Martes 20 de Noviembre

La mañana amaneció con un sol pálido que apenas lograba ascender por el horizonte. El mar estaba aún relativamente caliente y la niebla se elevaba lentamente desde su superficie. El mar se confundía con el cielo, y con la bruma era imposible distinguir dónde acababa el uno y dónde empezaba el otro. Una gaviota graznó entre las casas medievales de los comerciantes en la calle Strandgatan. La abrupta muralla del siglo xiii que rodeaba la ciudad de Visby era la mejor conservada de Europa.

Desde el puerto se oía el motor de un pequeño barco de pesca que entraba con las capturas de merluza de la noche.

Knutas acababa de dejar a Line en el hospital, donde trabajaba de comadrona. Ella empezaba a trabajar a las siete y media y eso a él le venía estupendamente. Tenía tiempo de llevarla y de llegar a tiempo a la reunión de la mañana.

Llevaban casados quince años y no cambiaría ni un solo día. Se conocieron cuando él asistió a una conferencia de la policía en Copenhague. Una tarde acudió con otro colega a un restaurante de la plaza Gråbrödretorv. Line trabajaba allí de camarera haciendo unas horas al tiempo que estudiaba. Era una calurosa tarde de verano y llevaba una blusa de manga corta y una falda negra. Había intentado recogerse su indomable pelo rojo con un pasador, pero los rizos le caían una y otra vez sobre la frente. Era la persona más pecosa que él había visto jamás. Las pecas se extendían a lo largo de sus dedos blancos como la leche. Olía a almendras y cuando se inclinó sobre la mesa el brazo de ella rozó el suyo.

Cenaron juntos al día siguiente y ése fue el principio de un enamoramiento más fuerte que todo lo que había conocido hasta entonces. El año siguiente iba a estar lleno de apasionados encuentros, desgarradoras despedidas, largas llamadas nocturnas, dolorosas ausencias y el convencimiento recíproco y más fuerte cada día de haber encontrado a la persona con la que compartir su vida. Line terminó sus estudios y aceptó sin rodeos casarse con él y trasladarse a Gotland. Knutas acababa de ser nombrado jefe de la Policía Judicial y por eso decidieron comenzar su vida en común en la isla.

Resultó una decisión acertada. Line no tuvo ningún problema para adaptarse. Con su carácter alegre y comunicativo enseguida hizo un montón de amistades nuevas y se creó su propio espacio. A los dos meses consiguió un trabajo temporal en el hospital de Visby. Compraron la casa y no pasó mucho tiempo antes de que los mellizos estuvieran en camino. Knutas había pasado los treinta y cinco cuando se conocieron y anteriormente había tenido un par de relaciones bastante largas, pero nunca había experimentado lo sencillo que podía resultar todo. Con Line estaba dispuesto a hacer cualquier cosa.

Claro que tenían sus crisis y sus discusiones, como todo el mundo. Line tenía mucho genio y cuando empezaba a discutir en el dialecto danés de la isla de Fyn, a él le costaba entender lo que quería decir. Con frecuencia no podía evitar echarse a reír, lo cual a ella le irritaba aún más. A pesar de todo, sus discusiones solían acabar bien casi siempre. Entre ellos no había rivalidad.

Ahora se acercaba el cumpleaños de Line y eso lo estresaba. Iba a cumplir cuarenta y siete años el próximo sábado, pero este año no tenía ninguna idea de qué iba a comprarle.

En ese momento tenía otras cosas en las que pensar. Lo que quería era interrogar cuanto antes a Bengt Johnsson. Tuvieron que posponer el interrogatorio, porque estaba borracho como una cuba cuando lo arrestaron.

Smittenberg había ordenado su detención, como posible sospechoso de asesinato u homicidio. Era el grado más bajo y habría que reforzar las pruebas contra Johnsson para poder llevarlo ante el tribunal. El fiscal disponía de tres días. Basó su orden de detención en que existía el riesgo de que Johnsson entorpeciera la investigación si seguía en libertad. Carecía de coartada la noche del crimen y, además, llevaba encima un montón de dinero cuya procedencia no pudo explicar; veinte mil coronas, que ellos supusieron que era el dinero del premio de Dahlström. Las huellas dactilares que aparecían en los billetes estaban siendo analizadas en la Central de Huellas de Estocolmo y esperaban que la respuesta llegara a lo largo de la mañana. Si aparecían en ellos las de Dahlström, la situación de Johnsson iba a ser comprometida.


Emma iba pedaleando hacia Roma maldiciendo la hora en que había decidido ir en bicicleta al trabajo. Hacía mucho frío y el viento arreció cuando abandonó el patio de la escuela y llegó a la carretera. La escuela Kyrkskolan estaba un poco alejada del pueblo. Emma aceleró la marcha para entrar en calor. Los martes terminaba pronto, a las doce y cuarto. Normalmente solía quedarse en la escuela y trabajar un par de horas, pero hoy pensaba acercarse a ver a una amiga. Luego llevaría a los niños al centro para ir de tiendas y entrar en una pastelería, se lo había prometido. Necesitaban imperiosamente renovar su guardarropa.

La carretera estaba vacía y silenciosa, el tráfico era escaso en esta época del año. Pasó junto al paseo que conducía a las ruinas del claustro, donde se representaba a Shakespeare en verano. Dejó atrás la escuela de Roma y la piscina. Más adelante, al otro lado de la carretera, se alzaban los edificios deteriorados de la azucarera, que había cerrado. Las ventanas de las construcciones de ladrillo amarillento abrían sus negras fauces hacia ella. La azucarera había estado en funcionamiento durante más de un siglo, pero la clausuraron cuando dejó de ser rentable. La fábrica desmantelada permanecía allí como un triste recuerdo del paso del tiempo.

Levantó la cara hacia el cielo, cerró los ojos y respiró profundamente. Emma pertenecía al grupo de los que disfrutaban del mes de noviembre. Un mes sin exigencias, a diferencia del verano con todas sus expectativas: organizar barbacoas, excursiones a la playa, visitar a los amigos y a los familiares. Y que Dios se apiadara de quien no estuviera al aire libre cuando brillaba el sol.

Cuando caía la oscuridad del otoño podía sin mala conciencia acurrucarse dentro, ver la televisión durante el día si tenía ganas o leer un buen libro. Pasar de maquillarse y andar por casa con una chaqueta llena de bolitas.

En diciembre había nuevos compromisos, entonces había que celebrar Adviento, preparar la comida y los dulces para Santa Lucía y para Nochebuena, comprar los regalos de Navidad y adornar la casa.

A sus treinta y cinco años llevaba aparentemente una buena vida. Casada, dos hijos, trabajo de profesora y una bonita casa en el centro de Roma. Tenía muchos amigos y unas relaciones bastante buenas con sus padres y con sus suegros. En apariencia todo iba bien, pero su vida sentimental era un caos. Jamás habría podido imaginarse que la ausencia de Johan le iba a doler tanto. Supuso que con el tiempo se le pasaría. Ah, cómo se equivocó. En los últimos dos meses se habían visto únicamente una vez y sólo hacía seis meses que se conocían. Ese amor debería haber muerto. Visto con lógica. Pero los sentimientos y la lógica tampoco esta vez iban a la par.

