18

El ruso Bibayoff.

El dinero mutante.

El anciano de los mil gestos.

«Usted se preguntará cómo es posible que existan tantos Tarmo Dakauskas. La respuesta es sencilla: porque sólo existe un Tarmo Dakauskas, y tiene que repartirse.» Aquello me sonó un poco a enigma de la Esfinge, monstruo parlante nacido de la unión de Equidna y de Orto. Intenté leer en los ojos de tía Corina, pero sólo vi en ellos ausencia, porque debía de estar cansada, y además había bebido. Y yo, que, como acabo de confesarles, andaba bastante harto de impostores y de aventuras sin fundamento, me puse en pie en actitud de «hasta aquí hemos llegado», le dije a tía Corina que nos íbamos a dormir y le di las buenas noches a aquel sujeto, fuese quien fuese. Pero aquel sujeto, fuese quien fuese, tenía una opinión distinta. «Deberíamos hablar. Me disgusta robarle unos minutos de sueño, pero creo que deberíamos hablar», y señaló la butaca de la que acababa de incorporarme: «Por favor…». Tía Corina anunció que se iba a dormir así se abriera el mundo en dos mitades, porque estaba rendida, y su retirada me alivió, pues sabía yo que nada de cuanto me contase aquel Tarmo Dakauskas III sería tranquilizador ni amable.

«¿Por dónde empezamos?» Y le di la respuesta que me parecía más lógica: «Por el principio». Movió la cabeza con gesto de pesadumbre irónica: «El principio… ¿Qué es el principio? ¿Cuál es el principio de algo? Muchas cosas no empiezan nunca, o empiezan por el final…». Y les confieso que me irrité. «Si usted no tiene claro cuál es el principio de todo esto, yo sí. Pero me conformo con el presente: ¿qué hago yo aquí?», le pregunté. «Todo es un juego. Sólo eso. Un juego.» La palabra «juego» puede resultar muy ofensiva según qué circunstancias, y, dadas las circunstancias, aquella palabra aumentó mi irritación. «Un juego que ha costado vidas. Un juego que ha estado a punto de costarme la vida», le reproché, y puso cara de sorpresa: «¿Costarle la vida? ¿A usted? No sé dé tanta importancia. Si me permite la confidencia, le diré que usted es una de esas personas que lo mismo da que estén vivas o muertas, ¿me entiende? El universo puede girar igual tanto si está usted tomándose una limonada en el bar de este hotel como si está bajo tierra con los ojos llenos de gusanos». Le repliqué que el universo no echa en falta a nadie, incluido él. «Es probable, pero le aseguro que el universo dormiría un poco mejor si yo estuviese muerto. Pero eso no es posible. Al menos por ahora.»

Miró el reloj. «Tengo prisa. ¿Quiere que le conteste algunas preguntas o prefiere que me limite a pedirle que regrese mañana mismo a su casa y se olvide de todo? Aquí tiene esto», y me tendió un sobre. «Son seis mil euros. No es una fortuna, pero, si le sirve de consuelo, hay mucha gente que no ve ese dinero junto en toda su vida.» No cogí el sobre, y lo dejó sobre la mesa. «Le repito la pregunta: ¿qué hago yo aquí? Y le hago una pregunta nueva: ¿quién es usted?» Se frotó las manos, me miró a los ojos. «Mi nombre es Aleksei Bibayoff, aunque no creo que le diga mucho, porque sólo es mi nombre de esta temporada.» Y Aleksei Bibayoff -el provisional Aleksei Bibayoff- empezó a largar, como suele decirse.

«Ya le he dicho que todo esto es un juego. Una apuesta entre Sam Benítez y yo. Él le contrató a usted para que organizara el robo de las reliquias de los magos y yo contraté a Leo Montale para que se lo impidiera. Dos viejas glorias: usted y Montale.»

