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Otra aparición familiar.

Incidente en el Club Pink 2.

El zapatero esoterista.

Preparativos para el viaje.

La contrariedad forma aludes. La araña teje su tela en torno a sí misma. Los búfalos van en manada. Los intrusos vienen siempre en cadena. Etcétera.

Digo esto porque por casa apareció de repente, sin avisar, como una epifanía pesarosa, Neculai, el hermano pequeño de tía Corina, que jamás había puesto un pie más allá de Bacau y que había sentido una curiosidad repentina por echarle un vistazo a otros lugares del mundo, para no irse de él sin disfrutar de los placeres contradictorios de un viaje, pues quiere la superstición moderna que quien no viaja no es más que un desdichado, y eso parece regir incluso en Rumania.

Neculai había escrito para anunciar su visita, pero el caso es que la carta llegó cinco o seis días después que su autor. Tía Corina y él no se veían desde hacía más de veinte años, cuando ella, camino de Estambul, pasó por la hacienda cercana a Bacau para reencontrarse con aquellos extraños que eran sangre de su sangre y comprobó que aquel vínculo no podía diluirlo del todo la distancia, pero quedaba basado en una aberración temporal: la familia de tía Corina vivía un siglo por detrás de ella, como si fuesen sus antepasados, entre animales y aperos, entre fango y nieve, con resignación del destino al calor de una estufa de leña en su cabaña sombría y musitando leyendas de espíritus repetidas noche tras noche para matar el aburrimiento.

Rústico, sesentón, soltero y taciturno con aspecto -no sé- de orinar ceniza, Neculai había visto un mismo paisaje durante demasiado tiempo, hasta reducir su compresión de la realidad a ese paisaje inalterable y sentirlo suyo del mismo modo en que alguien siente suyo el cáncer que le carcome: el dragón que está ahí, el dragón al que alertas.

Después de pasarse más de medio siglo ejerciendo de mago con el terruño (la semilla arrojada, brote frágil, el fruto en sazón), Neculai había decidido asirse a la vida, a la extraña vida que sucedía fuera de los Cárpatos, dispuesto a asombrarse de todo y a la vez de nada, porque el curso natural del vivir suele anular la capacidad de sorprenderse desde la inocencia, y sin inocencia no hay auténtica novedad posible, según sabe todo el mundo salvo los inocentes, así que Neculai se dedicaba a mirar todo con estupor y con el rabillo del ojo, con la desconfianza propia del intruso.

Tuvimos que acomodarlo en la biblioteca, en un colchón hinchable, porque la casa se nos había quedado pequeña con aquel dúo de parientes imprevistos, y para nada fue buena idea, porque observaba aquellos rimeros de volúmenes con sobrecogimiento, empequeñecido de alma ante la materialización de una sabiduría para él inabarcable, y no me extrañaría que padeciese pesadillas de trama bibliográfica con libros vivientes que se le metían dentro de la cabeza, al estilo de la habilidad que practicaba aquel personaje torturante de Canetti.

Tía Corina y su hermano se pasaban horas hablando de sus asuntos, imagino que mareando almanaques, entre sonrisas de ella y encogimientos de hombros de él, a quien se le notaba el ánimo muy raso. Me costaba trabajo aceptar que aquellos dos seres hubieran salido de un mismo vientre: tan vivaz tía Corina, tan sepulcral Neculai. El primo Walter, mientras tanto, seguía con lo suyo; es decir, trayendo a muchachas y filosofando en torno al eje bamboleante de su ingenio, que empezaba a cansarme: «¿Sabes una cosa, primo? Cada vez que deseamos a una mujer y no la conseguimos, se produce en nuestro cerebro una conmoción importante. Bummm. Millones de neuronas medio muertas. Grandes vertidos tóxicos que contaminan los canales venecianos de la mente. Y allá va Sigmund Freud, vestido de gondolero, remando a toda mecha, susurrando "Hostias, qué lío. Yo me largo de aquí". Porque ni siquiera Sigmund conoce un remedio para eso, ¿me explico?».

La casa se nos había convertido, ya ven, en un asilo de almas perdidas, refugio de parientes desnortados. Walter se despedía del mundo y Neculai procuraba descubrirlo. Y Sam Benítez no paraba de llamar. Y Cristi Cuaresma no paraba de llamar.

