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Viaje al reino de la susodicha purpurina.

Conjeturas del Falso Príncipe.

Y Londres.

El Falso Príncipe vive en un piso mediano de la calle de l'Ancienne Comedie, justo al lado del restaurante Le Procope, tenido por el más antiguo de París y en el que de veras da la impresión de que si vuelves la cara vas a encontrarte a Voltaire -con la servilleta a modo de pechera y la peluca un poco ladeada- tomándose una sopa de cebolla e intentando definir el concepto de «ángel» para su Diccionario filosófico. («No se sabe con exactitud dónde están los ángeles, si en el aire, en el vacío o en los planetas. Dios no ha querido instruirnos acerca de este particular.») (Y otra cucharada de sopa.)

El Falso Príncipe desembocó en París porque se casó a lo loco (barco, Pompeya, verano) con una viuda de allí de la que no tardó en enviudar y de la que heredó una tienda de bisutería de pastiches art déco y varios apartamentos, de cuyas rentas vive el viejo delfín imaginario.

Tía Corina y el Falso Príncipe se abrazaron. Un abrazo que era muestra de una complicidad inviolable entre supervivientes de un mundo caduco, de una época que sólo podían rememorar haciendo referencia continua a demasiados muertos: «¿Te acuerdas de…?» Y enseguida el nombre de un cadáver, y una mueca de pesadumbre dulce y resignada, con la secreta coquetería de seguir aún en pie.

El Falso Príncipe estaba muy mayor, aunque vigoroso y erguido, con los ojos nublados tras cristales muy gordos. Vestía un traje algo raído y con brillo de uso, aunque de corte excelente, y se permitía el dandismo nostálgico de lucir unos gemelos de oro en forma de gatopardo rampante. Tenía esa sonrisa plácida, inmarchitable y cansina de quienes le han perdido el miedo a la muerte a fuerza de esperarla cada día y hablaba con añoranza amable de esto y de lo otro, de brumas temporales, de difuntos, de golpes que alcanzaron celebridad entre los de la profesión por su planteamiento ingenioso, como aquel que dio Bernard Lorrain en 1954: robar la colección de ritones persas perteneciente a un conde alsaciano que se decía descendiente del papa León IX por la rama Eguisheim y dejar en su lugar, en las vitrinas y estanterías en que aquel caprichoso guardaba sus tesoros rituales, varios vasos de plástico llenos de vino de Burdeos.

«Explícale el caso», me indicó tía Corina, de modo que le hice la narración de nuestro plan y de nuestras dificultades al Falso Príncipe, que escuchó todo con un asentimiento meditabundo, reflexionó luego durante un rato, se rascó una oreja y arriesgó al final la siguiente hipótesis: «Seguro que detrás de eso están los veromesiánicos de Catania». La cara de tía Corina se iluminó, como suele decirse. La mía, en cambio, debió de ensombrecerse, porque la verdad es que no sólo no tenía yo ni sospecha de quiénes pudieran ser los tales veromesiánicos de Catania, sino que además, fuesen quienes fuesen, di en alimentar el prejuicio de que no podía tratarse sino de una suposición al tuntún, al ser ya el Falso Príncipe un oráculo fuera de onda.

«¿Los veromesiánicos de Catania, Simone?», le preguntó tía Corina, y el Falso Príncipe entró en detalles: «Una secta que distrae la fantasía de que quien logre reunir los tres objetos con que fueron enterrados los Reyes Magos propiciará el advenimiento del verdadero Mesías, ya que Cristo fue un impostor. Con arreglo a las supersticiones veromesiánicas, los Reyes Magos murieron asesinados porque conocían esa impostura. Según algunos, los mató con sus propias manos el apóstol santo Tomás; según otros, santo Tomás se limitó a declararlos herejes y fueron pasados a cuchillo por una cofradía de fanáticos a la que repugnaba tanto cualquier tipo de herejía como le entusiasmaba el hacer correr la sangre herética. Eran esos fanáticos los llamados esvatas, que surgieron en Siria y se expandieron luego por todo el Oriente, sembrando el terror durante más de veinte años en nombre de la ortodoxia». Tía Corina me miraba con ojos entusiastas, como si acabase de ganar a la ruleta. «¿Y qué objetos se supone que son esos con los que fueron enterrados los reyes?», le pregunté al Falso Príncipe por pura cortesía, por respeto a su pasado oracular, y me respondió que se trataba de una réplica del anillo del rey Salomón hecha en el siglo I a. de C, de una llave en forma de ojo y de un reloj de arena.

