Domingo 18 de Noviembre

El granizo que repiqueteaba con fuerza contra la chapa del tejado despertó al comisario Anders Knutas en su casa, que estaba a un tiro de piedra de la muralla de Visby.

Se levantó de la cama y empezó a tiritar al poner los pies sobre el frío suelo. Cansado, buscó a tientas la bata y levantó las persianas. Miró hacia fuera sorprendido, no era normal que granizara en el mes de noviembre. El jardín parecía sacado de alguna antigua película de Bergman en blanco y negro. Los árboles alzaban tristemente sus ramas desnudas hacia el cielo plomizo. Las nubes cruzaban el cielo amenazadoras. El asfalto de la calle parecía húmedo y frío. A lo lejos una mujer con un abrigo azul oscuro empujaba con dificultad un cochecito de bebé por la carretera. Iba agachada para protegerse del viento y de las punzantes gotas de hielo que iban cubriendo el suelo. Dos gorriones incautos se acurrucaban el uno contra el otro bajo los groselleros, aunque sus delgadas ramas prestaban poco cobijo.

«¿Para qué levantarse?», pensó y volvió a meterse en la cama entre las sábanas calientes. Line se había vuelto de espaldas a él y parecía que seguía durmiendo. Se acurrucó contra ella y la besó en la nuca.


La idea de sentarse frente al desayuno de los domingos con café y panecillos calientes hizo que al final decidieran abandonar la cama. En la radio local ponían melodías que habían pedido los oyentes y en la ventana el gato estaba intentando atrapar las gotas de agua que había al otro lado del cristal. Los niños no tardaron en hacer acto de presencia en la cocina, aún somnolientos, todavía con el pijama y el camisón. Petra y Nils eran gemelos y acababan de cumplir doce años. Tenían las pecas y los rizos pelirrojos de Line y la larguirucha complexión de su padre. Parecían iguales, pero sus personalidades eran totalmente distintas. Petra había heredado la calma de su padre y le gustaba la pesca, la vida al aire libre y el golf. Nils tenía un temperamento vivo, se reía a carcajadas, siempre estaba haciendo el payaso y le chiflaban el cine y la música, igual que a Line.

Knutas miró el termómetro que había fuera de la ventana. Dos grados. Con cierta tristeza constató que el mes de octubre, con su rojiza luz, había quedado atrás. Octubre era su mes favorito: el aire frío y despejado, los vibrantes colores de las hojas de los árboles, que iban del ocre al púrpura, el olor a tierra y a manzanas. Las relucientes bayas de brillante color rojo do los serbales y el bosque lleno de rebozuelos. El cielo azul. Ni demasiado calor ni demasiado frío.

Pero ahora octubre había dejado paso al grisáceo mes de noviembre, que difícilmente podía contentar a nadie. El sol salía poco después de las siete y se ponía antes de las cuatro. Los días se irían volviendo cada vez más cortos y más oscuros hasta la Navidad.

No era de extrañar que mucha gente se deprimiera en esta época del año. Todos los que estaban fuera de casa se apresuraban en volver lo antes posible. La gente caminaba encogida bajo el viento y la lluvia, sin ni siquiera fuerzas para mirarse. «Deberíamos hibernar como los osos -pensó Knutas-. Este mes es sólo un período de transición, nada más.»

El verano parecía ya lejano. Entonces la isla presentaba un aspecto muy distinto. Cada verano invadían Gotland cientos de miles de visitantes, que llegaban para disfrutar de su singular naturaleza, de sus playas de arena fina y de la ciudad medieval de Visby. Sin duda, la isla necesitaba turistas, pero eso significaba también más trabajo para la policía. Hordas de adolescentes que llegaban a Visby para divertirse en los muchos bares que allí había. Los problemas por el abuso del alcohol y las drogas aumentaban considerablemente.