(Leo Montale, a quien daba yo por muerto, tuvo mucha autoridad durante varias décadas como perista, pues pagaba bien y vendía mejor, y muchas casas de subastas le trataban a cuerpo de rey, a pesar de su antipatía y de su mal talante, ya que siempre manejaba material de primer orden, aunque se tratase de un material que, dado su origen, no pudiera aparecer en los catálogos y tuviese que ser vendido bajo cuerda a un círculo muy restringido de clientes.)

«Coincidí con Sam en Estambul y allí, entre fiesta y festejo, nos salió el ramalazo de locura e hicimos una apuesta imprudente, en el caso de que todas no lo sean. Los dos teníamos bastante dinero fresco y a los dos nos quema el dinero en el bolsillo. Así que decidimos arriesgarlo, porque el dinero inmóvil es la cosa más aburrida del mundo, ¿no le parece?» (Le dije que sí, aunque no estaba de acuerdo con él en ese particular, pues el hecho de que el dinero permanezca inmóvil significa que no hay necesidad de moverlo, lo que me parece una señal tranquilizadora, y no sé si me explico.) «Lo más estrafalario que se nos ocurrió fue robar los restos de los Reyes Magos. Robarlos a la vieja usanza: contratando a un par de viejas glorias. A usted para que organizase el robo y a Montale para que lo impidiera. Sam jugaba con usted y yo con Montale. Como se hacían antes las cosas, ya me entiende: con todo ese aparato absurdo de intermediarios que contrataban a otros intermediarios…»

¿Vieja usanza? ¿Viejas glorias? ¿Aparato absurdo de intermediarios? Aleksei Bibayoff estaba diciéndome, como quien dice «Llueve», que yo era una reliquia profesional, un anacronismo, una antigualla operativa, una herramienta pintoresca del pasado. Tras leer sin duda en mi gesto la indignación, matizó un poco: «Las cosas ya no se hacen así. Ya nadie trabaja de ese modo, como usted comprenderá. Y eso era lo divertido de la apuesta». Pero yo no le apreciaba la diversión al asunto. «Mi trabajo empezó en El Cairo, en el instante mismo en que usted salió del café Riche tras apalabrar el trato con Sam. Le encargué a Abdel Bari que le marease a usted lo más posible, aunque le pudo ese vicio suyo de los venenos… Fue él quien le escribió a Alif el cuento de los sarcófagos malditos y quien simuló la muerte de la turista para hacerle creer a usted que corría un peligro mortal.» De entrada, se me estamparon en el pensamiento al menos dos signos de interrogación: ¿cómo que simuló la muerte de la turista? «A la turista le suministró un veneno que te deja como muerto durante quince o veinte horas. Luego te repones, aunque por lo visto te pasas varios días vomitando sin parar, como si fueses alérgico al universo.» (De ser así, enhorabuena, Casares: todo quedó en un paseo turístico por la laguna Estigia, con billete de vuelta.) (Enhorabuena también, viajera anónima.) «Al final anulamos la apuesta, porque sabíamos que era imposible que pudiesen robar las reliquias, y el juego dejó de tener gracia. Para colmo, el Penumbra se encargó de complicar las cosas y la comedia se convirtió en tragedia, al menos para él.»