Le comenté que aquellos veromesiánicos de Catania debían de ser muy cándidos para suponer que, junto a los restos que se veneran en la catedral de Colonia, se conservan aún esas curiosidades. «No se trata de eso. Esos objetos andan dispersos por quién sabe dónde. Quizá bajo tierra, perdidos para siempre, o expuestos a la chamba de los arqueólogos; quizás en algún pequeño museo provinciano, en una vitrina con una cartela que ofrece datos erróneos sobre su origen; quizás en manos de algún millonario que a veces incluso puede dudar de su autenticidad como antigualla; tal vez en el almacén de algún chamarilero, entre un mazo de revistas apolilladas de los años veinte y una cafetera de los años sesenta. ¿Quién puede sospechar siquiera el rumbo que toman los objetos, que de por sí son errantes?» Le pregunté entonces cuál podía ser el interés de los veromesiánicos por adueñarse del contenido del relicario, al no estar allí sino los presuntos huesos de sus presuntas majestades, no los presuntos atributos, que es lo que se supone que les interesa. Su alteza imaginaria se quedó pensativa. «Pues tienes razón, Jacob. Eres igual que tu padre: un geómetra de la realidad.» Y añadió con maneras fatalistas y templadas: «¿Quién puede descifrar los designios de unos sectarios?», y en eso quedó la cosa, pues nada estaba más lejos de mi ánimo que el atosigar a Simone con problemas lógicos, teniendo él ya el suyo atiborrado de las confusiones lógicas de la edad.

Tras aquel coloquio, tía Corina le propuso al Falso Príncipe que se viniera a cenar con nosotros al sitio que él eligiera, invitación que aceptó, y ambos se pasaron la velada subidos a la máquina del tiempo. «¿Te acuerdas de Julio Escapachini, aquel detective nigromántico que resolvía los casos por vía sobrenatural?», le preguntaba por ejemplo tía Corina, y entonces el Falso Príncipe metía la mano en la chistera ajada de su memoria y sacaba por las orejas a un tal Teo Hill, que, cuando no lograba resolver un enigma, se pasaba varios días vagando por ahí, envenenándose de ginebra, de luna y de mujeres, hasta que alcanzaba un grado sumo de delirio y tenía de repente una iluminación que le proporcionaba una clave decisiva para resolver el enigma esquivo, porque se ve que al duende que tenía dentro había que despertarlo a la tremenda. «¡Qué edad de oro, Simone!»

Tras la cena, tía Corina, como era jueves, se empeñó en arrastrarnos a un casino, y me eché a temblar, porque no es lo mismo jugar en casa que en campo ajeno, de modo que no tuve más remedio que acompañarla. Y en aquello estuvimos hasta las tantísimas, ganando a veces y perdiendo otras, porque se ve que la suerte andaba aquella noche equilibrada, cosa tan rara en ella, y tía Corina y el Falso Príncipe parecían dos muchachos felices y juerguistas, divirtiéndose a costa de lo imprevisible, mientras que yo tiraba a melancólico, por esa vocación que tiene mi ánimo de hundirse en cuanto puede, ignoro yo por qué.

A la mañana siguiente llamé al Penumbra, pero no me hice con él. Supuse que estaría durmiendo, con arreglo al régimen vampírico que se le atribuye. Lo intenté por la tarde, pero tampoco.

