Miércoles 21 de Noviembre

Pia Dahlström era alta, morena y muy bella. No se parecía nada a sus padres, ni en el aspecto físico ni en el carácter. Vestía pantalones negros, chaqueta y zapatos de tacón. Llevaba el cabello recogido en un moño. Había llegado temprano, porque tenía que viajar esa misma mañana. Sólo eran las siete y las dependencias policiales aún estaban vacías.

Knutas la invitó a un café que él mismo se había tomado la molestia de preparar. Nadie solía preocuparse por hacer café como Dios manda, aunque la cafetera estaba justamente al lado de la triste máquina de café. Charlaron un poco mientras se hacía el café. Pia le recordaba a Audrey Hepburn en las viejas películas de los años cincuenta. Tenía los ojos grandes y negros pintados con una raya negra bien marcada, justo como la estrella de cine.

Cuando terminó de salir el café, se acomodó en el sofá que Knutas tenía reservado para las visitas.

– ¿Puedes describirme cómo era la relación que mantenías con tu padre? -preguntó Knutas, y pensó que sonaba como un psiquiatra.

– No manteníamos una relación estrecha en absoluto. Su alcoholismo nos lo impedía. Bebía cada vez más a medida que me iba haciendo mayor, o también es posible que yo lo notara cada vez más al ir creciendo.

Movió ligeramente su bella cabeza. No se le descolocó ni un pelo.

– Nunca se preocupó de mí -continuó-. Ni una sola vez me acompañó a una clase de equitación ni a una exhibición de gimnasia. Siempre era mamá la que iba a las reuniones de padres y a hablar con los profesores. No puedo recordar que se sacrificara una sola vez, que hiciera realmente algo por mí. No, no le tenía mucho aprecio.

– Puedo comprenderlo -dijo Knutas.

– Hablas el dialecto de Gotland, pero tienes acento danés -advirtió ella sonriendo.

– Estoy casado con una danesa, seguro que se nota. ¿Cómo reaccionaste cuando te comunicaron que tu padre había fallecido?

– Sentí un vacío, sin más. De no haber sido asesinado, lo habría matado la bebida. Cuando era más joven, estaba enfadada con él, pero lo superé con el tiempo. Era la vida que eligió. Tuvo todas las posibilidades: un trabajo estimulante, una familia y una casa. Pero prefirió la botella antes que a mamá y a mí.

– ¿Cuándo fue la última vez que tuviste contacto con él?

– El mismo día que obtuve mi graduación en el instituto -dijo sin inmutarse.

– De eso debe de hacer más de quince años -exclamó Knutas sorprendido.

– Diecisiete, para ser exactos.

– ¿Cómo es posible que no mantuvierais contacto en tanto tiempo?

– Es muy sencillo. Él no llamó y yo tampoco.

– ¿Mantuvisteis alguna relación después del divorcio?

– Estuve en su casa alguna vez los fines de semana, pero no era divertido. Que yo estuviera allí no le impedía beber. Nunca se le ocurría hacer nada, sólo estábamos en el piso y venían sus amigos. Se tomaban sus cubatas sin preocuparse lo más mínimo de mí. Miraban las carreras de caballos y el fútbol en la tele, e incluso leían revistas porno. Aquello era repugnante. A menudo la visita terminaba con que yo me volvía a casa al cabo de unas horas. Después dejé de ir allí definitivamente.

– ¿Y la relación con tu madre?

– Bien, está bien. Es cierto que podría ser mejor, pero nuestra relación se mantiene en un nivel aceptable, me parece a mí -explicó y sonó como si estuviera hablando del curso de las acciones.

Se frotó la clavícula y se le vio por un instante el tirante del sujetador. Era dorado, un poco brillante y tenía bellas puntillas bordadas.

«Seguro que desnuda es igual de perfecta», pensó Knutas, y se enfadó consigo mismo porque su feminidad no le fuera indiferente.

– ¿Qué tal te va ahora? -preguntó Knutas para cambiar de tema.

– Bien, gracias. Trabajo en la Biblioteca Municipal de Malmö y me gusta mi trabajo. Tengo muchos amigos, tanto en Malmö como en Copenhague.

