Jueves 22 de Noviembre

El olor a café recién hecho y a bollos de canela calientes le salió al encuentro cuando llegó a la sala de reuniones a la mañana siguiente. Alguien se había tomado la molestia. Miró hacia Kihlgård. Había sido él, claro. El ambiente alrededor de la mesa era muy animado. Karin tonteaba con Wittberg, que evidentemente había estado de juerga la noche anterior y ahora la entretenía contándole alguno de sus ligues, suponía Knutas. Tenía una botella de coca-cola en la mesa delante de él, ésa era la señal más clara de que tenía resaca.

Kihlgård y Smittenberg estaban sentados con las cabezas muy juntas encima de un periódico, el fiscal con un lápiz en la mano y Kihlgård con un bollo, naturalmente. ¡Santo Dios, estaban haciendo un crucigrama! Norrby y Sohlman se hallaban junto a la ventana viendo cómo granizaba y llovía a la vez, y parecía que hablaban del tiempo.

La verdad, aquello parecía un cóctel. Increíble lo que podían conseguir unos bollos recién hechos.

Knutas se sentó como de costumbre en el extremo de la mesa y carraspeó ruidosamente, pero nadie le prestó atención.

– A ver, atención -probó-. ¿Empezamos?

No hubo ninguna reacción.

Miró malhumorado a Kihlgård. Muy propio de ese gilipollas. Venir y hacerse el simpático con unos bollos y armar este barullo. Knutas no tenía nada en contra de tener ratos agradables en el trabajo, siempre y cuando se supiera elegir el momento adecuado. Estaba de un humor de perros después de la bronca que había tenido con Line por la mañana.

Todo empezó porque ella se quejó de que había ropa tirada, de que nadie había echado de comer al gato y de que el lavavajillas estaba lleno y él no lo había puesto la noche anterior, a pesar de que fue el último en irse a la cama. Cuando descubrió que Knutas, aunque lo había prometido cientos de veces, había olvidado comprar un bastón nuevo de floorball para Nils, que había roto el suyo y tenía un partido por la tarde, fue la gota que colmó el vaso. Line explotó.

El murmullo que había en la sala obligó a Knutas a levantarse de la silla y dar unas palmadas.

– A ver, ¿puedo rogaros un poco de atención? -rugió-. ¿Vamos a trabajar o quizá habéis pensado dedicar el día a actividades sociales?

– ¡Qué buena idea! -gritó Kihlgård-. ¿No podemos quedarnos dentro, alquilar una buena película y hacer palomitas? Hace tan malo; estoy congeeeelado.

Subió la voz haciendo un falsete. Levantó los brazos y agitó las palmas de las manos, moviendo las caderas al mismo tiempo. Con su impresionante corpulencia, la escena resultaba tremendamente cómica. Maldito payaso. Ni siquiera Knutas pudo evitar esbozar una sonrisa.

Empezó hablando del trabajo en negro de Dahlström.

– ¿Cómo lo has sabido? -preguntó Kihlgård.

– A través de un periodista de la televisión, Johan Berg. El matrimonio de la calle Backgatan no quería ir a la policía porque se trataba de un trabajo en negro.

– Realmente es increíble cómo se comporta la gente adinerada -estalló Karin, cuyo semblante se había ensombrecido mientras Knutas lo contaba-. Es tan deshonesto. Personas bien remuneradas que emplean a trabajadores sin pagar impuestos, a pesar de que tienen dinero para hacerlo. ¡Ni siquiera cuando ha sido asesinada una persona quieren ir a la policía, sólo por salvar su propio pellejo! ¡Qué bajeza!

Sus ojos ardían cuando recorrió con la mirada a sus colegas.

