Lunes 26 de Noviembre

La sauna tenía una temperatura de ochenta grados. Knutas llenó el cacillo de madera y echó más agua sobre las piedras ardientes. La temperatura aumentó aún más.

Habían hecho mil quinientos metros y estaban más que satisfechos. Un par de veces a la semana, Knutas y Leif procuraban hacer un hueco para ir juntos a nadar, al menos durante los seis meses de invierno. Knutas nadaba regularmente en la piscina de Solbergabadet durante todo el año. En realidad le gustaba más ir a nadar solo. Se le aclaraban las ideas cuando estaba en el agua, dando una brazada tras otra. Pero ésta era una manera de relacionarse. Aunque tenían que aguantar bastantes bromas pesadas de sus colegas por ir a la piscina, porque decían que eso era más propio de mujeres. Los hombres jugaban juntos al tenis, al golf o a los bolos.

En la sauna hablaban de cualquier asunto trivial o permanecían completamente en silencio. Ése, según Knutas, era el distintivo de un buen amigo. Le molestaban profundamente las personas que se empeñaban en darle incesantemente a la lengua, aunque no tuvieran nada sensato que decir.

Knutas le contó el numerito que le había montado Line el día de su cumpleaños y Leif se rio de lo lindo. Nunca llegarían a comprender del todo a las mujeres, en eso estaban los dos patéticamente de acuerdo.

Tenían hijos de la misma edad y discutían los problemas de la adolescencia, que ya habían empezado a aparecer. Sus hijos eran compañeros de clase y la semana anterior Leif había descubierto que fumaban a escondidas. Resulta que habían estado fumando colillas y el hijo de Leif, que llevaba el pelo largo para horror de sus padres, se había quemado los rizos de un lado.

Hablaban de su miedo a hacerse mayores, de su temor a que les saliera barriga y a que sus músculos se relajasen, a la aparición del vello blanco en el pecho. Knutas no solía pensar mucho en la vejez ni en la muerte, pero a veces reflexionaba sobre cómo iba transcurriendo el tiempo y se preguntaba cuántos años le quedarían. Se imaginaba haciéndose cada vez más mayor, con la inmovilidad y los achaques que eso llevaba consigo. ¿Cuánto tiempo podría seguir disfrutando? ¿Hasta que tuviera sesenta y cinco, setenta o incluso hasta los ochenta? Cuando empezaba a pensar en esas cosas, le producía angustia su vicio de fumar, aunque fumaba muy poco. La mayoría de las veces no hacía más que chupar la pipa apagada, jugaba y se entretenía con ella, solamente la encendía unas pocas veces al día.

Leif se enfrentaba a la misma inquietud, aunque no fumaba. Le contó que se había comprado un aparato para hacer gimnasia en casa y que entrenaba una hora todas las mañanas. El resultado estaba a la vista, constató Knutas con cierta envidia. Apreciaba la franqueza de Leif y el poder contarle sus cosas. Cuando se trataba de temas relacionados con el trabajo, regían otras normas. Leif no solía preguntarle a Knutas nada relacionado con su trabajo. Lo cual no impedía que a éste le entraran a veces ganas de contarle a su amigo alguna que otra cosa. A menudo era bueno hablar con alguien ajeno a los pasillos de la comisaría, alguien que tuviera una perspectiva distinta. La mayoría de las veces era Line la que cumplía ese papel. Ella le había ayudado en numerosas ocasiones a ver las cosas de otra manera.

No llegó al trabajo hasta las once. En el escritorio tenía una nota de Norrby escrita a mano y una copia de un interrogatorio enviada por la policía de Uppsala. La joven que había estado con el testigo en el puerto fue rastreada hasta una dirección en esa ciudad. Ese día sólo hubo un pasajero de allí cuya edad coincidía con la descripción. Se llamaba Elin Andersson y en el interrogatorio, con el cual la policía de Uppsala claramente los había ayudado durante el fin de semana, la muchacha había reconocido que conocía a Niklas Appelqvist, que habían estado juntos en el puerto la mañana del día 20 de julio antes de que ella tomara el barco, pero que en el muelle no había llamado su atención ninguna persona en particular. Así pues, sus sospechas se confirmaban, había sido el joven vecino de Dahlström quien había revelado esa información a Johan Berg. A Knutas le irritaba sobremanera que un testigo tan importante se negara a hablar con ellos. Y no porque hubiera tenido ningún encontronazo con la policía anteriormente, una búsqueda en el registro de delincuentes había dado negativo.