Según me contó Bibayoff, el Penumbra tenía un plan alternativo: hacer que Cristi Cuaresma, ajena a todo, entrase en la catedral de Colonia con una mochila cargada de explosivos que serían detonados a distancia mediante un teléfono móvil, causando muertes y destrozos incalculables, incluida en esas muertes y en esos destrozos la propia Cristi, de la que no quedaría entera ni una célula. Luego se atribuiría el atentado a un grupo radical islamista, aunque Bibayoff me aseguró que detrás de aquello andaba un afgano de sangre real (cuyo nombre omitiremos), exiliado en Londres, al que se le ha metido entre ceja y ceja la fijación iluminada de desprestigiar el islamismo en Occidente mediante el método de patrocinar masacres que puedan ser atribuidas a facciones radicales, como ocurrió en Madrid y en Londres y como no tardará en ocurrir, según Bibayoff, en París, en Roma y en Copenhague, ciudades que están en el punto de mira de ese aristócrata visionario y a su manera redentorista, a fuerza de rencor, pues sueña con que su familia vuelva a calentar el trono de Afganistán a pesar de la oposición de muchos de sus hermanos en la fe al Altísimo y Sublime, y esa oposición es al parecer la semilla del odio sin tasa de aquel desterrado. «Supimos lo del plan alternativo gracias al pentotal que Tito le suministró al Penumbra para enterarse del plan que tenían ustedes. Ante la gravedad del asunto, Tito se lo cargó sin consultar con nadie, porque ya ha comprobado usted cómo tiene la cabeza por dentro, y ahí, desgraciadamente, se acabó la diversión, porque los cadáveres sólo traen complicaciones.»

Tardé unos segundos en formular una pregunta idiota: «¿Me toma usted por un idiota?». Aleksei Bibayoff se encogió de hombros. «No suelo tomarme ese tipo de molestias con los desconocidos. Le cuento las cosas como son. No tengo la culpa de que las cosas sean de esa manera. Cristi Cuaresma ya está en Roma, con conciencia de resucitada. Los hermanos Dakauskas estarán ya camino de quién sabe dónde y de quién sabe qué. Y Montale tiene hecha la maleta. Haga usted lo mismo.»

A esas alturas, había asumido que iba a irme de Colonia sin saber nada a ciencia cierta de todo el asunto y que me pasaría el resto de la vida haciéndome preguntas a las que me respondería con otras preguntas, creando así un circuito interno de desasosiego en mi ánimo que me corroería más que un ácido. («La precisión de la verdad luce incomprensiblemente en las tinieblas de nuestra ignorancia», según apreció el platónico Nicolás de Cusa.)

«¿Los hermanos Dakauskas eran los operarios de Montale?» Bibayoff salió por la tangente. «Curiosos tipos, ¿verdad? Tarmo era profesor de química y Tito bibliotecario, hasta que decidieron formar el dúo tragicómico que usted ya conoce. Son disparatados y fantasiosos, porque se trataba de eso: de contar con los operarios más inadecuados. Supongo que el propio Sam le recomendó al Penumbra.» Le aclaré que me había recomendado a Cristi Cuaresma. «Es lo mismo, ¿no? Sabía que detrás de Cristi vendría el Penumbra, el más chapucero de todos.» Para contrarrestar aquel balance del Penumbra, le referí mi visita a su piso londinense. Bibayoff se rió. «Ese no es su piso. Aquello es el picadero de Gerald Hall.» (¿Gerald, Gerald Hall, gerente de la casa Putman, mi amigo?) «Sam convenció a Hall para que entrara en el juego. Le dijo que se trataba de una broma, que usted no corría peligro alguno, y Hall le prestó su apartamento para representar la farsa. Sam acababa de suministrarle varios dibujos de William Blake, falsos pero convincentes, con el certificado de un experto incluido, y Hall estaba en deuda con él.» Dado que fue Sam quien me recomendó que llamase a Gerald para localizar al Penumbra y que fue Gerald quien me facilitó el teléfono del Penumbra, aquel dato encajaba, muy a mi pesar, pues siempre proporciona pesadumbre el hecho de que los amigos se conviertan en cómplices de nuestros burladores, así lo sean desde el bando de la inocencia. «No se atormente: le insisto en que todo era una apuesta bromista entre Sam y yo. No hay más que eso. Le pido disculpas, por la parte que me toca, si esa broma ha podido ofenderle. Y si no acepta mis disculpas, seré yo el ofendido. Así que usted elige.»

