22

Marta.

Un resucitado imprevisto.

Informaciones de Fioravanti.

La huida de tía Corina.

Los regresos.

Y un final.

(…) (Una elipsis.)

Hace más de cinco meses que tengo abandonado este relato. No porque no haya pasado nada, sino más bien porque han pasado demasiadas cosas.

Es posible que todo cuanto nos ocurre tenga un antecedente concreto, un detonante específico y a veces imperceptible, pues estoy más o menos convencido de que el verdadero motor de la vida es el efecto dominó, según me permito ejemplificar a la manera del primo Walter: nunca lees la prensa, jamás te ha interesado la crónica de sucesos, pero un día compras el periódico para enterarte de los detalles del asesinato cometido por un vecino tuyo. En el kiosco, de forma fortuita (una moneda que cae al suelo, un movimiento sincronizado de ambos para coger una misma revista ilustrada…) conoces al amor de tu vida. Y bien: amor, vida. Dos palabras importantes por sí mismas y maravillosas si deciden aliarse para formar un solo concepto Y ya estás instalado dentro de una alucinación. Pero resulta que el amor de tu vida es ludópata, como consecuencia de lo cual te roba, te obliga a endeudarte y te sugiere incluso que robes en el trabajo. Y acabas robando en el trabajo, claro está, porque se trata a fin de cuentas de una petición del amor de tu vida, de modo que te quedas sin trabajo, sin casa y sin amor de tu vida, que se ha buscado ya otro amor de su vida que tiene trabajo y casa, hasta que llega el día en que apuñalas al amor de tu vida en plena calle. Hay muchas cosas por medio, sí, pero el origen y el fin de la secuencia están muy claros: saliste un día a comprar el periódico para enterarte de los detalles de un asesinato y acabaste convertido en un asesino. (Dicho sea a modo de ejemplo, claro está.)

Pues bien, una tarde en que me notaba muy bajo el nivel de glucemia, me acerqué a La Rosa de California para comprar trufas de mandarina y vi que estaba sentada ante un velador la viuda de Esteban Coe. Ya saben ustedes que no soy persona desenvuelta en las estrategias galantes, que tan alejadas quedan de mi modo de ser, pero les confieso que sentí el deseo de saludarla, pues el pretexto estaba libre de sospecha: hablarle de mi amistad con el difunto. Como es lógico, reprimí ese deseo y no la saludé. Salí de allí con mi bandeja de trufas de mandarina y con el peso de una inquietud en el ánimo, pues de verdad me apetecía entrometerme en la soledad de aquella mujer hermosa y ensimismada, con su luto discreto, muy cargada de oro, meditabunda ante una taza vacía, fumando con el aire de quien está resolviendo un jeroglífico.

A los pocos días de aquello, pasé de nuevo por La Rosa de California (que, según tía Corina, es mi farmacia) para comprar unas bizcotelas de cacao y allí estaba otra vez la viuda de Coe. Esa vez el arrojo me respondió. «Perdone. Fui amigo de su marido.» Me miró como si volviese de un largo viaje por dentro de sí misma. «Jugábamos al billar.»

Y, a partir de ese instante, la viuda de Coe se convirtió en Marta.

Quedé con ella al día siguiente y le llevé la traducción del artículo sobre los planetas de diamante que leí en Le Fígaro y que nunca pude darle a Coe. Marta lo leyó muy despacio, supongo que porque había conceptos que le resultaban huidizos. «Esto hundiría el mercado», comentó muy seria cuando terminó de leerlo, y no supe si interpretarlo como una simpleza o como un golpe de ingenio.

Quedamos en vernos al día siguiente. Y al otro también quedamos. Y nos vemos desde entonces, en fin, casi todas las tardes.

El primer extrañado ante esta circunstancia soy yo, que me daba por jubilado de este tipo de fascinaciones, pero se ve que no nos morimos del todo hasta que no nos morimos del todo.

Por si les interesa, les confesaré que aún no hemos tenido relaciones sexuales ni nada que se les aproxime. Aparte de su luto, ambos estamos en una edad en que avergüenza un poco desnudarse por primera vez delante de otra persona, ya que los ojos tienen que acostumbrarse a un nivel considerable de decrepitud, al contrario de lo que ocurre entre los jóvenes, que sólo tienen que deslumbrarse ante el esplendor. En las parejas que envejecen juntas no se da ese problema, según me dicen: el cuerpo de hoy lo ven a través del recuerdo del cuerpo de ayer, porque la persona amada es intemporal, así se caiga a pedazos, y ahí reside la magia del amor duradero, que es una hermosa prestidigitación de los sentidos.

Marta y yo aún estamos en una especie de periodo neutral, en esa fase de toda relación amorosa en que nadie es exactamente quien es, sino un amable impostor, una versión dulcificada y atenuada de sí mismo, con el carácter a ralentí, exhibiendo el plumaje. Luego, como es lógico, llegará el momento inaplazable de ser quien sin remedio somos, con todo nuestro fardo de contradicciones disfrazadas de convicciones, con nuestro desordenado equipaje de tiempo, y ese es siempre el periodo delicado. A partir de ahí, el modo en que la otra persona se lleve a la boca una simple aceituna puede ser decisivo para disipar el hechizo.

«Huye saberlo que será mañana», recomendaba un clásico. De momento al menos -porque lo que vaya a ocurrir dentro de un rato quién lo sabe-, no he caído en el error de casi todos los amantes inexpertos: pretender vislumbrar el futuro, malabarismo psicológico que sólo aporta desazón a quien lo practica, sobre todo si se tiene en cuenta que el único futuro cierto es la muerte del cuerpo -eso por descontado- y también la muerte metafórica y progresiva de todas las ilusiones que vamos almacenando en el cuerpo hasta un segundo antes de morirnos. (Y es que incluso el hecho de desear la muerte puede considerarse una ilusión.) Pero esa muerte metafórica anda aún olvidada de nosotros, y que en su palacio gélido se quede.

Hablamos de esto y de aquello, sin mucho rumbo, de aquello y de esto, de cualquier cosa que no seamos estrictamente nosotros, de cualquier cosa que no nos obligue a tirar del hilo de nuestra vida. En las parejas de jóvenes, ambos procuran saber todo lo posible del otro en el menor tiempo posible, porque necesitan conocerse, aunque apenas custodian secretos todavía y haya poco que conocer; en cambio, se ve que los adultos, cuando se emparejan, procuran saber lo indispensable del otro y saberlo lo más tarde posible, tal vez porque nos asalta la sospecha de que cuanto más sepamos, peor. De modo que ahí estamos: en el país encantado de las palabras que van y vienen sin dejar huella alguna, de las frases que se olvidan antes de terminar de ser formuladas. (El espectro del pobre Coe, por ejemplo, no aparece jamás en nuestra conversación, aunque Marta sigue llevando siempre alguna prenda negra.) Estamos en la fase musical, por decirlo de algún modo. En una fase en que las palabras suenan, pero no significan gran cosa. Ambos sin pasado aparente y sin futuro que nos urja. En el presente puro, hijo pródigo de la nada. Precavidos. Y es posible que un poco aterrados. Pero bien.

Le prometí a tía Corina que no volvería a hablar del asunto de Colonia, pero resulta difícil mantener una promesa, ya que el hecho de mantenerla exige a veces una negación artificiosa del fluir de los acontecimientos. Y se han producido acontecimientos.

Según me contó Gerald Hall cuando me llamó para acusarme recibo del lote de curiosidades de Marcos Travieso, el Penumbra sigue vivo. «Ayer mismo estuvo aquí para intentar venderme unos manuscritos falsos de Thackeray.» No hace falta que les diga que, nada más colgar el teléfono, llamé a Sam Benítez, aunque en vano, y al día de hoy no he podido hacerme con él, aunque mi interés por localizarlo no consiste en obtener ningún tipo de explicación, privilegio al que no aspiro, sino en insultarlo un poco, porque estoy hecho a la idea de que los entresijos de esta historia van a quedarse sin desvelar, lo que sin duda le resta prestigio como tal historia. Si los cadáveres comienzan a resucitar antes del día del Juicio, me confieso impotente para encajar ese fenómeno en mis parámetros de realidad, y más aún si nadie está dispuesto a rebajar un poco ese tipo de prodigios con explicaciones razonables, que para casi todo las hay, por más que digan los defensores del caos y de la inconsecuencia.

Telefoneé luego al Penumbra, pero me salió una voz femenina que me aseguró que ese número de teléfono se lo habían dado hacía menos de un mes.

¿El Penumbra vivo? Y empezó a dolerme la cabeza.

Se me olvidaba referirles que, mucho antes de todo eso, llamé también al profesor Macario cuando regresó de sus vacaciones marroquíes. «La historia del Hermano Llagado es tal y como te la conté, Jacob, aunque seguro que tu padre, para llevarme la contraria, defendería otra versión indefendible. Precisamente, el otro día oí por una cadena internacional de radio que Lorre había muerto, pero no de vejez ni a consecuencia de sus llagas, sino de un reventón orgánico. Se metió un surtido de estupefacientes, así que puedes imaginarte cómo se le pondría por dentro la cabeza, que de por sí ya era de catálogo. El cuerpo del cura era el supermercado de la droga, según el forense.»

(«La vida sólo se parece a la vida», me susurra una voz interna. Pero sigo con lo mío, sin levantar siquiera la cabeza del papel. «Cuéntale a Lolo Letaud tus aventuras y que ya luego él las adorne con extraterrestres, con aleaciones de metales desconocidos y con cardenales homicidas», me dice otra voz burlona. «Sal a pasear. No pisas por buen mundo», me recomienda una voz severa. Hasta que el propio sonido de mi pensamiento acalla ese coro de voces intrusas, y prosigo.)