– ¿Vives sola?

– Sí.

– ¿Sabes si tu padre tenía algún enemigo? No habéis mantenido contacto en muchos años, pero algo que haya sucedido hace mucho tiempo también puede ser importante.

Frunció ligeramente la frente.

– Nada que yo pueda recordar.

Aquella conversación no dio mucho más de sí. Pia Dahlström dejó a su paso una estela de perfume.


Varios meses antes

– ¿Vamos a cenar aquí?

No podía ocultar su decepción. Ella había creído que iban a ir a un restaurante.

– Has acertado. Me ha prestado el apartamento un amigo. La cena ya está arriba preparada. Ven.

Entró en el portal delante de ella. El edificio estaba en una de las calles más elegantes, cerca de la plaza Södertorg, dentro del recinto amurallado. No había ascensor, así que tuvieron que subir los cuatro pisos andando. Cuando llegó arriba estaba sin aliento y una creciente sensación de incomodidad le oprimía el pecho. Observó sus pantalones con la raya planchada. De pronto, parecía tan viejo. ¿Qué tenía que ver con ella?

Le dieron ganas de darse la vuelta y correr de nuevo escaleras abajo, pero entonces le tomó la mano.

– Vas a ver lo bonito que es.

Buscaba torpemente las llaves.

Aquel piso era el más grande que había visto en su vida. Era un ático con vigas gruesas en el techo y vistas al mar. El salón era enorme, con el suelo de madera reluciente y cuadros, grandes y de vivos colores, en las paredes. En uno de los ángulos había una mesa donde ya estaban dispuestos las copas y los platos. Él se acercó apresuradamente a la mesa y encendió las velas del candelabro.

– Ven -le dijo impaciente-. Acércate y verás.

Salieron al balcón, que ofrecía un fantástico panorama. Pudo ver el mar y parte del puerto, la ciudad, con su hervidero de casas, y las torres de la catedral.

– Ahora vamos a tomar champán.

Lo dijo con tanta naturalidad que ella se sintió como una persona adulta. Volvió enseguida con una botella y dos copas. Las llenó impaciente.

– ¡Salud!

No se atrevió a contrariarlo. Bebió un sorbo con discreción. Sintió un cosquilleo en la nariz y no le supo especialmente bien. Apenas había probado antes el alcohol. Sólo un par de veces, cuando su madre le había insistido para que tomara vino algún sábado por la tarde, sólo porque quería beber acompañada. El vino tinto sabía asqueroso. Esto, de todos modos, sabía mejor; dio otro sorbo.

– Bien, ¿qué dices? ¿No es bonito? -preguntó, y le puso el brazo sobre los hombros, como si fuera la cosa más normal del mundo. Se sentía incómoda. No sabía cómo debía reaccionar.

Volvió a brindar con ella.

– Bébetelo, pequeña, y entramos a comer.

Para cenar, de primero tenían una especie de tostada con un revuelto. Ella comía despacio, lo observaba y hacía lo mismo. El hombre sirvió en las copas el resto del champán. Brindaba con ella una y otra vez. Ella tomaba pequeños sorbos y enseguida empezó a sentirse mareada. La conversación se estancaba. Le hizo unas cuantas preguntas, pero habló sobre todo de sí mismo. Presumiendo de todos los viajes que había hecho a lugares exóticos del mundo. Como si quisiera impresionarla.

Ella escuchaba sin decir casi nada. A regañadientes empezó a relajarse. Era realmente agradable estar sentada en aquel salón tan bonito y sentir el calor de las velas. Disfrutar de una buena cena con música tranquila de fondo. De segundo plato tenían solomillo de cerdo con arroz al azafrán. Vino tinto para acompañar el plato, mejor que el que había probado en casa. Se bebió toda la copa. Él seguía hablando, mientras Fanny se dedicaba a observar los movimientos de sus labios. Empezaba a sentir que le daba la risa tonta.

– ¿Te ha gustado? -le preguntó al tiempo que se levantaba y empezaba a retirar los platos.

– Sí, gracias, estaba muy bueno -respondió con una risita.