Era nuestro último día en París, antes de viajar a Colonia, y a tía Corina le entraron ganas de callejear, de modo que empleamos varias horas en ese deporte, a pesar de que no tengo espíritu de fláneur, entre otras razones porque soy débil de rodillas. Cenamos una cosa ligera y volvimos andando a nuestro hotel, que quedaba por la zona de la Gare de Lyon.

Llamé de nuevo al Penumbra y hubo suerte, siempre y cuando se pueda considerar una suerte el hecho de mantener una conversación con alguien precedido de famas tan sombrías. Estuvo muy locuaz. «No des mi teléfono a nadie. Y menos que a nadie a Cristi, ¿entiendes?» Después de esa exigencia, me aseguró que sabía quién andaba detrás del asunto del relicario real. «¿Quién?», pero me dijo que si quería saberlo, que fuese a Londres y que llevase bastante dinero en la maleta. Yo, como es lógico, di por hecho que el Penumbra habría elaborado alguna suposición descabellada, aunque nunca se sabe: la verdad de un misterio puede estar en manos del geniecillo loco de la aldea, porque los misterios no suelen tener muchos escrúpulos. Como la vida consiste, en buena parte, en hacer cosas incomprensibles para uno mismo, concerté una cita con él para el día siguiente en Londres, lo que significaba que había que cancelar los billetes de tren para Colonia, vía Bruselas, y sacar otros para cuando yo volviese, y aquello resultó ser una gestión más liosa de lo imaginable, porque las agencias de viajes son los santuarios camuflados del teatro del absurdo.

La verdad de fondo es que me pareció conveniente mantener una entrevista en persona con el Penumbra, siquiera fuese para ponderar hasta qué punto tenía el pensamiento desviado, según se decía, y poder abatirme del todo con conocimiento de causa, ya que, a esas alturas, andaba yo de sobra convencido de que el plan estaba abocado a ser nuestra quema de naves.

«Me voy contigo», se empeñó tía Corina, pero la convencí de que se quedase en París hasta mi regreso, porque aquello no suponía más que un despilfarro y un engorro. «De acuerdo. Llamaré a Simone para que me lleve a cenar a la Closerie des Lilas y así poder sentirme un poco como una demimondaine en la plenitud de su crepúsculo, y que me arrastre luego a bailar a algún sitio, porque hace siglos que no bailo con un príncipe», y le dije que me parecía un plan inmejorable.

Se me olvidaba referir que, entre merodeo y merodeo, aquella tarde le compré a un bouquiniste del Sena un libro de un tal Emile Ferriére: Los errores científicos de la Biblia, publicado en 1891. Lo estuve leyendo antes de dormir, con la esperanza de toparme en él con alguna refutación contundente del viaje de los magos, sólo por curiosidad y diversión, como es lógico, pues poco valor puede tener la refutación de una leyenda, pero no encontré nada al respecto, ya que el tal Ferriére estaba más preocupado por demostrar la imposibilidad física del Diluvio Universal, por fijar la fecha de la creación del arco iris y por hacer patente su indignación ante el hecho de que en la Biblia se tenga al murciélago por pájaro y a la liebre por rumiante.

En Londres está sepultada una parte de mi juventud, por decirlo de un modo blandengue. Durante la década de los setenta, iba yo mucho allí con tía Corina y con mi padre, por los tratos frecuentes que se traían con la ya muy mencionada casa de subastas Putman, de donde han salido algunas de las falsificaciones más prodigiosas de toda la historia del arte en general y de las artes decorativas en particular, en buena parte gracias al taller de artesanos del que disponía la empresa por aquel entonces: una decena de virtuosos del escoplo, del buril y del martillo, capaces de dar a un par de kilos de plata la forma incontestable de un candelabro que hubiese pertenecido al duque de Saint-Simón, pongamos por caso, o de transformar un metro cúbico de caoba en el bargueño de Blasco Núñez de Vela, primer virrey del Perú.

