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Carrusel de impostores.

Nuevas calas históricas.

Revelaciones equívocas.

Todo esto merece una explicación, por supuesto, y se la ofreceré a ustedes con arreglo a la versión literal de los hechos que me brindó aquel inesperado Tarmo Dakauskas, que dejaba en situación de ente anónimo al que hasta entonces había sido -al menos para mí- Tarmo Dakauskas.

«¿Le apetece tomar algo?» Le dije que de acuerdo, no tanto porque me apeteciera como por enterarme de la índole de aquel enredo de identidades, y echamos a andar. Lo más curioso de todo, aun siendo todo demasiado curioso, es que el falso Tarmo Dakauskas nos seguía a unos tres metros de distancia. «Lleva pistola», le advertí. Pero el nuevo Tarmo Dakauskas hizo un gesto despectivo con la mano.

Entramos en el primer bar que vimos y nos sentamos a una mesa. Al poco entró el Tarmo Dakauskas de impostura y se quedó en la barra, con expresión de perro pateado. Recibí otra llamada de tía Corina y de nuevo le dije que no se preocupase: a fin de cuentas, yo sólo estaba metido en una barraca de irrealidades de apariencia peligrosa, aunque de momento inofensivas. «Usted estará haciéndose muchas preguntas… En principio, estará preguntándose quién es ese cara de pato.»

Y aquel cara de pato resultó ser Tito Dakauskas. «He tenido que cuidar de él desde que éramos niños. Estamos tan unidos desde siempre, que anda convencido de que somos una misma persona, y esa persona soy fundamentalmente yo, no él, ¿comprende? Una transferencia de personalidad. Me mira como quien se mira en un espejo. Me mira y está mirándose a sí mismo, igual que si viviera en un viaje astral continuo, ¿me entiende? Pero es mi hermano, y eso está por encima de casi todo, incluido mi propio hermano. Mi pobre hermano Tito.»

Según me contó, Sam lo había llamado para que fuese a Colonia lo antes posible a fin de echarme una mano en la operación, consciente como era de mis apuros, pero en aquel momento él estaba atado a unas ocupaciones inaplazables en Argel, de donde acababa de llegar, de modo que envió a Tito, que andaba por Amberes, para que se pusiera de inmediato a mi servicio y, de paso, para que liquidase al Penumbra. «Para ese tipo de cosas sirve, aunque es demasiado imprudente. Le gusta escenificar, ya sabe.»

Les confieso que el arranque de aquella explicación sólo consiguió desconcertarme: ¿cómo una persona que está de tu parte te intimida, te amenaza de muerte y te da un susto de muerte después de dar muerte a alguien que también estaba de tu parte? Pero me callé, porque intuía -y algo más que eso- que me hallaba frente a un nuevo fulero, y, visto el talante de la tropa, podía considerarme afortunado si se limitaba a ejercer como tal.

«Le di su número de teléfono a Tito para que se pusiera en contacto con usted en cuanto resolviera lo del Penumbra, pero no para que jugara con usted a la novela negra de kiosco, sino simplemente para que le dijese que se fuera cuanto antes de aquí, porque la operación estaba cancelada. ¿Qué disparates le ha contado?» Y se los referí. Movió la cabeza con gesto de exasperación, miró a Tito y sonrió de un modo que no supe interpretar. «Bien, vayamos por partes…»

Según Tarmo Dakauskas, el gordo Abdel Bari seguía vivo, alimentando a sus palomos y combinando sustancias para componer venenos. «Abdel Bari trabaja para Giuseppe Montorfano.» Me quedé igual que estaba, porque de nada me sonaba aquel nombre, y así se lo hice saber. «Es el cabecilla de la secta de los veromesiánicos de Catania.» Debí de poner cara de víctima de las gorgonas, o poco menos, porque no sé si recuerdan ustedes que el Falso Príncipe conjeturó que detrás de la operación del relicario podían estar los integrantes de esa secta, negadora de la condición mesiánica de Cristo y afanosa por reunir los tres objetos con que fueron enterrados los magos de Oriente: una réplica del anillo del rey Salomón, una llave en forma de ojo y un reloj de arena. «Los veromesiánicos han estado ocultos durante muchos años, pero ahí están de nuevo, empeñados en su locura.»

Y siguieron las aclaraciones, al menos en teoría.