– Me alegro.

Parecía tan satisfecho que la joven sonrió aún más.

Pensar que se ponía tan alegre sólo porque estaba contenta.

– ¿Quieres café, o aún no tomas café?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Dónde está el baño?

– En la entrada, a la derecha. Pone WC en la puerta.

Se lo señaló, deseoso de mostrárselo. Tenía tantas ganas de hacer pis que estaba a punto de reventar.

El cuarto de baño era tan bonito como el resto del apartamento. Se podía regular la luz y estuvo jugando un rato con el dispositivo, subiendo y bajando la intensidad. Brillaba de lo limpio que estaba, y olía bien. Todo parecía nuevo y sin usar. El papel higiénico tenía un lindo dibujo y era más suave que el que ella solía usar en casa. Se rio al verse a sí misma frente al espejo, una risita tonta. Pensar que ella podía gozar de aquel lujo.

Cuando salió, había bajado la iluminación y se había sentado en el sofá. Delante, en la mesa baja, había dos copas de vino y un plato con velas de diferentes tamaños.

– Ven -le dijo en voz baja.

Fanny se puso en guardia. No sabía muy bien qué quería. Se sentó prudentemente a cierta distancia.

– Eres tan guapa, ¿lo sabes? -dijo suavemente.

Se acercó más a ella. Le tomó la mano y comenzó a jugar con sus dedos. No se atrevía casi a mirarlo. Él le puso una mano en la pierna. Sentía su calor y su peso a través de la tela de los vaqueros.

La dejó allí encima totalmente quieta.

– Eres tan guapa -repitió zalamero.

Le agarró con suavidad un mechón de pelo.

– Y tienes un pelo tan bonito, negro, brillante y fuerte.

Se echó hacia atrás y la miró fijamente.

– Tu cuerpo… es tan perfecto. ¿Sabes que eres muy sexy?

Se sintió angustiada e incómoda y no consiguió articular palabra. Nadie le había dicho jamás nada parecido.

De pronto la atrajo hacia sí y la besó. Ella no sabía qué hacer, permaneció inmóvil. La cabeza le daba vueltas por el vino. Sus labios presionaron los de ella con más fuerza e intentaba abrirle la boca con la lengua. Le dejó hacer. Sus manos empezaron a abrirse camino por debajo del jersey, buscando sus pechos. Fanny sintió su peso cuando se inclinó sobre ella. Entonces su mano le alcanzó un pecho. Se asustó de la reacción del hombre. Gemía y suspiraba. Se volvió más violento, tiró hasta quitarle el sujetador. Su lengua no paraba de darle vueltas en la boca. De pronto, lo vio más claro que el agua. Todo lo que sabía era que tenía que salir de allí.

– Espera -probó-. Espera.

Parecía como si no oyera, siguió tirando tratando de quitarle la ropa.

– Espera un momento. Tengo que ir al baño -dijo para que parara.

– Pero si sólo voy a tocarte un poco -le rogó.

– Sí, pero suéltame, por favor.

Se quedó quieto con las manos en la espalda de ella. Estaban sudorosas, todo él estaba sudoroso. Se quedaron quietos un rato y ella oyó que respiraba agitadamente.

Entonces aflojó los brazos. Parecía que iba a desistir.

La alejó un poco de sí y sus ojos se detuvieron en sus pechos.

– ¿Te das cuenta de lo guapa que eres? -le dijo en voz baja-. ¿Qué haces conmigo?

Empezó a tocarla de nuevo. Con más dureza, esta vez.

– No -protestó Fanny-. No quiero.

– Sólo un poco, no pido tanto.

La echó en el sofá, le bajó la cremallera, agarró los vaqueros con mano decidida y se los quitó de un tirón. Le quedaban tan estrechos que las bragas salieron al mismo tiempo. Estaba desnuda del todo y se dio cuenta de que no tenía ninguna posibilidad. Dejó de luchar en contra, se quedó quieta. Él presionaba para abrirle las piernas.

Entonces empezó a llorar.

– No quiero -gritaba-. ¡Déjame! ¡Déjame!

