Sábado 24 de Noviembre

El sábado amaneció con aguanieve, viento y un par de grados de temperatura. Knutas había preparado el desayuno con los niños y habían colocado un ramo de flores en la mesa en el sitio donde se sentaba su mujer. Se habían repartido los regalos de cumpleaños de Line, y se aclararon la garganta para ver si con sus broncas voces mañaneras eran capaces de cantarle cumpleaños feliz. Empezaron a cantar al subir la escalera: «Cumpleaños feliz», en diferentes entonaciones.

Line se sentó en la cama medio dormida con su cabello pelirrojo y rizado alrededor de la cabeza como una nube. Dibujó una amplia sonrisa y miró encantada los regalos. A Line le gustaban los regalos como a una niña y empezó con los de Petra y Nils: un libro, un pintauñas, un calendario con guapos bomberos que sostenían gatitos. Line, de joven, había estado prometida con un bombero. Sus hijos solían bromear con ella diciéndole que lo suyo era debilidad por los hombres con uniforme. El regalo de su marido lo dejó para el final. Knutas observaba a su mujer con gran expectación. Le había costado mucho encontrar algo, pero había tenido una idea estupenda. Había una cosa que sabía que ella quería de verdad. Pese a las innumerables dietas de adelgazamiento que había seguido y a los intentos poco entusiastas de empezar a hacer ejercicio, no había conseguido bajar de peso. Por lo tanto, Knutas había llenado un paquete con todo aquello que pudiera ayudarla a conseguirlo. Una tarjeta de un año de duración para un gimnasio de Visby, una comba y pesas para entrenar en casa, y un paquete de introducción para acudir a Natur House.

Cuando Line supo en qué consistía su regalo, su rostro se ensombreció y le aparecieron unas manchas rojas en el cuello. Levantó despacio la cabeza y se encontró con la mirada de su marido.

– ¿Qué significa esto?

Sus ojos se afilaron.

– ¿Qué quieres decir? -tartamudeó inseguro, y empezó a recitar todas las ventajas de su obsequio-. Dices que quieres adelgazar, aquí tienes todo lo que puedas desear. Si un día no tienes tiempo para ir al gimnasio, puedes entrenar en casa, y Natur House tiene una reunión para los nuevos socios el martes en la escuela Säveskolan. Además, incluye un instructor las cinco primeras veces que vayas al gimnasio, para que aprendas a usar correctamente los diferentes aparatos.

Knutas señalaba entusiasta el folleto que iba grapado a la tarjeta regalo.

– O sea, ¿que te parece que estoy demasiado gorda, que ya no soy atractiva? ¿Por eso me has regalado todas esas cosas? ¿Porque quieres que tenga las carnes más firmes?

Line se sentó tiesa como un palo en la cama y alzó la voz todo lo que pudo. Los niños los miraban asustados.

– Pero ¿qué dices?, pero si no dejas de hablar de que quieres adelgazar. Yo sólo quería ayudarte a empezar.

– ¿Es eso lo que una desea el día de su cumpleaños? ¿Que le recuerden lo gorda que está? ¿No puede una disfrutar al menos el día de su cumpleaños?

Había alzado la voz y brotaron las lágrimas. Los niños optaron por salir de la habitación.

Knutas se enfadó.

– ¡Hay que joderse! Primero te quejas de que estás demasiado gorda y cuando te regalo cosas que pueden ayudarte a perder algún kilo te enfadas. ¡No hay quien te entienda!

Bajó la escalera pesadamente, empezó a hacer ruido con el desayuno, y llamó a Line.

– Pasa de ello, lo devolveré. ¡Olvídate de todo!

Llamó a los niños.

– ¡El desayuno está listo para todo el que quiera desayunar!

– ¿Y tú?, ¿has pensado qué aspecto tienes? -gritó Line desde la escalera-. Te puedo comprar un aparato de musculación para los brazos de regalo de Navidad. Y, quizá un poco de Viagra, ¡que no te vendría mal!

Knutas no se molestó en contestar. Podía oír a Line que seguía murmurando enfadada en el piso de arriba. A veces acababa completamente harto de su temperamento.

Los niños bajaron y se comieron sus cereales en silencio. Knutas manchó de café el mantel de la mesa, pero no hizo caso. Miró a Petra y a Nils. Los tres menearon la cabeza en señal de acuerdo. La reacción era lo que no comprendía nadie.

