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Proposiciones comerciales.

El presunto corpus vile.

Regreso a París.

Planetas diamantinos.

En casa y Walter.

Tardé en reaccionar. Voy a Londres con la idea de reunirme con un visionario zarrapastroso, pregonero de grandes catástrofes espirituales, profanador de tumbas, ladronzuelo de guante sucio, y me encuentro con una especie de petimetre posmoderno que no sólo ha logrado montar un negocio boyante y renovador sobre el pedestal de Lucifer, que no sólo conduce un coche de lujo, que no sólo vive entre objetos artísticos de muchísimo precio, sino que además está al tanto de los planes islamistas para acabar con los pecados de Occidente.

«Perdona que te insista, pero podrías hacerte cargo de un círculo en España. Tienes que ir pensando en tu jubilación, y esto es muy fácil.» Le dije que sí, que parecía fácil, pero que no me veía en edad de disfrazarme de demonio que pastorea a demonios subalternos, a súcubos de largas piernas y a íncubos toxicómanos. «Eso es lo de menos. El demonio sería yo. Iría por allí de vez en cuando para impartir catequesis. Sólo tendrías que ocuparte de organizar los golpes y de controlar en la medida de lo posible a los tarados.» A esas alturas, yo ya no tenía voluntad ni para decir que sí ni para decir que no, de modo que opté por no decir nada, a pesar de que lo descabellado de la propuesta era como para echarse a reír y no parar en cuatro meses, que es lo que haría tía Corina en cuanto se lo contase.

No pude resistir la tentación de preguntarle por el asunto Chagall. «Es una leyenda urbana», me aseguró, aunque algo en su mirada y en su tono me susurró que mentía. No insistí: la leyenda seguiría siendo leyenda, para desprestigio de su protagonista y para gloria del falsificador Leo Brutz.

«¿Cuánto te pagan exactamente por lo de Colonia?» Le dije que eso era asunto mío. «Déjate de remilgos. Si van a joderte vivo, dime por lo menos que van a pagarte bien.» Le di una cifra que estaba muy por debajo de la real, porque a las cifras les conviene la modestia en esos casos. «No está mal del todo, teniendo en cuenta que es mucho más. Por menos de eso, hay gente que se ha dejado matar sonriendo.» Le comenté que tenía que irme. Que hablaríamos. Que nos veríamos en Colonia. «¿Irte? ¿Adónde? Y, sobre todo, ¿cómo?» Me señaló el televisor. «¿Te has olvidado de que hoy es día de fiesta para los muchachos de Alá?» Y era cierto: la justicia de ese dios sin iconografía había paralizado los taxis, los autobuses y el metro, equiparando Londres con cualquier aldea polvorienta de Afganistán en lo relativo a transportes públicos. Sólo faltaban algunos londinenses con sandalias y con una cabra al hombro para expedir el certificado de defunción de la cultura occidental en Gran Bretaña. «Espera a que todo esto se tranquilice un poco y te acerco al hotel. Así hablamos, porque tengo mi teoría sobre lo de Colonia. Siéntate, por favor, y te cuento…» Y me senté.

«No sé qué opinarás tú, pero todo el mundo sabe que Sam Benítez está sonado. No sólo por la cantidad de porquerías que se mete ni por los golpes que le dan en la cabeza cuando sale a divertirse, sino porque se le ha podrido la conciencia. Comprendes lo que te digo?» Y le dije que sí, aunque la respuesta honrada hubiese sido otra. «Todo viene de ese afán suyo por lo trascendente. Es lo mismo que si consigues enseñar a leer a un mono y le regalas la Biblia y Alicia en el País de las Maravillas. ¿Qué puede salir de ahí? Un mono que tiene pesadillas con las plagas de Egipto y que está convencido de que todos los sombrereros son esquizofrénicos y amigos de las liebres parlanchinas. Y eso es lo que le ha pasado a tu amigo Sam Benítez: por querer ser trascendente, ha acabado en el fondo del pozo, con un culo de lagarto en lugar de cerebro.»

Yo, la verdad, no tenía muchas ganas de someter a Sam Benítez a un análisis psicológico bizantino (digamos), en parte porque me consta que nadie puede saber nada de nadie a ciencia cierta, precisamente por ser la psicología una ciencia incierta, al incidir sobre entelequias demasiado cambiantes: nosotros, los cambiantes.