«¿Te importaría pasar por lo de Andrade y recoger unos zapatos que le dejé allí la semana pasada?», me preguntó tía Corina cuando salí a comprar el periódico. La pregunta era sencilla, pero la respuesta no. Porque sí me importaba pasar por el cubil de Andrade, zapatero remendón y, a la vez, la persona más pretenciosa y perturbada de cuantas conozco, aun habiendo dedicado gran parte de mi vida a bregar con gente de ese talante. «Los necesitaría para Colonia. Son unos zapatos muy cómodos», y le dije que por supuesto, aunque se me puso el ánimo de sacrificio.

Andrade es hijo de exiliados y pasó la niñez en Francia, hasta que sus padres murieron y unos parientes de aquí, con mano en la oficialidad, lo adoptaron en mala hora, porque en Francia los chiflados tienen al menos algún porvenir como poetas vanguardistas. Y así, entre tumbo contrario y tumbo adverso, tras defraudar la aspiración familiar de verlo convertido como poco en abogado, Andrade acabó, ya digo, de zapatero remendón, oficio que practica con buen arte, pues rejuvenece cuanto zapato pasa por sus manos, a pesar de ser los zapatos uno de los objetos más vulnerables al envejecimiento prematuro, más incluso que nuestra cara.

En su negocio se mezclan los zapatos desportillados y los libros sobre cualquier asunto que no tenga nada que ver con la realidad, y lee Andrade mientras no faena, y mientras faena rumia lo leído, y así va intoxicándose la razón.

Siempre y cuando no se manifieste como una patología dolorosa, la locura ajena puede constituir un espectáculo ameno, no digo yo que no, sobre todo cuando te importa poco quien la exhibe, ya que la locura de puertas para adentro representa otro cantar, bastante menos melódico. Hay a quienes divierte la camaradería ocasional con la raza de los trastornados: algo así como tratar de cerca a un duende huido del país en que los árboles vuelan y los peces comen gatos, por esa maña que tienen los majaras de aplicar a la realidad una lógica circense y de convertir el pensamiento en una broma. Pero, aparte de que no le encuentro ninguna diversión a la locura, Andrade no tiene ni gracia: la suya es la locura del pelmazo. Hablas dos minutos con él y es lo mismo que si te leyeras de cabo a rabo el archivo de un psiquiatra a punto de jubilarse, porque la suya es una especie de locura intensiva, y cada palabra que pronuncia parece pesar lo que mil para su oyente.

Para redondear la peculiaridad de su perfil, Andrade es devoto del ocultismo y no hay factor mistérico que deje sin palpar con su ingenio tarumba, en el que tiene un altar el doctor Nostradamus, a quien algunos de sus contemporáneos atribuyeron la voz de Satán en la Tierra y a quien otros -como Rabelais, por ejemplo- tomaron a pura chirigota. El zapatero Andrade anda empeñado en interpretar las profecías aún incumplidas del vidente provenzal, y en eso emplea buena parte de sus tramos de ocio, lo que no parece tarea idónea para un desequilibrado, ya que mejor haría en ocuparlas en faenas intelectuales un poco más balsámicas para el entendimiento. Por contagio, Andrade anda empeñado en formular adivinanzas muy retorcidas que no hay quien resuelva, aunque cabe decir en su favor que no le ha dado por redactar profecías rimadas a la manera de su maestro: él se conforma con torturar a sus clientes con charadas y acertijos que ni siquiera riman, porque se ve que tampoco goza del favor de Erato, musa de la poesía de vuelo lírico.

Supongo que, para un loco, la buena suerte consiste en ver confirmado el fundamento de su locura. Y Andrade tuvo un gran golpe de suerte…

Andaba buscando un local para su negocio, por tener que desalojar el que entonces ocupaba, y alquiló un cuchitril medio en ruinas en lo que fueron las caballerizas del palacio del conde de Huéjar, a dos pasos de nuestra casa. Durante las obras de acondicionamiento, el albañil que llevaba a cabo la faena dio con un portillo tapiado al picar la pared. Resultó que aquel portillo conducía a un sótano sostenido por cuatro columnas cuyos capiteles representan escenas grotescas: un monje que devoraba a un niño, un demonio que sodomizaba a una monja con cara de salamandra, un murciélago con genitales de hombre y tocado con la tiara papal y un ángel empalado. Las paredes eran de ladrillo visto, y una de ellas se adornaba con una pintura mural de tema báquico y de trazo tosco, con faunos, sátiros, ninfas libertinas y ese tipo de gente.