Cuando entró en la sala de reuniones media hora después, se dio cuenta enseguida de que había cierta agitación flotando en el ambiente. Karin y Kihlgård habían revisado los papeles de Dahlström durante el fin de semana y se veía claramente en sus caras que habían averiguado algo, porque estaban a punto de reventar de ganas de contárselo a sus colegas. Kihlgård tenía delante un plato con dos panecillos y una taza grande de café. Comía mientras rebuscaba entre sus papeles. Grandes migas de pan caían sobre la mesa. Knutas suspiró.

– ¿Y vosotros dos tenéis algo que contar?

– Ya lo creo -dijo Kihlgård-. Resulta que Dahlström tenía una libreta en la que apuntaba a sus clientes. Tenemos una apretada lista con los nombres, las fechas, lo que construyó y cuánto le habían pagado.

– El asunto es de mayor envergadura de lo que pensábamos -añadió Karin-. Ha hecho obras de carpintería para la gente durante más de diez años. El primer trabajo se remonta a 1990. Algunos de los que han utilizado los servicios de Dahlström son personas muy conocidas en Visby.

Todos miraron atentos a Karin cuando mostró la lista con los nombres.

– ¿Qué os parece…? Ahora agarraos bien… ¿El alcalde, el socialdemócrata Arne Magnusson?

Un murmullo de sorpresa recorrió la sala.

– Magnusson, ese socialista de toda la vida -se rio Wittberg-. ¡No puede ser! Pero si siempre está defendiendo los impuestos elevados y, al igual que Mona Sahlin, no para de hablar de lo estupendo que es pagarlos. ¡Es demasiado divertido! Siempre anda con sus discursos moralizantes. ¡El peor predicador de Visby!

– Ah, sí. Constantemente está haciendo campaña para que los bares cierren a la una en verano y para que se prohíba fumar -se burló Sohlman.

– Si esto sale a la luz…, va a ser un festín para los periodistas -dijo Norrby extendiendo las manos.

– Una cabaña de madera en 1997 -leyó Karin de la lista-. Cinco mil coronas en negro más cierta cantidad de alcohol a modo de pago. ¿Os cabe en la cabeza?

Knutas se puso serio.

– Esto es una absoluta insensatez.

– Espera y verás, hay más cosas interesantes -continuó Karin-. Bernt Håkansson, jefe de servicio del hospital, y Leif Almlöv, restaurador, y buen amigo tuyo, ¡Anders!

– ¡No me jodas!

Knutas se puso rojo como un pimiento.

– ¿También está en esa lista?

– Una sauna en su casa de campo por diez mil coronas, no estuvo mal el pago.

La mala leche brillaba en los ojos de Karin. Disfrutaba haciéndolo rabiar. Kihlgård parecía igual de satisfecho. Ahora habían conseguido algo con lo que regodearse. Bien por ellos.

– De todos modos, no es el único. Aquí hay otra decena de nombres.

– ¿No habrá nadie de esta casa? -preguntó Wittberg inquieto-. Dime que no hay nadie, por Dios.

– No, por suerte no hay ningún policía. Pero sí alguien que se apellida como tú, Roland Wittberg, ¿es pariente tuyo?

Wittberg negó con la cabeza.

– Déjame ver -le pidió Knutas.

Reconoció una buena parte de los nombres.

– ¿Qué hacemos con esto?

– Pues, para empezar, podemos tratar de averiguar si mantenían alguna otra relación con Dahlström -dijo Karin cogiendo la lista.


Knutas llamó a Leif en cuanto llegó a su despacho. Se sentía tremendamente irritado.

– ¿Por qué no me has dicho que recurriste a Dahlström?

