Sábado 22 de Diciembre

El sábado por la mañana a Knutas lo despertaron los golpes que Leif dio en la puerta antes de entrar en el dormitorio dando voces.

– ¡Vamos, despierta, dormilón! Son las ocho, el desayuno está servido.

Se sentó en la cama medio dormido. Leif parecía insultantemente despejado.

– Ya he estado fuera cortando leña. Hace un tiempo espléndido, mira, ya verás -dijo señalando con la cabeza hacia la ventana.

Knutas giró la cabeza. Con enorme sorpresa vio el sol saliendo por encima del mar, que se extendía azul y relativamente en calma.

Casi había olvidado lo hermosa que era aquella vista. El día anterior cuando llegaron era de noche.

– ¡Increíble! Ya voy.

Se dio una ducha rápida, con agua caliente. «Menudo lujo, en una casa de veraneo», pensó mientras admiraba los elegantes azulejos de las paredes.

El desayuno ya estaba servido cuando bajó a la cocina: una buena barra de pan de Gotland, mantequilla, queso, paté de hígado de cerdo, jamón, salami y verduras. El aroma a café fuerte se extendía por la cocina. El fuego chisporroteaba en la chimenea.

Knutas apreciaba lo bien que se le daba a Leif preparar comida y le hincó el diente con apetito.

– ¡Qué servicio! -bromeó mirando a su amigo, que estaba sentado al otro lado de la mesa estudiando una carta náutica.

– Mañana te toca a ti preparar el desayuno. Estaba pensando que podíamos coger el barco y salir ahora que hace tan bueno. Viento suave y cinco grados.

– Es una maravilla, poder ver el sol a mediados de diciembre. No está uno muy acostumbrado a ese lujo.

– ¿Has dormido bien?

Knutas vaciló un instante.

– Como un tronco. ¿Y tú?

– Igual. Se duerme siempre tan bien en el campo.

Knutas recogió la mesa después del desayuno y fue a buscar sus cosas. Ahora quería disfrutar de la vuelta en barco y de la pesca.


Quedaban dos días para Navidad. La ilusión brillaba en los ojos de los niños, pero Emma se encontraba a años luz de la felicidad familiar y de la paz navideña. Se despertó en el cuarto de invitados de Viveka y se sentía mal. Lo cual no tenía sólo que ver con el embarazo. La noche anterior se había acostado tarde. Viveka y ella habían bebido mucho vino y se habían pasado la mitad de la noche hablando.

Podía beber el vino que quisiera. Ya no tenía que pensar en lo que era bueno para el niño. Se había decidido, pero no había tiempo para que le practicaran un aborto hasta después de Navidad. Se vería obligada a pasarse todas las fiestas con los evidentes síntomas del embarazo. Un recuerdo constante del niño que crecía en su interior.

Aún no se había atrevido a hablar con Johan, no quería que él influyera en su decisión. Por supuesto que era egoísta, pero no veía otra salida. Había decidido dejarlo al margen, alejarse totalmente. Y se había negado a hablar con él por teléfono. Lo hacía por puro instinto de supervivencia, se defendía. Por suerte Johan había vuelto a Estocolmo, eso lo hacía todo algo más fácil. Si lo viera, eso supondría una catástrofe. Tenía que pensar en los hijos que ya tenía.

Habían decidido celebrar unas Navidades absolutamente normales en familia. Visitar a los parientes y a los amigos, y hacer todo aquello que solían hacer. Emma tendría que disimular su malestar y hacer de tripas corazón. La culpa era suya y a Olle parecía que no le daba ni pizca de pena. De aquella consideración que había mostrado cuando ella estaba embarazada de sus propios hijos no se veía ni rastro.

Cuando miraba a Sara y a Filip se llenaba de ternura. Ellos no sabían nada del caos que reinaba en la cabeza de su madre.

Sonó el timbre de la puerta. Se levantó de la cama lanzando un suspiro y buscó a tientas la bata. No eran ni siquiera las diez.

Cuando abrió la puerta se encontró con las caras expectantes de su marido y de sus hijos.