Una noche en que tía Corina salió con las viudas, llamó Leonardo Fioravanti, que de manera educada me exigió el pago de la deuda. Yo daba por hecho que Sam Benítez la había saldado hacía meses, porque meses hacía que me había enviado la cantidad equivalente que me prometió en concepto de indemnización por los trastornos y gastos que nos ocasionó la aventura alemana.

Si tienen ustedes tiempo, les rogaría que consultasen en el diccionario de Collin de Plancy la entrada DOBLÓN VOLANTE. (Por si acaso no tienen tiempo, la transcribo: «Aunque los brujos de profesión hayan vivido siempre en la miseria, pretendíase sin embargo que tenían mil medios para enriquecerse, o al menos para evitar la indigencia y la necesidad. Entre tales medios se cuenta el llamado "doblón volante": una moneda que, tras ser encantada con determinadas palabras y hechizos, volvía siempre al bolsillo de quien la ponía en circulación, con gran provecho de los mágicos que compraban y con perjuicio grande de los mercaderes».) (Algo parecido, como ven, al dinero mutante que gastaba el ya mencionado Cornelio Agrippa.)

«La semana que viene le envío el dinero», le aseguré a Fioravanti tras pedirle disculpas por el retraso, que no tuve reparo en achacar a la informalidad de Sam Benítez, pues me aliviaba desprestigiarlo en la medida de mis posibilidades, por esa virtud que tiene la mezquindad de camuflarse de sentido de la justicia. «¿Has hecho negocios con el mexicano últimamente?» Y le conté una versión resumida del episodio de Colonia. «Pero, bueno, ¿tú no sabes que Sam Benítez trabaja desde hace años para los veromesiánicos de Catania?»

Según Fioravanti, los veromesiánicos de Catania, cuya cabeza y corazón es Giuseppe Montorfano, se hacen pasar por unos católicos que alimentan el empeño de regresar a la fe primitiva, aunque en realidad son unos millonarios aburridos que se distraen organizando fechorías alrededor del mundo. «Chantajean a científicos para que publiquen informes falsos, roban reliquias para profanarlas, contratan a dementes para que destruyan cuadros en los museos, recluían a islamistas patosos para que cometan atentados, envían mercenarios a países en guerra para que añadan atrocidades absurdas a las que se producen de por sí en cualquier guerra, ofrecen recompensas a pirómanos, crean empresas en internet para vender falsificaciones de fármacos que acaban envenenando a los clientes, encargan asesinatos absurdos y dejan pistas falsas para reírse de la policía… Así son los veromesiánicos de Catania, y hay decenas de ellos repartidos por el mundo. Dicen que la propagación del mal y de la desgracia es una forma de redención, pero en el fondo lo que hacen es divertirse, porque han elegido al resto de la humanidad como bufones.» Me permití sugerir que se trataba de una especie de nihilistas. «Más bien una especie de hijos de la grandísima puta», me corrigió. Aquello, como no hace falta precisar, me sonaba un poco a paranoia de vejez de Fioravanti, que tanto lleva corrido, aunque nada más lejos de mi ánimo que el ponerle en duda su relato, por haber sido educado yo en el respeto a los mayores. Aun así, no pude dejar de comentarle que me extrañaba que Sam perteneciera a esa secta, ya que no casa con el mexicano la predilección por universalizar la desdicha -que al fin y al cabo se universaliza sola-, al ser él de natural atolondrado y poco amigo de la reflexión, blablablero y tramposo, sí, quién lo duda, aunque partidario de la alegría y de corazón de fondo amable, a pesar de que haya que estar perdonándole demasiadas cosas en demasiadas ocasiones. «Benítez organiza diversiones para ellos, pero está fuera de la secta. No tiene dinero suficiente para estar dentro.»

Aquello, bien mirado, y fuese verídico o no, resultaba maravilloso y escalofriante como posibilidad: una comunidad selecta de millonarios psicóticos dedicados a jugar con la realidad como si la realidad fuera un juguete. Y la verdad es que lo tendrían muy fácil, porque el miedo colectivo es mucho más poderoso que el pánico individual. (Llamas desde una cabina pública a la policía y anuncias que has inyectado una solución líquida de cianuro en un producto de un supermercado de la ciudad, aunque no especificas de qué producto ni de qué supermercado se trata, como es lógico. Si la policía no te hace caso, porque está hasta la gorra de lunáticos de impostura, llamas al periódico: allí se hacen eco de todo con tal de que sea malo. A los dos minutos de hacerse pública la noticia, no habrá nadie en toda la ciudad que se atreva a comprar siquiera una lata de conservas.) (Por ejemplo.) (Y lo mejor de todo: ni siquiera sabes dónde conseguir una solución líquida de cianuro.) «Los veromesiánicos reciben con mucha alegría las noticias que el resto de la gente escucha o lee con sobrecogimiento. Esa es su recompensa», precisó Fioravanti. «Por ahí va a venirle al mundo el Apocalipsis.»

Les confieso que mi pensamiento estaba saturado de información conjetural, indemostrable y por tanto irrefutable, así que prefiero no imaginar siquiera cómo tendrán ustedes el suyo a cuenta de esta historia que, en el fondo, ni les va ni les viene.

«No retrases lo del pago, Jacob, que tengo las vacas flacas. Da recuerdos míos a Corina.» Y cavilando me quedé, a falta de otra ocurrencia.

Una tarde estaba yo con Marta en La Rosa de California y entró tía Corina. En aquel momento quise tener el don de la invisibilidad (que, según el alquimista del XVII conocido como el Pequeño Alberto, se consigue con solo llevar debajo del brazo un corazón de gallina negra, de murciélago o de rana), ya que la situación me resultaba incómoda. Porque es curioso: tía Corina y yo jamás nos hemos hecho confidencias sobre nuestra vida sentimental, y mucho menos sobre mis visitas al Club Pink 2, por supuesto. Como si fuésemos ángeles. Como si nuestro cuerpo -y su exigencia de cuerpos- sólo existiese de puertas para afuera. Aparte de Louis Campbell, su pretendiente perpetuo, y de mi ex ya difunta, nuestros amoríos vienen a ser una cofradía de fantasmas para el otro, y materia vedada de forma tácita en nuestras conversaciones, aunque me consta que ella juega aún a fascinarse el corazón en sus jueves noctámbulos, porque a veces se le escapan comentarios delatores, y me alegra que siga agarrada a la vida, porque el problema viene cuando te das por vencido y te sientes como un habitante de la Atlántida, con todo hundiéndose a tu alrededor, incluidos tus pies.

Agaché la cabeza y me cubrí la cara con la mano, pero sé que tía Corina me vio, aunque fingió despiste. («¿Te pasa algo?» Por suerte, Marta se conforma con respuestas sencillas.)

Nada más entrar en casa, tía Corina, que estaba anotando algo en su diario políglota, me dijo: «He pasado esta tarde por La Rosa de California y te he comprado un budín de chocolate y castañas». Y comprendí que nuestro pacto de silencio sobre el asunto seguía vigente. Y me pareció bien, aunque no pude evitar sentir la incomodidad del furtivo.

Los misterios tienen una gran ventaja, a saber: que pueden dejar de ser tales de repente.

Se formó mucho revuelo en el barrio: sirenas de bomberos y de policía, desalojo del edificio, equipos de radio y de televisión, curiosos… Había ardido la tienda de Electrodomésticos Marconi, paredaña con el palacio de los condes de Huéjar, y el humo salía por la puerta como el duende negro de una lámpara maravillosa.

La mano incendiaria había sido la del zapatero Andrade, que andaba fugado. «Llegó el loco, roció de gasolina la tienda, le pegó fuego y salió por pies», nos precisó un vecino cuando nos sumamos al tropel de fisgones. Según parece, el dueño de Electrodomésticos Marconi es el cabecilla de la plataforma vecinal que presiona al Ayuntamiento para que tome cartas en el asunto del palacio ruinoso, cuya propiedad anda difusa por no sé qué laberintos testamentarios, y es él quien firma los escritos de protesta que dirigen al alcalde, el que remueve el ánimo del vecindario y el promotor de varias caceroladas, ya que se tiene por el más perjudicado, pues el negocio, según se queja, se le llena de ratas y de malos olores. De modo que Andrade, ante el panorama de verse privado del disfrute de su cripta, que tanto significa para su fantasía descacharrada y voladora, había decidido atacar el trono del enemigo.

«Esto se veía venir», nos comentó uno de los vecinos desalojados del edificio. «Si no hemos puesto cincuenta denuncias, no hemos puesto ninguna.» Otro se refirió, indignado, a los anónimos: CONOCERÉIS EL DOLOR. ARDERÁ VUESTRA CASA. Y es que Andrade, según sabía todo el mundo salvo nosotros, se había dedicado a repartir mensajes amenazantes por los buzones del barrio, al no estar reñida su locura con la diligencia ni con la sistematización.

«¿Tú ves? Casi todos los misterios son ridículos, por muy solemnes que parezcan», concluyó tía Corina cuando volvíamos a casa. «Pobre Andrade. Con lo bien que le sentaba su papel de guardián de la cripta…»

Por lo demás, y hasta donde sé, Andrade sigue huido al día de hoy, de modo que la gente del barrio no descarta la posibilidad de nuevas fechorías, aunque ojalá se equivoque.

Pocos días después de esto que les he contado, el portero nos subió un paquete. En un principio, pensé que se trataba de otro envío misterioso, que era la tónica de los tiempos. Pero resultó ser un envío menos misterioso que sorprendente, pues nos lo remitía el primo Walter desde Hendaya, donde andaba ocupado en no sabría decirles yo qué, y es probable que él tampoco.

Sé que no tengo perdón de Dios, por más que Dios se perdone a sí mismo todas las atrocidades que se le pasan a diario por su chola sagrada, pero me confieso arrepentido de mi deslealtad y doy por hecho que, en toda sociedad de raíces ideológicas judeocristianas, el arrepentimiento sigue significando algo, por poco que sea.