Me puse de pie. Tenía pensado no recoger el sobre que estaba encima de la mesa, pero conseguí vencer un impulso abstracto de dignidad (a fin de cuentas, la dignidad es uno de los sentimientos con mayor porcentaje de error) y me lo metí en el bolsillo. Si te reclutan, sin tú saberlo, para una cofradía de payasos, al menos que te paguen quienes quieran reírse.

«Espero que no volvamos a vernos, porque sería mala señal», me dijo Bibayoff. «Aunque si alguna vez quiere invertir en el negocio de las pieles, llame a Sam y póngase en contacto conmigo. Martas cibelinas. Rentabilidad asegurada.»

Cuando entré en la habitación, tía Corina estaba durmiendo, pero se fugó durante un instante del mundo en que estuviese: «Mañana me cuentas todo, porque este asunto está quitándome el sueño y la vida», y siguió durmiendo. No puedo decir lo mismo de mí, que me quedé en vela. Sabía que cuanto había oído por boca de los hermanos Dakauskas y de Aleksei Bibayoff eran, en el mejor de los casos, medias verdades, pero sospechaba que, uniendo sus medias mentiras y sus medias verdades, podía obtener la verdad, al menos en la medida en que puede contener verdad un disparate. El problema era unirlas.

Me encerré en el cuarto de baño y llamé a Sam. Desconectado.

Me metí en la cama, pero la oscuridad me hacía pensar más de la cuenta. (Como diría un dramaturgo isabelino del montón: la oscuridad, oh fuente de la paranoia, oh tósigo de la razón, oh premonición del sepulcro.) (La oscuridad, oh mala cosa.) Debí de quedarme dormido casi a las claras del día, porque mi recuerdo de aquella noche es muy largo: un tiempo inmóvil.

«Nos volvemos a casa», le dije a tía Corina cuando se levantó. «Cuéntame todo.» Pero el relato era largo, y además con final abierto, así que lo pospuse.

Cuando abrí la caja fuerte de la habitación, resultó que estaba vacía: había volado el dinero que quedaba por pagarle a Cristi Cuaresma (tres mil euros) y unos dos mil euros que llevábamos para gastos. Me saqué del bolsillo de la chaqueta el sobre que me había dado Bibayoff la noche anterior y lo abrí con un presentimiento que no tardó en verse cumplido: varios papeles en blanco. «Te lo advertí. Nos han pagado con el dinero mágico de Enrico Cornelio Agrippa. El dinero que vuela. El dinero etéreo. El dinero mutante», y tuve que darle la razón.

Gestionamos los billetes (un nuevo despilfarro, porque los teníamos para el lunes, incanjeables), hicimos la maleta y nos fuimos al aeropuerto, donde este lance de marionetas tuvo un nuevo episodio, por raro que parezca.

Los aeropuertos son los espacios más irreales que conozco: un híbrido de centro comercial, de sala de espera del dentista, de invernadero y de nave espacial un poco averiada.

Nos sentamos en un bar para hacer tiempo. «¿Qué tal va?», le pregunté a tía Corina, en referencia a la novela en torno al robo de las reliquias de los magos, que en aquel instante leía. Puso los ojos en blanco y suspiró: «Los monosílabos de un loro son más sensatos que esto», y dejó el libro sobre la mesa. «Si te contase de qué va, me tomarías por trastornada», y tiró aquel cuento a una papelera cuando nos levantamos para dirigirnos a nuestra puerta de embarque.

«Mira, aquel es Leo Montale», y me señaló a un viejecillo que estaba sentado en una cafetería, acompañado de una mujer. Yo recordaba haber visto a Montale alguna vez que otra, muchísimo tiempo atrás, pero jamás lo hubiera identificado bajo la apariencia de aquel anciano de expresión convulsa, pues no paraba de mover todos los músculos de la cara, como si la tuviese invadida de alacranes.