Su ausencia era dolorosa. Le hacía sentirse angustiada y la mantenía despierta por la noche.

Había tratado de olvidar y seguir adelante. Advertía preocupación en la cara de sus hijos. Sara tenía ocho años y Filip uno menos. A veces le parecía que intuían lo que estaba ocurriendo. Más que Olle. Él seguía con su vida diaria como de costumbre. Parecía como si creyera que podían seguir así, el uno al lado del otro sin tocarse, eternamente. En aquellos momentos eran como un par de viejos y buenos amigos. Parecía que se había hecho a la idea de que fuera así. Alguna vez le había preguntado cómo a pesar de todo podía estar tan contento. Quería darle tiempo, le contestó. Tiempo después del trauma que supuso la muerte de Helena y todo lo que le siguió. Olle vivía aún en el error de pensar que todo eran secuelas de los acontecimientos vividos el verano anterior. Y sí, era verdad que pensaba mucho en la terrible muerte de Helena. La ausencia tras su muerte era dura.

Le parecía ver su cara en todas partes: en el supermercado, en el patio de la escuela o caminando por las calles de Visby.

Al principio creyó que aquella tragedia era la razón por la que se había enamorado de Johan. Que había sufrido una especie de conmoción emocional. Pero no pudo quitárselo de la cabeza.

La mala conciencia le hacía sufrir mucho. Pensar que era capaz de traicionar a Olle de una forma tan terrible. Ahora la conversación telefónica con Johan había aumentado aún más su confusión. Claro que quería verlo, nada le gustaría más. Pero las consecuencias de un posible encuentro la aterraban.

Cuando miraba a Olle trataba de recordar la imagen del hombre que una vez despertó en ella la llama del amor. El hombre al que dijo sí frente al altar. Seguía siendo la misma persona. Igual que entonces. Iban a envejecer juntos costara lo que costase. Eso era lo que habían decidido hacía mucho tiempo.


Johan comenzó a sentir las pulsaciones en la parte superior de las sienes nada más bajarse del avión. ¡Maldita sea! Un dolor de cabeza era lo último que necesitaba justo ahora. Junto con su colega, el fotógrafo Peter Bylund, alquiló un coche en el aeropuerto y se dirigieron directamente a los antiguos locales de la televisión, que seguían aún a su disposición. Estaban situados al lado del edificio de Radio Gotland, en el centro de Visby.

Olía a cerrado. En los rincones había pelusas grandes como ovillos de lana y los ordenadores estaban cubiertos por una fina capa de polvo. Hacía tiempo que no había estado allí nadie.

El primer reportaje que tenían en el orden del día trataba del futuro del camping de Björkhaga. Un terreno de acampada clásico de finales de los años cuarenta, situado en un paraje idílico junto a una playa de arena fina en la costa oeste de la isla. Durante los meses de verano estaba lleno de lugareños y de turistas. Muchos eran clientes fijos que volvían año tras año porque apreciaban su tranquilidad, aunque no dispusiera de todas las comodidades. Ahora habían traspasado ese suelo municipal a una empresa privada. El plan consistía en convertir el camping de Björkhaga en un moderno centro de veraneo. Las protestas de los habitantes del municipio y de los campistas no se habían hecho esperar.

La historia contaba con todos los elementos para poder convertirse en un buen reportaje televisivo: imágenes del camping solitario que había alegrado la vida de tantas familias a lo largo de los años, un intenso conflicto entre la población local indignada y un empresario con vista para los negocios que contaba con el apoyo de los mandamases del ayuntamiento.

Así pues, un trabajo fácil. Ya había concertado las entrevistas desde Estocolmo, sólo tenía que ponerse en marcha. Para Johan el mayor reto era mantenerse alejado de Emma. Ahora sólo los separaban unos pocos kilómetros.


La sala de interrogatorios estaba sencillamente amueblada con una mesa y cuatro sillas. La grabadora era nueva, como todo lo demás. Era la primera vez que se usaba.

Bengt Johnsson no parecía tan relajado como la tarde anterior. Estaba encogido en la silla con la ropa azul de la prisión mirando a Karin y a Knutas, que estaban sentados enfrente de él. Tenía el pelo negro recogido en la nuca en una fina cola de caballo y los bigotes tan hundidos como las comisuras de los labios.

Concluidas las formalidades preliminares, Knutas se echó hacia atrás en la silla y observó al hombre sospechoso de haber matado a Henry Dahlström. Cada interrogatorio era de suma importancia para la investigación. Crear confianza entre el interrogado y la persona que dirigía el interrogatorio era de vital importancia. Por eso Knutas se obligó a sí mismo a ir despacio.

– ¿Cómo te encuentras? -empezó-. ¿Quieres beber algo?

– Sí, joder. Una cerveza me vendría estupendamente.

– Lo siento, pero no podemos ayudarte con eso -sonrió Knutas-. ¿Un refresco o café?

– Una coca-cola, entonces.

Knutas llamó para pedir un refresco.

– ¿Puedo fumar?

– Sí, claro.

– Genial.

Johnsson sacó un cigarrillo dando unos golpecitos a su arrugada cajetilla de John Silver y lo encendió con cierto temblor en la mano.

– ¿Puedes contarnos cuándo fue la última vez que viste a Henry?

– Fue al día siguiente de que ganara en las carreras. Por la tarde. Yo estaba con un colega en el centro y apareció por allí el Flash. Yo tenía una buena trompa, así que no lo recuerdo muy bien.

Se interrumpió cuando se abrió la puerta y entró un policía con el refresco.

– ¿Qué pasó?

– Charlamos un poco.

– ¿Quién era el colega que estaba contigo?

– Se llama Örjan. Örjan Broström.

– ¿Qué hicisteis luego?

– El Flash se fue enseguida.

– ¿Cómo se fue de allí, paseando?

– Se fue andando hacia la parada del autobús.

– ¿No has vuelto a verlo desde entonces?

– No.

– Entonces eso fue el lunes 12 de noviembre, un día después de las carreras.

– Sí.

– ¿Qué hora era?

– No estoy muy seguro, pero la mayoría de los comercios estaban cerrados y ya era de noche. Casi no había gente por la calle, así que sería bastante tarde.

– ¿A qué te refieres? ¿Las diez, las once de la noche?

– No, no, joder. No era tan tarde. Las siete o las ocho, quizá.

– ¿Y no has vuelto a ver a Henry desde aquella tarde?

– No, no hasta que lo encontramos en el cuarto de revelado, vamos.

– El portero dice que llamaste a su casa, ¿es cierto?

– Sí.

– ¿Por qué lo buscabas?

– Llevaba ya unos cuantos días sin verlo. Y uno empieza a preocuparse, ¿no?, cuando no ves a un colega por ningún sitio.

– ¿Por qué te fuiste cuando lo encontrasteis?

Se hizo un silencio antes de que Johnsson comenzara a hablar de nuevo.

– Bueno, es que… había hecho una cosa muy tonta, bueno, una grandísima tontería.

– Sí -dijo Knutas-. ¿Qué fue lo que hiciste?