Pero el verano anterior todo eso había quedado en un segundo plano. Un asesino en serie tuvo en jaque a toda la isla, sembrando el miedo entre los turistas y los lugareños. La policía tuvo que trabajar bajo una gran presión, y la presencia masiva de los medios de comunicación no contribuyó precisamente a hacérselo más fácil.

Cuando todo terminó, Knutas se sintió descontento por cómo salieron las cosas. Estuvo dándole vueltas en la cabeza a los motivos por los que la policía no había visto antes la relación entre las víctimas y evitado que se malograsen las vidas de aquellas jóvenes.

La familia se tomó cinco semanas de vacaciones, pero cuando volvió al trabajó se sintió de todo menos descansado.

El otoño había resultado bastante anodino y eso era justamente lo que él necesitaba.


Llevaba llamando a la puerta más de cinco minutos, seguro. El Flash no podía estar tan profundamente dormido. Apretó el botón brillante del timbre sin levantar el dedo, pero dentro del apartamento no hubo ninguna reacción.

Se agachó haciendo un esfuerzo y lo llamó a través de la abertura del buzón de la puerta.

– ¡Flash! ¡Flash! ¡Joder, abre!

Lanzando un suspiro se apoyó contra la puerta y encendió un cigarrillo, aunque sabía que la vecina se iba a quejar si lo veía fumando.

Había pasado ya casi una semana desde que se encontraron en Östercentrum y desde entonces no lo había vuelto a ver. No era propio de él. Como mínimo, deberían haberse encontrado alguna vez en la estación de autobuses o en la entrada de Domus.

Dio la última calada al cigarrillo y llamó a casa de la vecina.

– ¿Quién es? -chilló una débil voz.

– Soy un colega de Flash… de Henry Dahlström, su vecino de al lado. Quería preguntarle una cosa.

La puerta se abrió un poco y una señora mayor lo observó con ojos escrutadores desde detrás de una gruesa cadena de seguridad.

– ¿Qué sucede?

– ¿Ha visto a Henry últimamente?

– ¿Ha pasado algo? -preguntó con un destello de curiosidad en los ojos.

– No, no, no lo creo. Sólo que no sé dónde está.

– No he oído nada después del jaleo del fin de semana. Fue un escándalo terrible. Sería como siempre una de esas fiestas con demasiada bebida -dijo con insolencia, acusándolo con la mirada.

– ¿Sabe si tiene alguien la llave de su apartamento?

– Los porteros tienen llaves de todos. Uno de ellos vive en el portal de enfrente. Puedes ir a preguntarle. Se llama Andersson.

Cuando entró en el apartamento con la ayuda del portero, se encontró un caos de cajones sacados, armarios arrasados y muebles volcados. Los papeles, los libros, la ropa y otros trastos estaban desperdigados por todas partes. En la cocina había restos de comida, colillas y otros desperdicios esparcidos por el suelo. Olía a cerveza rancia, a tabaco y a pescado frito. Alguien había tirado al suelo los cojines del sofá y la ropa de la cama.

Los dos hombres se quedaron de pie en medio del cuarto de estar con la boca abierta. A Andersson, el portero, las palabras le salían entrecortadamente.

– ¿Qué demonios ha pasado?

Abrió la puerta del patio y miró fuera.

– Ahí tampoco está. Entonces sólo hay otro sitio donde mirar.

Bajaron la escalera hasta el sótano. A lo largo de uno de los lados del pasillo desierto había una hilera de puertas, marcadas con diferentes letreros: «Lavadero», «Sillas de bebés», «Bicicletas». Enfrente estaban los trasteros normales con las puertas de alambrera. Al fondo había una puerta normal que no tenía ningún letrero.