– Tienen dinero para pagar sus maravillosas casas y sus vacaciones caras, pero no para contratar legalmente a una señora de la limpieza, de manera que tenga seguro y puntos para la jubilación y todo aquello a lo que tiene derecho. Eso no pueden pagarlo. Hacen todo lo posible para evitar pagar impuestos, sin pensar por un momento que eso, de hecho, es delictivo. Al mismo tiempo, esperan tener una plaza de guardería para sus hijos, que haya un médico cuando están enfermos y que en las escuelas se sirva buena comida. Como si no vieran la relación que hay entre lo uno y lo otro. ¡Es totalmente absurdo!

Todos alrededor de la mesa la miraban sorprendidos. Ni siquiera Kihlgård, que solía ser rápido en las réplicas, dijo nada. Tal vez porque tenía la boca llena con el que, seguro, era ya su tercer bollo de canela.

– Tranquila, Jacobsson -interrumpió Knutas-. Ahórranos tus discursos incendiarios.

– ¿Qué quieres decir? ¿No estás de acuerdo conmigo en que es una cabronada?

Karin miró a su alrededor en busca de simpatizantes.

– ¿Tienes que hacer política con todo? -dijo Knutas irritado-. Aquí estamos investigando un asesinato.

Se volvió ostensiblemente y miró a sus colegas.

– Vamos a ver si podemos continuar.

Karin no dijo nada, se conformó con suspirar y menear la cabeza.

– ¿Cómo se puso esa pareja en contacto con Dahlström? -inquirió Wittberg.

– A través de conocidos de la asociación Hembygdsfbröning. Es evidente que hay más gente que ha utilizado sus servicios.

– Quizá alguno estaba descontento con la cabaña de madera -bromeó Kihlgård.

Knutas ignoró el chiste y se dirigió a Norrby

– ¿Qué ha pasado con el banco y la procedencia de los ingresos?

– Ahí hemos llegado a un punto muerto. Naturalmente tenemos los números de serie, pero ¿quién tiene copia de sus billetes? Es imposible encontrar a la persona que dio a Dahlström el dinero, puesto que fue él mismo quien lo ingresó.

– Está bien, ahora lo importante es saber quiénes han empleado ilegalmente a Dahlström. Puede haberse dedicado a eso durante muchos años. Lo raro es que ninguno de sus conocidos lo ha mencionado.

Cuando abandonó la reunión, Knutas estaba casi convencido de que la maraña en torno al asesinato iba a crecer.


El siguiente encuentro con Emma iba a tener lugar más pronto de lo que se había atrevido a esperar. A la mañana siguiente lo llamó al hotel.

– Mañana voy a ir a Estocolmo a una conferencia con mis colegas.

– ¿Estás bromeando? ¿Vamos a ir en el mismo avión?

– No, yo iré en barco. Hace tiempo que está planeado.

– ¿Significa que vamos a poder vernos?

– Sí. No había pensado quedarme a pasar la noche, pero podemos hacerlo si queremos porque la jornada termina con una fiesta. Están invitados maestros de toda Suecia. Yo había pensado no quedarme a la celebración, pero puedo hacer como que he cambiado de idea y reservar habitación en un hotel. Lo cual no quiere decir que tenga que dormir allí precisamente…

No podía dar crédito a sus oídos.

– ¿Estás hablando en serio?

Ella se echó a reír.

– ¿Quieres cenar conmigo mañana? ¿O estás ocupado, tal vez?

Fingió que se quedaba pensándolo.

– Veamos… Mañana por la noche había pensado quedarme solo en casa viendo la tele y comiendo patatas fritas, así que seguramente no podré quedar contigo. Lo siento.

El corazón se le salía del pecho.

– En serio, podemos ir a un sitio nuevo, muy bueno, que hay en la zona de Söder. Es pequeño y bullicioso, pero la comida es exquisita.

– Parece muy agradable.

Colgó el teléfono y cerró el puño en un gesto de triunfo. ¿Podría ser que ella, por fin, se hubiera dado por vencida?