Tengo que daros una noticia desagradable: el lote del gitano Maya dadlo por perdido, porque se mató hace poco en la carretera de Coimbra mientras hacía otra mudanza. Ya sólo puede hacer negocios con su primo Lucifer -aunque Maya es capaz de robarle las calderas para vendérselas luego al encargado del Purgatorio.

Me avergüenza haber caído tan bajo, pero, una vez que caes, lo normal es que caigas para abajo, a menos que sepas levitar. Y yo no sé.

Como prueba de buena voluntad, os mando estas menudencias.

Os quiere,

Walter.

En el paquete venían dos aguafuertes de Ricardo Baroja, bien bonitos y sombríos, aunque me temo que de tirada pirata, una caja de bombones belgas con una tarjeta en la que se había tomado la molestia de especificar PARA CORINA y una botella de ron jamaicano con otra tarjeta en la que especificaba PARA JACOB. Unos bombones para una diabética, en fin, y una botella de ron para un abstemio. Aquello tenía una solución fácil, aunque les confieso que me molestó el trasfondo del error: no haberse percatado siquiera de nuestros problemas y costumbres más evidentes, atareado como andaba en fingir su moribundez, que sólo con su aspecto ya fingía de sobra. Pero tampoco pretendo hacer de eso un drama familiar. Todos miramos a casi todos los demás de refilón, como sombras con las que compartimos la caverna, sin más complicidades ni ahondamientos que los que impongan las circunstancias. Y, al fin y al cabo, esos despistes ontológicos -digámoslo así- pueden producirse incluso entre personas que llevan la vida juntas. (Sin ir más lejos, tía Corina está convencida de que me entusiasma el budín de chocolate y castañas, que me gusta más bien poco y que me resulta además indigesto, y no me atrevo a decírselo para no quitarle la pequeña ilusión de ir a comprármelo cuando quiere tener un detalle conmigo.)

«Mira lo que nos ha mandado el primo Walter», le dije a tía Corina cuando volvió de hacer unas compras. «Estupendo. No se conformó con robarnos y ahora quiere envenenarnos. Qué despilfarro de criatura», y cambiamos las tarjetas de los regalos, y los bombones resultaron ser excelentes, y a otra cosa.

«La mujer partió, con el corazón ilusionado, hacia tierras muy lejanas, donde su vida no tuviese pasado ni el futuro fuese más que el instante venidero, para dejar que su corazón se meciera al ritmo de la brisa bajo la sombra de las parras griegas», declamó tía Corina con voz teatralizada. «¿De quién es?» Y le dije que ni idea. «Sería un milagro que lo supieses. Es de Sally Osmond, una novelista irlandesa a la que nadie lee hoy, salvo yo, que practico la filantropía literaria. Es tan cursi, que hasta llega a parecer una bruta.» Pero esa vez la adivinanza bibliográfica no se quedó ahí. «El caso es que Louis me ha invitado por milésima vez a pasar una temporada en Kalámata, para dejar que mi corazón se meza bajo la sombra de una parra griega, y le he prometido que me voy para allá la semana que viene.» Me quedé confuso. «¿Una temporada larga?» Se encogió de hombros. «Dejémoslo en una temporada, que es un concepto extensible a voluntad.»

Y, a la semana siguiente, tía Corina se fue.

Su partida me descolocó, me dolió y me dejó desconsolado, por ese orden, y vagaba yo por la casa como un preso en su celda, hablando solo, dándome argumentos para el victimismo, porque los sentimientos afectivos contrariados se aferran siempre a una misma paradoja: «Eres un egoísta porque te preocupas más de ti mismo que de mí», y yo alimentaba ese extravío como se alimenta a un monstruo, y el monstruo rugía dentro de mi razón. Ni siquiera me apetecía demasiado ver a Marta, y mis encuentros con ella eran fríos y más bien de trámite, y notaba que le dolía aquel despego.

A miles de kilómetros de donde estaba su vida, tía Corina vivía el ensueño de otra vida, pero daba yo por hecho que ya se le pasaría la ventolera, porque, a determinadas alturas, resulta muy difícil prescindir de la memoria atávica de nuestro ser, por mucho que organicemos carnavales metafísicos para sacar a ese ser de su rutina y nos escapemos durante un rato de quienes en verdad somos, porque lo somos y lo seremos sin redención posible, por muy lejos que nos lleve nuestra ilusión de una fuga. Al fin y al cabo, los humanos pueden clasificarse en infinitud de categorías, pero yo al menos me inclino a dividirlos entre los que asumen las cosas como son y como vienen y los que se empeñan en que las cosas sean como ellos quieren y que lo sean en el momento en que lo quieran ellos. Los primeros son melancólicos y apacibles, a fuerza de fatalistas; los segundos, diligentes y levantiscos, a fuerza de utópicos. No obstante, unos y otros tienen algo en común: suelen ser igualmente desdichados.

«¿Te pasa algo?», me preguntaba Marta a cada instante, y a cada instante le decía que no. «A ti te pasa algo.»

Casi todas las noches, hablaba por teléfono con tía Corina. Me contaba anécdotas y yo no le contaba nada, porque le aseguraba que no tenía nada que contar.

Y un día, de repente, comprendí. Y me avergoncé mucho de mí mismo.

¿Qué comprendí? Pues comprendí que tía Corina no se había ido a Kalámata por un arrebato pasional -ya que a Louis Campbell lo tenía aparcado desde hacía un par de décadas, y por miles se cuentan las invitaciones que le ha hecho para que lo visite-, sino para favorecer mi relación con Marta. Comprendí, en definitiva, que se había ido allí porque sabe de sobra lo mismo que de sobra sé yo: que estamos abocados a compartir nuestra vida mientras uno de los dos siga en pie, al haber forjado el tiempo un pacto inviolable entre ambos, un pacto jamás formulado pero siempre sobreentendido, y respetado siempre. Por decirlo a la manera -imagino- de Sally Osmond, somos dos destinos entrelazados e imposibles de desmadejar sin que el destino de cada cual se anule de inmediato, y eso es hermoso y terrible, hermoso y terrible en una proporción idéntica, que es precisamente lo que le otorga grandeza y a la vez desolación.

Con su huida a Kalámata, tía Corina renunciaba a los derechos emocionales que se derivaban de ese pacto nuestro, y me liberaba de él. Al tomar la decisión de irse, había anticipado su generosidad a mi mezquindad ante su partida, y fue una lección que aprendí con los ojos llenos de lágrimas, ya ven ustedes, como un niño.

Para colmo, se me coló en casa un grillo que se pasaba la noche cantando, y cada noche me irritaba más su concierto. Supongo que resultaría favorable para mi reputación decir ahora que el canto del grillo me daba compañía en momentos difíciles, pero sería falso: logré localizarlo y lo maté. De un pisotón, como se matan tantas otras cosas invisibles. Tras aquel crimen, volvió a espesarse el silencio de mi noche, aunque no conseguía dormir bien y seguido.

Como me aburría mucho, y dado que mis comezones se habían apaciguado, sí, aunque aún latían, llamé una tarde al profesor Negarjuna Ibrahima a París. Tuve suerte y lo pillé entre gira y gira. Antes de nada, intentó resolver el asunto del pago de la consulta, que me exigió mediante cibertarjeta, pues se ve que no descuida las finanzas aquel dómine de supranaturalismos, aunque no pude satisfacerlo por desconocer yo esa modalidad de dinero. «Es igual. Hoy va a salirle gratis. Mire: en el sarcófago de Colonia hay lo que cada cual quiera que haya. Cualquier fe se cimienta sobre vapores. En cuanto al interés de alguien por querer robar aquello, no olvide que todos somos mercaderes de espejismos. No puedo decirle más sin engañarle. Veo muchas cosas. Muchas. Pero nada de lo que veo tiene sentido global, porque no pasa de ser una maraña de gente que entra y sale de un escenario para entonar su monólogo absurdo. Me da la impresión de que usted está buscando la punta de su propia nariz. Usted es el náufrago que sueña que intenta alcanzar en vano la isla en la que está teniendo esa pesadilla. Y eso es todo. Sea como sea, olvídese del asunto cuanto antes y piense en otra cosa, porque la vida consiste en eso: en ir renovando el repertorio de alucinaciones.» Y ahí quedó la revelación: niebla sobre niebla, humo contra humo y vacío envasado al vacío, como si dijéramos.

Estoy recogiendo velas, y esta narración se acerca a su fin.

Creo que tía Corina tiene razón, según suele. He procurado exponer una serie de hechos reales mediante un esquema novelístico, pero se da el caso de que las novelas no pueden respetar la realidad, aunque se valgan de ella para elaborar artificios caprichosos y perfectos, y en ese matiz se diferencian de la realidad, que elabora artificios igualmente caprichosos, aunque imperfectos. En las grandes novelas, la realidad no es un punto de partida, sino una meta. Las ficciones excelsas edifican un simulacro de realidad que resulta más sólido, comprensible y consecuente que la realidad misma, que muchas veces no hay por dónde cogerla. Y, bueno, aquí falta algo, no sé: un broche, un círculo que se cierre, un festival de simetrías.

Lamento en el alma haberles decepcionado. (A menos que consideremos, no sé, que la simetría no representa un mérito, sino un defecto.)

Si algún día encuentro ese broche, si algún día consigo cerrar el círculo y establecer simetrías, tengan por seguro que ustedes serán los primeros en enterarse.

Me doy cuenta ahora de que procurar convertir las experiencias propias en relato es un error si uno no se llama Casanova o Marco Polo. Es decir, si uno no tiene una vida que es un puro fantaseo por sí misma, aparte de las fantasías que cada cual se sienta con derecho a añadirle, ya que, en materia de autobiografía, todo el mundo tiende a darle mucho barniz al cuadro, para que brille. La narración de una vida exige amplificaciones vanidosas. Una vida humilde y rutinaria da para poco, pero nadie se da cuenta de que su vida es humilde y rutinaria hasta que se decide a contarla.