Del cuarto de revelado salía un olor a podrido que hizo que se les revolviera el estómago. El hedor estuvo a punto de tumbarlos. Andersson encendió la luz y lo que vieron fue espantoso. Henry Dahlström yacía en el suelo, anegado en su propia sangre. Estaba boca abajo. Tenía la parte posterior de la cabeza machacada y una herida abierta del tamaño de un puño. La sangre había salpicado las paredes e incluso hasta el techo. Tenía los brazos extendidos y cubiertos de pequeñas ampollas de color marrón. En los pantalones se apreciaba una mancha oscura como si se hubiera cagado encima.

Andersson retrocedió hacia el pasillo.

– Tengo que llamar a la policía -dijo volviendo en sí-. ¿Llevas un móvil? Me he dejado el mío arriba.

El otro hombre negó con la cabeza en respuesta.

– Quédate aquí mientras tanto. No dejes pasar a nadie.

El portero se dio la vuelta y se apresuró escaleras arriba.

Cuando regresó, el amigo del Flash había desaparecido.


Los grises edificios de hormigón presentaban un aspecto sombrío en medio de la oscuridad de noviembre. Anders Knutas y su colaboradora más cercana, la inspectora Karin Jacobsson, se bajaron del coche en la calle Jungmansgatan, en el barrio de Grabo.

Un viento helado del norte les hizo acelerar el paso hasta el portal de Henry Dahlström. Frente a la casa se había congregado ya un grupo de personas. Algunas de ellas estaban hablando con la policía. Otros agentes estaban llamando a las puertas de los vecinos y el portero prestaba declaración en la comisaría.

El edificio parecía bastante deteriorado; el farol de la fachada estaba roto y en la escalera la pintura de las paredes estaba desconchada.

Saludaron a un compañero, que los condujo hasta el cuarto de revelado. Cuando éste abrió la puerta del sótano los asaltó un hedor insoportable. El olor a cadáver, desagradable y sofocante, evidenciaba que el cuerpo se encontraba en estado de descomposición. Karin sintió náuseas. Ya había vomitado con demasiada frecuencia al presentarse en los lugares donde se había cometido algún crimen y prefería evitarlo en esta ocasión. Sacó un pañuelo y se lo apretó contra la boca.

El técnico de la policía, Erik Sohlman, apareció en la puerta del cuarto de revelado.

– Hola. La víctima es Henry Dahlström. Sabéis quién es, ¿no? El Flash, ese viejo borrachín que había sido fotógrafo. Éste era su cuarto de revelado. Y, evidentemente, parece que seguía utilizándolo.

Hizo un gesto con la cabeza hacía atrás; hacia la habitación.

– Tiene el cráneo destrozado y no se trata de unos pocos golpes. Hay sangre por todas partes. Sólo quiero avisaros de que lo que vais a ver no es nada agradable.

Se quedaron en el vano de la puerta y miraron fijamente el cuerpo.

– ¿Cuándo murió? -preguntó Knutas.

– Me atrevería a decir que lleva aquí casi una semana. El cuerpo ha empezado a descomponerse, no mucho, de momento, gracias al frío que hace aquí abajo. De haber permanecido algún día más habría empezado a oler en toda la escalera.

Sohlman se retiró el pelo de la frente y lanzó un suspiro.

– Tengo que seguir trabajando. Pasará un rato antes de que podáis entrar.

– ¿Cuánto?

– Seguro que unas horas. Yo preferiría que pudierais esperar hasta mañana. Tenemos mucho que hacer aquí. Y con el apartamento pasa lo mismo.

– De acuerdo.

Knutas observó el reducido cuarto. El espacio se había aprovechado al máximo. Cubetas de plástico apiñadas junto a recipientes con productos químicos, tijeras, pinzas de la ropa, montones de fotografías, cajones y cajas. En un rincón estaba la ampliadora.

Habían tirado al suelo una de las cubetas y los productos químicos se habían mezclado con la sangre.

Cuando salieron del portal, Knutas aspiró profundamente el frío aire vespertino. Era la tarde del domingo 18 de noviembre, eran las ocho y cuarto y la lluvia que caía del cielo oscuro empezaba a convertirse en aguanieve.

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