Desde el principio, Grenfors había manifestado sus dudas acerca de que Noticias Regionales se hiciera eco del asesinato de Henry Dahlström. Su opinión era que se trataba de una pelea de borrachos. No era el único que pensaba de esa manera entre los compañeros y, en consecuencia, hasta ahora se habían conformado con ofrecer un breve comentario del asunto.

Dado que la redacción no había informado de la historia desde el principio, ahora era difícil introducirla. Las noticias son un producto fresco. Lo que un día era una primicia de rabiosa actualidad, al día siguiente podía parecer atrasado. Ya habían pasado cuatro días desde que encontraron a Dahlström asesinado, una eternidad en el mundo de la información, y Grenfors no se mostró especialmente interesado cuando Johan lo llamó después del desayuno.

– ¿Qué hay de nuevo?

– Dahlström hacía trabajos ocasionales en casa de la gente. Trabajos de carpintería y eso. Por supuesto, en negro.

– ¿Ah, sí?

Grenfors bostezó ruidosamente. Johan podía imaginarse al redactor mirando al mismo tiempo en la pantalla los teletipos de TT, la Agencia Central de Noticias Sueca.

– Alguien ha ingresado dinero en su cuenta. En dos ocasiones, veinticinco mil coronas cada vez.

– ¿Se tratará de los ingresos por el trabajo negro?

– Quizá. Pero hay mucho que contar de este caso y no hemos hecho ni un solo reportaje -replicó Johan-. ¡Por favor!, a un hombre le han hecho literalmente puré la cabeza con un martillo en su cuarto de revelado. ¡En la pequeña isla de Gotland, no vayamos a olvidarlo! Todos los demás han dado la noticia, pero nosotros no hemos dicho apenas nada. Ahora resulta que la víctima realizó trabajos clandestinos en casa de la gente y, para colmo, aparecen ingresos misteriosos en su cuenta. Y nosotros somos los únicos que lo sabemos. Todo parece indicar que esto no es una simple pelea de borrachos sin más. ¡Por el amor de Dios, que se trata de nuestra zona y además en Gotland, que siempre cubrimos tan mal!

– ¿Te ha confirmado esos datos la policía?

– Los ingresos no -reconoció Johan-, eso lo hemos sabido sólo a través de una cajera del banco. La policía no quiere confirmar ese dato, pero noto que es verdad. A estas alturas conozco a Knutas lo suficientemente bien. Sin embargo, nos ha confirmado lo del trabajo en negro.

– La verdad es que quizá eso sería suficiente. Pero hoy tenemos el procesamiento por el caso de la violación en grupo en Botkyrka y el juicio por el asesinato de un policía en Märsta. Va a ser demasiada información de sucesos criminales en una emisión.

Johan se enojó.

– A mí me parece que esto no puede esperar. Hemos estado dando largas a esta historia y ahora somos los únicos que tenemos nuevos datos. ¡Puede que los periódicos la den mañana!

– Tendremos que asumir ese riesgo, tan interesante no es. Tendrás que terminar hoy tu trabajo, porque mañana te necesito aquí en la redacción. Pero, de todos modos, el reportaje no se emitirá esta noche, queda mejor en la emisión del viernes. Ahora no tengo tiempo para seguir hablando. Adiós.

A Johan le ardía la sangre cuando colgó el auricular. ¡Qué actitud más absurda! Todas las redacciones de noticias informarían tanto del juicio como de las violaciones, pero ellos eran los únicos que tenían nuevos datos sobre el asesinato. La mayoría de las veces respetaba a Grenfors como redactor jefe, a pesar de que tenía sus cosas. Pero, en ocasiones, era absolutamente incapaz de comprenderlo. ¡Si al menos fuera coherente con su idea del periodismo! Un día estaba tan impaciente que podía presionar a los reporteros al máximo para conseguir lo que quería tener en su emisión. Al día siguiente le daba igual. Y luego, asistían a seminarios e insistían mil veces en cómo iban a mejorar sus propios informativos.

