La casa sin alma.
Reliquias amenazadas.
La efectividad de Fioravanti.
Desdichas de Lola
Y vuelta al orden.
Hará cosa de veinte años, Louis Campbell le regaló a tía Corina una copia de un cuadro de François Gérard inspirado en la novela Corina de Madame de Staél: Corina en el cabo Miseno, pintado a principios del XIX y exhibido hoy en el Museo de Bellas Artes de Lyon, a pesar de que mi padre le tuvo echado el ojo durante un tiempo con la idea de que fuese exhibido en nuestra casa, calculo que para sobrepasar de ese modo el bonito detalle de Louis, porque mi padre tenía -¿quién no?- sus arrogancias, pero aquello se quedó en anhelo, supongo que porque tampoco le dedicó un interés especial, por hallarse él en su época de grandes manejos y especulaciones. El copista le había puesto a aquella Corina la cara de tía Corina, con arreglo a una foto que le proporcionó Louis. Y allí estaba ella, vestida de poetisa griega de pensamiento ardiente, con una lira en la mano lánguida, envuelta en pliegues sedosos y ahuecados por un vendaval romántico y crepuscular, observada con admiración por un apuesto joven arrodillado y por dos niñas sobrecogidas, mientras ella alzaba la mirada mística a la excelsitud celeste, en busca de algún verso de gran vuelo. «Parece que están poniéndome una lavativa de aceite de coco», recuerdo que bromeó tía Corina el día en que le llegó aquel regalo, sin duda para camuflar la emoción que le produjo. Desde entonces, el cuadro estuvo colgado en el vestíbulo, encima de un canapé de estilo imperio, por hacer juego con él.
Fueron las dos primeras cosas que eché en falta nada más entrar. El lugar que había ocupado aquel cuadro marcaba un rectángulo muy blanco en la pared amarfilada por el tiempo, y lo mismo el respaldar del canapé: sus fantasmas.
«Mal asunto», comentó tía Corina. Y tan malo.
Solté las maletas y entré en el salón. Habían desaparecido los mejores muebles, los objetos más aparentes y valiosos, casi todos los cuadros, las alfombras, las lámparas de techo, de mesa y de pie…
Seguí inspeccionando la casa. En los estantes de la biblioteca había mellas que en principio me parecieron fortuitas, pero a las que luego descubrí un patrón: los libros encuadernados en piel. El suelo era un revoltijo de papeles, de amuletos de Lola, de cubiertos de diario (porque la cubertería francesa de plata se contaba entre las víctimas), de llaves, de gafas de sol, de abrelatas, de sacacorchos, de cajas de cerillas y de todas esas cosas más o menos prácticas y más o menos absurdas que se guardan en cajones, que vienen a ser algo así como el subconsciente de una casa. No quedaba rincón, en suma, por saquear ni revolver, incluido el cuarto de baño principal, del que había desaparecido un espejo veneciano de principios del XX que tía Corina tuvo la ocurrencia de colgar allí como un toque de lujo extemporáneo, porque lo cierto es que el cuarto de baño está que se cae. Como detalle inexplicable, se habían llevado también la lavadora.
Despojado de todo factor ornamental, el piso parecía, no sé, la cueva de un arruinado, con cuatro muebles del montón, con las paredes vacías, aunque atestadas de alcayatas que ya sólo soportaban el peso del aire.
«Mis diarios también», y tantas cosas. «Han intentado forzar la caja fuerte, pero no han podido, como es lógico.» Y es que esa caja fuerte parece estar maldita. Mi padre se llevó al nicho la clave combinatoria de apertura, y ahí sigue, inquietante y hermética, empotrada en un bloque de hormigón, con anclajes invencibles, con su chapa antitaladro, con su frialdad de monstruo dormido, sin que sepamos qué contiene, e imaginando en ocasiones de optimismo que oculta riquezas inimaginables, como si se tratase de un seguro de vida inaccesible, sí, pero real. Ni siquiera Franco Petacci, experto en ese campo, pudo con ella. Tampoco Berto Garcés, que podría abrir la cámara de seguridad del Banco de España con los ojos vendados y con dos litros de whisky galopándole por la sangre. Al principio, nos pasábamos las horas ensayando combinaciones, hasta que acabamos escarmentados del poder impresionante de lo aleatorio.