– ¡Buenos días! -gritaron a coro.

– Tienes que vestirte -apremió Sara emocionada-. ¡Date prisa!

– ¿Qué pasa?

Emma miró interrogante a Olle, que ponía cara de disimulo.

– Ya lo verás, ahora arréglate. Te esperamos.

Viveka se había despertado y salió al pasillo.

– Hola. ¿Ha ocurrido algo?

– No, qué va. Sólo hemos venido a buscar a Emma -explicó Olle satisfecho.

– Pasad y sentaos en la cocina mientras tanto -se volvió hacia los niños y les preguntó-. ¿Queréis un zumo?

– ¡Sí!

Un cuarto de hora después, Emma estaba lista y se marcharon. Olle condujo hacia el sur, más allá de Visby. En Vibble tomó una carretera que se adentraba en el bosque.

– ¿Adónde vamos? -preguntó ella.

– Pronto lo verás.

Aparcaron al lado de una casa solitaria y llamaron a la puerta. Dentro se oyeron ladridos. Los niños saltaban de contento.

– Ésa es Lovis -gritó Filip-. ¡Es monísima!

Abrió una chica de unos veinticinco años con un bebé en brazos y alrededor de las piernas un golden retriever que saltaba loco de alegría al ver a los invitados.

Emma tuvo que esperar en la entrada mientras los demás entraron a toda prisa en la cocina. Oía cómo cuchicheaban allí dentro. Después vinieron donde ella estaba, primero Olle con un maravilloso cachorrillo de piel dorada en brazos y los niños detrás pegados a su padre.

– ¡Feliz Navidad! -dijo Olle, y le entregó el cachorro, que movió la cola y estiró el hocico para lamerle las manos-. Siempre has querido tener un perro. Es tuyo, si lo quieres.

Emma sintió cómo se le iluminó toda la cara al coger al cachorro en sus brazos. Era pequeño, suave y rollizo, y le lamía impaciente toda la cara. Vio los alegres ojos de sus hijos vueltos hacia ella. El cachorro llevaba un collar alrededor del cuello con una tarjeta: «Para Emma con todo mi amor / Tu Olle».

Emma se dejó caer en el banco de madera de la entrada con el cachorro en brazos.

– ¿Ves cómo le gustas? -bromeó Sara.

– No quiere dejar de lamerte -dijo Filip encantado, tratando mientras de acariciar al cachorro.

– ¿Lo quieres? -preguntó Olle-. No tienes que quedarte con él si no lo quieres, podemos dejarlo aquí.

Emma observó a Olle sin decir nada. Todo lo que había sucedido pasó por su cabeza. La frialdad de su marido la asustó, pero seguro que era porque estaba herido. Con toda la razón. Ella lo comprendía. En la cara de los niños vio esperanza. Por ellos tenía que intentarlo.

– Sí, lo quiero -afirmó-. Quiero este cachorrillo.


Llamaron a la comisaría cuando Karin y Kihlgård estaban en la pizzería de la esquina. La policía de Estocolmo comunicó que Tom Kingsley había reservado el vuelo de regreso para el día siguiente. Aterrizaría en el aeropuerto de Arlanda a las 14.45. Suponían que planeaba continuar hasta Gotland el mismo día. El siguiente vuelo para Visby saldría a las 17.10. La policía de Arlanda lo detendría en el aeropuerto y después lo escoltaría hasta Visby. Wittberg llamó y les remitió la información.

– Qué bien -respiró Karin aliviada-. A ver si entonces se acaba por fin toda esta historia y podemos librar en Navidad.

– Esperemos que efectivamente sea así. Si es que es él.

– ¿Y por qué no iba a ser?

– Uno nunca puede estar seguro del todo. Debería ser consciente de que antes o después llegaríamos a sospechar de él. No tiene nada que lo ate aquí. En el caso de que Kingsley sea el asesino, realmente cabe preguntarse por qué no se ha quedado en Estados Unidos. ¿Por qué iba a volver y arriesgarse a que lo detengan?