– El domingo estuvimos en las carreras de caballos toda la peña, era el último día, así que parecía un poco especial. Estábamos el Flash, Kjelle y yo, y dos tías, además, Gunsan y Monica. Estuvimos comiendo en casa del Flash antes de ir y luego cuando ganó quiso celebrarlo y nosotros también, así que fuimos a su casa después. Montamos una especie de fiesta allí, por la noche.

Bengt se calló. Knutas notó claramente el giro que había dado el interrogatorio. Ahora empezaba a ponerse interesante.

– Sí, y al Flash le habían puesto todo el dinero en la mano allí en las carreras, las ochenta mil coronas, en billetes de mil. Me enseñó dónde los había guardado, en un paquete en el armario de la limpieza. Más tarde, cuando los demás estaban en el cuarto de estar, no pude evitarlo. Pensé que tal vez no notaría nada si me llevaba algunos billetes. Yo andaba muy jodido de dinero y el Flash parecía que andaba bien de pasta últimamente, entonces pensé que… bueno, eso.

Se calló y miró a los policías con ojos suplicantes.

– Pero yo no lo maté, eso no lo hice yo. No podría hacer jamás una cosa así. Pero me llevé parte del dinero.

– ¿Cuánto?

– Unas veinte mil -dijo Johnsson en voz baja.

– En la casa de veraneo sólo había diez mil. ¿Dónde está el resto?

– Me lo he gastado. En priva, esto del Flash ha sido muy duro.

– ¿Pero, por qué huiste del sótano? -repitió Knutas.

– Tuve miedo de que creyerais que había sido yo quien había matado al Flash, puesto que había cogido su dinero.

– ¿Qué hiciste por la tarde el 12 de noviembre?

– ¿Qué día era?

– El lunes pasado, cuando te encontraste con Henry junto a la estación de autobuses.

– Como ya he dicho, estuve allí hasta las ocho o las nueve. Luego me fui con Örjan a su casa. Estuvimos bebiendo hasta que me quedé dormido en su sofá.

– ¿Qué hora era entonces?

– No sé.

– ¿Dónde vive Örjan?

– En la calle Styrmansgatan, número 14.

– Está bien. Entonces él podrá confirmar tu declaración.

– Sí, aunque estábamos muy bebidos los dos.

Los interrumpieron unos golpecitos en la puerta. Era la respuesta de la Central de Huellas. Hicieron una pequeña pausa y los policías abandonaron la sala. Johnsson quería ir al lavabo.

Efectivamente, las huellas de Dahlström aparecían en los billetes. El resultado carecía de importancia si la policía decidía creer la historia de Johnsson. Se habían encontrado otras huellas, pero ninguna que coincidiera con las del registro de delincuentes.

– ¿Qué hacemos ahora? -le preguntó Karin mientras tomaban un café de la máquina.

– No sé. ¿Le crees?

– Sí, la verdad es que sí -respondió mirando a Knutas-. Me parece que está diciendo la verdad.

– A mí también. Si hubiera alguien que pudiera corroborar su declaración, deberíamos soltarlo inmediatamente. Me parece que el robo del dinero deberíamos dejarlo a un lado, de momento.

– Su colega, ese tal Örjan, aparece un poco por todas partes. Deberíamos hacerle una visita -sugirió Karin.

– Tendré que hablar con Birger para ver qué hacemos con Bengt Johnsson, si va a seguir aquí o no. Creo que lo mejor es interrumpir ahora el interrogatorio. ¿Quieres ir a almorzar?


En Visby la oferta de restaurantes que sirvieran comidas a mediodía era limitada en la época invernal. La mayor parte de los locales abrían sólo por la tarde, y por eso, cuando querían probar algo que no fuera la magra oferta de la cafetería de la comisaría, acababan normalmente en el mismo sitio. Por supuesto, salía más caro, pero valía la pena. Klostret estaba decorado en el clásico estilo de las posadas y tenía un prestigioso cocinero. Su dueño, Leif Almlöv, era uno de los mejores amigos de Knutas. Nada más cruzar la puerta se encontraron con el ruido, el trajín y las carreras de las camareras. Todas las mesas estaban ocupadas.

Leif los vio y los saludó.

– Hola, ¿qué tal?

Le dio un ligero abrazo a Karin y a Knutas un apretón de manos, mientras seguía con la mirada la actividad a su alrededor.

– Bien. Es asombroso lo lleno que está esto -exclamó Knutas.

– Hay una convención en la ciudad. Ayer fue igual. Una locura. ¿Queríais comer?

– Sí, pero, en vez de eso, veo que tendremos que conformarnos con un perrito caliente.

– No, no, ni hablar, enseguida os prepararé una mesa. Sentaos un momento en el bar.

Le gritó al camarero que les pusiera algo de beber, que invitaba la casa. Tras sentarse cada uno en su taburete con una cerveza, Karin encendió un cigarrillo.

– ¿Has empezado a fumar? -exclamó Knutas sorprendido.

– No, qué va, sólo fumo cuando estoy de fiesta o cuando tengo problemas.

– ¿Ah, sí? ¿Y éste en cuál de los supuestos lo incluyes?

– En el último. Tengo una situación personal algo complicada.

– ¿Quieres hablar de ello?

– No. Leif nos está haciendo señas, ya tenemos mesa.

A veces Karin lo sacaba de quicio. Siempre tan extremadamente reservada con su vida privada. Es verdad que en ocasiones hablaba de sus viajes, de sus familiares o de algún evento al que hubiera asistido, pero casi nunca le contaba nada importante.

No solían verse fuera del trabajo, salvo en alguna que otra fiesta. Knutas sólo había estado en casa de Karin en contadas ocasiones. Vivía en la calle Mellangatan, en un piso bastante amplio con vistas al mar. La única compañía masculina de la que le había oído hablar con más detalles era su cacatúa Vincent, que campaba en su jaula en medio de la sala de estar. Las historias acerca de él eran muchas: Vincent, entre otras muchas cosas, era un campeón jugando al ping-pong con el pico y asustando a los invitados no deseados gruñendo como un perro.

En realidad no sabía mucho de Karin, aparte de su afición por el deporte. Jugaba al fútbol en tercera división y, a juzgar por lo que se decía, era buena. De fútbol te podía hablar todo lo que quisieras. Era centrocampista en el equipo P18 de Visby y jugaba en una liga de la Península, lo que significaba que a menudo jugaba fuera de la isla. Knutas podía imaginarse que, si actuaba en el campo igual que en el trabajo, sería dura de pelar en la lucha por el balón, a pesar de lo pequeña que era. Compartía su afición al balompié con Erik Sohlman. Podían hablar de fútbol incansablemente.

Karin era de Tingstäde, una parroquia al norte de la isla. Sus padres seguían viviendo en una casa junto al pantano de Tingstäde, casi enfrente de la iglesia. Knutas sabía que tenía un hermano más pequeño, pero nunca hablaba de él ni de sus padres.