– Sube a hablar con mamá -dijo Petra después de un rato-. Que es su cumpleaños.

Knutas suspiró, pero siguió el consejo de su hija. Un cuarto de hora después había conseguido convencer a su mujer de que no estaba demasiado gorda en absoluto, que la quería tal como era y ni siquiera estaba un poco fuerte. ¡Qué va!


Por primera vez tenía miedo de él. Todo comenzó cuando descubrió las cicatrices de los cortes.

Habían vuelto a hacerlo, en su sitio secreto. Como siempre, la relación sexual entre ellos significaba un suplicio para Fanny. Una mezcla violenta de dolor y malestar. Era como si ella disfrutara castigándose a sí misma. Cuando terminó y estaba descansando a su lado, le tomó las muñecas.

– ¿Qué es esto? -inquirió sentándose en el sofá.

– Nada.

Ella retiró la mano.

Le agarró las dos manos y las colocó delante de él.

– ¿Has intentado suicidarte?

– No -dijo avergonzada-. Sólo me he cortado un poco.

– Joder, ¿y eso por qué? ¿Es que estás mal de la cabeza?

– No, pero si no es nada.

Trató de soltarse de sus manos, pero no lo consiguió.

– ¿Te has lesionado porque es divertido, sencillamente?

– No, es una cosa que hago sin más. La llevo haciendo varios años, no puedo evitarlo.

– ¿Es que te has vuelto loca?

– Sí, a lo mejor es eso.

Fanny intentó reírse, pero la risa se le quedó trabada en la garganta. El miedo le bloqueó el camino.

– Como comprenderás, no puedes seguir haciendo esto. ¿Has pensado en lo que pasará si lo descubre alguien? Tu madre o algún profesor en la escuela, ¡sí, cualquiera! Entonces comenzarán a hacerte un montón de preguntas. Y puede que no seas capaz de guardar silencio acerca de lo nuestro. Pueden manipularte y engañarte para que lo cuentes. ¡Igual te ponen en manos de psicólogos y toda esa basura!

Había alzado tanto la voz que estaba gritando. De sus labios salían despedidas gotas de saliva. De pronto le pareció peligroso, imprevisible. Se apretó con fuerza la manta contra el cuerpo y lo miró atemorizada.

– Nadie lo notará -argumentó en voz baja.

– Ya, eso es lo que tú crees. Sólo es cuestión de tiempo el que alguien descubra esas heridas. Te prohíbo que vuelvas a hacerlo. ¿Me oyes?

Le clavó los ojos, negros de ira.

– Sí, lo prometo. No lo haré más.

El hombre meneó la cabeza y desapareció en el cuarto de baño. Fanny permaneció sentada en el sofá, incapaz de moverse, presa del pánico. Cuando volvió, se había tranquilizado. Se sentó a su lado y le acarició el brazo.

– No puedes seguir haciendo esto -le dijo con voz suave-. Te puedes hacer daño de verdad. Me preocupo por ti, ¿lo entiendes?

– Sí -dijo, y sintió el escozor de las lágrimas en el interior de los párpados.

– ¡Vamos! ¡Vamos! -la consoló-. No quería ser tan duro. Me he asustado al ver las cicatrices, y tengo miedo de perderte. Estoy preocupado de que puedas llegar a hacerte daño de verdad. No quiero volver a verlas más, ¿de acuerdo?

La sostuvo con suavidad la barbilla y la miró profundamente a los ojos.

– Prométemelo, princesita mía.

Ella se estremeció por dentro y asintió obediente.

De vuelta en el coche estaba segura de que no quería volver a verlo nunca más. Iba dándole vueltas en la cabeza una y otra vez pensando en cómo decírselo. Iba repitiendo para sus adentros las frases como un disco rayado.

Se paró, como solía hacer, una manzana antes de la casa de Fanny y apagó el motor. Quería que ella se sentara en el asiento de delante para el acostumbrado abrazo de despedida. Ahora siempre tenía que sentarse en el asiento trasero, porque tenía miedo de que los vieran.

Cuando él le puso la nariz entre los pechos, se armó de valor.

– Va a ser mejor que no nos veamos más.

Él levantó la cabeza lentamente.