– Quizá esté seguro de que nadie va a sospechar de él.

– Puede ser. Sin embargo, no me sorprendería que al final resulte que el tipo es inocente y tengamos que volver a empezar desde el principio.

Kihlgård se llevó a la boca el último trozo de la apetitosa calzone y se limpió la boca con el revés de la mano. Karin lo miró con incredulidad.

– Optimista, ¿eh? -murmuró.

– Me parece raro que Knutas pueda parecer tan seguro de que Kingsley es el autor de los crímenes. Sólo porque estemos empantanados con la investigación no tiene por qué agarrarse a un clavo ardiendo.

– ¿Cómo explicas entonces lo de la píldora del día después? -inquirió Karin.

Kihlgård se echó hacia delante y bajó la voz.

– En realidad puede ser que Fanny tuviera mucha confianza en Kingsley y le pidiera consejo acerca de esa puñetera píldora y luego se dejara el prospecto olvidado en su casa. No sería totalmente descabellado.

Karin lo miró con escepticismo.

– ¿Crees realmente en esa explicación?

– ¿Por qué no? No deberíamos obcecarnos con Kingsley, es una locura.

Kihlgård se pasó la mano por las greñas, recias y entrecanas.

– ¿Y qué vamos a hacer entonces? -preguntó Karin.

– Podemos tomar algo de postre, ¿no?


Knutas dirigió el pequeño barco pesquero hacia el mar. Siempre era igual de divertido llevar el timón. Leif preparaba las redes en la cubierta. Era hijo de una familia de pescadores y estaba acostumbrado. Cuando terminó, se puso al lado de Knutas en el puente de mando.

– Hay muy poco salmón por este lado de la isla, así que en su lugar tendremos que pescar merluza.

– Qué lástima. Habría sido soberbio tener un salmón recién pescado para la cena.

– Bueno, pensándolo bien, podemos intentarlo, con señuelos de arrastre. Tiro el sedal detrás del barco y dejamos que arrastre el señuelo. Ahora que hace tanto frío los peces se encuentran en la superficie. Si tenemos suerte igual capturamos algún salmón o alguna trucha asalmonada.

Pasaron junto a la playa de Tofta y Knutas se quedó fascinado de lo desierta que estaba. La soledad de las ondulantes dunas de arena era radicalmente distinta del hervidero de turistas que se daban allí cita en verano. Tofta era con mucho la playa más popular de la isla, sobre todo entre los jóvenes. En la temporada estival las toallas estaban tan juntas unas de otras que apenas se podía ver la arena.

Leif contemplaba el mar.

– ¿Ves las islas Karlsöarna allá lejos? ¡Qué bien se ven!

Las dos islas sobresalían por encima de la superficie del mar, la grande detrás de la pequeña. Knutas había estado allí muchas veces. Toda la familia acostumbraba ir a Stora Karlsö todos los años en el mes de mayo para ver los araos comunes. Entonces acababan de salir del cascarón los polluelos de estas aves marinas tan poco conocidas.

El sol asomaba de vez en cuando entre las nubes y aunque el viento había arreciado decidieron quedarse en el mar mientras tenían echadas las redes. Leif sacó bocadillos y un termo con leche chocolateada que saborearon en la cubierta. Era difícil imaginarse que la Nochebuena estaba a la vuelta de la esquina.

Knutas se sintió cansado y se acostó un rato en la cabina. Se adormeció con el chapoteo de las olas contra el casco. Unas horas después lo despertó Leif dándole unos empujoncitos.

– Oye, tenemos que sacar las redes. Se ha levantado mucho viento.

Knutas se quedó sorprendido de lo deprisa que había cambiado el tiempo. Sintieron la fuerza del viento cuando subieron a cubierta; el cielo se había oscurecido. El barco cabeceaba mientras recogían las redes. La captura resultó bastante buena: contaron hasta nueve merluzas. El señuelo de arrastre tenía dos salmones. Ciertamente, no eran unos ejemplares perfectos, pero aun así eran soberbios.