Me senté en el suelo, con el alma por ahí, de viaje astral. Tía Corina, después de inspeccionar el piso, se sentó en una silla superviviente. La miraba. Me miraba. Mirábamos en derredor. Las alteraciones violentas de la realidad necesitan una asimilación lenta, porque hay veces en que la realidad puede ser un plato bastante indigesto. Intentaba convencerme a mí mismo de que aquello no había pasado, de que se trataba de una alucinación transitoria. Cerraba los ojos con la esperanza de que, al abrirlos, todo hubiese vuelto a ocupar su sitio gracias a un fenómeno de teletransportación, tras viajar por los laberintos circulares de la chistera de un ilusionista con ganas de bromear, o qué sé ni lo que digo.
Sin pronunciar palabra, nos pusimos a ordenar un poco aquel pandemonio, haciendo catálogo mental de esfumaciones.
A nadie le gusta que le desvalijen la casa, por supuesto, pero, cuando se da el caso de que los objetos que decoran tu casa son a la vez tu negocio y tu garantía de futuro, el disgusto adquiere otros matices.
La nota que encontramos en la mesa de la cocina decía así:
Querida Corina, querido Jacob:
lamento el expolio. Necesito dinero urgentemente si no quiero que me manden a un sitio en el que no hace falta el dinero. De todas formas, me gustaría que os quedase claro que si fuese rico (¿quién no puede llegar a serlo?) y estuviese muriéndome (¿quién no está muriéndose?), mis únicos herederos seríais vosotros, a pesar de que la fatalidad haya querido que me convierta en vuestro heredero a la tremenda. Quedo en deuda sempiterna con vosotros, aunque, con la ayuda de los golpes insospechados de la suerte, procuraré que sea menos sempiterna que tardía.
Walter.
Algo es algo: herederos imposibles, aunque potenciales. (Maldito seas, primo Walter, dondequiera que estés.)
No tardé en atar cabos a partir de un detalle axiomático: en varios ceniceros había colillas de canutos liados con papel rojo, lo que indicaba que el llamado Miguel Maya, el rejoneador crapuloso y calé, había sido el cómplice de Walter en aquella mudanza ilegal, y lo habían tenido tan fácil como una mudanza legal. Ni siquiera el portero Elías, absorto en sus expediciones de chichirimoche, apreció nada raro en el hecho de que el simpático primo Walter -que le seguía la corriente en sus delirios viajeros y que le contaba chistes y chilindrinas- saliese por la puerta con la casa a cuestas: «Mire, yo no sé, como era de la familia…».
El primo Walter, el falso moribundo, el filósofo vocacional con derivas de pícaro, nos había convertido en más pobres de lo que éramos, y precisamente en el momento en que más pobres nos sentíamos, porque se ve que la adversidad es partidaria de la sobreactuación.
«Esto va a obligarnos a pensar un poco más en el futuro, como si fuésemos videntes», y no tuve más remedio que sonreír, menos por ganas que por inercia.
En vista de que no podíamos recurrir a la policía, recurrimos a Leonardo Fioravanti, descendiente -o eso dice- del cirujano y alquimista medieval del mismo nombre, que está especializado desde siempre en seguir la pista de cosas robadas, por si acaso lográbamos rebajarle el botín a Walter y a su socio, a pesar de que muchas veces, cuando los ladrones son meros aficionados y no se ajustan a un código de comportamiento ni a una red habitual de peristas, el rumbo que suele tomar el botín resulta irrastreable, y esa puede ser la chamba del novato. Sólo podíamos confiar, en fin, en la torpeza de aquel dúo de ladrones, en el olfato de Fioravanti y en la suerte, que es de muy poco fiar.