Si alguien lee algún día estos papeles, le rogaría que entendiese todo esto, en suma, como un memorial caótico de unos lances sin porqué, sin para qué y sin más sentido que el que tienen las cosas que nos pasan a cada instante y que, sin darnos cuenta, conforman una trama misteriosa: el día de ayer resulta inconsecuente con respecto al de hoy, y el de hoy será incoherente con respecto al de mañana, y a ese cajón de sastre le damos el nombre de vida. «La historia de mi vida…», decimos a veces con orgullo, como si se tratase de un ciclo impecable de acción y pensamiento, cuando todo no es más que una suma de acciones fortuitas y de pensamientos que tiran a contradictorios. Nos empeñamos en comprender, pero nos olvidamos con frecuencia de comprender lo básico, aunque me duela decirlo: que no hay gran cosa que comprender, quizá porque comprender la vida conduce a la negación de la vida: en el momento en que la comprendemos, nos echamos a temblar. ¿Y a quién le gusta temblar?

Sigo viéndome con Marta, y bien, a pesar de que sus razonamientos tienden a descolocarme un poco: «La existencia de Dios es algo que puede discutirse, no digo yo que no. Pero lo que no puede discutirse es la existencia del alma. Por ahí no paso». Y me limito a otorgar con el silencio, porque no creo que la existencia o inexistencia del alma merezca una controversia entre nosotros, cuando se supone que lo que ambos buscamos es la armonía, pues de lo contrario corremos el riesgo de que la mariposa se nos reconvierta en gusano. (Lo que decía mi padre: «Si una mujer te gusta de verdad, te gustará incluso la forma en que vomita», pero me temo que siempre será mejor no verla vomitar. Por si acaso.) No sé con exactitud lo que espero de ella ni mucho menos lo que espera ella de mí, porque los sentimientos son como las huellas digitales: todas son lo que son, pero no hay dos idénticas. «¿Qué es para ti la felicidad?», y le contesto lo que se me ocurre en ese instante. «Pues para mí, mis dos hijas.» Y así vamos.

Una tarde me dijo que se iba a Santander a pasar una semana con una hermana suya que está casada también con un joyero, así que me sentí doblemente solo, lo que me vino bien para algunas cosas y mal para otras, como suele ocurrir.

En esas, se dejó caer por casa un par de veces Lolo Letaud, empeñado en aliviarme el abandono con su nueva fantasía: una novela sobre unos sabios de la corte andalusí de Almanzor que construyen una máquina del tiempo y que viajan al futuro para piratear inventos y para alterar el presente.

Y poco más.

A su regreso, Marta me trajo de regalo un pisacorbatas de oro y marfil, digno de un dandy. Y seguimos viéndonos a diario, ya digo, alimentando nuestra relación inocente, sin que ninguno de los dos se decida a ir más allá, tal vez por desconfianza ante el futuro, que es siempre un cara o cruz. «¿Sabes lo que te digo? Que yo no creo mucho en esa gente que dice que adivina el futuro con una baraja de cartas.» Y le aseguro -qué más da- que yo tampoco. «Eso iría contra la lógica del tiempo y contra Dios», y le digo que sí. Y paseamos un poco.

Y quedamos para el día siguiente. Y nos despedimos, sin grandes inquietudes. Porque los enamorados jóvenes salen de caza como los leopardos, y se desloman para conseguir una presa. Los viejos, en cambio, somos como los camaleones: sacamos la lengua cuando se nos posa cerca un insecto y lo devoramos con ojos melancólicos. Y a otra cosa.

«Tras jornadas penosas en la Cólquide, regresó la doncella al hogar con pies cansados y con los ojos repletos de las maravillas infinitas del mundo… ¿De quién es?», oí nada más entrar en casa. «No me digas que no lo sabes, porque es muy fácil.»

Después de pasarse poco más de un mes en Kalámata, volvió sin aviso tía Corina, con muy buen color y con el ánimo puesto a punto. «Aquello no es para mí. Resulta que bajo las parras griegas el corazón se mece igual que en todas partes. Ay, nos gusta pensar que la intensidad de la vida está siempre en otro sitio, pero la vida está siempre donde tiene que estar. Y mi vida está aquí.» Y me alegré mucho de que así fuera.

Creo que estarán de acuerdo conmigo en que, a partir de cierta edad, el tiempo se revaloriza y acorta su necesidad de tiempo, y no sé si me explico. (Creo que no…) Dicho de otro modo: tía Corina me había dado un plazo suficiente para que tomase yo algún tipo de decisión con respecto a mi relación con Marta sin sufrir interferencias, porque si a una persona adulta no le basta un mes para tomar una decisión fundamental, caben al menos dos hipótesis: que la decisión no es tan fundamental como parece o que la persona adulta es el mismísimo Peter Pan. Y yo no había tomado otra decisión que la de dejarme llevar por la marea, a la espera de que mis sentimientos resolvieran su conflicto por sí solos, a pesar de que los sentimientos resultan poco fiables como guía, por ser como las veletas.

Después de todo, lo primordial estaba claro: vayamos a donde vayamos y con quien vayamos, tía Corina y yo iremos juntos. Si hay que dejar a gente por el camino, mala suerte. (Mala tal vez para nosotros, pero se trata, al fin y al cabo, de nuestra suerte.) Sé que a tía Corina le preocupa mucho lo que habrá de ser de mí cuando ella falte. Me trata todavía como se trata a un niño, el niño de ojos asombrados que escucha cuentos de reyes mitológicos y de alquimistas medievales. Pero el niño ha envejecido y tanto ella como yo podemos estar ya a un paso de la muerte.

Un par de días después de su regreso, tía Corina me propuso que le presentara a Marta, lo que en cierto modo suponía una violación de nuestro pacto tácito de silencio sobre esas cuestiones, y en La Rosa de California nos reunimos los tres.

«Es una mujer guapa y, a su modo, muy discreta. Y debe de andar bien de dinero, ¿no?», me comentó tía Corina cuando volví a casa, después de acompañar a Marta a la suya. «Si la cosa prospera, quiero que te quede claro quién va a ser la madrina.»

Y con eso estaba todo dicho, porque las cosas pueden decirse de muchas maneras.

El problema de narrar acontecimientos en tiempo real es que las previsiones pueden tomar un rumbo imprevisto.

Y mis previsiones han tomado un rumbo de esos, y en forma de fantasma: el de mi padre. (Como en Hamlet.)

Ayer por la tarde estaba yo ordenando facturas y papeles. Lolo Letaud me había anunciado su visita, porque era su cumpleaños, y prometió traer una tableta de turrón de chocolate a la esencia de romero para celebrarlo a lo grande entre los dos, pues anda él también muy sensible a los encantamientos de la golosina parda, que debe de darle impulso para la puesta en pie de sus utopías, como en su tiempo se lo dio al caballero Goethe para las suyas, según se cuenta.

Había pensado regalarle a Lolo el báculo del mago Tamiro (o tal vez Temuro), y sobre la mesa lo tenía yo, igual que en su día los faraones. Como no hace falta decir, sabía que, aparte del turrón, Lolo traería bajo el brazo su nueva novela, y aquello era la parte amarga de la efeméride, pues vanamente confiamos en que el prójimo se eche a la calle sin sus obsesiones.

Tía Corina había quedado con las viudas, con las que ahora sale mucho, pues se ve que los jueves se les quedan cortos. Una de ellas colgaba un par de cuadros en una exposición dedicada a mostrar los logros de los alumnos de un taller de pintura para adultos, y allá se fueron, a celebrarlo, porque incluso unas dalias al óleo o un paisaje con lago son pretextos legítimos para agarrarse a la cola de la vida. «Volveré pronto», y le rogué que fuese así, porque aún anda tocada del golpe último, y la salud no siempre tiene billete de vuelta.

A eso de las seis y media o siete, sonó el timbre y me dispuse a saborear el turrón de chocolate a la esencia de romero y a convertirme en oyente atónito de la nueva novela de Lolo Letaud, que ya debe de andar por el centenar de páginas, pues de momento nadie le ha pisado -que sepamos al menos- la ocurrencia. Pero, cuando acerqué el ojo a la mirilla, me di cuenta de que la novela era otra.

«Escucha, güey Dale un abrazo de empatía a tu compadre.» Y Sam me abrazó. «Este es Pancho Mendoza. El hermano Panchito», y Panchito, que llevaba un maletín, pretendió abrazarme también, aunque le di esquinazo, porque creo que los afectos deben someterse a patrones lógicos. «Traigo buenas noticias, cuate», y quedé a la espera. «Ya tengo casi a punto mi Prisma Teológico.»

Sam entró en casa como si fuese la suya, y detrás de él entró Panchito, que miraba todo como si le pusiera precio, lo que hablaba a las claras de su forma de ganarse el pan. «Qué de recuerdos, compadre.» Y nos sentamos.

Al instante volvió a sonar el timbre. A través de la mirilla vi una versión convexa de Lolo Letaud, con el turrón en una mano y con una carpeta en la otra. Abrí la puerta y salí al descansillo. «Hoy no va a poder ser. Me han venido unos inspectores de Hacienda», y aquello resultó ser mano de santo, pues se fue sin más trámite que el de apiadarse de nosotros.

«Creo que me debes bastantes explicaciones, Sam», y asintió con gesto dócil. «Ya lo sé, cuate. Por eso estoy aquí. Me remordía la conciencia.» Interpreté aquello como un mal síntoma, pues no casa con el mexicano el remordimiento, que es un sentimiento más propio del resto del mundo que de él. «¿Por dónde empezamos, güey?» Se frotó las manos y las mejillas. «Mira, compadre. A Panchito pongo por testigo. Voy a contarte la verdad.»