De Leo Montale se contaba -aunque a saber- que su sueño consistía en llevarse de la romana Villa Borghese, para coronar así su carrera, la escultura de Paulina Borghese que hizo Canova y la que hizo Bernini de Apolo y Dafne, por ser muy de su gusto aquellas prestidigitaciones con el mármol. Pero parecía que en sueño iba a quedarse su sueño, pues daba la impresión de que Montale tenía ya el pie en el estribo del caballito tenebroso, como si dijésemos, y no estaba en condiciones de poder atracar ni una tienda de panderetas.

«Voy a hablar un momento con él», le anuncié a tía Corina, que pretendió hacerme desistir, alegando el mal carácter que dio siempre fama a Montale, con quien sólo tenían trato quienes no tenían más remedio que tenerlo, que al cabo no eran pocos, pues creo haber dicho que en su época fue un gran perista, al margen de la basura que almacenara dentro de sí. «Te espero en la puerta de embarque. Montale va a tardar exactamente cuatro segundos en mandarte a la mierda», pronosticó tía Corina, que estaba de un humor regular. De todas formas, para Montale me fui, a la espera de lo peor.

Tanto Montale como su acompañante me recibieron mal. Me presenté como hijo de mi padre y noté cómo Montale, entre parpadeos espasmódicos, escarbaba en su memoria y desenterraba una silueta difusa. «Ah, sí.» Le pedí permiso para sentarme a su mesa y me lo dio con un gesto tosco de la mano. «Tenemos que hablar de muchas cosas. Estoy seguro de que nos han metido en la misma jaula por trampillas diferentes.» La mujer que lo acompañaba era mucho más joven que él, aunque llevaba la vejez impresa en el mirar, supongo que a fuerza de pesares, que son tenazas para el corazón, y se dedicó a observarme con desconfianza. Montale me tenía desconcertado: parpadeaba sin parar, tosía, sacudía la cabeza, contraía la nariz, se aclaraba la garganta, olfateaba el aire como un depredador y, cuando no farfullaba de forma incoherente, soltaba alguna obscenidad que considero mejor no transcribir.

Nada más mencionarle a Sam Benítez y a Aleksei Bibayoff, empezó a convulsionarse, a crispar la cara, a carraspear y a gruñir. «Déjalo en paz. ¿No ves que molestas?», me dijo la mujer en un italiano áspero, y le acarició el hombro al viejo Montale, intentando aplacarle las sacudidas. «Lo siento», fue lo único que acerté a decir. «¿Qué quieres saber? ¿Que me han estafado como a ti? ¿Que nos han traído aquí para reírse de nosotros?», me interrogó Montale, en medio de sus estremecimientos. «¿Qué quieres saber? ¿Que todo esto ha sido un montaje para cargarse al hijo de Honza? ¿Que todo lo demás ha sido una comedia? ¿Que el juego entre Benítez y Bibayoff consistía en ver cuál de los dos mataba a ese muchacho estúpido? ¿Que todo ha sido una cacería? ¿Que han recibido un montón de dinero por matarlo? ¿Que quien les ha dado ese montón de dinero es un chulo de putas uruguayo? ¿Eso es lo que quieres saber?»