Se preguntaba muchas veces por qué seguía viviendo sola. Karin era guapa y atractiva, y cuando llegó a la comisaría de Visby, se sintió algo atraído por ella. Fue justo antes de conocer a Line, así que no tuvo tiempo de comprobarlo. No se atrevía a preguntarle a Karin directamente por su vida amorosa, la celosa defensa de su intimidad bloqueaba cualquier intento que fuera en esa dirección. Sin embargo, eso no le impedía hablar con ella de sus propios problemas. Seguro que de él sabía casi todo, y la consideraba su mejor amiga.

Llegó la comida y se concentraron en ella, hambrientos como estaban, al tiempo que hablaban de la investigación. Ambos creían que Bengt Johnsson había dicho la verdad.

– Quizá el asesinato no tenga nada que ver con el premio que ganó en las carreras -aventuró Karin-. El autor del crimen pudo robarlo como una maniobra para despistar. Quiere hacernos creer que el móvil era el dinero. La cuestión es saber cuál podría ser el motivo entonces.

– ¿Sabes si estaba liado con alguna mujer?

– No. Esa Monica que estuvo en las carreras me ha dicho que se acostaban juntos a veces, pero que no era nada serio.

– ¿Y antes? Quizá haya alguna historia antigua que su actual círculo de amistades desconoce.

– Cabe esa posibilidad -dijo Karin dando el último sorbo a la cerveza sin alcohol con la que había acompañado el pescado-. ¿Podría tratarse de alguna antigua ex que ha querido vengarse, de un marido celoso al que su mujer ha engañado con Dahlström o de algún vecino cansado del jaleo en el portal?

– Yo creo de todos modos que la explicación es muy sencilla. Lo más probable es que tenga que ver con el premio: alguien mató a Dahlström para robarle el dinero, así de sencillo.

– Puede ser.

Karin se levantó de la mesa.

– He de irme, tengo que interrogar a ese tal Örjan Broström, el amigo de Bengan.

– De acuerdo. Suerte.


La mayoría de los clientes habían abandonado el restaurante y Leif se sentó en el sitio donde antes estaba Karin.

Se sirvió una cerveza en una copa congelada y dio un par de largos tragos.

– Qué suplicio. Prácticamente todos los clientes querían pedir a la carta, en vez de elegir el menú del día. La cocina ha sido un infierno y el cocinero estaba de mal humor y ha echado la bronca a todos. He tenido que intervenir y consolar a una camarera que estaba a punto de llorar.

– ¡Pobrecito! -se rio Knutas-. ¿Es guapa?

Leif hizo una mueca.

– Sí, muy divertido, cuando uno tiene que ir tratando al personal como si fueran bebés. Este restaurante, a veces, parece una guardería. Pero, ya se sabe, mucha gente significa mucho ruido en la caja y eso es lo que hace falta en esta dura época invernal. Y tú ¿qué tal?

– Mucho trabajo, como tú, la diferencia es que no se nota en la caja.

– ¿Qué tal va la investigación?

– Tenemos a una persona detenida, pero, entre nosotros, dudo que sea él. Pero eso también conseguiremos resolverlo.

– ¿No será alguno de sus amigos de borrachera el que lo hizo?

– Es lo más probable, ya veremos -cortó Knutas.

Pese a que Leif y él eran muy amigos, no le gustaba hablar de las investigaciones que tenía entre manos. Leif lo sabía perfectamente y lo respetaba.

– ¿Qué tal Ingrid y los niños?

– Bien. Esta mañana he salido y he reservado un viaje a París. He pensado sorprenderla con una semana romántica después de Año Nuevo. Cumpliremos entonces quince años de casados.

– ¿Ha pasado tanto tiempo?

– Increíble, pero cierto.

– A ti siempre se te ocurren buenas ideas. Yo ni siquiera sé qué comprarle a Line de regalo de cumpleaños. ¿Tienes alguna propuesta?

– Ah, no, eso tendrás que arreglarlo tú solo. Yo ya he puesto mi parte en lo que se refiere a los cumpleaños de tu mujer. Al menos, hasta que llegue la fiesta de los cincuenta.

Knutas sonrió azorado. Cuando Line, su mujer, cumplió cuarenta años, durante un tiempo atravesaron una difícil situación económica. Entonces los Almlöv se portaron estupendamente con ellos: pusieron a su disposición el local y los camareros para la fiesta de cumpleaños. Además, Leif conocía a los integrantes de una orquesta y consiguió que actuaran gratis. Su amigo era realmente considerado y generoso. Los Almlöv habían invitado a Knutas y su familia tanto a la casa que tenían en las montañas como al apartamento que tenían en la Costa del Sol.

Económicamente ambas familias estaban en niveles muy diferentes. A Knutas al principio le molestaba, pero con el tiempo había aceptado la diferencia. En lo tocante a su dinero, Leif e Ingrid tenían una relación relajada y nunca hablaban de ello.

Knutas pidió la cuenta, pero Leif no le dejó pagar. Cada vez que Knutas iba por allí tenían la misma discusión.


Johan estaba delante del cajero automático de la calle Adelsgatan cuando la vio. Venía andando desde la Puerta Sur con un niño de cada mano. Hablaba y reía con ellos. Alta y delgada, con su melena color arena cayéndole recta sobre los hombros. Cuando volvió la cabeza, vio el perfil de sus pómulos altos. Llevaba puestos unos vaqueros y una cazadora color mostaza, una bufanda de rayas alrededor del cuello y botas de ante con flecos.

Se le quedó la boca seca y se volvió. Miró hacia el cajero. «¿Desea el comprobante de su operación?» ¿Debería volverse y decir hola? La llamada de la noche anterior lo complicaba todo. No sabía si seguía enfadada.

No había saludado nunca a los niños, sólo los había visto de lejos. ¿Se fijaría en él o pasaría de largo? No había casi nadie por la calle, lo cual significaba que tendría que verlo. Sintió una ligera sensación de pánico y se volvió.

Emma se había detenido frente a un escaparate un poco más adelante. Se armó de valor.

– ¡Hola!

Clavó la mirada en los deslumbrantes ojos de la mujer.

– Hola, Johan.

Los niños, con las mejillas rojas y gorros de colores vivos, lo miraron con curiosidad. Uno era un poco más alto que el otro.

– Vosotros tenéis que ser Sara y Filip -dijo tendiendo la mano-. Yo soy Johan.

– ¿Y tú cómo sabes cómo nos llamamos? -preguntó la niña con el acento cantarín de Gotland.

Se parecía increíblemente a su madre. Una Emma en miniatura.

– Me lo ha dicho vuestra mamá.

La presencia de Emma hacía que le temblaran las rodillas.

– Johan es un amigo, podríamos decir -explicó Emma a los niños-. Es periodista de televisión y vive en Estocolmo.

– ¿Trabajas en la tele? -preguntó la niña con los ojos como platos.

– Yo te he visto en la tele -aseguró el niño, que era más pequeño y más rubio.

Johan estaba acostumbrado a que los niños aseguraran que lo habían visto, aunque sabía que la probabilidad era pequeña. El sólo aparecía en las contadas ocasiones en las que hacía alguno de los llamados stand-up, en que el reportero les explica a los espectadores lo que están viendo en las imágenes.

No le dio mayor importancia.

– ¿De verdad?

– Sí -dijo el chico con solemnidad.