Tiempo le faltó a Andrade para descender allí y dar carta blanca a los ensueños, que no serían poca cosa, y le indicó al albañil que por nada del mundo recegara aquel portillo que daba acceso a su cueva particular de Montesinos, y así quedó la cosa.

El suelo de aquello está siempre con un dedo de agua, por las filtraciones, y una bombilla pelada ilumina el subterráneo repleto de insectos de humedad, con tufo a mundo muerto. Andrade, en sus desvaríos, está convencido de que aquello fue la cripta sacrificial de alguna secta, por más que los técnicos del Ayuntamiento le aseguren que se trata de una bodega que mandó construir en la década de los sesenta el llamado conde Albertito, que murió soltero y sin gran cosa hará unos quince años, después de una vida marcada por las estupideces, entre las que se contó la de edificar aquel sótano de vocación más o menos sacrílega para reunirse allí con sus amistades, que según dicen eran de pronóstico. Aun así, Andrade le muestra con orgullo la bodega a quien se deja e incluso a quien no, y por propiedad suya la tiene, aunque parece ser que está en marcha un expediente de expropiación y un proyecto de rehabilitación integral del palacio para darle uso como dependencias municipales, en buena parte por presión vecinal, ya que aquello se ha convertido en urinario y en refugio de ratas, de manera que Andrade no sólo va a quedarse sin cripta, sino también sin local. Pero, mientras sí y mientras no, se permite elaborar leyendas libres en torno al recinto, leyendas que él mismo acaba por creerse, según es habilidad de muchos locos: «Aquí, justo en el centro, se colocaba a la víctima y, entonces, los caballeros, con sus cuchillos, uno por uno, iban…». Y así.

«Vengo por los zapatos de mi tía», le dije a Andrade, que andaba absorto en sus remiendos y en sus cavilaciones difíciles. Me miró y, sin decir palabra, cogió los zapatos de una estantería, los metió en una bolsa y los puso encima del mostrador. «Diez euros.» Por un instante, creí que iba a librarme de sus peroratas habituales, esperanzado de que la medicación lo mantuviera en estado neutro, pero la vida es un asunto duro: «Oiga, mire usted. A ver si es capaz de resolver esto», y me soltó la siguiente adivinanza:


Si lo pides en Bretaña,

podrás escribir con él

el pan que habrán de darte

si lo pides en Francia,

a la vez que nombrarás allí

a un Anticristo de pacotilla.


Me quedé como acaban de quedarse ustedes. «Le doy cinco minutos para encontrar la solución. En caso contrario, me sentiré con derecho a dudar de su inteligencia y a proclamar su ignorancia a los cuatro vientos», que es la fórmula retadora que aplica a todo el mundo. «Tengo prisa», me disculpé. Pero él contraatacó: «Prisa no, lo que usted tiene es vergüenza. Vergüenza de su incultura».

Por no sé qué razón, a tía Corina le inspira lástima este lunático, y hasta da la impresión de que está deseando que se le gasten las suelas para darle labor, pero a mí Andrade me inspira cualquier cosa menos lástima.

«De acuerdo. Lo que usted quiera, Andrade.» Recogí los zapatos y me di media vuelta. «Espere, cobarde. Le concedo diez minutos.» Pero seguí mi camino, aunque les confieso que buscando la solución de la adivinanza, ya que el pensamiento es un artilugio de arranque automático, no siempre para bien.

Detrás de mí oía los gritos de Andrade: «¡Pajillero, ignorante, cabrón de la puta cabra!», porque a él se le dispara la coprolalia en el pico de las crisis. «¡El Anticristo de pacotilla es Le Pen! ¡Maricón, indocto! ¡Si pides pen en Gran Bretaña, te darán un bolígrafo y si lo pides en Francia te darán pan, pedazo de sieso!» Y cambió los gritos por las carcajadas.