Según Tarmo Dakauskas, Sam Benítez no había mandado envenenar a mi padre ni mucho menos, y aquel infundio sólo era atribuible a la imaginación sin brida de Tito, aficionado a jugar a las deformaciones literarias con la realidad mediante la tergiversación de cuanto oía para transformarlo en quimera, vicio que, según me confesó su hermano, le venía de la infancia, cuando se distraía en contar a los niños más pequeños que él historias alarmantes de monstruos insomnes que vivían en el subsuelo, para de ese modo enturbiarles tanto el sueño como la vigilia, y en promoverles el pánico con leyendas de vampiros acuáticos que emergían de noche de las aguas del Báltico con la urgencia de alimentarse de sangre de inocentes, entre otras invenciones similares. Tito se aficionó de muchacho al cine y a las novelas de misterio, y aquello le agravó su principal padecimiento intelectual, dada su incapacidad no sólo para distinguir entre realidad y ficción, sino también para distinguir a su hermano mayor de sí mismo, y su mente fue cayendo al pozo de las alucinaciones, hasta el punto de convertirse él mismo en una complicada alucinación: Tito era Tarmos, y Tarmos era una entidad portátil en un mundo de cartón piedra, como Dick Tracy o como el escurridizo Dimitrios, el protagonista de la novela de Eric Ambler, que era su favorita entre las miles que le habían aplazado durante décadas el sueño. «Tito puede estar horas y horas hablando como un detective de novela negra», según Tarmo, y no lo puse en duda.

Para completar el cuadro clínico, Tito sufrió una violenta conversión religiosa de signo católico, aunque con tendencias panteístas, en plena adolescencia, hasta el punto de pasarse los días mirando el cielo a fin de conversar con Dios, para burla de todos, y el correr del tiempo no había hecho sino afianzar aquella fe primitiva, ya que encajaba a la perfección en su sistema de apreciaciones delirantes: a Tito le hacía falta un director para la película.

Tito Dakauskas sabía lo de Alif el cuentacuentos y lo del vendedor del báculo, así como el detalle del envío del báculo y del anónimo, porque Sam Benítez le había relatado mis aprensiones a Tarmo Dakauskas en presencia de su hermano durante un encuentro fugaz que mantuvieron los tres en Lisboa, de modo que Tito sólo tuvo que aplicar sus dotes para la novelización a aquellas circunstancias y llevar luego a cabo un montaje con arreglo a los desvaríos de su musa.

«Todo aquel sainete de El Cairo lo ideó la gente de Montorfano para intimidarle a usted, aunque Abdel Bari intentó llevar la intimidación un poco lejos, según tengo entendido.» Le pregunté el motivo de aquel supuesto sainete. «Ya sabe que Sam se va a veces de la lengua cuando se lo está pasando demasiado bien, y en El Cairo se lo pasó demasiado bien, y Abdel Bari tiene orejas de pago por toda la ciudad. Por lo visto, los veromesiánicos de Catania no están dispuestos a que nadie saquee el relicario de la catedral porque ellos mismos están interesados en saquearlo.»

Opté por hacerle la pregunta estelar de la temporada: «Pero ¿qué hay en ese relicario?» Y les cuento lo que Tarmo Dakauskas me contó…

Durante los saqueos llevados a cabo por las huestes de Barbarroja, los milaneses pudieron poner a salvo las reliquias traídas desde Constantinopla por san Eustorgio y se las ingeniaron para que el arzobispo y canciller Rainald von Dassel se llevara como buenos unos esqueletos anónimos desenterrados de una fosa común, aunque envueltos luego en ricos brocados. Las reliquias auténticas se conservaron en una ermita, custodiadas con celo por un párroco de origen normando que fundó una cofradía secreta con el fin de rendir culto a aquellos residuos, aunque la fatalidad quiso que la ermita se incendiase en torno a 1170, y ahí acabó la historia de aquellos huesos, al menos en teoría, porque hay ocasiones en que las leyendas sobreviven a la materia, en el caso de que la materia no constituya en realidad un impedimento para lo legendario.