Y la verdad se supone que era lo que me apresuro a narrarles…

Según Sam, el causante de todo el embrollo en que nos habíamos visto envueltos había sido mi padre, y me quedé como acaban de quedarse ustedes, pues si bien es verdad que los difuntos -como suponía el santo de Hipona- no se van nunca del todo, también lo es que su reino no es en rigor el presente, porque era ya lo que faltaba. Ante mi gesto, que no sé con exactitud qué logró expresar, Sam insistió: «Te hablo en serio. Tu viejo era un chingón único, güey». Se supone que, poco antes de caer postrado, mi padre procuró dar varios golpes estelares, aunque ni a tía Corina ni a mí nos consta que hiciera nada especial en aquella época, ya que andaba abatido por tener que despedirse de un mundo que era para él una especie de parque de atracciones, con sus castillos de pólvora y sus tómbolas imprevisibles. Viajaba, sí, y andaba de humor crispado, y apenas comía, y hablaba mucho por teléfono cuando paraba en casa, pero lo atribuíamos al desasosiego propio de quien sabe que va a irse muy lejos sin maleta alguna, a no ser la del alma inmortal, en el caso de que se verifique la conveniencia del adjetivo.

«Lo que tú quieras, compadre. Pero estoy contándote las cosas como fueron.» El tal Panchito, que no había abierto la boca, ratificó aquello con un movimiento de cabeza. «Vayamos por partes, ¿te parece?»

De entrada, me reveló que, a principios de 1997, mi padre, por encargo de Montorfano y a espaldas de tía Corina y de mí, había organizado el robo de las reliquias de la catedral coloniense y lo había resuelto con éxito, para indignación de la Fraternidad de Heliópolis, ya que, según Sam, no hay duda posible de que allí se veneraron durante casi medio siglo los restos mortales de Champagne, de Dujols y de Faugeron. Pero, una vez que recibió el botín de manos de sus operarios, se llevó una sorpresa, pues en el lote iban también varias losas de piedra verde. «¿Vas a decirme que…?» Y Sam se abrió de brazos. «Exacto, güey. La Tabla de Esmeralda en persona.» De modo que, con aquella operación, mi padre no sólo se ganó la aversión de los alquimistas de Heliópolis, sino también la de la congregación que encabeza y sigue encabezando el envenenador Abdel Bari. «Pero la bronca no acabó ahí…»

Según Sam, hubo una segunda sorpresa, ya que en cada uno de los tres cofres que contenían los restos de los santones laicos de la Fraternidad de Heliópolis había un objeto inesperado: una réplica del anillo del rey Salomón -concebido para mantener a raya a los demonios-, una llave en forma de ojo y un reloj de arena, que eran los objetos que en realidad ansiaban poseer los veromesiánicos y, a su vez, la razón última del encargo que Montorfano le hizo a mi padre, pues lo que menos interesaba a los de Catania eran las reliquias en sí. «Pero tampoco quedaron contentos, güey, porque tu viejo se la jugó al siciliano.» Por lo visto, mi padre, al saberse ya muy tocado del ala y con nada que arriesgar, y puesto que, según él, los veromesiánicos sólo le habían encargado en rigor el robo de las reliquias, le exigió a Montorfano una cantidad que ascendía al doble de la acordada por la entrega de aquellos tres objetos, quise pensar en aquel instante que para dejarnos a tía Corina y a mí en una situación desahogada tras su fallecimiento, pues ningún aliciente tenía ya para él la codicia, que es vicio propio de gente con salud. Con arreglo a lo convenido, mi padre le hizo llegar a Montorfano las reliquias, pero se reservó los objetos, a la espera de una nueva negociación.

Montorfano, como era lógico, le anunció que iba a matarlo, que, se mire como se mire, es una amenaza de efectos muy relativos para un moribundo, porque el raro sistema de armonías que rige nuestro universo consiente que incluso el hecho de ser un moribundo tenga sus ventajas. A falta de entendimiento, en suma, la entrega no se llevó a cabo, por mucho que Montorfano buscó a mi padre para hacerle entrar en razón, aunque sin éxito, ya que, cuando logró enterarse de dónde vivía, mi pobre padre ya no vivía en ninguna parte. «El peligro lo corríais en realidad vosotros, güey, porque el siciliano pensaba venir aquí, poneros la casa patas arriba y mandaros a la gloria.» Pero se ve que mi padre, en un rapto de sensatez -esa sensatez que desde que le vio la cara a la muerte tenía arrinconada-, previo aquello y, pocos días antes de morir, le hizo llegar a Montorfano, a través de Gerald Hall, una réplica de la réplica del anillo del rey Salomón, una réplica de la llave en forma de ojo y una réplica del reloj de arena, manufacturadas las tres por antiguos artesanos de la casa Putman, cuyas habilidades pasmosas ya he referido, de modo que nadie podía dudar a simple vista de su autenticidad, y con esa modalidad de vista se dieron por satisfechos los de Catania. El dinero que consiguió sacarle Gerald Hall a Montorfano por la gestión de la entrega -que no fue mucho- se lo quedó, aunque no por rapiña, claro está, sino porque mi padre tenía una deuda contraída con él, que de ese modo se saldaba. «Tu viejo estaba arruinado, güey, y al final hizo cosas rarísimas», y aquello me ofendió, quizá porque sospechaba que era cierto. «No sé cómo no lo chingaron antes de que lo chingara la pelona.»

Por otra parte, se supone que mi padre procuró venderle la Tabla de Esmeralda a Abdel Bari, aunque le pidió por ella tantísimo dinero que el egipcio no pudo hacerse ni ilusiones. «Y por eso el gordo anda detrás de ti, compadre. Sabe que la Tabla la tienes tú», y me revolví en el sillón, porque aquello era ya un desatino. «No tengo la Tabla», pero Sam negó con la cabeza: «La tienes».

Entretanto, el llamado Panchito había abierto su maletín y trajinaba con herramientas. «Hay que reventar la caja fuerte, compadre. Walter no pudo, pero Panchito es capaz de abrir el cielo en dos mitades», y el aludido sonrió.

Como ustedes pueden imaginar, la pregunta era breve pero obligada: «¿Walter?».

Walter y Sam se conocieron, según parece, en Ibiza y se declararon almas gemelas, aunque no sé de dónde se sacaron esa simetría, ya que ambos son irrepetibles, no sé si para bien. (No hay que desestimar, en cualquier caso, los efectos filantrópicos de los psicotrópicos.) Y así, entre tú eres la hostia sagrada y yo soy la rehostia consagrada, y viceversa, Sam contrató a mi primo para que nos abriese la caja fuerte mientras estábamos en Colonia, aunque, al no poder con ella, se conformó con llevarse casi todo lo demás, con la ayuda inestimable de su socio.

Les confieso que aquello me sacó de quicio. «¿Qué quieres, güey? Tenía que ser así. Corina y tú debían estar lejos de aquí y el puto Walter me aseguró que él podría con la caja, ¿va? ¿Tengo yo culpa de eso?» Como era lógico, le pregunté que por qué tía Corina y yo debíamos estar lejos de nuestra casa. «Porque si se quedaban aquí los iban a liquidar», y en ese preciso instante tuve la certeza de que estaba mintiéndome. «Montorfano es un burro a dos patas, güey, pero su hijo es más listo que los sabios de Grecia.» Según Sam, el hijo del siciliano, escamado ante la inoperancia de aquellos objetos, pues ninguno de los experimentos ocultistas en que los implicaban los veromesiánicos tenía buen fin, recurrió hace unos meses a unos expertos que certificaron la falsedad tanto del anillo de Salomón como de la llave y del reloj de arena que en su día entregó Gerald Hall, de parte de mi padre, a Montorfano. Por si fuese poco, y ya puesto, mandó que hicieran la prueba del carbono 14 a las reliquias, a pesar de que los veromesiánicos jamás les dieron importancia como vestigios santos, pues les constaba su falsedad como tales. «El resultado te lo puedes imaginar, güey. Huesos de los años setenta. Y además de mono.»

El hecho de que algo -al margen de su grado de verosimilitud- resulte perfectamente comprensible no quiere decir que lo comprendamos, y yo comprendía poco. «Los mandé a ustedes a Colonia para salvarles la vida, ¿comprendes ahora? Tenía que robarles a ustedes para salvarles el pellejito, güey. ¿Tan difícil es eso de entender?» Y siguió contándome: Tarmo Dakauskas -el verdadero, el que vive en Luxemburgo- era el encargado de coordinar los intereses de Albert Savage, de Abdel Bari y de Giuseppe Montorfano, quienes, por causas distintas, seguían sintiéndose perjudicados por las maniobras de mi padre y empeñados en adueñarse de lo que suponían que habíamos heredado tía Corina y yo. Por su parte, el propio Dakauskas, al estar al servicio del Vaticano, tenía también intereses particulares en el asunto: recuperar las reliquias robadas, fuesen de quienes fuesen, pues eso a él le daba igual. Por lo visto, Sam hizo un pacto con Dakauskas: si el estonio le aseguraba que ni tía Corina ni yo sufriríamos daño alguno, Sam se encargaría de hacerle llegar el lote completo, a saber: las reliquias de los alquimistas, los fragmentos de la Tabla de Esmeralda y los tres objetos auténticos que reclamaban Montorfano y los suyos.