«¿Leo? Soy Corina Nastase. Tenemos un problema», y Leo, que vive en algún punto inconcreto -al menos para mí- de la Costa del Sol, le aseguró que pondría en movimiento a todas sus legiones para recuperar lo más posible lo antes posible, porque él fue buen amigo de mi padre -y creo que también amante ocasional de tía Corina- y estaba por agradar. «Gracias, Leo. Ya nos dices algo.» Y mirábamos nuestra casa como si fuese ajena, viendo con los ojos de la memoria lo que ya no estaba disponible para los ojos. «Qué desastre», y yo asentía. «Metimos en la cueva a Alí Baba», y yo asentía. «Salimos a robar y nos roban», y lo mismo.
Al día siguiente bajé a comprar el periódico, en un intento de restablecer mis rutinas, y…
Y les cuento.
En ocasiones, los periódicos pueden ser códices en clave, mapas secretos para llegar al núcleo de una realidad hasta entonces insondable. Y ese día lo fue: una noticia de tantas para los lectores. Una noticia de las muchas que conforman el entramado pintoresco de la vorágine del día anterior y que algunos leen de forma despreocupada para olvidarse de ella a los pocos segundos, por no afectarles a la vida. Pero aquella noticia podía interpretarla yo como un esclarecimiento parcial de mis gatuperios: DESARTICULADA UNA RED INTERNACIONAL DE LADRONES DE RELIQUIAS SAGRADAS, rezaba el titular.
Según aquello, habían sido detenidas dieciocho personas en distintas ciudades mientras intentaban robar, de forma simultánea, una serie de reliquias, a saber:
– en la localidad francesa de Chalons, uno de los varios cordones umbilicales de Jesucristo que se conservan en el orbe cristiano;
– en Amberes, uno de los varios prepucios que existen de Jesucristo;
– en el Museo de Prehistoria de Roma, el cuchillo empleado para la circuncisión de Jesucristo (también existen varios);
– en Liria (Valencia), las plumas del arcángel san Gabriel;
– en Coria (Cáceres), el mantel de la Última Cena;
– en la alemana Maguncia, las plumas y los huevos que puso el Espíritu Santo en su condición de paloma;
– en el Sancta Santorum del Vaticano, un estornudo embotellado del Espíritu Santo;
– en Vendôme, las lágrimas de la Virgen;
– en Lisboa, el cráneo de santa Brígida.
Entre los detenidos había tres conocidos nuestros: Marcos Vidal, de Barcelona, que siempre fue un medio pelo en la profesión, a pesar de contar con apadrinamientos inmejorables; el toscano Aldo Liberto, al que imaginábamos jubilado no sólo por su edad, sino también por la terquedad de su mala suerte, que jamás le dio respiro, como probaba su nueva detención, y María Lippi da Castro, gitana portuguesa, locuela y quiromántica, que en su juventud trajo por la calle de la amargura a Honza Manethová, que la pretendió en vano, porque ella, contra todo pronóstico, entregó su corazón selvático al difunto Fernando Correa, un plácido catedrático de arqueología que daba la impresión de convivir con aquella mujer como quien se ve obligado a convivir con una pantera en una jaula. De los quince detenidos restantes, algunos nos sonaban y otros muchos no, porque debían de ser debutantes en esto, la mayoría procedentes de países de la Europa oriental.
A todos les habían echado el guante el domingo al mediodía. El autor de la gacetilla se permitía arriesgar la hipótesis de que aquella detención en masa hubiese sido posible gracias a la colaboración de varios miembros de la Interpol infiltrados en una banda delictiva con sede en Luxemburgo, aunque con ramificaciones por medio planeta.
«Esto aclara todo, aunque no aclare nada», sentenció tía Corina. Y era cierto.
…Y no lo era.