Si hemos de creer a Tarmo Dakauskas, Von Dassel no tardó en enterarse del fraude del que había sido víctima por parte de los astutos milaneses, aunque procuró mantener la farsa para no quedar en ridículo ante el orbe. De todas formas, quiere la habladuría que, en mitad de un ataque de rabia, el arzobispo arrojó los huesos impostores al fuego de su chimenea, lo que tuvo como consecuencia que hubieran de ser sustituidos por otros huesos exhumados a toda prisa de uno de los cementerios de la ciudad. Y así se ha mantenido el culto popular durante siglos: un montón de huesos de quién sabe quiénes metidos en un relicario adornado con más de mil perlas y piedras preciosas, con centenares de camafeos y gemas.

Pero lo que se custodia al día de hoy en el relicario de la catedral coloniense -según mi informador- no sólo son esos penosos restos humanos, sino algo más extemporáneo y deslumbrante: la Tabla Esmeraldina.

Como ustedes saben, la autoría del texto de la Tabla Esmeraldina se atribuye, en el gueto esotérico, a Hermes Trimegisto, el equivalente griego del dios Toth de los egipcios, aunque algunos arabistas modernos dan en suponer que su autor fue el pitagórico Apolonio de Tiana, que pasa por ser quien descubrió la Tabla enterrada en una cueva. (Que cada cual opte libremente, en fin, por la autoría que considere más razonable.) Padre de las ciencias ocultas y fundador de las logomaquias herméticas, se da por hecho que Hermes Trimegisto donó a la humanidad un mensaje grabado en una piedra de color verde, y de ahí su denominación de Tabla de Esmeralda o Esmeraldina. Dicho mensaje contiene la esencia de toda la magia, al menos al criterio del ya mencionado Eliphas Levi, alias de Alphonse Louis Constant (1810-1875), proyecto de cura que derivó en mago y en exegeta ocultista.

El caso es que el mensaje de Hermes Trimegisto lo conocemos hoy a partir de versiones árabes y latinas, ya que el original consistía en un complicado criptograma. En nuestro idioma, el mensaje de Hermes Trimegisto arrancaría más o menos así:

Verdadero y no falso, verdadero y muy cierto:

lo que está abajo es como lo que está arriba

y lo que está arriba es como lo que está abajo,

para realizar el milagro de la Cosa Única.

Etcétera.

La gran ventaja de estos textos vaporosos es que se prestan a cualquier tipo de glosa, y por miles se cuentan al día de hoy los comentaristas del mensaje de la Tabla Esmeraldina. Y es que imaginemos que nuestra civilización desaparece y que, dentro de unos miles de siglos, un insecto evolucionado que se ha hecho especie dominante en el planeta encuentra un papel fosilizado que dice así:

– Champú anticaspa a la camomila

– Mahonesa baja en calorías

– Galletas sin gluten

– Leche desnatada calcio

– Abrillantador lavavajillas

– Vinagre de yema

– Pasta fresca al huevo

– Huevos

– Pañales para niño vecina talla 3

A partir de ahí, es posible cualquier interpretación por parte del insecto evolucionado: desde glosarlo como un poema épico hasta considerarlo una fórmula para conseguir el elixir de la inmortalidad, pasando por la sospecha de que pueda tratarse del texto fundacional de una secta adoradora de alguna deidad rústica favorecedora de las cosechas. (Lo de los pañales supongo que podría interpretarse, no sé, como la anunciación del nacimiento de un mesías.)

Según Tarmo Dakauskas, las versiones que conocemos del texto de la Tabla de Esmeralda son erróneas. Pero no erróneas por torpeza de los traductores, sino que se trataría de versiones falseadas, interesadamente falseadas. «¿Por qué?» Pues porque en el original se ofrece una clave demoledora en contra de la divinidad, de cualquier tipo de divinidad, una refutación implacable de lo divino a través -según parece- de un mapa astral, de una fórmula matemática y de una aporía, estas dos últimas muy simples; tan simples, que a nadie ha vuelto a ocurrírsele su formulación, a pesar de la reata de sabios que ha desfilado por las distintas edades de la humanidad poniendo su ingenio y su tiempo al servicio de la luz de la sabiduría y procurando asesinar a la divinidad o demostrar por el contrario su tutela del universo. Hay quien supone, en definitiva, que el texto de la Tabla de Esmeralda está dictado por Dios: un dios que revela la imposibilidad de su existencia. El suicidio, en fin, de la divinidad.