Súbitamente fue como si él hubiera vuelto en sí. La soltó.

Cuando la llevó a casa no dijo nada en todo el camino. Ella tampoco.


En la actualidad

Aunque no se lo esperaba, Emma accedió a quedar con él para almorzar. La entrevista con el gobernador ya estaba lista, lo cual significaba tiempo libre el resto del día. No volaba a Estocolmo hasta el día siguiente.

Habían quedado en verse en la habitación de su hotel. Ella no se atrevía a quedar en otro sitio.

Llamó Grenfors para hablarle del trabajo que había que hacer en Estocolmo, lo cual le pareció que estaba completamente fuera de lugar.

Después de la conversación se sentó en un sillón y miró el reloj. Quedaban veinte minutos para que llegara Emma. ¿No debería pedir ya la comida, y así ya estaba resuelto? Eso sería lo mejor, si iba rápido tendrían más tiempo para ellos. Echó mano del menú, se le hacía la boca agua a medida que iba leyendo: tostada, ensalada César y lenguado sobre fondo de espinacas por doscientas coronas, una locura. Hamburguesa con pommes frites de la casa, ¿no podían escribir directamente patatas fritas?

¿Qué le gustaba a Emma, qué comía? Gambas, marisco; no, sopa de pescado no. Pasta bolognese, un eufemismo de los simples espaguetis de siempre con salsa de carne. Tenía que ser algo ligero, pero no demasiado. A lo mejor tenía mucha hambre. ¿Y una tortilla?

Estaba empezando a sudar, tenía que darle tiempo a ducharse. Sin haberse decidido, marcó el número del servicio de habitaciones. ¿Qué me recomiendan? ¿Que vaya rápido, esté bueno, no resulte pesado y no sea demasiado caro? Albóndigas con salsa de nata y arándanos rojos, está bien, no muy exquisito, quizá, pero qué demonios.

Pidió dos raciones y se quitó la ropa. Quedaba un cuarto de hora. ¿Llegaría a tiempo la comida o se verían interrumpidos en medio de su anhelado encuentro? Anhelado por su parte, claro, por lo que se refería a ella, no sabía nada. ¿Y si hubiera accedido a verlo sólo para romper definitivamente?

Cuando salió de la ducha, llamaron a la puerta. No, no fastidies. Quería que le diera tiempo a vestirse, arreglarse el pelo y echarse un poco de loción. Se detuvo. ¿Y si era la comida? Se acercó con sigilo hasta la puerta, mientras el agua del cuerpo y del pelo le goteaba.

– ¿Sí?

– El servicio de habitaciones -respondió una voz al otro lado. El alivio fue impresionante. ¿Por qué vivía aquello como si fuera cosa de vida o muerte?

La camarera empezó a poner la mesa. No, no, no hace falta, gracias. No tenía propina a mano, sólo llevaba puestos los calzoncillos con una minúscula toalla delante, a modo de escudo protector. Quedaban dos minutos. Se puso rápidamente los pantalones y un jersey limpio. Eran las doce y diez y ella no había llegado. Estaba a punto de sufrir otro ataque de pánico; ¿y si no venía? ¿Se habría perdido algún mensaje? El móvil estaba encima de la mesa. No, no había ningún mensaje. Tenía que venir, maldita sea. Vio su imagen reflejada en el espejo, pálido, desvalido, abandonado a sus tempestuosos sentimientos y a la desesperación que indefectiblemente iba a anegarlo en el caso de que ella se hubiera arrepentido.

Llamaron a la puerta. Respiró tan profundamente que vio las estrellas. Meneó la cabeza: ¡era como si no pudiera tener control sobre su propia vida!

Le parecía irreal verla allí en el pasillo. Con los ojos negros y las mejillas sonrosadas parecía descaradamente saludable y maravillosa. Le sonrió y eso fue suficiente para que el suelo se hundiera bajo sus pies.

– Mmm, qué bien huele. A albóndigas -dijo sin mayor entusiasmo.

¿Cómo podía ser tan rematadamente tonto? Invitar a una maestra a albóndigas, eso lo comería casi a diario en la escuela. Qué idiota. Se sentaron a la mesa.