Comoquiera que el primo Walter se había incorporado a la profesión (o dicho tal vez con más exactitud: se había expuesto en la lonja), Sam consideró que sería el operario idóneo, por tener acceso a nuestra casa en virtud del parentesco. Pero se equivocó, claro está, ya que Walter sólo parece servir para ser Walter, y el hecho de serlo no reporta demasiados beneficios a nadie, empezando quizá por él mismo, pues me temo que vive muy esclavo de sí. «Tu primo me pareció un buen elemento, güey. El cabrón me mareó con Aristóteles y con su putísima madre.» Pero, claro, con Aristóteles no se abre una caja fuerte. «Ese mamahostias va a pedirte perdón ahora mismo.» No sé qué se habría metido Sam en el cuerpo, pero el caso es que se sacó del bolsillo el teléfono y marcó un número. «Oye, tú, perro mal parido, ponte ahorita mismo de rodillas y pídele perdón a mi compadre», y me pasó el teléfono. «¿Walter?» Pero no tuve respuesta. «Creo que se ha cortado.» Sam cogió el teléfono, se lo llevó a la oreja y volvió a marcar. «Se ha esfumado el cabrón», y ahí quedó la cosa.

Le pregunté a Sam qué sentido tenía, oído lo oído, el paripé de la operación de Colonia, ya que ninguno le encontraba yo. «Eso fue cosa de Dakauskas.» Al parecer, Tarmo Dakauskas proyectó un robo masivo de reliquias para demostrar a sus clientes eclesiásticos que era necesario reforzar la seguridad, y de ese modo aumentar él sus ganancias, así tuviese que sacrificar para ello la libertad de todos los implicados en aquel corpus vile. De todos salvo de nosotros, por supuesto, en virtud de lo apalabrado con Sam, a quien la memoria de mi padre mantenía incondicionalmente de nuestra parte, según me juró por la memoria del suyo. «Aparte de eso, la cosa era cargarse al Penumbra, güey.» Con una sonrisa que pretendí que fuese irónica, le comenté que el Penumbra estaba vivo. «¿Quién chingados te ha dicho eso?», y su sorpresa pareció sincera. «Ese puto está más muerto que la Muerte, cuate.» Le dije que Gerald Hall lo había visto en Londres más vivo que la Vida. «¿Gerald Hall? Pero si Gerald fue quien lo mandó a la guillotina, güey. ¿En qué sistema planetario vives tú?» Y ahí me quedé descolocado. «Gerald fue quien le dio el chivatazo a Dakauskas de que el Penumbra iba a poner un petardo en la catedral de Colonia, güey. ¿Cómo carajo va a verlo vivo Gerald Hall?»

Miren ustedes, les digo la verdad: a esas alturas, yo no sabía qué creer ni qué no, en el caso de que hubiese algo digno de ser creído.

«¿Y Cristi?» Pero salió por la tangente: «Esa se ha quedado ya huérfana, güey… ¿Listo, Panchito?».Y se levantaron al unísono. «¿Le echamos un tiento a la caja, compadre?» Los acompañé a la biblioteca y les pedí que me ayudasen a apartar el mueble que disimulaba la puerta de la vieja Rosengren. «Nadie ha podido con ella», les advertí. «Pero Panchito es un fenómeno», y a la labor se puso Panchito.

Mientras aquel fenómeno faenaba, Sam siguió mareándome: «Hoy en día las cosas son más complicadas que en tus tiempos, compadre. Esto es ya la nave borracha de los loquitos». Yo tenía muchas preguntas que hacerle, pero de momento desistí, porque se me vinieron encima al menos un par de sentimientos complicados: una especie de tristeza abstracta y una sensación inconcreta de humillación. Sabía que Sam estaba tratándome como a un viejo idiota, jugando con mi miedo y con mis indecisiones, con mi falta de desenvoltura en los negocios y, sobre todo, con mi pasado. «Todo esto lo hago para honrar la memoria de tu jefe, güey. Aquí está tu cuate para protegerte de todo mal», y ya me abatí.

Por muy fenómeno que fuese Panchito, el caso era que no conseguía abrir la caja fuerte. La auscultaba con un fonendoscopio, giraba la rueda a derecha y a izquierda, pero aquello seguía blindado. «¿Algún problema, Panchito?» Y Panchito se limitaba a bufar un poco, hasta que una de las veces se decidió a la manifestación verbal: «Creo que esto va a abrirse según el código criptológico de Hauser».

Panchito nos explicó en qué consistía tal código, aunque me declaro incapaz de transcribir su explicación, porque entendí poco de ella. Me pidió, eso sí, que escribiera en un papel el nombre completo de mi padre. Le di el papel y se puso de nuevo a la tarea. «Vamos a ver, la ele equivale a la raíz cuadrada de 38, menos 0,007, con dos giros a la derecha, tres a la izquierda y…», musitaba Panchito.

Sam cogió de la mesa el báculo del nigromante africano que yo pensaba regalarle a Lolo y se puso a jugar con él. Aunque no me importaba demasiado la respuesta a esas alturas, le pregunté a Sam que quién me lo había mandado. «¿Esto? Esto es un puto palo de mierda, ¿no? Vamos a ver… ¡Espíritus de la noche, vengan a mí, por la virtud y el poder de su rey y por las siete coronas y cadenas de sus reyes, para ponerse a mis órdenes!», y golpeó el respaldar de una silla con la contera en forma de áspid. «¡Que se separen los mares!» Y un golpe. «¡Que el cielo se ponga verde!» Y otro golpe. «¡Que antes de morirme me la chupe Lupita Ponderoso!» Y así.

«Lo que te dije, compadre. Un puto palo», y preferí abandonar la cuestión en ese punto.

Mientras tanto, Panchito hacía operaciones matemáticas. «Esto no va.» Me pidió entonces que le escribiese en otro papel la fecha de nacimiento de mi padre y volvió a sus especulaciones.

«Mira, compadre, voy a decirte algo que no le he dicho a nadie», y expectante me quedé. «Cuando termine de construir mi Prisma Teológico, serás el segundo en verle el careto a Dios. Y gratis.»

Panchito se incorporó. «Algo no va bien, Sam.» Y Sam se puso de mal humor, hasta el punto de patear la puerta de la caja. «Pues sigue, carajo. De aquí no salimos sin abrirla», y di por hecho que allí nos moriríamos de viejos los tres.

A eso de las once, llegó tía Corina.

Sam y yo estábamos sentados en el salón, hablando de mil cosas que opto por no referir, al ser consciente de que ya he abusado bastante de la paciencia de todos ustedes. Panchito, mientras tanto, seguía partiéndose los dedos y el entendimiento ante la caja inquebrantable.

«¿Qué haces tú por aquí?» Sam abrazó a tía Corina, que venía con un par de ginebras encima y con aspecto alegre aunque alarmante, porque el día menos pensado vamos a ver… Sam le contó lo mismo que me había contado a mí, aunque en versión muy abreviada y con pequeñas variantes que no vienen al caso. «¿Y pretendes abrir la caja fuerte?» Sam le dijo que no había más remedio si queríamos vivir seguros. «Pues como ese Panchito no compre una bomba nuclear en la tienda de los chinos de la esquina, no sé yo.» Sam jugueteaba con el báculo, hasta que, una de las veces en que lo giraba, se quedó mirando con fijeza la empuñadura de latón. «Eh, eh, aquí hay algo.» Se levantó y fue a la biblioteca. «Prueba con esto, Panchito.» Panchito miró aquello y se puso a trajinar con la rueda. A los pocos segundos, la puerta se abrió, para asombro de todos. «¡Aquí estaba la clave, carajo!», y vimos que, en efecto, en la empuñadura del báculo había la siguiente inscripción, grabada en miniatura entre arabescos: 3d477i0i0d.

Sam se apresuró a apartar a Panchito y sacó de la caja un cofre, una sombrerera, algunos fajos de papeles, un par de cajas de cartón, una de latón y cuatro trozos de piedra verde. «¡Por tu chingada madre, esto es la Tabla de Esmeralda!», y nos quedamos observando aquella hermosura rota en pedazos. «Parece peridoto», sugirió tía Corina. «La antigua piedra del sol de los egipcios», precisó. Como se ve que los demás no teníamos tantos conocimientos de gemología, nos pareció bien, así que peridoto. El cofre resultó contener tres bolsas de terciopelo granate que a su vez contenían varios huesos de textura terrosa. En la sombrerera, envueltos en paño idéntico, encontramos tres cráneos. En la caja de latón aparecieron el anillo, la llave en forma de ojo y el reloj de arena que tanto ansiaban poseer los veromesiánicos de Catania. En las cajas de cartón había papeles, cartas y fotografías sin otro valor aparente que el sentimental, y tía Corina no se resistió a curiosear en ellos.

Sam puso encima de una mesa el anillo salomónico, metió la llave en forma de ojo en un orificio que tenía en una de sus bases el reloj de arena y lo puso encima del anillo. Curiosamente, la arena del reloj comenzó a ascender, y les confieso que me sorprendió aquel truco. «¿Lo ven? Es la inversión del tiempo, güey. El milagro del tiempo que vuelve sobre sus pasos. Esto va a cambiar el rumbo de la humanidad.» Y recogió todo aquello. A continuación, montó sobre la misma mesa las cuatro losas verdes y puso gesto de satisfacción. «¿Crees que esa es la verdadera Tabla de Esmeralda?», le pregunté. «No creo, compadre. Pero eso da un poco igual, ¿no? Casi todas las cosas verdaderas son falsas en el fondo.» Y ahí lo dejamos.

«Asunto resuelto, güey. Ya pueden vivir tranquilos. Aquí tienen esto», y me tendió un sobre. «Nueve mil euros. Por las molestias generales.»

Reconozco que la capacidad de reacción no es mi mayor virtud, pero tía Corina está muy dotada de ella. «Un momento, Sam. ¿Quieres llevarte todo esto? Pues pon ahora mismo encima de la mesa los sesenta mil euros que llevas en los bolsillos. Si no, ahí está la puerta para que te vayas con lo que llegaste.» Y Sam, sin rechistar -con lo que él es-, empezó a sacarse sobres de todos los bolsillos. «Esto habría que celebrarlo, ¿verdad, güey?»