– La próxima vez a ver si me saludas.

Filip asintió.

– ¿Qué tal? -la pregunta de Emma sonó indiferente.

– Bueno, pues bien. Estoy aquí con Peter. Estamos realizando un reportaje sobre el camping de Björkhaga.

– ¿Ah, sí? -dijo ella con desapego.

– ¿Y tú?

– Bien. Sí. Muy bien.

Echó una rápida ojeada a su alrededor como si tuviera miedo de que alguien se pudiera fijar en ellos.

– Trabajando, como siempre. Hay mucho que hacer.

Johan sintió una creciente irritación.

– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar? -le preguntó Emma.

– Vuelvo a casa mañana o el jueves. No está decidido aún. Depende un poco.

– Ya, ya.

Se hizo un silencio entre los dos.

– Mamá, ven.

Filip tiraba del brazo de Emma.

– Sí, cariño, ya voy.

– ¿Podemos vernos?

Tenía que preguntárselo, aunque ya le había dicho que no.

– No. No sé.

Emma bajó la mirada. Él intentó atrapársela.

Los niños tiraban de ella. Ya no hacían caso de él, querían seguir.

– ¡Mamá! -chillaron.

De pronto, lo miró directamente a los ojos. Dentro de él. Todo se detuvo durante un breve segundo. Luego dijo lo que había estado esperando:

– Llámame.


El apartamento de Örjan Broström estaba en el tercer piso y las ventanas daban a la calle Styrmansgatan. Cuando llamaron al timbre de la puerta, un perro empezó a ladrar como loco. Alternaba los ladridos con profundos gruñidos. Instintivamente dieron un paso atrás.

– ¿Quién es? -se oyó que preguntaba una voz de hombre al otro lado.

– La policía, abra la puerta -ordenó Wittberg.

– Un momento -replicó la voz.

Como pudieron comprobar, Örjan no estaba solo en casa. En la cocina había dos hombres musculosos con la cabeza rapada, estaban jugando a las cartas, bebiendo cerveza y fumando. Hablaban algún idioma de Europa del Este. Estonio, supuso Karin.

– ¿Quiénes son tus amigos? -preguntó después de sentarse en el cuarto de estar.

– Unos colegas de Estocolmo.

– ¿De Estocolmo?

– Eso es.

Örjan Broström la miró malhumorado. Llevaba puesta una camiseta sin mangas que dejaba al descubierto sus musculosos bíceps y su piel blanca como la leche. Eso, sin mencionar todos sus tatuajes. Para su espanto, Karin observó que llevaba algo parecido a una cruz gamada tatuada en un hombro. Tenía el pelo grasiento y una expresión dura en el rostro.

Sujetaba con una mano el collar del perro de pelea, que no dejó de gruñir mientras él se encendió un cigarrillo. Los miró en silencio a través del humo, con los ojos entornados. Un viejo truco entre los delincuentes, deja siempre que hable primero la pasma.

– ¿Conocías a Henry Dahlström?

– Conocer, conocer…, sabía quién era.

– ¿Sabes lo que le ha ocurrido?

– Sé que ha muerto.

– ¿Cuándo lo viste por última vez?

– No me acuerdo.

– Piénsalo un poco, podemos hacer este interrogatorio en la comisaría, tal vez eso te ayude a recordar -señaló Wittberg.

– Qué coño, no creo que sea necesario.

Hizo un gesto que quizá pretendía parecer una sonrisa.

– Entonces tendrás que colaborar un poco más. Puedes empezar tratando de recordar cuándo fue la última vez que lo viste.

– Sería en el centro, sólo nos veíamos allí. En realidad no éramos colegas.

– ¿Por qué no?

– ¿Ese viejo? ¿Un viejo borracho? ¿Por qué iba a querer yo ser amigo suyo?

– No lo sé, ¿y tú?

Wittberg se volvió hacia Karin, que meneaba la cabeza. Le resultaba difícil relajarse en aquel apartamento tan reducido con el perro al otro lado de la mesa sin quitarle los ojos de encima. Además, el hecho de que estuviera todo el tiempo gruñendo no contribuía a mejorar las cosas, ni tampoco su pelo erizado y su rabo tieso. Tenía ganas de encender un cigarrillo, ella también.

– ¿Puedes llevarte de aquí al perro? -pidió.

– ¿Qué? ¿A Hugo?

– ¿Se llama así? Suena demasiado inocente para un perro como éste.

– Tiene una hermana que se llama Josefin -masculló Örjan mientras llevaba el perro a los hombres que estaban en la cocina.

Oyeron que intercambiaban unas palabras y luego soltaron una insolente risotada. Se cerró la puerta de la cocina. Örjan volvió y lanzó una mirada burlona a Karin. Ésta pensó que aquélla era hasta ahora la primera señal de vida que había aparecido en sus ojos.

– ¿Dónde lo viste la última vez? -volvió a preguntar Wíttberg.

– Tuvo que ser aquella vez por la tarde, hace una semana, cuando estaba con Bengan en la estación de autobuses. El Flash pasó por allí.

– ¿Qué hicisteis?

– Estuvimos bebiendo.

– ¿Cuánto tiempo?

– No sé, media hora, quizá.

– ¿Qué hora era?

– Alrededor de las ocho, creo.

– ¿Puedes recordar qué día fue eso?

– Tuvo que ser el lunes pasado, porque el martes hice otra cosa.

– ¿Qué?

– Es algo personal.

Ninguno de los policías se molestó en seguir preguntándole sobre el tema.

– ¿Has estado en casa de Henry Dahlström alguna vez? -preguntó Karin.

– No.

– ¿Y en su cuarto de revelado?

Örjan negó con la cabeza.

– Pero Bengan y él eran buenos amigos y tú solías ir con Bengan. ¿Cómo es posible que no estuvieras nunca allí?

– No se presentó la ocasión. Además, joder, me acabo de mudar, sólo llevo tres meses viviendo aquí.

– Está bien. ¿Qué hicisteis luego el lunes por la tarde, cuando Dahlström se marchó a casa?

– Bengan y yo seguimos sentados un rato, aunque hacía un frío del carajo, y luego vinimos a mi casa.

– ¿Qué hicisteis?

– Nos relajamos en el sofá, estuvimos viendo la tele y bebimos bastante.

– ¿Estuvisteis solos?

– Sí.

– ¿Qué pasó después?

– Creo que nos quedamos fritos en el sofá los dos. Yo me desperté a medianoche y me metí en la cama.

– ¿Puede corroborar alguien que lo que dices es cierto?

– No lo creo, no.

– ¿Llamó alguien durante ese tiempo?

– No.

– ¿Bengan estuvo contigo toda la noche?

– Yes.

– ¿Estás seguro? Acabas de decir que te dormiste.

– Él se quedó dormido antes que yo.

– ¿Qué hiciste entonces?

– Zapeé un poco en la tele.

– ¿Qué viste?

– No lo recuerdo.

Los interrumpió uno de los tipos musculosos:

– Oye, Örjan, Hugo parece inquieto, vamos a sacarlo a dar una vuelta.

Örjan miró su reloj de pulsera.