– ¿Quieres una cerveza?

– Sí, gracias.

Qué situación tan absurda. Allí estaban los dos, cada uno con su plato de comida, en la habitación de un hotel, con el cielo gris fuera, la primera vez que se veían a solas en casi un mes. Emma había ganado un poco de peso, constató. Le sentaba bien.

– ¿Qué tal estás?

La pregunta parecía tan artificiosa como las flores de tela que había sobre la mesa.

– Bien, gracias -replicó Emma sin levantar la vista de la comida-. ¿Y tú?

– Regular.

Las albóndigas le crecían dentro de la boca.

Silencio.

Levantaron la vista del plato al mismo tiempo y acabaron de masticar descansando la mirada en los ojos del otro.

– La verdad es que me siento fatal -confesó Johan.

– Yo también.

– Pésimamente mal, de hecho. Me siento mareado todo el tiempo.

– A mí me pasa lo mismo, es como si tuviera ganas de vomitar constantemente.

– Todo está podrido.

– Completamente podrido -afirmó ella sonriendo con los ojos.

Los dos soltaron una carcajada que murió igual de rápido. Emma tomó otro bocado.

Johan se inclinó hacia delante, impaciente ahora.

– Es como si sólo estuviera viva la mitad de mí. Ya sabes, uno hace todas las cosas habituales que tiene que hacer. Levantarse de la cama por la mañana, desayunar, ir al trabajo, pero es como si nada fuera real. Como si todo ocurriera en otra parte. Yo creo todo el tiempo que todo se va a arreglar, pero eso no pasa nunca.

Ella se pasó con delicadeza la servilleta por la boca y se levantó de la mesa. Tenía la cara seria. Johan sólo podía permanecer quieto. Emma tiró despacio de él hasta hacer que se levantara de la silla. Eran casi igual de altos. Lo rodeó con sus brazos, lo besó en la nuca. Él sintió su cálido aliento en la oreja.

El cuerpo fuerte y firme de ella contra el suyo. Se desplomaron en la cama y ella se apretó contra su cuerpo, con las piernas entrelazadas, y se abrazaron desesperadamente el uno al otro. Su boca era blanda y cálida, su pelo olía a manzana. Sintió que le escocían las lágrimas en el interior de los párpados. Estrecharla en sus brazos era como llegar a casa.

En realidad no sabía lo que hacía, ni lo que hacía ella, simplemente no quería que aquello terminara.


Efectivamente, de la Policía Nacional mandaron a Martin Kihlgård. Lo acompañaba Hans Hansson, delgado y discreto comparado con su vocinglero colega. Los compañeros de la Brigada de Homicidios dieron la bienvenida a Kihlgård con los brazos abiertos. Era un hombretón que nunca podía ir vestido decentemente, pero era un policía de reconocida competencia. Le dieron un sinfín de palmaditas en la espalda y apretones de manos. Karin le dio un abrazo tan largo que Knutas sintió un aguijonazo de la vieja irritación que había experimentado el verano anterior. Ellos dos se habían caído tan bien que se sentía celoso, aunque nunca lo reconocería en voz alta. Kihlgård era como un oso grande, pero era evidente que a Karin le agradaba su extrovertida personalidad.

Cuando vio a Knutas su sonrisa bonachona se intensificó.

– Pero, hombre, Knutte -gritó cordialmente, dándole unas palmadas en los hombros-. ¿Qué tal, viejo amigo?

«Habla como el capitán Haddock de los tebeos de Tintín», pensó Knutas mientras respondía a su sonrisa. Le fastidiaba mucho que Kihlgård, sin venir a cuento, lo llamara Knutte.

Se sentaron en el despacho de Knutas y empezaron a repasar el caso. No pasaron ni diez minutos antes de que Kihlgård empezara a hablar de la comida.

– ¿No vamos a almorzar?

– Sí, claro, ya va siendo la hora -respondió Karin de inmediato-. ¿No podríamos ir a comer a Klostret? El dueño es amigo de Anders, dan muy bien de comer -explicó volviéndose hacia los dos policías de Estocolmo.