Una vez hecho el balance del expolio, nos dedicamos a clasificar y a valorar lo que había quedado, con el ánimo pésimo: algunas cajas con restos arqueológicos (incluido el lote egipcio que intenté colocarle al argentino Casares), una colección compuesta por unas cuarenta bocallaves de fantasía rococó procedentes del palacio portugués de Queluz, un juego de té alemán del XIX en estaño, varias carpetas con litografías de poca monta, algunos libros valiosos que tuvieron la suerte de no estar encuadernados en piel… Y cuatro baratijas más.
«Si logramos vender todo esto a buen precio, tendremos para comer bocadillos durante un mes, aproximadamente, y ya luego podemos comprarnos una cabra, amaestrarla, hacer que gire sobre un podio al son de un pasodoble y pasar la gorra», comentó tía Corina.
Me dolió mucho que el primo Walter hubiese arramblado con el lote que Marcos Travieso me envió desde Camagüey, sobre todo por saber él de sobra que aquello no me pertenecía y que me crearía un conflicto moral -aparte de económico- con aquel viejo amigo, aunque estaba claro que el primo Walter no daba demasiada importancia a los conflictos morales: «Yo, mi pene dorado y yo» parece ser su lema heráldico.
El primo Walter había entrado en casa como una ruina humana, en fin, y nos había traído de paso la ruina, que pasa por ser contagiosa.
«¿Qué es esto, Virgen santísima?», se preguntó Lola con cara de espanto, y no sé si le dolió más el expolio que la inutilidad manifiesta de sus amuletos.
Cada noche, antes de dormirme, mi imaginación se distraía en torturar al primo Walter mediante procedimientos muy variados y bastante atroces, la verdad, porque una imaginación enfadada puede ser muy mala cosa, aunque les confieso que mi tortura preferida consistía en castrarlo, pues era ese el tormento que daba yo por hecho que más le dolería, por esa debilidad suya de andar siempre arrojado a los pies húmedos de la lujuria, como un perro, el muy perro.
En esas, recibimos la visita de Lolo Letaud, que tenía ya escritas más de treinta páginas de su novela sobre los Reyes Magos. («¿Qué ha pasado aquí?», pero no le dijimos ni siquiera algo próximo a la verdad: que esperábamos a los pintores.) Lolo había tomado como base de inspiración la Historia trium regum, el libro que publicó en el siglo XIV el monje carmelita Juan de Hildesheim, en el que recrea la leyenda mediante el método de meter en la batidora un buen número de patrañas que circulaban por entonces, ya que el culto popular a los reyes del Oriente pagano había alcanzado un predicamento inusitado en el Occidente cristiano, hasta el punto de transformarse en materia habitual de exégesis y en recurso iconográfico recurrente.
«Este cura escribe en un latín asqueroso, pero lo que cuenta me viene al pelo.» Tía Corina y yo mirábamos a Lolo como mira el médico al enfermo terminal que, antes de conocer el diagnóstico terrible, le comenta que piensa irse de vacaciones a una costa cálida para ver si de ese modo se le alivian las molestias. «Este monje tomó el nombre de su ciudad natal, la alemana Hildesheim. Y da la casualidad de que allí estuvo de párroco un tal Rainald von Dassel, que, después de convertirse en arzobispo y canciller del emperador Barbarroja y de llevarse a Colonia las reliquias milanesas, donó al cabildo de Hildesheim tres dedos de los Reyes Magos. Ahí está la novela, ¿os dais cuenta?» Tía Corina y yo nos quedamos mudos, porque sabíamos que la novela no podía estar en ningún sitio, precisamente porque ya estaba en otro sitio: en todas las librerías de los aeropuertos de medio mundo, compartiendo balda con un aluvión de ficciones centradas en cálculos históricos inusitados. «De repente, en mitad de la narración, sin previo aviso, hago una elipsis sorprendente y traslado a los lectores al siglo XXV, ¿de acuerdo?» Y asentimos. «Bien, unos científicos analizan esos tres dedos y llegan a la conclusión de que no son humanos, a pesar de tener forma humana. Las pruebas de ADN revelan que se trata de organismos extraterrestres, lo que demostraría que en el siglo XII la Iglesia católica tenía ya evidencias de otras civilizaciones ultragalácticas, ¿me seguís?» Y de nuevo asentimos. «Entonces aparece una organización de ufólogos empeñada en robar esos tres dedos y las reliquias de Colonia para demostrar al mundo que todo el tinglado de la Iglesia está fundamentado en supercherías y que, además, hay vida en otros planetas, aunque también tengo la posibilidad de convertir a la alta jerarquía eclesiástica en descendientes directos de unos extraterrestres. Al final, cuando los ufólogos ya han robado los huesos tanto en Hildesheim como en Colonia, resulta que no son exactamente huesos de extraterrestres, sino lingotes de oro en estado-m, ¿entendéis?» Tía Corina le dijo que sí, pero yo me vi obligado a decirle que no. «Un metal en estado-m es…» Y así durante un rato. Al final, fue tía Corina quien decidió asumir el papel de mensajera de catástrofes: «Tenemos que darte una mala noticia, Lolo», y me cedió la palabra con un gesto. «Sí, una noticia bastante mala.» Y se la di.