Tras contar los billetes, tía Corina preparó algo de picar y a eso de la una, después de hablar de demasiadas cosas que no me siento con ganas de referir, por ser de esencia ociosa se fueron los visitantes.

Tía Corina se quedó un rato removiendo los papeles de mi padre que habían aparecido en la caja fuerte. De repente soltó una carcajada. «¿De qué te ríes?», le pregunté a la segunda carcajada. «Mañana te cuento. Ahora mismo tengo la cabeza un poco a lo María Antonieta, ya sabes.»

Dormí mal. Tía Corina se levantó tarde, lo que aumentó mi zozobra. «Cuenta», le dije en cuanto apareció por el salón con cara sonriente. Y mientras desayunaba me contó lo que les cuento.

En 1891, en el curso de unas excavaciones arqueológicas, se exhumó en Cádiz un sarcófago fenicio perteneciente a un hombre que debió de ser principal, ya fuese por su cargo o por su hacienda, o tal vez por ambas cosas, a juzgar por el esmero que presentaba la labor del artista funerario.

Un profesor conquense llamado Pelayo Quintero y Atauri, que acabó siendo director del Museo de Bellas Artes de Cádiz, dio por hecho -él sabría por qué- que el huésped de aquel sarcófago estuvo casado y que dispensó a su esposa un enterramiento tan digno como el suyo, de manera que podía tenerse por segura la existencia de un sarcófago femenino de características similares, y sólo era cuestión de implorar al albur ese regalo.

La búsqueda de aquel segundo sarcófago acabó convirtiéndose en obsesión para Quintero y Atauri, que en vano entretuvo la ilusión de su descubrimiento hasta su muerte, ocurrida en 1946.

Tenía este Quintero y Atauri un chalet por la parte de extramuros, y sus herederos acabaron vendiéndolo. Una vez demolido el chalet, a la hora de realizar las excavaciones arqueológicas que por ley son preceptivas, se produjo la sorpresa: justo en la parte del solar en que estuvo el dormitorio del afanoso Quintero y Atauri, apareció el segundo sarcófago, aquel sarcófago con el que había soñado despierto, aquel sarcófago que había poblado sus duermevelas como la imagen de un tesoro perseguido.

Quintero y Atauri tuvo, en fin, un sueño, pero nunca supo que dormía sobre ese sueño.

«¿Me explico?» Me quedé caviloso antes de darle una respuesta. «Creo que sí, no sé.» Pero ella no tardó en hacerme otra pregunta: «¿Sí o no?».

Mi respuesta no podía ser rotunda. Me acordé de los planetas hechos de diamante, ya que todos vivimos oteando el horizonte para vislumbrar los barcos que lleguen cargados de tesoros o la ruta que conduzca a un tesoro, pero jamás se nos ocurre mirar la tierra que pisamos cada día de nuestra existencia, aunque la mayoría de las veces esa tierra pisoteada es el único tesoro accesible: un lugar insignificante en el universo.

Nos habían hecho ir a Colonia para buscar algo que teníamos al alcance de la mano. Pero ¿por qué? «Porque tu padre lo dispuso de ese modo.» Preferí no preguntar. «¿No me preguntas nada, tú, que eres el jefe de los signos de interrogación?» Negué con la cabeza. «¿Estás enfadado?» Y me encogí de hombros. «Te conozco. Si no me haces preguntas, es que estás enfadado.» Puede que tuviera razón, pero, como tampoco se trataba de eso, le comenté que lo más desconcertante de todo, al menos para mí, era que la combinación estuviese grabada en la empuñadura de aquel báculo que viajó desde El Cairo hasta nuestra casa sin que supiésemos quién me lo hizo llegar. «No lo sabrás tú, querido», y sonrió.

Aquello me cogió desprevenido por todos los flancos. «¿Quién?» Demoró un poco la respuesta. «Quien menos te imaginas… ¿Queda café?… Pues yo misma.» Y no quedaba café.

«Como comprenderás, no iba a dejarte solo en El Cairo, con lo que tú eres, y contraté a un detective de allí para que te siguiera los pasos.» Le agradecí aquel maternalismo, pero también me pareció un insulto a estas alturas de la vida. «No estaba tranquila. Compréndelo.» Y procuré comprender, aunque sin entusiasmo. Por lo visto, el detective, mientras me esperaba a la puerta del hotel, le compró el báculo al vendedor callejero -que no era más que eso- para quitárselo de encima, pues no paraba de incordiarle con la historia proverbial del mago de África, que es historia que exige paciencia por parte de la razón. El detective debió de soltarle cuatro piastras y media, como suele decirse, y el marchante lo dejó en paz.

Cuando el detective llamó a tía Corina para darle el informe del día, le comentó que había tenido que comprar el báculo, lo que suponía un gasto extra que reflejaría en la minuta, y ella, para tenderme una broma, le indicó que me lo mandara por correo, con el añadido de la nota caligrafiada: RECUERDO DE EL CAIRO. El envió llegó, como recordarán ustedes, cuando estaba ingresada en el hospital, de modo que el báculo quedó olvidado por la casa. O eso creía yo… «No, no me olvidé. Se lo llevé a un joyero para que grabara en él la combinación de apertura de la caja fuerte.»

Y en ese preciso instante me declaré desterrado de la realidad.

«Yo conocía la combinación. Pero no podía decirte nada, porque te hubieras puesto pesado, ¿comprendes?» (¿Pesado? ¿En qué sentido?)

Cuando andaba yo por Córdoba intentando venderle el lote de chatarra egipcia al argentino Casares, tía Corina llamó al Falso Príncipe y le contó el plan que me había propuesto Sam Benítez en El Cairo. El principesco Simone, según parece, realizó algunas pesquisas y le aconsejó finalmente que nos dejásemos llevar, ya que no apreciaba ningún peligro en la operación, al considerarla inviable: una mera «maniobra espejismo», que es como solemos designar aquellas operaciones que se quedan en nada, pero no por fracaso, sino porque su planteamiento no es otro que ese: amagar una acción que -por la razón que sea- jamás va a llevarse a cabo, al ser más importante -por la razón que sea- su preparación que su ejecución.

«Simone fue una de las últimas personas a las que visitó tu padre, y eso no podía ser casualidad.» Y, en efecto, no lo era: el Falso Príncipe le confesó a tía Corina que mi padre le había confiado la combinación de la caja fuerte, con la especificación de que viniese a casa, recuperase su contenido y resolviera las cuestiones pendientes con los veromesiánicos de Catania, con los congregantes de Abdel Bari y con los hermanos de Heliópolis. El dinero que el Falso Príncipe obtuviese con aquellas operaciones serviría para saldar una deuda que mi padre tenía contraída con él, pues parecía confirmarse que mi progenitor acabó en la ruina. «Pero Simone siempre ha sido un caballero y no vino a vaciarnos la caja fuerte. El príncipe de Lampedusa nunca hubiese hecho una cosa así, y el Falso Príncipe no haría algo que repugnase a su colega y maestro», y se rió. «¿Entiendes ahora por qué tenía yo tanto interés en ir a verle a París? ¿O me tomas ya por una vieja maniática que tiene siempre la cabeza a las tres de la tarde?» Me explicó que el Falso Príncipe se negó al principio a darle la combinación de la caja, con el argumento de que era él en cualquier caso quien tendría que gestionar su contenido, pues esa fue la palabra que dio a mi padre, y la palabra dada etcétera, y no por el dinero etcétera, sino por el honor y todo eso etcétera, lo que obligó a tía Corina a recurrir al mataharismo: «Tuve que medio acostarme con él para que me la diera. Casi nos cuesta la vida a los dos». Según parece, el Falso Príncipe instó a tía Corina a que no abriera la caja hasta que él se lo indicase, pues prefería tener dispuesto el rumbo de las mercancías heteróclitas que allí se guardaban, y ella había cumplido la promesa.

«Como es lógico, tenías que conocer la clave de apertura, por si me daba por morirme de repente. La anoté enseguida en todos los tomos de mi diario, porque espero que leas ese blablablá cuando yo falte. Sólo lo escribo para eso. De todas formas, me pareció bonito el detalle de grabarla en el báculo. Ya sabes, un poco de entresijo, porque dejar una estela de misterio prestigia mucho a los difuntos.»

El hecho de que tía Corina tuviese secretos para mí me produjo tristeza, ya que daba yo por sentado que éramos cómplices incondicionales. «Y eso no es todo. Mira esto», y me tendió uno de los papeles que habían aparecido en la caja fuerte. Estaba escrito en francés. Debajo de un escudo historiado que enmarcaba el lema UBER CAMPA AGNA, leí lo que podría traducirse más o menos como sigue:

YO, MIGUEL VINUESA CEJADOR, MIEMBRO ORGULLOSO DE LA FRATERNIDAD DE HELIÓPOLIS, ACEPTO LA CUSTODIA DE LOS TESOROS ETERNOS QUE MIS HERMANOS EN LA FE DE LA CIENCIA MÁS SECRETA Y LUMINOSA ME ENCOMIENDAN PARA SU PRESERVACIÓN Y JURO POR MI VIDA MANTENERLOS A SALVO DE IMPOSTORES, TERGIVERSADORES Y AVENTUREROS.

El documento estaba fechado el 3 de abril de 1997. «¿Vas comprendiendo ya?» Le dije que menos que nunca. Porque da la casualidad de que Miguel Vinuesa Cejador soy yo. «No importa. Tienes todo el resto de tu vida para comprenderlo.»

Pero me temo que ni siquiera tres vidas me harían comprender ni la mitad.