En el coche de camino hacia Gråbo, Johan no se mordió la lengua al hablar de la incompetencia de los redactores. Peter también estaba muy enfadado. Había sido él quien había conseguido la información acerca de los ingresos en la cuenta de Dahlström. Había conocido a una chica en un bar de Visby que tenía una hermana que trabajaba de cajera en el banco en el que se habían realizado los ingresos.

Y ahora corrían el riesgo de que la prensa local se les adelantara. Otra vez.


Gråbo ofrecía una imagen sombría y muerta con el viento cortante. El tiempo desapacible no invitaba a estar fuera de casa. Los coches del aparcamiento atestiguaban que aquí vivía gente de ingresos limitados. La mayor parte de los vehículos tenían más de diez años. Un viejo Mazda arrancó vacilante y salió dando sacudidas de su aparcamiento. Junto a la estación de reciclaje alguien había volcado un carro de la compra del supermercado ICA.

De camino hacia el portal de Dahlström pasaron junto a un edificio bajo de madera, que parecía el lavadero común. Una de las paredes laterales estaba llena de escupitajos de tabaco y las ventanas estaban cubiertas de pintadas. El parque infantil que había delante tenía un cajón con arena, columpios y unos bancos de madera desgastados. No se veía por allí a ningún niño.

Dieron la vuelta hasta llegar a la parte trasera del edificio en el que había vivido Dahlström. Las persianas bajadas impedían que los curiosos miraran el interior del piso. La parcela parecía más bien un pedacito de césped abandonado y el patio estaba formado por una tarima de madera con unos desvencijados muebles de jardín que, sin duda, habían conocido tiempos mejores. Había un montón de bandejas de carbón para hacer barbacoas, usadas y apiladas en un montón. Apoyada contra una de las paredes de hormigón, se veía una bicicleta oxidada y un saco de basura completamente lleno de lo que parecían latas vacías. Una valla rota, con la pintura desconchada, daba a un camino peatonal que se perdía en el interior de una zona boscosa.

Decidieron hablar con los vecinos.

Por fin, en la cuarta puerta a la que llamaron, abrió alguien. Un chico joven, en calzoncillos, que los miraba adormilado. Llevaba el pelo teñido de color negro y peinado hacia arriba como un cepillo de fregar, y en una oreja le brillaba un pendiente.

– Hola, somos de Estocolmo, de Noticias Regionales. Nos gustaría saber algo del hombre que vivía aquí abajo, el que ha sido asesinado.

– Entren.

Los hizo pasar al cuarto de estar y los invitó con un gesto a que tomaran asiento en el sofá. El propio dueño del apartamento, recién levantado, se sentó en una silla.

– Una cosa terrible lo del asesinato -comentó.

– ¿Qué le parecía Dahlström? -preguntó Johan.

– El viejo era un tipo legal, no había ningún problema con él. Que fuera alcohólico a mí no me molestaba. Además, tenía períodos en los que bebía menos y entonces solía dedicarse a sus fotos.

– ¿Eso era algo que todos sabían? ¿Que se dedicaba a hacer fotos?

– Seguro. Tenía ese trastero de las bicicletas como cuarto de revelado. Lo tuvo durante los seis años que yo llevo viviendo aquí.

El joven parecía como si acabara de terminar el bachillerato. Johan le preguntó cuántos años tenía.

– Veintitrés -fue la respuesta-. Me fui de casa cuando tenía diecisiete.

– ¿Qué relación tenía con Dahlström?

– Nos saludábamos cuando nos encontrábamos en el portal, claro, y a veces llamaba para preguntar si tenía algo de beber. Eso fue todo.

– ¿Ha notado si ha visitado últimamente a Dahlström alguna persona desconocida, alguien que de algún modo pareciera diferente?

Esbozó una sonrisa torcida.