– Bien, sí, seguro que necesita salir. La correa está colgada en un gancho de la entrada. Y no le dejéis comer hojas, le sientan fatal.

«Fantástico -pensó Karin-. Qué consideración.»

Abandonaron a Örjan Broström sin haber hecho ningún progreso. No era precisamente una persona a la que desearan volver a ver.


Cuando Knutas regresó a su despacho tras el almuerzo, llamaron a la puerta. Norrby, una persona normalmente comedida, parecía presa de un entusiasmo que hacía mucho tiempo que no veía en su colega.

– Escucha y verás -jadeó agitando unos papeles.

Se dejó caer en una de las sillas del despacho.

– Éstas son copias del banco, de la cuenta de Henry Dahlström. Durante muchos años sólo ha tenido una libreta en la que entraba el dinero de la pensión. Ya lo ves -dijo Norrby señalando las cifras en el papel-. Hace cuatro meses abrió otra cuenta. En ella se ha ingresado dinero en dos ocasiones, la misma cantidad las dos veces. El primer ingreso se realizó el 20 de julio, entonces entraron en la cuenta veinticinco mil coronas. El segundo, hace poco, el 30 de octubre; el importe fue el mismo, veinticinco mil.

– ¿De dónde viene el dinero?

– Es lo que deberemos averiguar.

Norrby se echó hacia atrás en la silla y extendió las manos con gesto teatral.

– ¡Aquí tenemos una nueva pista!

– Así pues, Dahlström estaba metido en algún negocio sucio. Yo he tenido todo el tiempo la sensación de que el móvil de su muerte no había sido el robo. Tendremos que convocar una reunión.

Knutas miró el reloj.

– Son las dos menos cuarto. ¿A las dos y media? ¿Puedes informar tú a los demás?

– Sí, claro.

– Mientras tanto voy a llamar al fiscal, Birger debería estar presente también.


Cuando la Brigada de Homicidios estuvo reunida, Norrby empezó a explicar los ingresos en la cuenta de Dahlström.

En la sala la concentración era evidente. Todos se echaron automáticamente hacia delante y Wittberg lanzó un silbido.

– Esto es la leche. ¿Podemos averiguar de dónde viene el dinero?

– El que ha ingresado el dinero ha utilizado el impreso que se utiliza normalmente para ello. En él no aparece ningún dato de la persona que hace el depósito. No obstante, tenemos la fecha del ingreso.

– ¿Y las cámaras de vigilancia? -propuso Karin.

– Ya lo hemos pensado. El banco guarda un mes las grabaciones de las cámaras. Con un poco de suerte, podremos rastrear a la persona que ingresó el dinero. En estos momentos, ya han ido a buscar las grabaciones. El primer depósito, del mes de julio, está borrado, pero tenemos el de octubre.

– Yo he hablado con el laboratorio, trabajan a marchas forzadas con las pruebas halladas en el cuarto de revelado y en el apartamento y, si todo va bien, tendremos la respuesta a finales de esta semana -informó Sohlman-. Tenemos también las huellas dactilares y de las manos encontradas en la ventana del sótano, las hemos comparado con las del registro de delincuentes: no aparecen, por lo que, si son las del autor del crimen, no ha sido condenado con anterioridad.

– ¿Y el arma del crimen? -inquirió Wittberg.

Sohlman negó con la cabeza.

– No hemos encontrado nada de momento, pero todo apunta a que se trata de un martillo normal y corriente de los que se pueden comprar en cualquier supermercado.

– All right, seguiremos con la investigación como de costumbre, pero concentrándonos en averiguar en qué andaba metido Dahlström. ¿Qué personas a su alrededor pueden saber algo? ¿El portero? ¿Su hija? A ella aún no la hemos interrogado formalmente. Ampliaremos los interrogatorios a todas las personas que hayan estado en contacto con Dahlström o que pudieran haberlo visto la noche del crimen: el conductor del autobús, los empleados del kiosco y los comercios, más vecinos de la zona.

– El hipódromo -intervino Karin-. Deberíamos ponernos en contacto con la gente de las carreras.

– Pero si ha terminado la temporada y está cerrado -observó Wittberg.

– Sí, pero todas las cuadras siguen funcionando, se sigue entrenando a los caballos, el personal de las caballerizas trabaja y los jockeys están allí. Fue precisamente en las carreras donde ganó el dinero.

– Tienes razón -afirmó Knutas-. Se agradecen todas las ideas. Una cosa antes de terminar, tiene que ver con el modo de actuar ante los medios de comunicación. Por suerte, hasta ahora ningún periodista ha prestado especial atención a este caso; como sabéis, no suelen hacerlo cuando se trata de una pelea entre borrachos. Sin embargo, su interés aumentará si se llega a saber lo del dinero. Mantenedlo en secreto, no le digáis nada a nadie. Sabéis con qué facilidad se propagan las noticias. Si algún periodista quiere preguntaros algo acerca de la investigación, remitidlo a mí o a Lars. Me ha parecido también que era el momento de pedir ayuda a la Policía Nacional. Ya he pedido refuerzos. Mañana llegarán aquí dos investigadores.

– Espero que pueda venir Martin -dijo Karin-. Sería divertido.

Se oyó un murmullo de aprobación.

A Knutas también le caía bien Martin Kihlgård. Éste los había ayudado en la investigación del verano anterior, pero la relación no estaba exenta de complicaciones. Kihlgård era alegre y agradable, pero se hacía notar constantemente y tenía puntos de vista acerca de casi todo. En el fondo, Knutas era consciente de que su susceptibilidad con respecto a Kihlgård podía estar relacionada con un complejo de inferioridad con respecto a los policías del cuerpo nacional. Además, el hecho de que su colega fuera tan ostensible y sinceramente apreciado por Karin no contribuía precisamente a mejorar las cosas.


Con un zumbido y un clic introdujeron la cinta en el reproductor de vídeo. Knutas y Karin se encontraban solos en el despacho del primero. Un centelleo de motas grises y luego apareció el interior del banco en blanco y negro. Tuvieron que pasar la cinta un poco hasta acercarse a la hora que buscaban.

El reloj que aparecía arriba en la esquina de la derecha marcaba las 12.23 del día 30 de octubre. Casi cinco minutos antes de que alguien ingresara dinero en la cuenta de Dahlström. El local estaba bastante lleno a la hora del almuerzo. La sucursal del banco se hallaba en el centro comercial de Östercentrum y mucha gente aprovechaba la pausa de la comida para atender sus asuntos bancarios. Tenían abiertas dos cajas, una atendida por una empleada y la otra por un empleado. En las sillas junto a la ventana que daba a la calle había cuatro personas sentadas: un señor mayor que llevaba un bastón, una chica joven con la melena larga y rubia, una mujer obesa de mediana edad y un hombre joven que vestía traje.

Knutas pensó que, quizá, en ese momento estaba viendo al asesino de Henry Dahlström.

Se abrió la puerta y entraron otras dos personas en el banco. Parecía que no iban juntos. Primero un hombre de unos cincuenta años. Llevaba puesta una cazadora gris y una visera a cuadros, pantalones y zapatos oscuros. Avanzó con decisión y cogió su número.