– Eso suena divinamente -rugió Kihlgård-. Tú te encargas de que nos den una buena mesa, ¿de acuerdo, Knutte?

Después de todo, el almuerzo resultó agradable. Leif les reservó una mesa junto a la ventana, con vistas sobre las ruinas de Sankt Per. Hans Hansson no había estado nunca en Gotland y quedó impresionado.

– Esto es aún más bonito que en las fotografías que he visto. Vivís en una auténtica ciudad de ensueño, espero que sepáis valorarlo.

– Normalmente, uno no piensa mucho en ello, la verdad -sonrió Karin-. Pero cuando viajas a la Península te vuelves más consciente. De regreso a Gotland te das cuenta de lo bonita que es.

– A mí me ocurre lo mismo -afirmó Knutas-. Me costaría mucho vivir en otro lugar.

Disfrutaron del cordero asado con gratinado de tubérculos. Kihlgård no tenía tiempo de hablar mientras comía, salvo en una ocasión, para pedir más pan. Knutas recordó el apetito aparentemente insaciable de su colega. Aquel hombre se pasaba el día comiendo, a todas horas.

El restaurante estaba decorado en estilo rústico, con velas y manteles de hilo en las mesas. Ahora que el tiempo era triste y frío, aquel ambiente resultaba magnífico. Leif les ofreció un café con la tarta de chocolate especialidad de la casa y se sentó con ellos un momento.

– ¡Qué agradable ver nuevas caras! ¿Se van a quedar mucho tiempo aquí?

– Ya veremos -dijo Kihlgård-. Muy buena, realmente, la tarta.

– Volved cuando queráis. Siempre nos alegra la llegada de nuevos clientes.

– Me imagino que será duro en invierno.

– Sí, es difícil estar al frente de un restaurante que abre todo el año. Pero va bien, de momento. Venga, ya no os molesto más.

Leif se levantó y abandonó la mesa.

– Ya hemos dado un repaso a la vida y milagros de Dahlström, pero ¿cuál es la situación de los alcohólicos aquí en la isla, en general? -quiso saber Kihlgård-. ¿Cuántos hay, por ejemplo?

– Me atrevería a decir que rondará la treintena el grupo de alcohólicos empedernidos, es decir, los que sólo se dedican a beber y no tienen ningún trabajo -explicó Karin.

– ¿Y los que están sin techo?

– Realmente aquí no tenemos gente que viva en la calle como en las grandes ciudades. La mayoría tiene su propio apartamento o se aloja en las viviendas que el ayuntamiento habilita para los drogadictos, repartidas por aquí y por allá.

– ¿Se registra mucha violencia entre esos grupos?

– A veces se producen asesinatos en medio de la borrachera y la confusión. Tendremos un par de muertes al año relacionadas directamente con el consumo de drogas. Pero normalmente eso pasa entre los que mezclan el alcohol con otras drogas. Los alcohólicos, generalmente, son poco conflictivos.

Iba siendo hora de levantarse. Knutas le hizo una seña a Leif para pedirle la cuenta. A la tarta, que tanto les había gustado, invitaba la casa.


Tras el encuentro con Emma sintió la necesidad de salir a tomar el aire. Dio un paseo para despejarse las ideas.

Almedalen estaba solitario y silencioso. El camino húmedo asfaltado que discurría entre el césped brillaba a la luz de las farolas, y se oían los discretos graznidos de los patos en el estanque, aunque apenas se los veía en la oscuridad de la tarde. Se metió por el paseo marítimo que iba desde Visby hasta Snäckgärdsbaden, tres kilómetros al norte. El viento arreció y Johan se subió el cuello de la cazadora para protegerse. No se veía un alma. Las olas golpeaban contra la playa y las aves marinas graznaban. Un transbordador grande, cuyas luces de navegación brillaban en la oscuridad, se acercaba al puerto de Visby.

Pensaba en Emma y no acertaba a comprender cómo había podido vivir tanto tiempo sin ella. Todos los sentimientos habían vuelto a brotar de nuevo e intuía que iba a ser duro tener que seguir esperando otra vez. Aunque la relación había entrado en una nueva fase. Su período de reflexión había terminado y sabía lo que Emma sentía por él. Saberlo le daba fuerza y serenidad.