– Ahora lo que debemos hacer es volver a casa cuanto antes -informó Leif-. He escuchado los partes meteorológicos mientras dormías. Se acerca una tormenta.

Tenían una hora de viaje para volver a Gnisvärd. Se hizo de noche y cuando pasaban cerca de la playa de Tofta, llegó la primera ráfaga de viento. El barco escoró. Knutas, que estaba subiendo la escalera hacia el puente de mando, se cayó.

– ¡Joder! -gritó al golpearse la cabeza contra la mesa.

Ahora no quedaba mucho para llegar a tierra, pero el barco se agitaba de un lado a otro. Los peces estaban en cubos en la cubierta del barco, y cuando les alcanzó la primera ola, Leif gritó:

– Tenemos que meter dentro el pescado. Si no, se caerá al mar. Ten cuidado al abrir la puerta.

Leif estaba totalmente concentrado en la negrura del mar haciendo frente a las olas lo mejor que podía. Knutas agarró el pomo de la puerta y la empujó. Uno de los cubos se había volcado y los peces estaban esparcidos por la cubierta. La siguiente ola rompió sobre la borda y arrastró al mar parte de las capturas.

Knutas recogió los peces restantes y los volvió a echar en el cubo. «Joder, qué locura -pensó-. Estoy aquí arriesgando casi la vida para salvar unos miserables peces.» Observó la cara tensa de Leif a través de la ventanilla.

Knutas entró tambaleándose en el camarote. Estaba calado hasta los huesos.

– ¡La madre que lo parió! ¿Cómo va? -le preguntó a Leif.

– Bueno, estamos cerca de la costa, así que creo que saldremos de ésta. Pero vaya tiempo de perros.

De pronto apareció en la oscuridad la luz del muelle de Gnisvärd. Knutas lanzó un suspiro de alivio. Sólo se encontraban a unos cientos de metros.


Cuando pisaron tierra firme, Knutas fue consciente del miedo que había sentido realmente. Las piernas se resistían casi a obedecerlo. Amarraron el barco y subieron deprisa hacia la casa.

– ¡Qué infierno! -resopló Knutas-. Ahora lo único que quiero es quitarme la ropa y darme una ducha caliente.

– Hazlo -dijo Leif-. Mientras tanto yo encenderé la chimenea.

En la habitación descubrió que no tenía el teléfono móvil. Maldita sea, tenía que habérsele caído por la borda cuando estaba en la cubierta. Ahora Karin no podía ponerse en contacto con él, pero le pediría a Leif el suyo. También quería llamar a Line y contarle su dramática aventura. No había teléfono en la casa, a pesar de que tenía tantas modernidades.


Entraron en calor con un café irlandés cada uno mientras preparaban la cena.

Leif agarró el salmón con mano experta. Empezó abriéndolo por la tripa con un cuchillo bien afilado, retiró las vísceras y sacó los lomos libres de espinas. A Knutas se le hacía la boca agua observando cómo Leif extendía aceite sobre los filetes con un pincel, los sazonaba y los colocaba sobre un lecho de sal gorda.

Dieron cuenta del salmón con buen apetito y lo acompañaron con cerveza. Charlaron de lo que les había ocurrido. Menuda aventura. Podía haber terminado en catástrofe. Fuera de la ventana arreciaba el viento y se acercaba otra tormenta de nieve.

Tras tomarse unos cuantos whiskys después del café, los dos notaron que se estaban pillando una buena borrachera. Escucharon música y hablaron de cosas intrascendentes, y cuando Knutas fue a acostarse ya eran las dos de la madrugada. Leif se había quedado dormido en el sofá.

Cayó rendido en la cama y debería haberse quedado dormido inmediatamente. Pero en vez de eso se despejó. Estuvo pensando en la investigación, en Kingsley. Al día siguiente volvería a Suecia el hombre sospechoso de ser el asesino. El caso que había ocupado sus pensamientos día y noche durante el último mes probablemente iba a quedar esclarecido justo a tiempo para celebrar la Nochebuena. Se alegraba de poder disfrutar de la cena navideña con la familia sin tener que pensar en aquellas desgracias. Sintió de pronto que echaba mucho de menos a Line y a los niños. Le dieron ganas de subirse al coche y volver a casa inmediatamente.

