurrecciones con los polvos sobrenaturales de su estuche infantil de mago.

Me permitieron entrar a verla durante un momento, a través de una cristalera. Tía Corina era un bulto blanco y dormido entre paredes blancas, entre utensilios sin color, entre figuras blancas: la escenografía de la nada misma. «Tiene que salir», me indicó la enfermera con aspecto de bailarina, y volví a sentarme en el pasillo, a pensar en lo que menos quería pensar.

Tras aquella sucesión de puertas prohibidas para mí, en la cámara hermética de las grandes dudas, tía Corina estaría sumida en esa clase de pensamientos que sólo pueden compartirse con uno mismo, y a veces ni siquiera eso.

Y mi reloj era lento como una vida.

Llamé a Cristi Cuaresma para postergar nuestra cita, circunstancia que advertí que le fastidiaba bastante, sin duda porque estaba deseosa de entrar en danza, que es lo que nos ocurre a todos cuando somos nuevos en esto: nos impacienta el placer de comprobar lo fácil que resulta alterar el orden del universo en cuestión de minutos y ganar además un poco de dinero a costa de esa alteración.

En el contestador tenía varios mensajes de Sam Benítez, todos ellos frenéticos y confusos, de manera que decidí desconectar el teléfono.

Al tercer día, a tía Corina la bajaron a planta. «A partir de ahora, seré una filósofa profesional», me dijo nada más verme. Por un instante, temí que se le hubiese ido la cabeza, que es lo que les ocurre a muchos enfermos después de haber puesto un pie en el Más Allá, trastornados por ese viaje a medias y por los efectos imprevistos de las compotas de fármacos. «¿Recuerdas lo que decía Platón, aquello de que la filosofía es una meditación en torno a la muerte? Pues bien, yo he estado un buen montón de horas meditando sólo y exclusivamente en la muerte. Sólo en eso. Un curso intensivo. De modo que creo que merezco al menos un diploma.» Y nos reímos. Y la vida pareció restablecerse. Y ella estaba mal pero feliz. Y yo estaba aterrado pero feliz.

Tía Corina compartía habitación con una anciana instalada en quién sabe qué limbo, con la boca siempre abierta, respirando a compases de agonía, como si quisiera tragarse la vida. «Ahí tienes la representación más clara de la prueba de san Anselmo para demostrar la existencia de Dios», dijo, señalando a su vecina de purgatorio. «Hay que ser el emperador cósmico para concebir esta canallada, porque a una persona vulgar no se le ocurriría una cosa parecida», y me estremecí, y me acordé de paso de aquella coplilla de los tiempos del barroco que decía que bien está que tengamos que morirnos, pero envejecer, ¿por qué?

Charlamos durante un rato sobre nada en concreto, que es de lo que hablan las personas alegres que temen la disipación de su alegría, y me fui a casa, donde me aguardaba una sorpresa.

«Ha llegado esto para usted», me dijo Elías, el portero del edificio, que es un hombre curioso: hace más de veinte años que no se mueve del cubículo de la portería, pero si tienes la imprudencia de seguirle la conversación, te cuenta sus viajes por los lugares más raros de la Tierra: «El año pasado, cuando estuve en la República de Kazajstán para visitar a mi hermano pequeño, que es allí cazador…». Cuando no anda resolviendo sus tareas, Elías se enfrasca en un atlas, que para él compendia la realidad: allí están todas las ciudades y todos los desiertos, todas las tormentas pasadas y venideras, la infinitud engañosa de los mares, toda la nieve, todas las historias posibles… A vista de pájaro, a vista de Dios. El mundo entero en miniatura, igual de manejable que un juguete, y, detrás de cada nombre, un tesoro escondido: el oro líquido de la fantasía.

«Lo trajo el cartero esta mañana», y Elías, el cosmopolita quimérico, me entregó una especie de palo envuelto en papel de estraza, con mi nombre, sin remite.