La Iglesia católica se hizo con la Tabla de Esmeralda en el siglo IV, bajo el papado de Sirio I. Dos siglos más tarde, bajo el pontificado de san Bonifacio, fue robada, al parecer por partidarios del antipapa Eulalio, y se le pierde el rastro hasta que reaparece en poder de los templarios en el año 1128, durante el Concilio de Troyes, como donación hecha por Archamband de Saint-Aigman a la Orden recién constituida. (Según se dice, Saint-Aigman, uno de los nueve caballeros fundadores de la Orden del Temple, encontró la Tabla de Esmeralda entre las posesiones de un salteador muerto por él en el camino al puerto de Jaffa cuando el malhechor, en compañía de sus compinches, atracaba a unos peregrinos.)

Advertidos del significado de aquella piedra, los caballeros templarios decidieron sepultarla en uno de los muchos hoyos que habían hecho en el suelo de la mezquita de Koubet al-Sakhara -donde tenían cuartel- para buscar el Arca de la Alianza, ya que se daba por hecho que el templo de Salomón se alzó en aquel preciso enclave.

Sepultado quedó, pues, aquel legado terrible de Hermes Trimegisto, hasta que, tras avatares que nadie ha sabido precisar, vuelve a estar en poder de la Iglesia católica a finales del siglo XIII, siendo papa Benedicto XI, que padeció un grave conflicto de conciencia a causa de la Tabla. En un principio, aquel pontífice barajó la posibilidad de destruirla, pero, al estar convencido de que se trataba de la escritura de Dios, consideró que su destrucción conllevaría un sacrilegio. De modo que optó por una solución muy frecuente y socorrida para las conciencias atribuladas por conflictos religiosos: interpretar a su capricho la voluntad divina. Para Benedicto XI, la Tabla de Esmeralda era una muestra del pensamiento destructivo de Dios para consigo mismo, la prueba desasosegante de una especie de crisis de identidad de quien no sólo creó el universo, sino que además era el universo, desde la bioluminiscencia de una luciérnaga hasta el incendio soberbio del astro Sol. Según se dice, tampoco desechó la posibilidad de que aquello fuese una trampa que Dios ponía a los creyentes a fin de calibrar la solidez de su fe. Fuese por una cosa o por otra, el caso es que Benedicto XI decidió enviar la Tabla de Esmeralda a la catedral de Colonia para que fuese depositada per omnia saécula saeculórum, a salvo del mundo y de especuladores filosóficos, en el relicario de los magos, obra que el orfebre Nicolás de Verdún llevó a cabo en su taller entre 1190 y 1220 y que sólo servía para albergar con todo esplendor y boato los huesos de quién sabe qué desarrapados colonienses, como el Papa bien sabía, pues la pifia de Von Dassel fue comidilla entre el alto clero durante siglos, y no falta quien supone que aquello le costó su ascenso no al papado, porque las relaciones entre las altas jerarquías eclesiásticas y el imperio alemán tenían sus aristas, pero sí al menos a un antipapado, rango frecuente en aquella época, marcada por la espectacularidad folletinesca de las intrigas religiosas y políticas, que solían ir de la mano como van de la mano el poder y la vanagloria.

«Aquí la Tabla Esmeraldina estaba segura y a salvo de ojos curiosos. ¿A quién se le iba a ocurrir profanar el relicario de la catedral? ¿Quién iba a tener interés en robar los restos de los reyes magos de Oriente? ¿Papá Noel?», afirmó mediante interrogaciones Tarmo Dakauskas.

Benedicto XI murió a causa de una ingesta de higos envenenados hay quien asegura que el móvil de aquel magnicidio guardaba relación con la Tabla, a saber: los miembros de una secta milanesa conocidos como «legitimistas de Constantinopla», cuyo objetivo básico consistía en recuperar las reliquias usurpadas por los alemanes (ignorantes, como es lógico, de las vicisitudes cómicas que padecieron tales reliquias), al enterarse -por la vía del rumor, que nada respeta- de que los restos de los magos habían sido profanados con la compañía de un objeto presuntamente herético y de origen sin duda diabólico, se tomaron la justicia por la mano inocente del hortelano de Perusa que abastecía de fruta a Su Santidad, pues un saqueo y una profanación debió de parecerles a aquellos despistados una afrenta demasiado difícil de tolerar para el orgullo patriótico que les alentaba, ya que su móvil era de esencia más política que religiosa: recuperar las reliquias y convertir Milán en meta de peregrinos para activar la vida económica de la ciudad, a la sazón alicaída.