Detrás de él entró otro hombre, bastante alto y de complexión delgada. Caminaba con la espalda algo encorvada. Evidentemente ya tenía número, porque se colocó junto a las cajas como si fuera a llegar su turno enseguida.

Cuando se volvió y miró alrededor del local, Knutas vio que llevaba una cámara al cuello.

Lo reconocieron inmediatamente. Ese hombre era Henry Dahlström.

– ¡Qué putada! -bufó Knutas-. Ingresaba él mismo el dinero.

– Otra pista que se ha ido al garete. Típico. Era demasiado fácil.

Karin encendió la lámpara del techo.

– Recibía el dinero y después lo ingresaba. Imposible seguirle la pista, hablando claro.

– Qué mala suerte. ¿Pero cómo es posible que esa persona no hiciera simplemente una transferencia a la cuenta de Dahlström? Si tenía tanto miedo de que lo descubrieran, al encontrarse con Dahlström y entregarle el dinero corría un mayor riesgo que haciendo una transferencia.

– Sí que es extraño -reconoció Karin-. Me pregunto de dónde salía ese dinero. Estoy convencida de que tiene algo que ver con las carreras. Dahlström jugaba regularmente y las carreras siempre han atraído a gente sin escrúpulos. Puede que haya habido allí algún asunto turbio, tal vez algún ajuste de cuentas entre delincuentes. Dahlström, quizá, tenía que vigilar y hacer fotos para alguien que quería tener bajo control a sus rivales.

– Ves demasiadas películas -dijo Knutas.

– ¡Uy! A propósito de cine -exclamó Karin y miró el reloj-. Tengo que irme.

– ¿Qué vas a ver?

– Voy al Roxy a ver una comedia negra turca. Es un pase especial.

– ¿Con quién?

– Eso es lo que te gustaría saber, ¿no?

Le guiñó el ojo tratando de picarle y desapareció por el pasillo.

– ¿Por qué tienes que ser tan condenadamente reservada? -le gritó.


Varios meses antes

Había vuelto a casa después de clase y el piso estaba vacío.

La sensación de alivio se mezclaba con cierta dosis de culpabilidad. Últimamente, cuanto menos veía a su madre, mejor se sentía. Al mismo tiempo le parecía que no era sensato que pudiera ser así. Uno tiene que querer a su madre. Además, sólo la tenía a ella.

Abrió el frigorífico y se le cayó el alma a los pies. Tampoco hoy su madre había hecho la compra.

Le daba igual, ahora tenía que estudiar. El examen de matemáticas del jueves le preocupaba, las mates nunca habían sido su fuerte. Acababa de sacar los libros y de afilar los lápices cuando sonó el teléfono. El sonido la hizo estremecerse en la silla. El teléfono no solía oírse a menudo en su casa.

Para su sorpresa, era él, que quería invitarla a cenar. Se quedó tan sorprendida como insegura y no supo qué decirle.

– ¿Oye? ¿Sigues ahí?

Su suave voz en el auricular.

– Sí -consiguió decir, y sintió cómo le ardían las mejillas.

– ¿Puedes? ¿Quieres?

– Tengo que estudiar, tenemos un examen.

– Pero tendrás que cenar, ¿no?

– Sí, claro -dijo ella vacilante.

– ¿Está tu madre en casa?

– No, estoy sola.

Su voz sonó más decidida.

– Bueno, pues entonces es muy sencillo. Si estudias ahora para el examen como una chica aplicada, entonces puedo pasar a buscarte a las siete. Cenamos y después te llevo a casa directamente. Eso no tiene nada de malo. Así tendrás también tiempo para estudiar.

Parecía tan interesado que se sintió obligada a decir que sí. ¿De qué hablarían? Al mismo tiempo, le resultaba atractiva la posibilidad de ir a un restaurante. Las ocasiones en que había salido a comer fuera se contaban con los dedos de una mano. La última vez fue durante un desafortunado viaje de vacaciones el verano anterior. Su madre había alquilado un coche para una semana y tomaron el barco a Oskarshamn para viajar por Escania, alojándose en albergues. Llovió a cántaros todo el tiempo y su madre bebió todos los días. La última noche fueron a un restaurante chino y su madre empezó a hablar con un grupo de turistas daneses. Bebieron un montón y estuvieron armando jaleo, y su madre estaba tan borracha que se cayó de la silla y arrastró consigo el mantel de la mesa. Fanny sólo quería que se la tragara la tierra.

Se sentó a la mesa de la cocina con los libros de mates preguntándose a qué restaurante irían. Mejor que no fuera un sitio demasiado elegante. ¿Qué podía ponerse? Definitivamente, así no podía concentrarse en las matemáticas. ¿Por qué había aceptado? ¿Por qué la invitaba a salir? Pese a esos pensamientos que le daban vueltas en la cabeza, no podía evitar sentirse halagada.

De pronto oyó las llaves en la cerradura de la puerta y la voz de su madre en la entrada.

– Así, así, Mancha, buen chucho, ¡uf, qué patas más sucias! ¿Dónde está la toalla?

Fanny siguió sentada en la silla sin decir nada. Contó los segundos: 1, 2, 3, 4…

Luego llegó, esta vez había tardado cuatro segundos.

– Fanny. ¡Fanny!

Se levantó despacio.

– Síí, ¿qué pasa? -gritó.

– Ven a ayudarme, por favor. Me duele mucho la espalda. ¿Puedes duchar a Mancha? Está tan sucio.

Fanny cogió al perro por la piel de la parte posterior de la cabeza y lo llevó directamente al cuarto de baño.

Su madre seguía hablando. Evidentemente tenía uno de sus días animados.

– Hemos ido hasta el prado de Strandgärdet. Allí me he encontrado con una mujer muy agradable que tenía un caniche. Acaban de trasladarse a vivir aquí. El perro se llama Salomón, ¿te imaginas? A Mancha le ha caído muy bien. Los hemos soltado y se han metido en el agua a pesar del frío que hacía. Por eso está tan sucio, porque luego se ha revolcado en el barro. Dios, qué hambre tengo. ¿Has hecho la compra?

– No, mamá. Acabo de llegar de la escuela. Tenemos examen de mates, tengo que estudiar.

Parecía que, como de costumbre, no escuchaba. Fanny la oía haciendo ruido y abriendo los armarios de la cocina.

– ¿No tenemos nada en el congelador? Sí, qué bien. Un gratinado de pescado. Tengo que comer. ¿Cuánto tiempo tiene que estar esto en el horno? Cuarenta minutos. Dios mío, me voy a morir de hambre. Uy, qué ganas tengo de hacer pis. Uuuh.

Entró corriendo en el cuarto de baño y se sentó a orinar, mientras Fanny, apretando los dientes, lavaba diligentemente las patas al perro.

Era increíble que su madre tuviera que expresar todas sus necesidades en voz alta y con todo lujo de detalles todo el tiempo, para que todos supieran en todo momento cómo se sentía. La irritación le martilleaba dentro de la cabeza.

– Sécalo bien para que no coja frío -dijo su madre mientras se secaba a sí misma.

– Sí, mamá.

Qué bien si ella misma pudiera ser objeto de esa misma consideración alguna vez.