Enigma despejado, en definitiva, al margen de escrúpulos fonéticos, ya que el acertijo resultaba defectuoso por ese flanco.

El bolígrafo, el pan, Le Pen.

El universo de Andrade, como quien dice.

Y todos pertenecientes a una misma especie animal.

«Pasead un poco a mi pobre Neculai», nos pidió tía Corina a Walter y a mí, porque la verdad era que aquel aventurero tardío no estaba conociendo más mundo que el que se divisaba desde las ventanas de la casa, de modo que tía Corina lo vistió de gala, al menos en la medida de lo posible, y nos lo llevamos a dar una vuelta por la zona noble de la ciudad, procurando entendernos con él por señas, aunque era reservado Neculai incluso para mover las manos.

«¿Dónde llevamos ahora a este?», me preguntó Walter cuando cumplimos el recorrido histórico-artístico, y me encogí de hombros, porque si ya resulta difícil sondear los deseos de una persona con la que compartes toda una vida, no digamos los de un extraño con el que no puedes intercambiar ni dos palabras.

Entramos en la Rosa de California a tomar algo y al primo Walter le entró una rara impaciencia -la impaciencia del moribundo en su afán por correr más que el tiempo, según interpreté-. Al poco, me propuso que nos fuésemos al Club Pink 2 -del que yo tanto le había hablado como antídoto contra su ansia- para que al tío Neculai se le alegraran sus ojos de pesares transilvanos. De fondo estaba, como no hace falta sugerir, el interés personal de Walter, que andaba apurando las comedias de amores antes de marcharse a quién sabe qué círculo del infierno. (Tal vez al segundo, el reservado a los lujuriosos.) (Sí, sin duda al segundo.) Cogimos un taxi, en fin, y allá nos fuimos.

El primo Walter no tardó en hacerse dueño de la situación, ya que se le advertía experiencia de mando en ese tipo de cuarteles. Al momento, estaba rodeado de cuatro muchachas, y a las cuatro encandilaba con su facundia sofística, dando palos de ciego a las grandes teorías de los grandes filósofos para reducirlas a un chiste de sal gorda. Yo procuré tomarme la circunstancia con sosiego, improvisando argucias diplomáticas de alta escuela para que cinco panteras perfumadas no devorasen al rústico Neculai, que estaba estupefacto, acariciado por uñas de estilo Fu Manchú y susurrado al oído en varios idiomas, porque el Club Pink 2 es algo así como el Consejo General de Naciones en versión lencería.

Neculai salió de su mutismo cuando se le acercó una muchacha y le habló en rumano, lo que acabó espantando a las demás, que optaron entonces por dedicarme sus recursos retóricos. La rumana pidió un botellín de champán para ella y otra copa para Neculai, y acabé preguntándome por cuánto iba a salirme aquello, ya que el primo Walter era duro de bolsillo, tal vez porque se aprovechaba de mi condición de inminente heredero suyo, y el pobre Neculai no creo que contase con un presupuesto extra para libertinajes, ya que sus ahorros de toda la vida apenas iban a darle para asomarse al mundo durante un par de semanas.

La rumana tardó menos de cinco minutos en arrastrar al tío Neculai a su taller de ilusiones urgentes. Animado por aquella circunstancia, mi primo se dejó arrastrar también. Pero por dos. (Como los emperadores.) Y en la barra me quedé, capeando discursos zalameros y exégesis zodiacales, con un vaso de refresco vacío ante mí, haciendo cuentas y desengañando al instinto, que es de poco pensarse las cosas.

Al rato volvió Neculai. Pidió otro botellín de champán para su paisana y otra copa para él, en plan grandeza. Se pusieron a hablar, imagino que de temas patéticos y oscuros relacionados con su patria, con los vampiros o -qué sé yo- con los tumores de esófago, porque no se les notaba alegría en el gesto, y daba la impresión de que venían de enterrar a una madre y no de echar un polvo líquido, si me permiten ustedes la expresión.