Se produjo un silencio.

– ¿Estás ahí?

– Sí.

Se oyó un profundo suspiro.

– ¿Por qué no me has dicho nada de la sauna? -insistió Knutas.

– Ya sabes la cantidad de chanchullos que hay en el gremio de la hostelería. Pensé que si se hacía público que había empleado mano de obra en negro de forma privada, la gente pensaría que lo hago también en el negocio. Iban a considerarme inmediatamente sospechoso y luego las autoridades me harían la vida imposible.

– ¿No pudiste pensar eso antes de encargarle que te construyera la sauna?

– Tienes razón, fue una estupidez. Justo entonces la cosa iba algo jodida en el restaurante, e Ingrid no paraba de hablar de esa maldita sauna. No es una disculpa, pero, tal vez, una explicación. Espero no haberte puesto ahora en una situación comprometida.

– No te preocupes por mí. Además, hay más gente que tiene motivos para estar preocupada. Tenemos una lista con un montón de personas que han hecho lo mismo. Si te dijera quiénes son, no te lo ibas a creer.


Knutas se retrepó en la silla después de la conversación y empezó a llenar la pipa. Estaba satisfecho de que no hubiera ningún policía en la lista y aceptó la explicación de su amigo. ¡Cielos! ¿Quién no había hecho alguna tontería? Una vez, hacía mucho tiempo, él mismo había mangado un paquete de calzoncillos en un comercio de la calle Adelsgatan. Cuando estaba en la tienda con el paquete en la mano le entraron unas ganas irresistibles de experimentar lo que se sentía al birlar algo. Salió directamente del establecimiento con el paquete bajo el brazo. Pasó tantos nervios que iba temblando, pero cuando traspasó la salida lo invadió una sensación de felicidad. Una especie de inaccesibilidad. Era como si el hecho en sí lo hiciera inalcanzable. Cuando se había alejado lo suficiente del comercio y se dio cuenta de que se había librado, miró el paquete para descubrir sencillamente que se había equivocado de talla.

Knutas todavía se avergonzaba cuando pensaba en aquella peripecia. Se dio media vuelta en la silla y miró a través de la ventana. En algún lugar ahí fuera andaba suelto el asesino.

Nada apuntaba a que fueran a encontrarlo en el círculo de los conocidos habituales de Dahlström. Al contrario. Evidentemente éste estaba metido en algo de lo que ellos no tenían la menor idea. Fuera lo que fuera, lo había ocultado bien. El problema era saber cuánto tiempo había durado aquello. Probablemente, no sería muy anterior a la fecha del primer ingreso en el banco, dedujo. El 20 de julio. El mismo día que Niklas Appelqvist había visto a Dahlström con un hombre en el puerto. No era muy aventurado suponer que aquel hombre le entregó entonces a Dahlström el dinero que ese día, más tarde, él mismo ingresó en el banco. Veinticinco mil coronas. El siguiente ingreso, en octubre, fue por el mismo importe exactamente. ¿Sería posible que realmente no tuvieran nada que ver el uno con el otro? Desde el principio Knutas había dado por supuesto que las dos operaciones estaban relacionadas, pero ya no estaba tan seguro. Quizá se trataba sencillamente del pago de distintos trabajos de carpintería. Pero una persona que hubiera empleado a Dahlström, ¿por qué iba a concertar una cita con él en el puerto a las cinco de la mañana para algo tan trivial? El hombre, evidentemente, no quería que lo reconocieran.


Fanny sentía sus músculos agradablemente cansados. Calypso se había portado de maravilla. Lo había montado por su camino favorito a través del bosque, aunque en realidad era un paseo demasiado largo para un caballo de carreras tan sensible. Pero, qué demonios, le permitían montar tan pocas veces que no lo pudo evitar.