Era raro: casi nadie sabe dónde vivo. Todos los envíos me llegan a un apartado de correos. A casi nadie doy la dirección de mi casa ni mi número de teléfono, por un motivo fácil de imaginar: si alguna vez necesito un escondrijo, ya estaré en el escondrijo.

Rasgué el envoltorio mientras subía en el ascensor y al instante tuve entre las manos el báculo que aquel tipo del que ya les hablé intentó venderme a la puerta de mi hotel en El Cairo; aquel báculo que, según parece, contenía el alma inmortal del mago Tamiro o tal vez Temuro, quienquiera que fuese aquel fascinador.

Como pueden ustedes suponer, me quedé menos inquieto que asombrado, con la cabeza repleta de interrogantes huecos y, sobre todo, de signos de admiración, que es de las peores cosas que pueden pasarle a una cabeza humana.

Aquello era un mal síntoma de algo que ignoraba, ¿verdad? Y les confieso que se me hundió el ánimo: estoy un poco mayor para soportar con entereza los misterios que derivan en misterios, pues el entusiasmo ante lo misterioso suele ser privilegio de juventud. Además, a estas alturas de la vida, los misterios vienen a ser fracasos de la razón, porque ya está uno en edad de comprender que en nuestro mundo no hay misterios, sino que todo es un misterio inabarcable, una matemática fantasmagórica, un mecanismo incomprensible aunque perfecto: el álgebra del sin porqué. Los pequeños misterios que nos fascinan o que nos atormentan no son más que parodias del gran misterio básico: el misterio anonadante de vivir en un universo que procuramos interpretar con la ayuda de una mente que ni siquiera consigue interpretarse a sí misma.

Pasado el pico agudo de la sorpresa, advertí que había un trozo de papel enrollado en el báculo, sujeto con cinta adhesiva. RECUERDO DE EL CAIRO. La letra parecía de pendolista, entre arábiga y gótica, con cimeras y rabos.

Pero la caligrafía era lo de menos, ya que lo de más era mi cabeza, que no acertaba a encajar aquello en ninguna zona de la realidad, ni siquiera en las más suburbiales, digamos, como lo es por ejemplo la zona del absurdo, a la que van a parar tantísimas cosas.

Por la tarde fui al hospital. Tía Corina tenía muy mal aspecto, aunque intentaba bromear a toda costa, que es un método como cualquier otro de expresar el pánico. «¿Sabes? Cada vez que me traen la comida, me acuerdo de tu padre, que decía que los menús de hospital tienen sabor a cadáver. Te ponen pollo y no te sabe a pollo, sino a cadáver de pollo. Te ponen sopa y no te sabe a sopa, sino a bilis de muerto. Hasta la fruta huele a morgue.»

No le comenté lo del báculo, como es natural, porque demasiado tenía ella con lo suyo. Y allí estuve hasta la noche, hablando de intrascendencias, leyéndole fragmentos del libro de Geoffrey Parrinder sobre la brujería, que me había pedido que le llevara («Así practicamos un poco de inglés y, si se tercia, un poco de brujería»),y admirándonos de que en la década de los treinta del siglo pasado hubiese todavía en África perseguidores de brujas: los llamados bamucapi, que obligaban a las sospechosas a beber una pócima que garantizaba casi al cien por cien la anulación de su vicio diabólico; en caso de que alguna se animara a reincidir en las prácticas hechiceras después de haber bebido la pócima, se le hincharía el cuerpo hasta extremos impensables, y pesaría tanto que resultaría imposible trasladarlo a una tumba cuando muriese, de modo que quedaría insepulto, para festín de fieras. «Pues así me veo yo como no me den pronto el alta. Esta inmovilidad está matándome de aburrimiento. Ahí viene ya la ayudanta del bamucapi.» Y entró una enfermera con una bandeja de pastillas.

Le di compañía durante un rato más y me fui a casa, con mucho desasosiego.

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