Me quedé mudo, procesando aquella información disparatada que no resultaba disparatada con arreglo a determinados antecedentes. (El asunto del chagall fraudulento, sobre todo.) Por otra parte, la concepción lúdica que había animado aquella operación parecía imponerse, al menos en atención a la estadística: Sam y Bibayoff, según la opinión generalizada, habían estado jugando, jugando con la realidad y jugando con nosotros. Y hasta ahí bien, dentro de lo que cabe. Pero la idea de una cacería humana, con el Penumbra como trofeo, resultaba repugnante: soltar la presa y abatirla. Aquello no cuadraba con la conciencia de Sam, aunque, como dice tía Corina, una persona de tendencias dionisiacas, adepta al chamanismo y empeñada en construir el Prisma Teológico puede resultar imprevisible, ya que la aleación de incongruencias no suele resultar robustecedora del carácter. «La apuesta la ha ganado Bibayoff, como no hace falta que te diga. A Tito Dakauskas lo llaman «el asesino del ojo derecho», porque siempre mata por ahí. Por el ojo derecho… Benítez jugaba con Tarmo y Bibayoff con Tito, ¿te enteras? Tú y yo sólo éramos una diversión adicional. Los payasos.» Pero las incoherencias se evidenciaban: ¿para qué iban a gastarse un dineral Sam Benítez y Aleksei Bibayoff en encargarnos a Montale y a mí una mera pantomima? «Por cuatro razones», me replicó. «La primera de ellas, porque están locos. La segunda, porque en este instante les sobra el dinero. La tercera, porque dos locos a los que les sobra el dinero sólo saben hacer locuras con el dinero que les sobra. Y la cuarta y principal, porque no sólo no les ha costado nada, sino que además han ganado muchísimo dinero. ¿Tú has cobrado algo, mariconcete? ¿Te vuelves con la cartera llena?» Le dije que no, como era lógico y verdadero. «Pues igual vuelvo yo. Los cabrones de los Dakauskas han recuperado todo.» Y creí comprender la fullería: darnos dinero y quitárnoslo. (Algo así, no sé, como aquel truco que el prestidigitador Houdin bautizó como «Las monedas viajeras».)

En esto llegó tía Corina, asombrada sin duda de que Montale me concediera una recepción tan larga. «Hola, Leo.» Montale la miró con ojos interrogantes y con el resto de la cara en movimiento. «Soy Corina. Corina Nastase», y Montale asintió. «¿Sigues viva, vieja? ¿También se han reído de ti?» Pero no le contestó. «Tenemos que irnos. Han llamado a embarque. Adiós, Leo. Es posible que no volvamos a vernos con nuestros ojos humanos, porque el día menos pensado nos morimos. Que lo pases bien mientras dure la velada. ¿Es tu esposa o tu nieta?» Y Montale farfulló quién sabe qué, y mejor no saberlo.

«Sólo una cosa más… ¿Quién es Giuseppe Montorfano?» Montale me miró con gesto de estupor, aunque, visto lo visto, sabía que aquello no significaba nada, al basarse en el desencajamiento su expresión natural. «¿Montorfano? ¿El zapatero?» Y al pronto me quedé desencajado yo, «¿Te refieres a ese bujarrón de Nápoles que cantaba arias de Scarlatti, de Donizetti y de todos esos maricas mientras remendaba zapatos? ¿De qué conocías tú al viejo Montorfano? ¿Te dio dinero o se lo hiciste gratis?» Y, como comprendí que se trataba de una pista equivocada, me despedí al estilo francés de Montale y de su acompañante, a quien daba yo más por gerontófila que por hija suya, a pesar de no estar el viejo perista para funambulismos de amores. (Aunque la vida es rara.)

«Síndrome de Tourette», diagnosticó tía Corina. «Móntale lo padece desde joven, aunque ahora está peor que nunca.»

Le pedí consejo: «¿En qué medida puedo fiarme de lo que me ha dicho?». Y fue terminante: «Sea lo que sea lo que te haya dicho, no debes creer ni media sílaba. Montale no ha dicho nunca una verdad. Va contra su sistema filosófico», y en eso quedó la cosa.

A esas alturas, tenía el convencimiento de hallarme en el eje de un tiovivo de impostores, porque les confieso que no estoy acostumbrado a los festivales de interpretaciones de una misma realidad, a pesar de haberme pasado la vida contando mentiras y ocultando verdades, o viceversa, porque el negocio lleva ese tipo de argucias consigo.

«Me temo que hay una epidemia de locura, muchacho. Un maremoto de esa bilis negra de la que habló Aristóteles.»

Y subimos, en fin, al avión, rumbo a casa, donde nos esperaba una sorpresa inimaginable, al menos para mí.

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