El caballo era muy manso y seguía sus indicaciones sin la menor dificultad. La hacía sentirse capacitada. Habían galopado largas distancias por el suave sendero del bosque. Ni un alma a la vista. Por primera vez en mucho tiempo había experimentado algo parecido a la felicidad. Se le alegraba el corazón cuando cabalgaba. Se elevaba un poco sobre la silla y apretaba las piernas. Le lloraban los ojos por el viento, y la conciencia de galopar a mayor velocidad de la que ella realmente era capaz de controlar lo hacía todo más excitante. Esto era vida. Ver las orejas del caballo apuntando hacia delante, oír el sonido sordo de los cascos contra el suelo, sentir la fuerza y la energía del animal.

Cuando volvió trotando al paso hasta la cuadra, sujetando el caballo con las riendas flojas, se sentía relajada. Tenía el presentimiento de que todo se iba a arreglar. Lo primero que iba a hacer era romper con él de una vez por todas. La había llamado al móvil veinte veces, seguro, a lo largo del día, pero ella se había abstenido de contestar. Quería pedirle perdón. Había escuchado los mensajes y parecía triste y arrepentido. Trataba de convencerla de que no pensaba ni una palabra de lo que había dicho. Por la mañana le había enviado un mensaje al móvil con unas flores dibujadas y un corazón. Nada de eso le causaba ya ninguna impresión.

Se había terminado dijese él lo que dijera. Nada le haría cambiar de idea. Había decidido no creerse sus amenazas de que iba a hacer que la echaran de las cuadras. Llevaba un año trabajando allí y todos la conocían. No le harían caso. Y si lo intentaba, pensaba contarlo todo. Estaba prohibido legalmente mantener relaciones sexuales con alguien de su edad, y ella lo sabía, ¡vaya si lo sabía! Tan tonta no era. Y él era un viejo asqueroso. Quizá hasta podía acabar en la cárcel. No le estaría mal empleado. Sería una liberación deshacerse de él, poder disponer de su cuerpo en paz y no tener que hacer todas las guarradas que le pedía que hiciera. Deseaba poder volver a disponer de sí misma. Su madre era como era, pero Fanny iba a cumplir pronto quince años y ya no tendría que seguir viviendo en casa mucho tiempo más. Tal vez pudiera mudarse al año siguiente, cuando empezara en el instituto. Había muchos jóvenes de los pueblos que lo hacían. Vivían en la ciudad de lunes a viernes y se iban a casa el fin de semana. Eso podía hacer ella también. Sólo con que le contara a la asistente social o a la enfermera del instituto su situación, seguro que la ayudarían.

Cuando abrazó a Calypso en el box, sintió gratitud hacia el caballo. Era como si el animal le hubiera infundido fuerza y confianza en sí misma. Una especie de confianza en que todo iba a arreglarse.


No había recorrido más de trescientos metros cuando vio las luces del coche. Venía conduciendo en dirección contraria, redujo la velocidad y bajó el cristal de la ventanilla.

– Hola, ¿vas a casa?

– Sí -gritó Fanny deteniéndose.

– Espera un momento -le dijo el hombre-. Sólo voy a dar la vuelta al coche. Espérame ahí.

– Está bien.

Dudando, se bajó de la bicicleta y se colocó en el arcén. Lo vio desaparecer y tuvo ganas de hacer lo mismo. Irse a casa pedaleando todo lo deprisa que pudiera y librarse de él. Se arrepintió inmediatamente. Iba a cortar con él de una vez por todas.

Cuando regresó le pidió que se subiera en el coche rápidamente.

– ¿Y qué hago con la bicicleta? -preguntó resignada.

– Déjala en la cuneta, nadie le hará caso. Ya vendremos a buscarla luego.

Fanny no se atrevió a llevarle la contraria. Le temblaban las piernas cuando se sentó en el asiento.

– Tengo que volver pronto a casa. Mamá está en el trabajo y tengo que sacar a Mancha.

– Te dará tiempo. Sólo quería verte y hablar un rato, ¿es que no quieres?

Le hizo la pregunta sin mirarla.

– Sí -le contestó mirándolo de soslayo.

Su voz parecía forzada, y él parecía tenso. Movía las mandíbulas como si le rechinaran los dientes.

A ella le pareció que conducía demasiado deprisa, pero no se atrevió a protestar. Fuera estaba oscuro y se veían pocos coches en la carretera. Tomó dirección sur hacia Klintehamn.