El que no reaparecía era Walter, y mi calculadora mental seguía sumando, porque en el Club Pink 2 los relojes marcan los minutos en patrón oro, y ya habían pasado los minutos suficientes como para fundir con ellos un lingote. Con arreglo a esa ley implacable según la cual lo malo siempre puede derivar en algo bastante peor, la rumana se llevó de nuevo al tío Neculai a su gabinete de los espasmos, por decirlo de algún modo, y aquello me pareció excesivo. Excesivo y un poco absurdo, como casi todas las cosas del vivir: el tío Neculai, a la vejez, sale de Rumania para conocer mundo y acaba en la cama sin dueño de una rumana porque le habla en rumano y porque le trae recuerdos de Rumania.

De modo que de nuevo me quedé solo en la barra con mis pensamientos mudos y con los pensamientos en voz alta de las muchachas. («¿Qué te pasa, cariño?») («¿Estás tú malo, mi amor?»)

«¿Puede usted subir?», me preguntó al rato Jacinto, el Richelieu de los camareros del club, y le respondí con una mirada de asombro. «Su amigo. Problemas.» Así que detrás de Jacinto me fui, sin saber si los problemas afectaban a Walter o a Neculai, aunque mi subconsciente tenía un candidato.

Subí la escalera estrecha que conduce a los cuartos de las muchachas y entramos en el número 8. En la cama estaba Walter, tapado con una sábana y con cara de Más Allá inminente. «Creo que me ha llegado la hora, primo.» Le dije a Jacinto que pidiese una ambulancia, pero Walter se opuso: «Prefiero morir aquí». Como me resistía a otorgarle a aquella situación el rango de una tragedia griega en su punto culminante, urgí a Jacinto a que llamase al hospital, y así lo hizo, aunque no hay cosa en este mundo que desprestigie más un club de lumis que la aparición de una ambulancia, ya que les recuerda a los clientes la fragilidad de los ensueños, empezando por el ensueño que es uno mismo ante uno mismo en ese tipo de vergeles: el hedonista resquebrajado que alquila por minutos una identidad de matador de corazones.

El tío Neculai, por su parte, andaba perdido con su compatriota en alguno de aquellos cuartos, ajeno a la agonía aparatosa de Walter, que gemía y resoplaba como si en vez de estar muriéndose estuvieran matándolo. En la mesilla de noche había cinco o seis vasos vacíos, un billete enrollado y restos de cocaína. No hacía falta llamar a un detective ni a forense para concluir que de ahí venía el trastorno: una conjunción optimista de alcohol, de droga, de trío sexual y de edad respetable. Un malabarismo dificultoso, se mire como se mire, para un enfermo.

En esto apareció Neculai, de regreso de la vida fácil, que observó el cuadro con espanto, sobrecogido por el mal rumbo que había tomado la celebración. Al poco llegó la ambulancia. Un par de camilleros se llevaron a Walter entre protestas y maldiciones, porque insistía en querer morirse en el Club Pink 2, sin duda para rematar su leyenda de crápula escindido entre la filosofía y la satiriasis.

Me fui con Neculai en un taxi al hospital. Era como ir al lado de un espectro.

Para ahorrarles un nuevo episodio hospitalario, que tan malos recuerdos suele traernos a casi todos, les diré que a Walter le dieron el alta a las pocas horas de su agonía definitiva. Un mero ataque de ansiedad, según el médico.

De camino a casa, se empeñó en que parásemos en algún sitio para tomar una última copa, y hubo que parar, porque a ver quién porfía con mi primo.

Ansiedad, bien. La muerte le había dado una prórroga al reyezuelo de la vida. Para celebrarlo, a los dos días trajo a casa a una hungarita de piel de cera, y las risas de ambos traspasaban las paredes.

La ansiedad, sí.

El problema de cualquier realidad inexorable es que llega, por más que la aplacemos mediante vacíos voluntarios de memoria: llega la hora de la muerte, llega la hora del dentista… Sam Benítez, según era de esperar, llamó para darme un ultimátum: el domingo a mediodía, ni antes ni después, tenía que estar en marcha la operación. Y era lunes.