«La novela de ese tal Rollins está fundamentada precisamente en todo ese lío de los metales en estado-m», le precisó tía Corina. Y Lolo se quedó como era normal que se quedase, rumia que rumia el infortunio. La verdad es que es mala suerte la suya. Mala y terca. «A mí me han echado una maldición china», susurró, y guardó en una carpeta los folios que había sacado con la intención de ofrecernos una lectura del arranque de su nueva fantasía de vuelo libre. Un cadáver literario más, malogrado en embrión.
Intenté animar a Lolo ofreciéndole una idea para una novela a partir de la noticia de la detención de los ladrones de reliquias. «Aquí hay novela de éxito», le aseguré a la vez que le tendía el periódico, pero no le respondía el entusiasmo. Poco a poco, a fuerza de conversación y de bromas, a pesar de tener los tres el ánimo muy sombrío, Lolo fue vivificándose. «Seguro que hay una lógica en esos robos. ¿Tenéis un atlas?» Según Lolo, muy versado en ese tipo de enredos gracias a la lectura de novelas mistéricas con un desenlace basado en simetrías sorprendentes, los acontecimientos de ese tipo que se producen de forma simultánea en diversos lugares del mundo responden siempre a una lógica geométrica: basta unir con una línea recta los diferentes puntos geográficos implicados para que al instante se nos revele una figura (un emblema, un mapa críptico, un símbolo) que a su vez nos revele el sentido de lo que en principio presentaba la apariencia de unos hechos casuales e inconexos. «Todas las tramas ocultistas se descifran mediante ese procedimiento», nos aseguró. «Lo fundamental es encontrar un método para establecer las conexiones.»
Le dimos el atlas, un cartabón y un lápiz y Lolo se puso a la tarea. «Vamos a ver: en primer lugar, probemos con Chalons…» Una vez localizada la localidad francesa, eligió el siguiente punto: «Amberes, por ejemplo», y trazó una línea entre Chalons y Amberes. De Amberes se fue a Roma, y de allí a Coria, y luego a Liria, y de allí saltó a Maguncia, traza que traza, y de la germana Maguncia saltó de nuevo a Roma, y de allí a Vendôme, para acabar en Lisboa, donde habían intentado robar, como ustedes sin duda recuerdan, el cráneo de santa Brígida, cuya brillante carrera como visionaria comenzó a los siete años de su edad.