«Lo que tiene que quedarte claro es que Sam Benítez va a jugártela, aunque no me preguntes cómo ni por qué. Lo del sarcófago de los magos es una trampa. No sé qué tipo de trampa. Pero trampa. Como tú comprenderás, lo de Caín, el falso Smerdis y Simón el Mago es un cuento para gilipollas. Es imposible que quede ni un solo hueso de esos tipos, y menos de Caín, que es un psicópata inventado por el antepasado de Stephen King que escribió el Génesis. Pero eso sería, a fin de cuentas, lo de menos, porque ya sabes cómo funciona el asunto de las reliquias: da igual que sean los huesos de un pollo frito de McDonald's. Lo que importa es creer en los huesos, sean de un pollo o de un mártir. Además, nadie estaría dispuesto a pagar una fortuna por adueñarse de los despojos de esos tres fantoches. Ni siquiera Tobías Cohen.» (Tobías Cohen es un rabino de Atlanta que se ha hecho célebre por su persecución incansable de todo rastro del Maligno en la Tierra, movido por el afán de borrar ese rastro, lo que le lleva a la destrucción pública de libros inicuos, de reliquias perversas y, si pudiera, de satanistas de carne y hueso.) «En esto hay otra cosa. Lo bueno sería saber de qué se trata, porque ahí puede estar la clave de la trampa que quiere tenderte el mexicano. Procuraré enterarme y ya te digo. ¿Te apetece más café?»

Estuve en casa del Penumbra hasta la caída de la tarde, cuando ya la ciudad iba recuperándose del azote del Misericordioso.

No es necesario que señale que había perdido mi vuelo de regreso a París. Llamé a tía Corina al hotel, pero no pude hacerme con ella, así que le dejé un mensaje tranquilizador. Llamé también a mi hotel, en el que tenía varios mensajes intranquilos de tía Corina.

Mi anfitrión estuvo muy locuaz. Le pregunté por Cristi Cuaresma. «Una loca. En todos los aspectos posibles. Se levanta loca y se acuesta más loca todavía. Le echas cuatro polvos y pretende que te tatúes su nombre en la frente. Sam Benítez te la ha colgado para asegurarse de que todo vaya a salirte mal. Esa es la prueba más contundente de que en este asunto hay trampa. Esa tía no ha trabajado nunca en nada. La única cosa sensata que ha hecho en toda su vida ha sido llamar al veterinario cuando a los rottweilers de su novio colombiano les daba por devorarse entre ellos… En fin, dejemos que las cosas vayan por su cauce. Por el cauce que ha marcado Sam. A ver dónde acabamos.» Visto así el asunto, pensé que fundamentalmente podríamos acabar en la cárcel. «Cuando llegue el momento, llama a Cristi y la citas en Colonia. Ella misma se encargará de buscarse la ruina. Por eso no te preocupes.»

Le dije al Penumbra que lo prudente sería desistir: ya no está uno en edad de regalarle unos años penitenciales a la Justicia humana, porque los años comienzan a ser muy valiosos precisamente cuando menos valen.

Los gastos que me habían ocasionado los preparativos de la operación -incluidas las dos mil libras que le di la noche antes al Penumbra- tampoco iban a llevarme a una bancarrota irreparable, aunque el dinero tirado duele mucho en la memoria. Además, entre un pequeño despilfarro y un desastre a toda orquesta, la opción estaba clara.

«Si Sam Benítez te ha tendido una trampa, lo que tienes que hacer es tenderle otra. Una trampa muy sencilla y, en cierto modo, sujeta al guión: hacer que todo salga mal, pero sabiendo que va a salir mal, con lo cual estaremos a salvo. Te quedas con el anticipo y que luego él dé explicaciones a quien tenga que dárselas. Cuenta conmigo para eso», y sonrió de un modo que me resultó inquietante, por esa cualidad que tienen algunas sonrisas de materializar lo peor que llevamos dentro. «Ese será nuestro trabajo en Colonia: hacer que Sam se meta en su propia jaula. Y va a salirte barato: sólo quiero la mitad de ese anticipo. Bueno, no exactamente la mitad: me conformo con el 90% de la cantidad que te inventaste hace un rato y que ya no recuerdo siquiera. Así que miénteme de nuevo: pronuncia una cifra agradable.»