– ¿Qué has dicho?

– Que no quiero que nos veamos más. Que tenemos que acabar con esto.

Sus ojos se oscurecieron y dijo con voz destemplada:

– ¿Por qué dices eso?

– Porque yo ya no quiero -dijo Fanny con la voz entrecortada-. No quiero seguir.

– ¿Qué cojones estás diciendo? -bufó el hombre-. ¡No quiero! ¿De qué estás hablando? ¿Qué es eso de que no quieres? ¡Somos tú y yo!

– Pero yo no quiero que nos veamos más. Se acabó.

Sólo quería salir del coche. Su tono agresivo la asustó. Trató de abrir la puerta.

– Oye, putita, ¿quién demonios te crees que eres?

Se echó sobre ella y la agarró con fuerza de los brazos. Con la boca apretada contra su oreja le soltó gruñendo:

– ¿Te piensas que puedes dejarlo conmigo, sin más? Ándate con mucho cuidado porque te la estás jugando. No te vayas a creer que puedes llegar y poner condiciones. Puedo hacer que no vuelvas a poner el pie en las cuadras nunca más, ¿lo entiendes? Una palabra mía y no podrás volver a aparecer por allí, ¿es eso lo que quieres?

Intentó soltarse de sus brazos.

– Que te quede bien clara una cosa, nuestra relación se terminará cuando yo diga que se termina. Y ni una palabra de esto a nadie, porque entonces ya puedes decir adiós a las cuadras para siempre. ¡Que no se te olvide!

La apartó de un empujón. Sollozando, Fanny consiguió abrir la puerta del coche y se precipitó fuera.

Arrancó bruscamente y desapareció. Lo último que oyó fue el chirrido de los neumáticos cuando dobló la esquina.


Emma miró a su marido mientras tomaban una copa de vino. Se habían quedado sentados charlando después de cenar como solían hacer los fines de semana por la tarde. Los niños miraban el programa Pequeñas estrellas en la tele, tan contentos con su coca-cola y un cuenco grande de palomitas. Olle parecía satisfecho. ¿No sospecharía nada, realmente?

Le llenó el vaso a su mujer. «Es absurdo -pensó ésta-. Ayer estaba sentada de la misma manera con Johan.»

– Qué buena estaba la cena -dijo él.

Emma había preparado unos filetes rusos de carne picada de cordero con salsa de yogur y había hecho su propia crema de berenjenas. Habían abierto un restaurante libanes en Visby y habían ido allí en una de sus escasas salidas nocturnas, y el cocinero le había dado la receta cuando ella le preguntó.

Una cena más para añadir a la larga serie de comidas que habían hecho juntos. Le pidió que le contara lo del curso, y lo hizo. Apenas habían tenido tiempo de hablar desde que ella volvió.

– ¿Hasta cuándo te quedaste en la fiesta?

– Ah, no mucho -respondió vagamente-. No sé qué hora sería. La una o así.

– ¿Te fuiste a casa con Viveka?

– Sí -mintió.

– ¿Ah, sí? Te llamé esta mañana al hotel. Entonces no estabas allí. Y tenías el móvil apagado.

Una sensación abrasadora le recorrió el cuerpo. Ahora tendría que volver a mentir.

– Estaría tomando el desayuno. ¿Qué hora era?

– Las ocho y media. No encontraba las zapatillas de gimnasia de Sara.

La miró fijamente. Emma tomó otro trago de vino para ganar tiempo.

– A esa hora estaba desayunando en el comedor. El móvil se había quedado sin batería y lo había dejado en la habitación para que se cargase.

– Así que era eso -dijo, dándose por satisfecho.

Una explicación completamente lógica, pues claro que había pasado eso. Su confianza en ella se había consolidado a lo largo de los años, ¿por qué iba a dudar de ella? Nunca le había dado motivos para hacerlo.

Las mentiras la abrasaban por dentro y el ambiente distendido se acabó para ella. Empezó a recoger la mesa.

– Siéntate -protestó Olle-. Eso puede esperar.

La conversación empezó a tratar de otras cosas y enseguida desapareció su sensación de fastidio. Acostaron a los niños y se pusieron a ver un interesante thriller en la tele. Ella acurrucada en sus brazos, exactamente igual que otras veces. Aunque no era así.

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