– ¿Está de broma? Ninguna de las personas que lo visitaba era normal. Recientemente vi a una mujer haciendo pis en el parterre.

– ¿Se quejaban los vecinos?

– No creo que fuera para tanto, seguro que la mayoría piensa que, a pesar de todo, era un tipo legal. Solían quejarse en verano, porque entonces daba fiestas en el patio, ahí, en la parte de atrás.

– ¿Qué se comenta por aquí del asesinato?

– Todo el mundo dice que el asesino tuvo que ser alguien que conocía al Flash y que tenía la llave de su piso.

– ¿Y eso por qué?

– Bueno, porque la vieja que vivía justo en el piso de arriba oyó ruidos en la puerta de Dahlström una noche, una semana antes aproximadamente de que lo encontraran. Alguien entró en el apartamento sin llamar a la puerta mientras el Flash estaba en el sótano.

– ¿No pudo ser el propio Dahlström? -inquirió Peter.

– No, supo que no era él. Conocía el sonido de las zapatillas de Dahlström.

– ¿Quién podría tener la llave?

– Ni idea. Tenía un amigo con el que alternaba más que con los demás. Bengan, creo que se llama.

– ¿Sabe cómo se apellida?

– No.

– Tiene que ser Bengt Johnsson. Al que detuvieron al principio, y luego han dejado en libertad. Por lo visto tenía coartada. ¿Nos puede contar algo más acerca de Dahlström?

– Una vez en el verano pasó una cosa que me pareció realmente extraña. El Flash estaba hablando con un hombre abajo en el puerto por la mañana temprano, no serían más de las cinco. A mí me sorprendió porque estaban en un lugar bastante raro, entre dos contenedores fuera de un almacén. Como si estuvieran tramando algo.

– ¿No estaban allí bebiendo, sin más?

– El otro tipo no era ninguno de los colegas habituales de Dahlström, eso se veía a la legua. Tenía un aspecto demasiado cuidado para ser un borrachín.

– ¿Ah, sí? ¿Qué aspecto tenía?

– Llevaba pantalones nuevos y limpios, y un polo, parecía un ejecutivo de vacaciones.

– ¿Qué más puede decir de él?

– Apenas lo recuerdo. Creo que era algo más joven que el Flash y muy moreno.

– ¿Una persona de color?

– No, sólo que estaba muy bronceado.

– ¿Y qué hacía usted allí a esas horas?

El chico sonrió algo avergonzado.

– Estaba con una chica. Habíamos estado de fiesta en Skeppet. Es un bar que hay en el puerto, no sé si lo conocen.

Johan hizo algunos aspavientos. Conservaba un deplorable recuerdo del verano anterior, cuando pasó la lluviosa y deprimente víspera de San Juan en Skeppet y acabó con la cabeza encima del retrete toda la noche.

– Ella se iba en el barco que sale por la mañana a las siete, así que la acompañé hasta el puerto. Estábamos allí tonteando un poco, como suele decirse. Antes de que tuviera que irse.

– Esto se lo habrá contado a la policía, claro -dijo Johan.

– No, no lo saben.

– ¿Por qué no?

– No me gusta la policía, a ellos no les digo ni mu.

– ¿Podemos grabar una entrevista?

– No, ni hablar. Entonces viene la pasma aquí enseguida. Y no pueden decirles ni media palabra de que soy yo quien se lo ha contado. Estoy al tanto del derecho a no revelar las fuentes, mi hermana es periodista y me ha dicho que ustedes no pueden revelar sus fuentes.

Johan alzó las cejas sorprendido. ¡Qué chico!

– Lleva razón. Por supuesto, no diremos nada de que ha sido usted quien nos ha contado esto. A propósito, ¿dónde trabaja?

– Estoy estudiando en la universidad. Arqueología.