Como ustedes comprenderán, no di crédito alguno a cuanto me dijo el Penumbra. Estaba obligado a trabajar con él, pero no al son de sus delirios, y mucho menos a sus órdenes. Yo confiaba en Sam, a pesar de muchísimas cosas, y esa confianza no iba a desmoronarse por las suposiciones de un aprendiz de diabluras. Sam no me debía nada, pero le debía mucho a mi padre, y ese débito me resultaba tranquilizador.

…De todas formas, la mente es un hormiguero con muchas galerías, y reconozco que la duda se me coló por alguna de ellas, de modo que vi aumentada la suma de mis inquietudes. (El mundo gira, y nosotros giramos con el mundo, y las conciencias tienden, en fin, a marearse.)

El Penumbra se puso su disfraz de oficiante satánico, repitió el ritual de la venda y me acercó en su Aston Martin a mi hotel.

La ciudad estaba inquieta: varios millones de personas procurando disimular su psicosis, luchando contra el instinto de hacer un paquete con los niños y las joyas y huir a Costa Rica en el primer vuelo.

Antes de despedirme del Penumbra, le pregunté si conocía a Tarmo Dakauskas. «No, ¿por qué?» Le dije que por nada, para no añadir otra pieza al tablero.

Llamé de nuevo a tía Corina, esa vez con fortuna. Lloriqueó un poco por la incertidumbre acumulada en torno a mi suerte, pero le dije que no se preocupara y que se fuese a cenar con el Falso Príncipe para celebrar mi resurrección.

Llamé luego a la compañía aérea para intentar arreglar mi plan de regreso, pero se ve que no era momento de arreglar nada. Me sugirieron que lo más sensato sería que me fuese muy temprano al aeropuerto y que, una vez allí, procurarían acomodarme en el primer vuelo en el que hubiese una plaza disponible, ya que estaban produciéndose muchas cancelaciones, tanto de vuelos como de reservas.

Teníamos billetes para Colonia en un tren que salía a las once y media de la mañana, y difícil veía yo que llegase a tiempo, por temprano que me fuese a Heathrow, ya que los aeropuertos son los reinos naturales de la llamada Ley de Murphy para la clientela, quizá porque un negocio basado en el sueño vanidoso de volar está reñido con la rigidez mecánica del tiempo: el milagro del despegue, pongamos por caso, es siempre impuntual, ya que ningún milagro puede ser esclavo del reloj, o yo qué sé.

Llamé a Gerald Hall: «¿Qué sabes de los veromesiánicos de Catania?». Y me aseguró que eran cosa del pasado. «Ya no quedan clientes como ellos, Jacob. Compraban todos los escombros que salían al mercado a precio de platino, y por ahí debió de entrarles la ruina.»

Me tumbé en la cama y me pasé las horas viendo los noticiarios, que repetían una y otra vez las mismas secuencias, las mismas hipótesis y los mismos comunicados oficiales, y así hasta que me quedé dormido.

A eso de las tres de la madrugada me desperté con mucha hambre, porque no había cenado, pero esa es otra historia. Una pequeña historia que se prolonga hasta las cinco de la mañana, hora a la que avisé un taxi para que me llevase al aeropuerto, a jugar al juego de las plazas aéreas disponibles.

Entre cosa y cosa, llegué al hotel de París más allá de las cuatro de la tarde, que ya es decir. Tía Corina estaba esperándome. Me abrazó como si volviera de una guerra. Le conté, sin entrar en demasiados detalles, mi encuentro con el hijo de Honza. Su veredicto fue categórico:«No te fíes ni medio pelo de ese niño».

Habíamos perdido el tren a Colonia, por supuesto. Como ambos estábamos un poco agitados, decidimos cancelar el plan y volver a casa al día siguiente. Ni la salud de tía Corina recomendaba más trastornos ni a mí me entusiasmaba el hecho de pasearme por una catedral con ojos de desvalijador, haciendo croquis, ideando estrategias y planes de fuga.