«Y ahora le sigo contando», se interrumpió Tarmo Dakauskas. «Por favor, no se mueva de aquí. Vuelvo enseguida.» Se levantó, cogió el maletín, fue hacia su hermano Tito, le dijo algo y entró en los servicios. A Tito pareció faltarle tiempo para acercarse a mi mesa: «¿Qué le ha contado ese demente? No le haga caso. Es mentiroso de nacimiento. Váyase antes de que vuelva. Se lo digo por su bien. Hechiza a sus víctimas antes de matarlas. Váyase ahora mismo».

Hay ocasiones en que el pensamiento funciona como un gas paralizante. Y paralizado me quedé durante unos segundos, pensando, hasta que logré decidir que lo mejor era irme cuanto antes, no porque el de Tito fuese un buen consejo, sino porque era el único consejo posible. Además, creo que estarán de acuerdo conmigo en que, cuando alguien comienza a hablarte de los templarios, lo mejor es parar el primer taxi que pase por allí y salir huyendo.

A esas alturas, andaba yo un poco saturado de gente empeñada en coger la Historia por el rabo para transformarla en una novela de kiosco. Harto de los Reyes Magos, la verdad. Harto de huesos itinerantes. Harto de desconocidos majaretas. Hastiado de leyendas trastornadas.

(¿Qué tal una novela, me pregunto, en la que se desarrollase la hipótesis de que el Niño Jesús no fue calentado en el pesebre por el vaho de un buey y de una mula, sino por el temido dragón asiático llamado Uranbad, voraz y destructivo, y por Arión, caballo mágico nacido del apareamiento de Poseidón y Deméter, y que fueron esos animales prodigiosos los que le insuflaron una condición semidivina, convirtiéndolo en un taumaturgo demente, obsesionado con aniquilar a la humanidad en pleno, al que tuvieron secuestrado los apóstoles, que eran en realidad unos magos asirios que acabaron denunciándolo a las autoridades romanas cuando el poder de aquel falso mesías les supuso un obstáculo para sus planes de fundar una Iglesia rentable y que luego tergiversaron la vida y milagros de Cristo en los evangelios, haciéndolo pasar por redentor de la hueste humana, cuando en realidad se proponía echar abajo este mundo con la fuerza de su magia repugnante? ¿Qué tal si el único que se opuso a aquella denuncia fuese Judas, al que los demás apóstoles difaman por ponerse de parte de Cristo? ¿O qué tal si escribiésemos una historia en la que al final se desvelase que el verdadero mesías era Judas, cuyo suicidio simuló el irascible y ambicioso san Pedro?) (Porque el método es el que sigue a pies juntillas Lolo Letaud: hacer ver como verde lo blanco, lo blanco como azul, a los francmasones como herederos de los hierofantes y a Tales de Mileto como un extraterrestre enviado a este planeta para sembrar en él la semilla desasosegante de la filosofía, por ejemplo.) (Oh nauseabunda imaginación, con tu falso prestigio.) (La imaginación: el ojo del alma, según Joseph Joubert.) (El ojo del culo, según otros.) (Y allí estaba yo: en el corazón mismo de la subliteratura.)

Salí del bar rezando para que pasase algún taxi. Pero, cuando los necesitas, los taxis son tan difíciles de ver como los unicornios, así que eché a andar sin saber por dónde andaba, con la esperanza de que los hermanos Dakauskas no decidieran seguirme para darme mareo con sus conflictos compartidos de identidad y con sus desprejuiciadas peroratas históricas.

Tras errar durante un rato por calles desiertas (mi secreto temblor, mi miedo porque sí), logré orientarme y puse rumbo a mi hotel.

Tía Corina estaba sentada en el hall en compañía de un caballero magro y canoso. Hablaban en ruso. «Mira, te presento a Tarmo Dakauskas», y aquel nuevo Tarmo Dakauskas me tendió la mano. Se la estreché como quien palpa a un fantasma reflejado en varios espejos. «Siéntese y le explico», me dijo en francés aquel supuesto Tarmo Dakauskas, que debía de andar por la cincuentena y que llevaba un traje azul, una corbata verdosa, un reloj dorado y un anillo de ostentación obispal. Y me senté, como es lógico, a la espera de la explicación prometida, que enseguida les relato.

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