Aunque no pudieron filmar, Johan estaba más que contento tras la visita. Tenía que ponerse en contacto con Knutas, por supuesto sin revelar la fuente que le había facilitado esa información. El comisario conocía las reglas éticas que regían el trabajo periodístico y lo comprendería.

Llamaron a las casas de los demás vecinos, pero no abrió nadie. Por la parte de atrás no se veía a nadie. Dieron una vuelta por el camino peatonal. Peter estaba filmando los alrededores y de repente pegó un grito.

Había un coche de la policía aparcado en el sendero que conducía al barrio de al lado. Tres policías uniformados estaban hablando en un grupo. Otros dos guiaban los perros que buscaban rastros por las inmediaciones. Habían acordonado la zona alrededor de un bosquecillo de árboles y arbustos.

Para su sorpresa, divisaron a Knutas un poco más allá.

– Hola -saludó Johan-. Cuánto tiempo sin verte.

– Es verdad.

Knutas se sintió, cuando menos, molesto. Estos condenados periodistas que aparecían en los momentos más inoportunos. Hasta ahora, la investigación se había librado casi totalmente del interés de los medios de comunicación. Los reporteros de los medios locales lo habían llamado a lo largo de la mañana y le habían hecho algunas preguntas. A él no le gustaba, pero, por desgracia, eso había pasado a ser una parte habitual de su trabajo. Con todo, estaba agradecido a Johan, el cual le había pasado la información referente a los trabajos clandestinos de Dahlström. Como los periodistas eran expertos en conseguir su propia información y, además, estaban a disposición de la policía para informar a los ciudadanos cuando ésta, a veces, necesitaba su colaboración, existía una relación de dependencia entre la policía y los medios. Lo cual no significaba que ésta fuera siempre fácil de manejar.

– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó Johan.

Peter, fiel a su costumbre, puso en marcha la cámara. Knutas advirtió que lo mejor sería decir las cosas como eran.

– Hemos encontrado la que según creemos es la cámara de Dahlström.

– ¿Dónde?

Knutas apuntó hacia el bosquecillo.

– Estaba allí tirada y la ha encontrado una patrulla de guías con perros policía hace un momento.

– ¿Qué os hace pensar que sea su cámara?

– Que es de la misma marca que la que usaba Dahlström.

Justo cuando Knutas acababa de pronunciar esas palabras, se oyó un grito desde una parte alejada del bosquecillo, fuera de la zona acordonada.

– Aquí tenemos algo -gritó uno de los guías.

El pastor alemán que sujetaba no dejaba de ladrar. Peter enfocó enseguida con su cámara en esa dirección y se dirigió apresuradamente hacia allí. Johan fue tras él. En el suelo había un martillo con manchas marrones en el mango, la cabeza y la uña. Johan acercó el micrófono y Peter dejó que la cámara grabara el revuelo que se montó. Consiguieron grabar los comentarios de los policías, el martillo tirado en el suelo, los perros y el dramatismo de la escena cuando todos los presentes fueron conscientes de que, sin lugar a dudas, acababan de encontrar el arma del crimen.

A Johan le costaba creer que hubieran tenido tanta suerte. Por pura casualidad habían aterrizado en medio de un acontecimiento decisivo para la investigación de un asesinato y, además, lo habían grabado todo.

Consiguieron que Knutas se prestara a concederles una entrevista en la que confirmaba que efectivamente acababan de hacer un hallazgo que podía resultar de interés. No quiso decir qué, pero eso carecía de importancia.

Johan grabó el reportaje de pie allí mismo, con toda la actividad a su alrededor y desveló que probablemente lo que acababan de encontrar era el arma del crimen.

Antes de abandonar el lugar, Johan, sin revelar la fuente, le contó a Knutas la cita de Dahlström en el puerto.

– ¿Por qué no se ha puesto esa persona en contacto con la policía?

– A ese individuo no le gusta la policía. No me preguntes por qué.