Aquellos artesanos, por cierto, debían de ser de talante festivo, pues eligieron como patrono al taumaturgo Abaris, a quien algunos suponen hijo de Apolo. (Fuese hijo suyo o no, el caso es que Apolo le regalaba cada año una flecha de oro que le permitía volar como un pájaro y trasladarse a capricho a los infiernos, no sé bien para qué.) Abaris fue uno de los pioneros de la falsificación artística: con los huesos malditos de Pélope, hijo de Tántalo, talló una estatua de Atenea que logró vender a los troyanos como talismán infalible para mantener la ciudad en situación de inexpugnable. (Se me olvidaba decirles que, en un mal día familiar, Pélope fue descuartizado por su padre y servido asado en un banquete, aunque fue devuelto a la vida por mandato de Zeus.) (Y, por lo demás, ya saben ustedes cómo acabó Troya, a pesar del talismán.)

Llegué a Londres por la tarde. Dejé mi bolsa en un hotelito de la plaza Norfolk y me fui paseando hasta la librería anticuaría de Lorry Brodie, que queda por aquella zona. A principios de los setenta, cuando aún éramos veinteañeros, Lorry parecía el rey rubio de la psicodelia y del glam, vestido siempre de terciopelo y seda, con pantalones acampanados hasta el límite en que la campana de un pantalón deja de ser campana para alcanzar más bien el rango de miriñaque, con blusones de corte galáctico y con zapatos de plataforma plateada. Las muchachas sonreían nerviosas cuando Lorry se dignaba abordarlas con ánimo de depredación y los homosexuales mascaban la amargura de los imposibles cuando se arriesgaban a galantearlo en los bares y él les daba las gracias por su interés en convidarlo a las delicias de los jardines de Sodoma y les informaba educadamente de que su bestia íntima pastaba en otros prados, a pesar de lo engañoso de su apariencia.

Como el tiempo es como es, hoy Lorry está casi calvo y tiene bigote, vive con su segunda mujer y con dos de sus cuatro hijos, lleva chaquetas de pana o de tweed y regenta el negocio que fundó su padre, muy amigo del mío, ya que ambos compartían la devoción por las meditaciones del señor de Montaigne y el entusiasmo fatalista -o tal vez el fatalismo entusiasta- por la viudedad prematura.

«¿Cómo va eso, Jacob?», y estuvimos un rato desempolvando el pasado, recordando situaciones de las que defendíamos versiones contradictorias, porque se ve que la memoria tiene mucho de caleidoscopio particular, y dándonos informes superficiales, en fin, de nuestras derivas cotidianas.

Le comenté a Lorry el asunto que me ocupaba en Londres, pues siempre ha sido persona de muy alta discreción y de entendimiento inmejorable tanto para las cuestiones prácticas como para los vericuetos de las abstracciones, a pesar de sus fantasías de juventud, o quizá gracias a ellas. Le pregunté por la secta de los veromesiánicos de Catania, de la que me había hablado el Falso Príncipe, ya que Lorry es un ávido lector de extravagancias y no hay asunto insensato del que no tenga referencia. «¿Los veromesiánicos de Catania? Sí, por supuesto que sé quiénes son, pero creo que están inoperantes desde hace mucho. En los ochenta aún coleaban, sobre todo en Holanda y en Turquía, por raro que resulte ese radio de acción, pero a estas alturas me temo que son historia. Los de Putman pueden decirte algo sobre ellos, porque compraban casi todas las reliquias que salían al mercado.» Y añadió: «Debían de padecer el síndrome de Adalberto». (Ya saben: aquel impostor que presumía de haber recibido de manos de un ángel un buen montón de amuletos y reliquias de santidad infalible y que, a su vez, repartía entre los fieles trozos de uñas y pelos suyos como reliquias santas, pues por santo se tenía.)

Como el Penumbra me había citado a las once y media, me fui con Lorry a un bar para hacer tiempo, y allí proseguimos nuestro coloquio de melancolías surtidas, dando marcha inversa a las manillas del reloj gracias a la magia humilde de la memoria, que viene a ser algo así como el malabarismo recurrente de los vencidos por el tiempo.

– Hasta pronto, Lorry.

– Hasta pronto, Jacob.

Y cada cual se fue a lo suyo.

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