La verdad es que el asunto de Colonia empezaba a repelerme. Era el trabajo más ventajoso que me habían ofrecido desde la muerte de mi padre y, sin embargo, el que más pereza me daba emprender. Es probable que el responsable de esa pereza sea el tiempo, que, a fin de cuentas, es el principal sospechoso de casi todo. La vejez consiste, esencialmente, en un estado crónico de pereza, y yo me sentía viejo. Perezoso. Sin ganas no ya de implicarme en una operación de aquella envergadura, sino incluso de levantarme de madrugada para ir al cuarto de baño. (Y la noche en que te lleves un orinal al dormitorio será el principio del fin: todas las teorías pomposas y milenarias en torno a la esencia del tiempo acabarán teniendo la forma de ese recipiente.)

Salimos a cenar con el Falso Príncipe. Entre tía Corina y él creí adivinar esa complicidad incómoda de los amantes repentinos, la melancolía de una ilusión sin futuro. Intuí que, durante mi ausencia, habían vivido su sueño rápido y no sabían qué hacer con el cadáver de ese espejismo.

Nos recogimos temprano y al día siguiente ya estábamos en casa, sin más suceso digno de mención que un artículo firmado por un tal Philippe des Rois que leí en Le Fígaro durante el vuelo y que tuve la ocurrencia de recortar para leérselo al ex joyero Coe, de modo que ahora puedo permitirme traducirlo y transcribirlo para ustedes, por parecerme curioso el asunto que expone y también por dar un respiro a mi memoria, un poco fatigada ya de reconstrucciones:

La ciencia suele ser un reducto de magia. La luna prodigiosa y lírica que nos describió el hiperbólico Cyrano de Bergerac no es más lírica ni más prodigiosa que esa luna que vemos cada noche a través de la ventana, esa luna mutante y vagabunda que juega a la geometría consigo misma: de repente mengua, de improviso crece… Hay noches en que parece una cimitarra fantasmagórica, noches en que simula ser una hoz de marfil, noches en que toma la apariencia de ojo ciego de cíclope. Y así va: disfrazándose. La dama indefinida.

Vladimir Nabokov sospechaba que en la obra de arte se produce una especie de fusión entre la precisión de la poesía y la emoción de la ciencia pura. El caso es que unos científicos han conjeturado que algunos planetas extrasolares pueden estar hechos de diamante, al haberse condensado a partir de gas y de polvo rico en carbono. Esos planetas podrían tener la corteza de carbón casi puro y su capa más exterior sería de grafito, pero, más abajo, resulta probable que la presión haya transformado ese grafito en la forma más prestigiosa del carbono: el diamante.

Se imagina uno esos planetas, no sé, como inmensas joyerías flotantes por el universo, como la inmensa caja fuerte de un Tiffany's ultragaláctico, como el sueño codicioso de un maharajá.

El rey castellano Alfonso X, en su Lapidario, da por hecho que el diamante es una piedra que se halla en el río llamado Barabicen, que corre por la tierra conocida como Horacim. Según el soberano sabio, nadie puede llegar al lugar en que nace ese río, al haber allí muchas serpientes y otras muchas bestias ponzoñadas, entre ellas unas víboras que matan sólo con mirar. Por venir el diamante de este medio, dice el rey que es piedra venenosa: si alguien la mantiene en la boca durante un rato, se le caerán los dientes; si la muelen y hacen mortero de ella con estaño, se convierte en tósigo mortal, de modo que le verá la cara a la muerte quien tenga la desventura de ingerirlo. Por lo demás, nos dice aquel rey de Castilla que el diamante, al ser de naturaleza fría y seca, convierte a quien lo lleva en persona susceptible de enojarse enseguida, inclinada a reñir «y hacer toda otra cosa que sea de atrevimiento y esfuerzo».

Las pintorescas convenciones mercantiles han convertido el diamante en un símbolo del amor duradero. Regalar un diamante es como regalar el corazón. Un corazón transparente, un corazón muy caro, un corazón de carbono hecho cristal. El diamante, piedra seca y fría, según señala el monarca castellano, se ha convertido en metáfora del corazón caudaloso y candente, del voluble corazón, del músculo sanguíneo y tornadizo. Una piedra preciosa, arrogante y perfecta sobre el fondo aterciopelado del estuche, se transforma en embajadora de un corazón, y el corazón que recibe ese corazón metafórico y cristalizado se conmueve. Es el poder esotérico del carbono, supongo. Es la magia del prisma. Es la fuerza ancestral y caprichosa de los símbolos.