Le insistí a tía Corina en que era mejor que fuese yo solo, pero ya se imaginan ustedes el caso que me hizo. Así que llamé a Nati, la temerosa de los aviones, para que nos gestionase de una vez el alojamiento y el hospedaje en Colonia. Llamé luego al Penumbra y lo cité el viernes, a la una de la tarde, en un restaurante que escogí al azar en una vieja guía turística que había por casa, pues tenía mi padre la costumbre de coleccionarlas para recrear ciudades durante sus rachas de inmovilidad, que no eran muchas, aunque le intranquilizaban, al ser de natural peregrinante y entrar por tanto en la categoría de quienes piensan que a la vida hay que salirle al encuentro en cualquier lugar que esté lo más lejos posible de casa. Llamé a Cristi Cuaresma y la cité a la misma hora en el mismo sitio. «¿Y los billetes y todo lo demás?», me preguntó. «¿Qué billetes y qué todo lo demás?», le pregunté. «Los billetes de avión, los bonos de hotel, el dinero para gastos…» (Ingenua Cristi Cuaresma, tan diabla para otras cosas…) «De eso te encargas tú. Te daré tu parte cuando estemos en Colonia. Si necesitas dinero, pídeselo a Sam Benítez. O atraca a una vieja», porque había decidido bajarle sus humos volcánicos. Cristi, como era de esperar, protestó, y es posible que no le faltaran los motivos, pero la vida tiene esas cosas: un día te diviertes humillando a un semejante y, al cabo de unos cuantos días, te ves pidiendo dinero a ese semejante, y resulta que ese semejante te lo niega. (Los equilibrios…)

Sam me llamó desde Lisboa, donde, según me dijo, acababa de gestionar la compra de un lote de bocetos del malogrado Amadeo de Souza-Cardoso para un coleccionista canadiense de arte cubista. «Dile a Tarmo Dakauskas que se reúna con nosotros el viernes», y le di las señas del restaurante. «Procuraré que vaya. De todas formas, no te preocupes si no aparece.» No tuve más remedio que llevarle la contraria en ese particular, porque el caso era que estaba bastante preocupado por demasiadas cosas. «Algo me dice que esto no va a salir bien, Sam. Algo me dice que esto es una encerrona. ¿Me la has jugado?» Pero se acogió al registro lastimero: «¿No confías en tu compadre Sam, cabrón? ¿Te ha fallado alguna vez tu hermano Sam?». (No, pero siempre hay una primera vez, hermano Sam, compadre.) (Güey.)

Me dijo que era imprescindible que comprase un teléfono móvil para mantenernos en contacto, de modo que por la tarde di un paso hacia la modernidad, aunque fue tía Corina quien se encargó de descifrar el manual de instrucciones, que no era poca cosa: con menos de eso y con un par de destornilladores se podría construir un cohete espacial.

Antes de despedirse, Sam me proporcionó algunos detalles, que les resumo: entrando en la catedral por el portal de san Pedro, hay a la derecha, bajo un baldaquino, un grupo escultórico presidido por una Piedad. (Se trata, como luego supe, de una de las estaciones del vía crucis que un artesano holandés cuyo nombre no recuerdo realizó a finales del XIX como aportación al inmenso elenco de pastiches que se exhiben en la catedral coloniense.) En la peana del grupo escultórico hay cuatro cuarterones que alojan sendos escudos. El escudo de la izquierda enmarca un guantelete. Según Sam, si alguien apoya la mano en ese guantelete y lo presiona, girará la torre que sostiene santa Bárbara y dejará al descubierto una llave. Dicha llave, según Sam, abre el enorme arcón que está situado justo enfrente del grupo escultórico. «Ese arcón es en realidad la entrada a un pasadizo que desemboca justo detrás del relicario, ¿comprendes? Te lo digo porque los curitas no dejan que la chusma se pasee por el altar mayor.»

¿Un guantelete? ¿Una torre que gira? ¿Una llave? ¿Un arcón? ¿Un pasadizo? «Que Dios nos ampare», pensé, ya que la instalación de los parámetros subliterarios en la realidad no puede traer nada bueno para la realidad, y el problema es que dependemos en gran parte de la buena marcha de la realidad por muchas ilusiones que nos hagamos con respecto a las ilusiones.