– ¿Adónde vamos?

– No muy lejos. Pronto estarás en casa.

El miedo se fue adueñando de ella. Se estaban alejando cada vez más de la ciudad, y entonces supo adonde se dirigían. Se lo pensó y llegó a la conclusión de que no conseguiría nada protestando. La tensa situación que reinaba en el coche le decía que era mejor no hacerlo.

Cuando llegaron a la casa insistió en que se diera una ducha.

– ¿Y eso por qué?

– Apestas a caballo.

Fanny abrió el grifo y el agua caliente se deslizó sobre su piel desnuda sin que sintiera nada. Se enjabonó mecánicamente mientras sus pensamientos zigzagueaban por su cabeza. ¿Por qué estaba tan raro?

Se secó con una toalla de baño e intentó ahuyentar el malestar que se iba apoderando de ella. Se convenció a sí misma de que sólo estaba tenso por lo que ocurrió la última vez. Para mayor seguridad, se vistió con toda la ropa. Por si tenía que salir de allí corriendo.

El hombre estaba sentado en la cocina leyendo el periódico cuando bajó. Eso la tranquilizó.

– Vaya, ¿te has vestido? -preguntó con frialdad. La miraba como ausente; dirigía su vista vidriosa hacia ella pero era como si no la viera.

Su alivio desapareció como barrido por el viento. ¿Qué le pasaba? ¿Estaba drogado? Su pregunta seguía flotando en el aire.

– Sí -dijo insegura-. Pensé…

– ¿Sí? ¿Qué pensaste, pequeña?

– No sé, tengo que volver…

– ¿Volver? ¿Así que pensaste que veníamos hasta aquí sólo para darte una ducha?

Ahora le habló con voz suave, al tiempo que se levantaba.

– No, no sé.

– No sabes, no, hay muchas cosas que tú no sabes, corazón. Pero quizá hayas hecho bien vistiéndote. Será más divertido así. Vamos a jugar a un jueguecito, ¿comprendes? Resultará divertido. A ti que eres tan joven te gustará jugar, ¿verdad?

¿Qué mosca le había picado? Trató de contener el miedo que empezaba a invadirla y se esforzó por aparentar naturalidad. No le sirvió de nada. La agarró del pelo y la obligó a ponerse de rodillas.

– Vamos a jugar al perro y el amo, ¿sabes? A ti que te gustan tanto los perros. Tú puedes hacer de Mancha. ¿Tiene hambre Mancha? ¿Quiere Mancha hincarle el diente a algo bueno de verdad?

Mientras hablaba se fue desabrochando la bragueta con la mano que tenía libre, con la otra la agarraba con fuerza del pelo. Fanny se quedó estupefacta cuando se dio cuenta de qué era lo que quería. La presionó con fuerza contra él. Le dieron arcadas, pero no consiguió librarse.

Al cabo de un rato, por un momento le pareció que el hombre había perdido la concentración. No la agarraba con tanta fuerza, y entonces Fanny aprovechó la ocasión. Lo empujó y consiguió liberarse. Se levantó rápidamente y salió dando zancadas hasta la entrada. Abrió la puerta y echó a correr. La azotó el fuerte viento. La noche estaba oscura como la boca del lobo y hacía un frío helador. Se oía el ruido sordo del mar en la oscuridad. Corrió hacia la carretera, pero él le dio alcance. La tiró al suelo y le dio un golpe directamente en la cara, tan fuerte que a ella se le nubló la vista.

– Maldita putilla -soltó-. Ahora te haré callar.

La volvió a agarrar del pelo y la arrastró por el patio de la casa. El suelo estaba lleno de barro y la humedad le traspasó la ropa mientras iba a cuatro patas detrás de él. Se rompió los pantalones, se rozó las manos contra el suelo y le sangraba la nariz. El sonido del viento ahogó el eco de su llanto.

El hombre buscó a tientas la llave de la cabaña. La puerta se abrió con un chirrido. La empujó bruscamente dentro en la oscuridad.

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