Por ahí, fuera de nuestro sistema solar, puede haber planetas de entraña diamantina, errantes por el silencio corpóreo de las regiones etéreas. Y todo parece, en fin, el sueño delirante de un joyero.

De un joyero y de cualquiera, ¿para qué engañarnos? Planetas de diamante. Silenciosos planetas diamantinos. Vivir sobre tu propia fortuna, andar sobre tu tesoro escondido, escarbar y robarle diamantes a la tierra… Y con la imagen de ese sueño en vela me dormí en pleno vuelo, camino de mis pesadillas, en las que los planetas suelen estar hechos de otra cosa.

Llegamos a casa con esa sensación de haber estado fuera durante años que propician los viajes cortos.

Por la noche, me fui a echar el rato a los Billares Heredia, donde la realidad se disfraza momentáneamente de ilusión geométrica, olvidada de su condición de caleidoscopio.

Los habituales hablaban, como quien habla de la lluvia, de sus asuntos, tanto venturosos como desdichados, a la vez que concebían carambolas perfectas, y se extrañaban con toda el alma cuando la trayectoria ideal resultaba fallida, ya que el pensamiento soporta mal los errores de cálculo, tanto en el juego como en los accidentes cotidianos del existir.

Me comentaron que Esteban Coe, el joyero jubilado, estaba enfermo, y quedamos en hacerle algún día una visita para infundirle ánimos y para aliviarle el paso lento de las horas de morbidez, porque toda enfermedad conlleva un marasmo del tiempo, supongo que para que vayamos acostumbrándonos a la inmortalidad o a la nada, según las esperanzas que alimente cada cual. Le llevaría el artículo sobre los planetas hechos de diamante para que tuviese algo hermoso en que pensar, ya que los enfermos sólo piensan en una cosa. (Luego, entre contratiempo y contratiempo, aquella visita colectiva se postergó, y en el entretanto murió Coe, me dijeron que entre dolores y delirios.)

Allí estaba yo, en fin, cuando entró por la puerta la persona que menos podía esperar que entrase por aquella puerta: Walter Arias. Mi primo Walter.

Mi primo Walter Arias no se llama así, pero por ese falso nombre lo conoce todo el mundo, incluso quien no debiera. Es hijo de la hermana de mi madre. Su padre fue un diplomático de humor melancólico, que es un natural poco indicado para ejercer esa profesión, lo que tal vez explique su deriva final, con el corazón afantasmado y con la conciencia alcoholizada.

Lleva mucho trotado el primo Walter, e incluso se las apañó para que un editor le publicase el primer tomo de sus memorias, en las que da cuenta prolija de sus amores y amoríos y del curso general de un gran tramo de su vida, marcada por el pintoresquismo y las adversidades. Hubo quien dijo en su día que tales memorias tienden al fantaseo y a la hipérbole, aunque no sé en qué puede fundamentarse ese achaque, ya que nadie conoce mejor que uno mismo la verdad de su vida, y en esa verdad también se incluyen la hipérbole y el fantaseo, adornos naturales de cualquier existencia. (Al fin y al cabo, según lo veo yo, la vida de los otros es sólo lo que nos quieran contar, así nos cuenten la historia de la aparición de un dragón bicéfalo en el jardín de su casa.)

Conforme a esas memorias, el joven Walter amó a muchas mujeres, y alguna le amó; en especial, amó y fue amado por Wendy Manzanera, la diva uruguaya de la canción romántica, con la que estuvo casado -con sus más y sus menos- hasta que un cáncer la devoró.