Comprendió que no iba a poder quedarse dormido, no valía la pena intentarlo siquiera, así que se vistió y bajó las escaleras sin hacer ruido. El sofá de la sala de estar estaba vacío. Leif debía de haberse ido a la cama sin que él lo hubiera oído.

Knutas se sentó en uno de los sillones de piel y empezó a llenar la pipa, la encendió y dio una profunda calada. Era muy agradable fumar solo. Como si lo disfrutara más.

Un cuadro le llamó la atención. Representaba a una mujer con un perro descansando en sus rodillas. Era una mujer esbelta y joven, llevaba un vestido rojo sin mangas, tenía los ojos cerrados y la cabeza inclinada sobre el hombro como si estuviera dormida. Tenía los labios pintados en el mismo tono rojo del vestido. El perro miraba a hurtadillas al espectador. Era un hermoso cuadro.

Knutas se echó hacia delante para ver quién era el artista. Se levantó del sillón y pasó el dedo por el marco dorado del cuadro. Dirigió la mirada al papel pintado, amarillo pálido con rayas en un tono más claro. Al lado había una silla con el respaldo alto y profusamente decorado, con los reposabrazos rematados en pomos. Aquellos detalles formaban un rompecabezas y poco a poco fue cayendo en la cuenta de dónde había visto aquello antes. Sin duda, aquél era el respaldo de la silla que se veía en las fotos de Dahlström. Norrby, que era aficionado a las antigüedades, le había explicado que se trataba de una silla inglesa de estilo barroco.

Primero fue presa de una confusión total. ¿Cómo se explicaba que Dahlström hubiera sacado fotos de Fanny en casa de Leif? ¿Habría abusado de ella, él o algún compinche, en la casa de veraneo sin que Leif tuviera conocimiento de ello? ¿Habría ocurrido mientras Dahlström estuvo construyendo la sauna?

Sus pensamientos se dispararon y todo empezó a dar vueltas dentro de su cabeza para formar un dibujo terrible. Leif era propietario de uno de los caballos de la cuadra y había empleado a Dahlström. Su aspecto físico coincidía con los datos de que disponían. El hombre de las fotos podía ser perfectamente el propio Leif. Su amigo desde hacía veinte años. Un aterrador presentimiento le recorrió el cuerpo como una descarga eléctrica penetrando en todos los rincones. Se le cayó la pipa de las manos y las cenizas se esparcieron sobre la alfombra.

Volvió a mirar el cuadro para convencerse de que estaba en lo cierto. No, no. No podía creerlo, no quería. Se le pasó por la cabeza la idea de acostarse, sin más, y hacer como si nunca hubiera visto nada. Esconder la cabeza debajo del ala y seguir como de costumbre. Una parte de él deseaba no haber observado nunca aquel lienzo.

No, de todos modos no podía creerlo. Intentó convencerse de que tenía que ser de otra manera. Al instante recordó que Leif había estado en el cobertizo la noche anterior. ¿Qué había estado haciendo?

Tenía que salir a ver. Se puso rápidamente los zapatos y la cazadora, abrió la puerta con sumo sigilo. Cruzó el patio oscuro mientras miles de pensamientos se agolpaban en su mente. Surgía en su cabeza un revoltijo de imágenes discordantes. Leif en la sauna, esquiando en una pista, disfrazado de Papá Noel en su casa, jugando al fútbol en la playa, aterradoramente brutal con el martillo en la mano en el cuarto de revelado de Dahlström, sobre el débil cuerpo de Fanny en las fotografías. Dobló la esquina de la casa y tardó unos segundos en descubrir la sombra que se alzaba delante de él. Se encontró de pronto cara a cara con Leif. Tenía las manos en la espalda formando un ángulo extraño, como si ocultara algo. Knutas no tuvo tiempo de ver lo que era.

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