«¿Dónde y a quién tengo que hacer la entrega de las reliquias?» Y, dato curioso, Sam titubeó. «Te las llevas a tu hotel, güey, y ya mandaré a alguien… Ah, compadre, se me olvidaba decirte… El relicario está protegido por una urnita blindada, ¿va?» Y colgó.

¿Urnita? ¿Una urna más pequeña que el sarcófago quizá? Y empezó a dolerme la cabeza, y la respiración se me volvió fatigosa, y me tragué las pastillas, y a dormir.

El tío Neculai se iba al día siguiente, a proseguir su ruta turística, con escala en Sevilla y Madrid, antes de regresar a su rincón rumano, quizá para los restos.

No quise alarmar a tía Corina, pero, visto el grado de desenvolvimiento mundano que mostraba su hermano pequeño, lo menos malo que podía pasarle era que acabara desnudo en un callejón, con una mano temblorosa atrás y otra mano trémula delante, pidiendo auxilio.

Sólo quedaba por resolver un problema: Walter. «No os preocupéis por mí. ¿Cuándo os vais, el jueves? Yo me iré el viernes, si no os importa. A vuestro regreso, el primo Walter sólo habrá sido una pesadilla transitoria, valga la redundancia.» Y se adornó con un toque de patetismo: «Las próximas noticias mías que tengáis serán seguramente a través del notario, y serán noticias muy buenas para vosotros y muy malas para mí». Me alivió el anuncio de su evaporación de nuestra vida, para qué voy a decirles lo contrario, aunque me inquietaba dejar a mi primo con la casa a su disposición, así fuese sólo durante un día, vista su afición a recibir visitas y a dejarse cigarrillos encendidos por todas partes, si bien es verdad que me hubiera inquietado mucho más la circunstancia de que se quedase en casa hasta nuestro regreso, por el temor fundado de encontrarla reducida a cenizas o convertida en una sala de fiestas. «Por un día no va a pasar nada», me tranquilizaba tía Corina, que parecía dispuesta a dispensarle una benevolencia incondicional, a pesar de lo extremoso del carácter de mi primo. «Un día da para mucho, no te creas», le advertía yo.

«Tendréis que ocuparos de mi entierro y de ese tipo de cosas. Siento las molestias, pero los cadáveres sólo somos un engorro durante un día. Por cierto, tengo varios epitafios en mente. A ver qué os parece este: AQUÍ YACE EL LLAMADO WALTER ARIAS, QUE VIVIÓ A VECES COMO QUISO Y OTRAS VECES COMO PUDO Y QUE MURIÓ EN LA FLOR DE LA VIDA PORQUE ESA FLOR SE LA COMIÓ UNA VACA HAMBRIENTA QUE PASABA POR ALLÍ. ASÍ QUE MUCHO CUIDADO CON LAS VACAS, CAMINANTE.» Tía Corina, riéndose, le dijo que era demasiado largo y que el rótulo invadiría la lápida del vecino. «Tengo otro que me gusta mucho: CAMINANTE, AQUÍ REPOSA WALTER ARIAS, QUE YA NO TIENE QUE CAMINAR HACIA DONDE CAMINAS TÚ.» Y se pasó un rato con aquello de los epitafios, porque resultó que los tenía a decenas, hasta que se aburrió de burlarse de la muerte y nos dio un abrazo de despedida. «No volveremos a vernos, a menos que Dios decida corregir su carácter y popularice la inmortalidad.» Y nos dijimos adiós. Les confieso que me apiadé muy en lo hondo de la suerte de mi primo, porque irse de la vida es siempre una papeleta, e incluso hice mías las lágrimas de tía Corina.

Por otra parte, la bola había echado a rodar: nos íbamos a Colonia. A robar las reliquias de los Reyes Magos. A sacarlas de un sarcófago inmenso que estaba dentro de una inmensa urna blindada que a su vez estaba dentro de una catedral también inmensa. Sin ningún plan. Con un colaborador sospechoso y desprestigiado y con una colaboradora trastornada y novata. A confiar en la bondad de la suerte, la diosa sorda. (Ora pro nobis.) A improvisar sobre el terreno. Como quien va a robar una lata de sardinas en el supermercado.

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