Ya en el coche, Johan marcó directamente el número de Grenfors en la redacción de Estocolmo, con una agradable sonrisa en los labios.


Varios meses antes

Él la había llamado un montón de veces al móvil, pidiéndole perdón, le había mandado mensajes con simpáticas imágenes e incluso le había enviado un ramo de flores. Por suerte, su madre ya se había ido al trabajo cuando llegaron las flores.

Había pensado no volver a encontrarse a solas con él, pero ahora empezaba a vacilar. La llamó e insistió en que tenía que compensarla de alguna manera. Nada de cenas esta vez, sino un paseo a caballo. Sabía que a ella eso le gustaba. Él tenía un amigo en Gerum que era propietario de varios caballos y podían coger uno cada uno y montar todo el tiempo que quisieran. La propuesta era tentadora. Su madre no tenía dinero para pagarle una escuela de equitación y sólo en contadas ocasiones podía montar alguno de los de la cuadra.

Le propuso dar un paseo a caballo el sábado siguiente. Al principio le dijo que no, pero no se dio por vencido, sino que quedó en llamarla el viernes por la tarde para ver si se había arrepentido.

Se sentía confusa. Habían pasado más de dos semanas desde aquella tarde y ahora ya no parecía tan peligroso. Seguro que en el fondo era bueno.

Cuando cruzó la puerta de la cuadra el viernes por la tarde, los caballos la saludaron con un suave relincho. Se calzó las botas de goma y empezó a trabajar. Sacó la carretilla, la pala y el rastrillo. Sacó primero a Hector. Le ató el ronzal en las cadenas que había a los lados del pasillo. El caballo tuvo que quedarse allí mientras ella quitaba el estiércol. Era un trabajo duro, pero estaba acostumbrada. Los animales descansaban sobre una cama de virutas y paja, de manera que los montones de mierda eran fáciles de quitar con el rastrillo. Lo peor eran los orines que empapaban las virutas y las convertían en pesados montones. Limpió un box tras otro. Ocho boxes y casi dos horas más tarde se encontraba completamente agotada y con dolor de espalda. Sonó el móvil. Si fuera él… En vez de eso, lo que oyó fue la voz de su madre.

– Cariño, soy mamá. Tengo que contarte una cosa. El caso es que me han invitado a pasar el fin de semana en Estocolmo. Berit iba a ir con una amiga al teatro, pero la amiga se ha puesto enferma, así que Berit me ha preguntado si podía ir yo en su lugar. Ha ganado en el programa Bingo-loto un viaje para ir al teatro, ¿comprendes?, y vamos a ver Chess, el musical, y a cenar en Operakällaren y nos alojaremos en el hotel Grand. ¡Te imaginas, qué divertido! El avión sale a la seis, así que ahora tengo que darme una prisa del demonio para preparar el equipaje. ¿No te parece mal que me vaya, verdad?

– No, claro que no, haces bien. ¿Cuándo vuelves?

– El domingo por la tarde. Es perfecto, porque no trabajo hasta el lunes por la noche. Ah, qué divertido va a ser. Te dejo dinero para que puedas arreglártelas. Pero no me da tiempo a sacar a Mancha, así que tendrás que volver pronto a casa. Parece que está muy inquieto.

– Qué remedio me queda -suspiró.

Podía haber montado a Maxwell, pero ahora ya no tenía tiempo. No le quedaba más remedio que cambiarse otra vez y volver a casa.

En la puerta se encontró con su madre, con los labios recién pintados y el cabello secado con el secador. La maleta y el bolso.

Cuando por fin se marchó, Fanny se tumbó en la cama con los ojos fijos en el techo.