Una vez que Lolo hubo trazado las líneas que unían aquellas ciudades, enarcó una ceja: «Aquí falla algo», pues de aquel experimento no surgió figura geométrica ni cosa alguna que pudiera asemejarse a un símbolo o criptograma, aun siendo condescendientes con ambos conceptos. Lolo, lejos de abatirse, se puso a cavilar. Al cabo del rato, ya cavilaba en voz alta: «En Roma se producen dos intentos de robo, ¿verdad?». Le dijimos que en efecto, así que borró todas las líneas que había trazado, volvió a coger el cartabón y se puso a trazar líneas con arreglo a otra pauta. «Esa puede ser la clave. Las líneas tienen que partir de Roma hacia los demás sitios, porque Roma es la que irradia.» Y en eso se entretuvo durante un rato. Pero tampoco hubo suerte, porque nada salió de allí, salvo un fárrago. «No sé», se rindió Lolo, y le consolamos diciéndole que la literatura es más amiga de la lógica que la propia realidad. «Seguiré probando en casa, porque seguro que todo esto tiene una coherencia secreta», insistió. «No te preocupes, Lolo. Lo importante es que empieces una nueva novela lo antes posible, porque estamos deseosos de leer algo bueno», le alentó tía Corina, y Lolo esbozó una sonrisa de esperanza, porque está convencido de que cualquier día a su suerte le da por enmendarse, aunque no sé yo.
Al igual que ocurre con una persona desaparecida, la posibilidad de recuperación del botín de un robo tiene un plazo muy corto, y de ahí mi inquietud ante el silencio de Fioravanti. «Tengo mucha fe en Leo», me tranquilizaba tía Corina, con ese aplomo que sabe aparentar ante los reveses. «Leo sería capaz de encontrar todos los dientes que ha robado el Ratón Pérez a lo largo de su vida.»
Yo me había puesto en lo peor, e incluso dudaba de que Fioravanti estuviese aún en activo, porque debe de rondar los noventa, y casi daba por sentado que le había prometido a tía Corina encargarse del asunto para no reconocer ante ella que estaba ya en la retaguardia, momificándose al sol en su jardín, porque a nadie le gusta reconocer que el tiempo le ha vencido.
…Pero, como dijo alguien, lo realmente milagroso de los milagros es que puedan suceder. A la hora de la comida sonó el teléfono: «¿Corina? Soy Leo. Mira, te cuento…».
Los operarios del viejo Fioravanti habían localizado al primo Walter en Sevilla, donde intentó colocar parte del lote a Germán Reyes, anticuario de la calle Placentines, devoto de las vírgenes procesionales y, según se cuenta, de los peligros de la paidofilia. Comoquiera que Fioravanti había puesto en alerta a toda la red de anticuarios, peristas, chamarileros y coleccionistas particulares de la zona, en previsión de que Walter, en su calidad de mero aficionado, procurara zafarse cuanto antes, a precio de saldo y por un conducto previsible, de la mercancía, Germán Reyes le propuso a Walter que depositase todo en su almacén, a la espera de una tasación razonable, previo abono de un anticipo. Y Walter, al que el género robado le pesaba no en la conciencia, aunque sí en la furgoneta de alquiler en que lo transportaba, se mostró de acuerdo, muy para su mal, ya que el anticuario Reyes llamó enseguida a Fioravanti, que de inmediato desplazó a unos empleados suyos a Sevilla, donde no sólo recuperaron el botín, sino que también apresaron al ladrón. «Lo tengo aquí en la bodega. Dime qué quieres que haga con él, Corina. ¿Te parece bien si le corto las orejas y las diseco para que las pongas en una metopa?», porque a Fioravanti siempre acaba asomándole la Italia profunda, pero tía Corina se mostró magnánima: «No, sólo quiero que le pases el teléfono para hablar un momento con él». Cuando el cautivo se puso al teléfono, tía Corina le dijo: «Mira, Walter. Sería bueno que empezaras a comprender que nadie tiene derecho a aprovecharse de la insignificancia de los otros, porque demasiado tienen los otros con procurar que su propia insignificancia no se aproveche de ellos. Buena suerte y hasta nunca». Y ese fue todo su discurso, para mi gusto muy moderado y genérico. «Dile que yo también quiero hablar con ese granuja», le susurré mientras fijaba ella con Fioravanti los detalles de la entrega de nuestras pertenencias, pero me dijo que no con el dedo.