Cuando salió del cuarto de baño, su madre estaba echada en el sofá con los ojos cerrados.

– ¿Estás cansada?

– Sí, tengo que descansar un poco antes de ir al trabajo. ¿Metes el gratinado cuando el horno esté listo?

– De acuerdo.

Se sentó en la cocina. Su madre parecía que se había quedado dormida. «Se comporta como una niña grande», pensó Fanny mientras ponía la mesa. Eran las cuatro. Le quedaban tres horas. Dos para estudiar, esperaba, y una para arreglarse.

– ¿Tú no vas a comer? -preguntó su madre cuando Fanny puso el gratinado sobre la mesa.

– No, no tengo hambre todavía. Luego comeré algo.

– Ah, bueno -respondió la madre, que al parecer ya tenía el pensamiento en otro sitio.

Fanny estuvo a punto de hablarle de la divertida representación teatral que había visto en la escuela, pero se dio cuenta de que su madre, de todos modos, no iba a poder concentrarse y escuchar. No valía la pena contárselo.


En la actualidad

La decepción por lo de la cinta de vídeo seguía atormentando a Knutas aquella tarde mientras conducía la corta distancia que había hasta su casa.

Temblaba de frío en el coche helado. Line se quejaba de su empecinamiento en que siguieran con aquel viejo Mercedes, a pesar de que podían permitirse comprar un coche nuevo. De momento, había conseguido darle largas a su idea de comprarlo. Dos automóviles costaban mucho dinero y muchas molestias; además, no había espacio fuera de la casa. Y le costaba deshacerse de su viejo Mercedes-Benz, aquellos gastados asientos conservaban demasiados recuerdos, demasiadas experiencias. Era como si el coche y él se profesaran un amor recíproco.

Cuando aparcó el coche, había luz en todas las ventanas. Una buena señal, indicaba que ya habían llegado todos. Le apetecía pasar una tarde tranquila en familia, pero al abrir la puerta no se encontró precisamente con un paraíso familiar.

– ¡No pienso hacerlo! ¡Me importa una mierda lo que ella dice!

Nils subió la escalera dando golpes y pegó un portazo. Petra estaba sentada junto a la mesa de la cocina. Line estaba vuelta de espaldas trajinando en la cocina. Él advirtió enseguida, por su forma de moverse, que estaba enfadada.

– ¿Qué es lo que pasa aquí?

Knutas formuló la pregunta antes de quitarse siquiera el abrigo.

Su mujer se volvió. Tenía el cuello rojo y el pelo revuelto.

– No me hables. He tenido un día horrible.

– ¿Qué estáis haciendo? -preguntó Knutas acariciándole la cabeza a su hija, tras lo cual ésta se levantó disparada de la silla.

– «¿Qué estáis haciendo?» -lo imitó la niña enfadada-. Pregúntaselo a él, qué es lo que está haciendo. ¡Mi hermanito!

Y subió la escalera dando porrazos también.

– He tenido un día espantoso en el trabajo y esto es más de lo que puedo aguantar -dijo Line-. Ya puedes arreglarlo tú.

– ¿Ha pasado algo especial?

– Luego hablamos de ello.

Knutas colgó el abrigo, se quitó los zapatos y subió las escaleras dando zancadas. Juntó a los niños en el dormitorio y se sentó en el borde de la cama con los dos.

– Cuéntame ahora qué es lo que ha pasado.

– Bueno, íbamos a ayudar a poner la mesa, pero primero teníamos que vaciar el lavavajillas mientras mamá hacía la cena -dijo Nils-. Yo he cogido la cesta de los cubiertos y he empezado a colocarlos. Entonces ha llegado Petra diciendo que eso lo va a hacer ella.

– ¡No ha sido así!

– ¡Cállate! Ahora estoy hablando yo. Claro que ha sido así. Tú me la has quitado de las manos aunque yo ya había empezado.

Petra comenzó a llorar.

– ¿Es eso cierto? -preguntó Knutas con paciencia dirigiéndose a su hija.

– Sí, pero es que él siempre se pide los cubiertos, sólo porque es lo más fácil. Pensé que me tocaba a mí. Quería cambiárselo, pero él no ha querido. Entonces mamá se ha enfadado y ha dicho que dejáramos de hacer tonterías y entonces Nils me ha llamado tonta.

La cara de Nils se puso roja de indignación.

– Sí, ¡pero yo ya había empezado! ¡No puedes llegar tú y quitármela! ¡Y encima va mamá y me grita que la culpa es mía!

Knutas se volvió hacia su hija.

– Está claro que no puedes ir, sin más, y quitarle la cesta de los cubiertos a Nils cuando él ya la está vaciando, pero, aun así, Nils, a partir de ahora tenéis que turnaros en las cosas que sacáis cada uno del lavavajillas. Y pensad que mamá está cansada y que para ella no es divertido ver que os peleáis cuando está tratando de preparar la cena. Además, Nils, no puedes decirle a tu hermana que es tonta.

– Vale, perdona -dijo enfurruñado.

Knutas cogió a los dos niños y los abrazó. Petra se ablandó, pero Nils aún seguía enfadado y se soltó de sus brazos.

– Ven aquí, no ha sido para tanto.

– Déjame -gritó Nils mirando enfadado a su padre.

Knutas habló a solas con Nils y al cabo de un rato lo convenció para que, a regañadientes, bajara a cenar.

Line parecía harta y agotada.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Knutas cuando por fin se hizo la calma.

– Ha pasado una cosa en el trabajo. Luego te lo contaré.

– No, nosotros también queremos oírlo -protestó Petra.

– No sé, es una historia tan desagradable -advirtió Line.

– Por favor, mamá, cuéntala.

– Está bien, esta mañana ingresó una mujer que tenía contracciones, iba a dar a luz a su primer hijo. Todo iba bien, pero cuando empezó a empujar no podíamos sacar al niño. Anita pensó que debíamos ponerle la epidural para que se le pasaran los dolores, pero yo quería esperar.

Se le saltaban las lágrimas al contarlo. Knutas le tomó la mano por encima de la mesa.

– Luego empezaron a debilitarse rápidamente los latidos del corazón del niño, así que tuvimos que practicar una cesárea de urgencia. Pero ya era tarde. El niño murió. Yo me siento como si hubiera sido culpa mía.

– Claro que no ha sido culpa tuya. Hiciste lo que pudiste -aseguró Knutas.

– Vaya, qué pena. Pobre mamá -la consoló Petra.

– No es de mí de quien debes compadecerte. Subo a acostarme un rato.

Line suspiró profundamente y se levantó de la mesa.

– ¿Quieres que suba contigo?

– No, quiero estar sola.

Para Line, su trabajo significaba, la mayor parte de las veces, una fuente de alegría, pero, cuando algo iba mal, se torturaba a sí misma y no paraba de darle vueltas a cómo se habían desarrollado los acontecimientos. ¿Qué podían haber hecho de otra manera? ¿Y si hubieran hecho esto en vez de lo otro?

Bien mirado, tampoco era tan raro, pensaba Knutas. Line trabajaba todos los días con casos que estaban entre la vida y la muerte. Exactamente igual que él.

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