A causa de sus complejos trapicheos, a Walter le dieron una vez, allá en Melilla, un tiro en la cabeza, y estuvo a punto de comprobar si hay vida después de la muerte, pero se ve que no era su hora, aunque mucha gente lo dio por cadáver, en buena parte porque él mismo se encargó de difundir aquella desgracia, ya que le convenía estar oficialmente muerto para que nadie se rindiera a la tentación de matarlo. De aquello, de aquel tiro en la cabeza, salió no obstante con la lucidez muy desenfocada, y pasó una mala racha de desvaríos. Durante un tiempo, se metió a conferenciante de temas abstrusos y divagatorios bajo el nombre de El Que Fue Y Ya No Es, que es el nombre artístico más estrambótico que uno haya oído, aun habiendo oído ya casi de todo. (Me acuerdo, no sé, de aquel fakir checo que se hacía llamar Sueño de Punta. O de aquella mujer-bala de un circo ruso que se anunciaba como La Mosca Moscovita. O de aquella cantante sicalíptica, natural de una aldea cercana a Estoril, que era conocida en la noche de Atenas como Esmeralda de Indochina.) Embaucó, estafó, timó, chantajeó, intimidó y engañó cuanto pudo a quienes pudo. Conoció la cárcel y la intemperie. Recorrió buena parte del mundo y buena parte de su calvario. Y así hasta que se fue a vivir a Barcelona, donde una dama de la edad de su madre, aficionada a los perros y al espiritismo, le dio cobijo a cambio de afecto y protección, y protección y afecto le dio Walter hasta que la dama murió del mal del almanaque, dejándole a mi primo varios perros, varios espíritus desnortados por la casa y la casa misma, aparte de algunas pequeñas propiedades agrícolas y un manojo de joyas, y de eso tira.

Walter tiene la cara deformada por un chorreón de ácido, cojea de una pierna y lleva tatuada en la espalda una enorme mariposa con atributos obscenos, regalo de unos facinerosos mexicanos que se tomaron su venganza con tinta y aguja. (Lo de la cara, por cierto, es resultado de un accidente que tuvo en casa de Ambroise van Cleft, el disipado restaurador de Amberes, al que, en un arrebato de insensatez y de furia, mi primo Walter le destrozó la casa y la cara, según leemos con detalle en sus memorias.) (El origen de la cojera no lo sé.)

El primo Walter, en resumen, fue aventurero y galán y hoy es ruina.

– Me dijo Corina que estabas aquí y he venido.

– Qué de tiempo, Walter.

– Qué de tiempo, Jacob.

Y salimos de los Billares Heredia, él cojeando y yo preguntándome qué podía traerle por aquí.

A tía Corina le divierten las excentricidades de pensamiento del primo Walter y le distrae charlotear con él sobre filosofía y psicoanálisis, que son los temas obsesivos de mi pariente, aunque la verdad es que no pasa de ser un diletante, tendente al puro blablablá y a la distorsión teórica: «Para mí, Aristóteles tenía un defecto insalvable: que no era tan marica como Platón. Platón pensaba como un decorador de interiores, mientras que Aristóteles pensaba como un albañil. Y no sé si me explico». (Y así sucesivamente.)

Cenamos entre risas, motivadas por la desmesura verbal de Walter, y, a los postres, aún seguía preguntándome qué marea le había traído a nuestra orilla, ya que la posibilidad de una visita de cortesía quedaba descartada por completo: nadie hace una visita de cortesía a alguien después de más de diez años sin tener la necesidad de realizar una visita de cortesía a ese alguien. La última vez que se dejó caer por aquí -hace más de una década, ya digo- se hospedó en casa durante una semana larga, porque mi padre le tenía simpatía y le abrió las puertas de par en par. Recuerdo que tío y sobrino salieron juntos una tarde y no volvieron hasta el mediodía siguiente, los dos molidos de cuerpo, pero con el espíritu entero y muy dichoso, hasta el punto de que mi padre estuvo riéndose solo durante días, recordando quién sabe qué episodios de aquella excursión.

Acomodamos al primo Walter en la habitación de huéspedes y al rato salió de allí con una carpeta: «Te dejo estos papeles para que les eches un vistazo cuando puedas. Estoy ordenando el material para el segundo tomo de mis memorias. Ya me dices algo». Y seguimos charloteando durante un par de horas, porque tía Corina se reía con ganas de las ocurrencias del invitado imprevisto, y ver feliz a tía Corina compensa de todo. Incluso del primo Walter.

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