«¿Por qué no me has dejado hablar con Walter?», le pregunté cuando colgó. «Muy sencillo: porque ibas a rebajarte al nivel de los iracundos, y ya sabes lo que les ocurre a los iracundos que no lo son por naturaleza: que después se avergüenzan de su ira, y no merece la pena pasar vergüenza por culpa de uno mismo por haberse salido de uno mismo, ¿de acuerdo?» Y seguimos comiendo, con mejor apetito.
Al cabo de cuatro días, los operarios de Fioravanti nos trajeron a casa nuestras cosas. O más exactamente: dos tercios aproximados de ellas, porque la parte que se ve que le había correspondido a Miguel Maya no apareció, incluida la lavadora. Ni siquiera el primo Walter sabía nada del rumbo que había tomado el gitano con su botín, a pesar de que los operarios de Fioravanti, a falta de una máquina de la verdad, le habían molido la cara a hostias para sonsacarle, según nos informaron literalmente. Uno de aquellos operarios nos proporcionó, por cierto, un sobresalto: «El señor Fioravanti dice que sólo le deben ustedes seis mil euros, por ser amigos». Yo había dado por hecho -aunque no sabría decirles por qué- que Fioravanti no iba a cobrarnos nada, pero está visto que el dinero no pasa por el corazón, y lo comprendo. Como no era el momento adecuado para desprendernos de esa cantidad, le dije a tía Corina que llamase a Leo y que le pidiera un aplazamiento del pago, en lo que no hubo inconveniente.
Recolocamos las cosas en su sitio, en un intento de restablecer nuestra realidad, hasta entonces maltrecha, ya que, quieras o no, los objetos pasan a formar parte de tu vida y su ausencia supone una falta de vida, al convertirse en una falta de realidad, y no sé si me explico. Echábamos de menos las cosas que le habían correspondido a Miguel Maya en el reparto, pero eran al fin y al cabo las de menos valor, y ese detalle nos consolaba. (Resultaba curioso: Miguel Maya tenía pinta de ser más listo que el hambre, pero se ve que el primo Walter era más listo que Miguel Maya y que el hambre juntos.). La casa volvía a ser, en definitiva, nuestra casa, por esa cualidad mágica que tienen los objetos de convertir el vacío en un reducto amable y exclusivo.
Una vez que todo estuvo más o menos distribuido conforme a su antigua armonía, nos sentamos, muy cansados de piernas y de espíritu, aunque contentos. «Bien, ahora que ya hemos salido al menos de un susto, cuéntame con detalle tus aventuras solitarias en Colonia. Soy un tímpano gigante.» Y le conté. Y los tarmodakauskas fueron sucediéndose en mi narración como un muñeco múltiple, y a tía Corina, supongo que por acumulación de disparates, se le escapó una carcajada, y me la contagió, y ya nos dedicamos a reírnos, que falta nos hacía.
Pasaron un par de semanas sin tener noticias de Sam Benítez, a pesar de que no paraba de llamarlo, así fuera para que me mintiese. Al final, fue él quien llamó desde Scarborough, en la isla Trinidad, donde le seguía el rastro -o eso me dijo- a un criminal de guerra yugoslavo por encargo de una asociación de familiares de víctimas, o algo de esa índole, no sé, porque hay ocasiones en que Sam se explica regular.
Le hice un informe rápido de infortunios: el robo de Walter, el dinero que me pedía Fioravanti, los gastos que habíamos tenido en Colonia, el dinero invisible con que me pagó Bibayoff… «Te exijo una explicación de toda esta charada», le dije con firmeza. «Mira, loco, yo no puedo contarte ahorita todo lo que quieres saber, porque sería como contarte la vida de David Copperfield. Nos dolería la oreja a los dos, ¿va? Te mando para allá a Federiquito Arreóla, que anda por Cádiz, y él te lo explica. Pero no dudes nunca más de tu compadre Sam. Tu compadre iría a sacarte del infierno si te cayeras allí por casualidad.»