Le expresé mi inquietud por el destino de todo aquello que se había llevado Sam Benítez, ente que participa de la categoría de los impostores, de los tergiversadores y de los aventureros. «Tenía que ser así. No te preocupes. Todo eso estará ya donde tiene que estar, aunque no puedo decirte dónde», y sonrió con dulzura. «El día 3. Abril es el mes cuarto. 1997. Todos esos números suman treinta y tres. ¿Lo entiendes? Esa es la clave numérica. Busca la respuesta en esa cifra. No pienso decirte nada más.» Treinta y tres… Según los seguidores del gnóstico Pablo de Samosata, ese guarismo indica el inicio del proceso de muerte en los varones, al coincidir con la edad en que fue asesinado Jesucristo: a los treinta y tres años, el cuerpo mortal de todo hombre empieza a prepararse para morir, y comienza su putrefacción orgánica para poder ascender algún día, en situación de fantasma purificado, junto al Padre. (Pero ¿y qué?) «Te he dicho que no pienso decirte nada más. Averígualo.» (Según el iluminado decimonónico apellidado Benchimol, vecino que fue de la ciudad de Vaduz, el treinta y tres es el número que representa la inversión de los idénticos para formar un único ser: si giras el primer tres del guarismo y lo unes con el otro tres, te dará como resultado un ocho, que es un número cerrado: dos círculos herméticos, hermanos del cero y de la nada, y así sucesivamente.) (Pero ¿y qué?)

Desde aquel instante hasta el día de hoy, me duele confesar que entre tía Corina y yo se ha abierto una especie de foso de niebla, una tierra incógnita, un abismo disimulado con hojarasca. No se trata, por supuesto, de una cuestión de esencia sentimental, porque mi corazón la reconoce con la intensidad de siempre, sino más bien de un factor de extrañeza sentimental, digamos.

«Tu padre tenía muchos secretos. Piensa en él. Reconstrúyelo. Devuélvelo a la vida. Convierte a alguien que fue siempre un extraño para ti en un amigo invisible. Aún estás a tiempo.» Y me faltaba suelo bajo los pies.

¿Pensar en mi padre? ¿Reconstruirlo? ¿Devolver a la vida a un ser que jamás me hizo sitio en su vida?

(Y las preguntas se suceden en este instante: ¿de qué está hecho el pasado?, ¿de qué estamos hechos?)

…Los días fueron pasando, que es lo que mejor saben hacer. Sin novedades. Como si la vorágine de los últimos meses se hubiese instalado en esa zona tan curiosa de la conciencia que nos vuelve irreconocibles ante nosotros mismos con respecto a determinados episodios del pasado.

Me había hecho la promesa de no volver a preguntar nada de todo aquel asunto a tía Corina. Pero la incumplí, por supuesto.

«¿Por qué sabías que Sam llevaba sesenta mil euros encima?» Fue a la biblioteca, abrió un cajón del escritorio, sacó un papel y me lo tendió. «Por esto.» Se trataba de un pagaré, fechado en marzo de 1997, que había encontrado entre los papeles que salieron de la caja fuerte. En él, Sam le reconocía a mi padre una deuda de diez millones de pesetas.

«¿Qué es con exactitud lo que no sé, lo que me impide comprender todo lo demás?» Suspiró. Según tía Corina, lo que mi padre guardaba en la caja fuerte pertenecía a Sam Benítez. En 1997, mi padre y Sam organizaron el robo de las reliquias de la catedral de Colonia y, con la ayuda de Tarmo Dakauskas, lo llevaron a buen término, dato que el propio Sam me reveló en su última visita.

Para evitar problemas y posibles suspicacias de gestión, decidieron repartirse el botín del siguiente modo: Dakauskas se quedó con las presuntas reliquias de los reyes con la intención de simular que las rescataba de manos sacrílegas y que las reintegraba, a cambio de una cantidad razonable, al arzobispado coloniense, pues andaba ya el estonio preparándose el camino como agente de seguridad del Vaticano para ese tipo de cuestiones; Sam Benítez se quedó con el anillo salomónico, con la llave y con el reloj para colocárselos a los veromesiánicos de Catania y mi padre, en fin, se quedó con la Tabla de Esmeralda para negociar con Abdel Bari.

Pero en pura previsión se quedó aquello, ya que se manifestaron contrariedades: el arzobispo se negó a pagar ni un marco a Dakauskas, Sam acabó muy a las malas con Montorfano y mi padre acabó peor aún con Abdel Bari.

Sam le compró a Dakauskas las reliquias, por esa tendencia suya a comprar cuanto sale a la venta. También le compró a mi padre la Tabla, aunque no tenía liquidez en ese momento y le firmó un pagaré. De todas formas, como Sam no encontraba clientes para aquella mercancía, mi padre se prestó a hacerse cargo de la custodia del lote y a guardarlo en su caja fuerte.

…Y resulta que, a la vuelta de los años, Dakauskas y Sam deciden simular un robo en la catedral de Colonia para avivar el mercado y, de ese modo, colocar todo aquello que teníamos en casa, delante de la nariz, y que nos encargaron buscar en la lejana Colonia.

Así, tanto Dakauskas como Sam…

«Esta tarde, a las seis, tenemos cita con el médico», me recordó tía Corina, y se me puso el ánimo sombrío.

Es verdad que me gusta hacer preguntas, supongo que para evitar el estupor, pero me gusta bastante menos que me las hagan:

1) ¿Está tomándose la medicación con regularidad o cuando le parece?

2) ¿Ha notado un aumento de peso con las nuevas pastillas?

3) ¿Sigue escribiendo?

4) ¿Sabe distinguir lo que escribe de lo que vive?

5) ¿Duerme mejor?

Y similares.

Suele ser tía Corina quien contesta, ya que opto por hacerme el ido, que supongo que es lo que se espera de mí. No sé si se trata de una buena estrategia, pero el caso es que funciona, que es al fin y al cabo lo fundamental de cualquier estrategia, y las tres últimas veces he salido de la consulta sin decir palabra. A este paso, conseguiré no oír siquiera, y entonces ese trámite mensual se evidenciará como inútil. Porque inútil es, en el fondo, toda esta cuestión, que se sustenta en una pregunta equivocada: «¿Qué es la verdad?». La pregunta con sentido práctico sería otra: «¿Por qué se supone que la verdad está obligada a ser verdad?». Respetemos, no sé, las proclamas de la cofradía de los impostores, escuchemos los cánticos exaltados de la procesión de los delirantes, aceptemos el éxtasis organizativo de los imposibles…

Aparte de eso, imaginemos el interrogatorio siguiente:

– ¿Qué somos?

– Nuestro pensamiento.

– ¿Qué es nuestro pensamiento?

– Lo que somos y lo que no.

– ¿Qué somos y qué no?

– Lo que disponga nuestro pensamiento.

Y así hasta el infinito, o casi.

¿Síndrome de sir John Mandeville, como lo llama tía Corina? No sé. Venimos de una estirpe muy remota: la de los que ven lo invisible, la de quienes oyen lo inaudible y la de quienes tocan lo impalpable… Y además lo cuentan. Somos los que imaginan, y estamos enfermos. (Al fin y al cabo, hablar de «imaginación enferma» no implica un diagnóstico, sino un pleonasmo.) Salgo a la calle y empiezan a configurarse los dragones. Cierro los ojos y se abren los abismos. Abro los ojos y los abismos siguen ahí.

Un día me nació por dentro Jacob, el que subió la escalera, mi socio en el mercado de la fábula, el que me susurra. ¿Y yo qué hago, damas y caballeros? Señoras y señores, amigos todos, ¿qué hago yo conmigo?

(Dioses despiadados de la suposición, tened piedad.) (Piedad de quien se arrastra implorante hasta vuestros altares vacíos, etcétera.)

Anoche fui a los Billares Heredia, porque habíamos organizado un campeonato por parejas y no podía fallarle a Mahmud.

La peña comentaba, así por encima, las noticias estelares de la jornada, los acontecimientos baladíes de su barrio, los incidentes domésticos, y las carambolas parecían sucederse como un pretexto para aquella tertulia inestable, siempre de trama errabunda, en la que se pasa sin transición de un terremoto a un maremoto, de un gol a una ley, de un dolor de muelas a un genocidio, ya que la cosa es hablar, por esa cualidad mágica que tienen las palabras de acercar soledades y fundirlas en un solo organismo que durante unos instantes se siente acompañado y comprendido.

Y allí eché el rato.

De vuelta a casa, iba pensando en muchas cosas a la vez, y eso nunca es bueno, porque el pensamiento necesita un orden si no quiere degenerar en sentimiento.

Después de ver un escaparate con varios maniquíes desvestidos, barajé la idea de coger un taxi y pasarme por el Club Pink 2 para charlar durante un rato de asuntos artificiales con alguna muchacha, pero la descarté, porque hay ocasiones en que a los espejismos se les transparenta demasiado el armazón.

Tía Corina estaba dormida en la biblioteca, con un libro en el regazo. Me senté frente a ella y me quedé observándola. Me pregunté cómo hubiese sido mi vida sin ella y no acerté a darme ninguna contestación, sin duda porque no la hay. Me pregunté también qué hubiese sido de ella sin mi padre, y en la imaginación se me estampó un campo anochecido y frío, y una silueta pensativa avanzando por un camino encharcado, hablando en rumano consigo misma. Y, como la melancolía suele derivar en patetismo, me pregunté también cómo nos llegará la muerte, con qué pasos vendrá: rápidos o sigilosos, educada o tremenda. A cuál de los dos nos palpará primero. En qué lugar dirá: «¿No me esperabas?». Y en aquello me pasé un buen rato, por esa cosa que tiene la mente de torturarse sin porqué, hasta que tía Corina abrió los ojos, se los frotó y se desperezó. «¿Qué hora es ya?» Y nos fuimos a dormir. Para que la vida prosiguiera. Para proseguir nosotros en la vida. Mal que bien, de acuerdo, pero firmes. En medio de la tempestad, sí, pero con el ancla bien agarrada al fondo abisal de este espejismo. Defendiendo nuestro pasado para defendernos del futuro, que jamás es de nadie, en fin, como quien dice.

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