Otra vez sola. Nadie se ocupaba de ella. ¿Qué sentido tenía su existencia? Una madre alcoholizada que sólo pensaba en sí misma. Por si no tenía bastante con eso, había empezado a percatarse de los bruscos cambios de humor de su madre. Un día estaba contenta como unas castañuelas, rebosante de energía, para sentirse al día siguiente como un trapo. Deprimida, apática y llena de pensamientos negros. Por desgracia, eran más frecuentes los días malos. Era entonces cuando echaba mano de la botella. Fanny no se atrevía a criticar a su madre, porque entonces ésta acababa teniendo un ataque y amenazaba con suicidarse.

Fanny no tenía a nadie con quien hablar del problema. No sabía adonde tenía que dirigirse.

A veces soñaba con su padre. Que de pronto aparecía un día en la puerta y decía que había venido para quedarse. En el sueño veía cómo las abrazaba a su madre y a ella. Celebraban juntos la Navidad, iban de vacaciones. Su madre tenía las mejillas sonrosadas, estaba alegre y ya no bebía. En algunos sueños paseaban los tres por una playa del Caribe, donde había nacido su padre. La arena era blanca y el mar azul turquesa, tal como ella los había visto en las fotografías de las alegres revistas de viajes. Contemplaban juntos la puesta de sol, Fanny estaba sentada en el centro entre los dos. Aquél era uno de esos sueños de los que no quería despertar.

Se estremeció cuando Mancha se subió a la cama y le lamió las lágrimas. No había notado que había empezado a llorar. Ahí estaba sola, tumbada, y con un perro como única compañía un viernes por la tarde, cuando otras familias lo pasaban bien juntos. Sus compañeros de clase quizá hubieran quedado y estarían viendo un vídeo o la tele, escuchando música o jugando a algún juego en el ordenador. ¿Qué clase de vida tenía ella?

Sólo una persona había mostrado un poco de interés por ella, y era él. Podía volver a verlo, total, ¿qué más daba? A la mierda con todo. También podía acostarse con él si tanto lo deseaba. Alguna vez tendría que ser la primera. Le había dicho que la llamaría por la tarde. La invitación para ir a montar seguía en pie. Fanny decidió decir que sí.

Se levantó y se secó las lágrimas. Calentó un trozo de pastel en el microondas. Se lo comió sin mayor entusiasmo. Puso la tele. El teléfono estaba mudo. ¿No iba a llamar ahora que ella se había decidido? Pasaron las horas. Cogió una lata de coca-cola del frigorífico, abrió una bolsa de patatas fritas y se sentó en el sofá. Ya eran las nueve y aún no había llamado. Quería llorar de nuevo, pero sólo le salieron un par de sollozos secos. Ahora él también pasaría de ella. Empezó a ver una película que ponían por segunda vez, se comió toda la bolsa de patatas y al final se quedó dormida en el sofá con el perro a su lado.

La despertó la llamada. Al principio creyó que era el teléfono fijo, pero al levantar el auricular se dio cuenta de que era el móvil. Se levantó y fue corriendo hasta la entrada, buscó a tientas en los bolsillos de la cazadora. El teléfono dejó de sonar. Luego volvió a sonar. Era él.

– Tengo que verte… Lo necesito. ¿No podemos vernos?

– Sí -dijo ella sin vacilar-. Puedes venir aquí, estoy sola.

– Voy ahora mismo.


Se arrepintió nada más verlo. Apestaba a alcohol. Mancha ladró, pero se cansó enseguida. Un perro faldero no infundía mucho respeto.

La joven se quedó parada con los brazos colgando, sin saber muy bien qué hacer, cuando él se dejó caer en el sofá. Ahora que lo había invitado a casa no podía pedirle que se marchara inmediatamente.

– ¿Quieres algo? -le preguntó insegura.

– Ven y siéntate -contestó dando unas palmadas a su lado en el sofá.

El reloj que había en la pared marcaba las dos de la mañana. Aquello era una locura, pero hizo lo que le pidió.

No pasó más de un segundo antes de que estuviera encima de ella. Fue brutal y decidido.

Cuando la penetró, tuvo que morderse el brazo para no gritar.

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