Ahora se trataba de que se le ocurrieran ideas buenas para futuros reportajes, y así poder volver a la isla cuanto antes. Para Emma era más difícil encontrar una buena excusa para viajar a Estocolmo.

Pasó junto a Jungfrutornet, la torre de la Virgen, una de las muchas atalayas defensivas de la muralla. Acerca de esta torre existía una antigua leyenda, según la cual, cuando en el siglo XIV el rey danés Valdemar Atterdag se disponía a conquistar Visby y despojar a la ciudad de sus riquezas, contó con la ayuda de una joven para entrar por una de las puertas de la muralla. La joven se había enamorado de Atterdag y el monarca le había prometido casarse con ella y llevarla con él a Dinamarca si le abría la puerta a él y a sus hombres. La muchacha lo hizo y los daneses saquearon Visby. El soberano no cumplió su promesa y abandonó a la joven a su suerte una vez logrado su objetivo. Cuando se conocieron los hechos, la joven fue condenada a ser emparedada viva en esa torre. Según la leyenda, aún podían oírse sus gritos pidiendo ayuda. Cuando Johan pasó por allí, en medio de la oscuridad, podía imaginarse muy bien a la joven allí dentro. El viento ululaba y quizá fuese su grito desesperado lo que trasmitía. Pese al frío, disfrutaba de aquel tiempo.

Cuando pasó el Jardín Botánico, aparecieron las lomas de Strandgärdet, y allá, a lo lejos, se veían las luces del hospital.

De pronto, oyó un grito. Un grito de verdad.

Avanzó hacia delante en la oscuridad y descubrió a una señora mayor que yacía en una pendiente con un terrier ladrando a su alrededor.

– ¿Qué le pasa?

– Me he caído y no me puedo levantar -se lamentó la mujer con voz temblorosa-. Me duele horriblemente el pie.

– Espere, que voy a ayudarla -la tranquilizó Johan agarrándola bien del brazo-. Ahora con cuidado, levántese despacio.

– Muchas gracias, ha sido horrible -se lamentaba la mujer cuando se puso en pie.

– ¿Le duele? ¿Puede apoyar el pie?

– Sí, creo que sí. ¿Tú no serás uno de esos que van por ahí robando a las señoras mayores, verdad?

Johan no pudo evitar reír. Se preguntó qué aspecto tendría con su cazadora negra, la barba de tres días y el pelo revuelto.

– No tiene por qué preocuparse. Me llamo Johan Berg.

– Pues menos mal. Ya he tenido bastante por hoy. Mi nombre es Astrid Persson. ¿Serías tan amable de acompañarme a casa? Vivo allí, en la calle Backgatan, más arriba del hospital.

La mujer señaló con un dedo cubierto por el guante.

– Por supuesto -dijo Johan sujetándola por debajo del brazo. Llevaba en la otra mano la correa del pequeño terrier, y juntos empezaron a caminar hacia la calle Backgatan.

Astrid Persson insistió para que entrase a tomar una taza de leche caliente chocolateada. Su marido Bertil había empezado a inquietarse y le agradeció mucho su ayuda.

– ¿No eres de aquí, verdad?

– No, he venido por motivos laborales. Soy periodista y trabajo en la Televisión Sueca, en Estocolmo.

– ¿Ah, sí? ¿Has venido para informar sobre el asesinato?

– ¿Se refiere al de Henry Dahlström?

– Sí, claro. ¿Sabes algo acerca de quién lo hizo?

– No, no sabemos casi nada de ese tema. La policía no quiere dar apenas información. Al menos, de momento.

– Así que es eso.

Bertil sorbió su leche chocolateada.

– Era un hombre simpático, ese Dahlström.

– ¿Lo conocía?

– Ya lo creo. Me ayudó con un par de trabajos de carpintería. El garaje lo construyó él y quedó muy bien.

– Y también hizo buena parte del trabajo cuando abrimos las ventanas de la buhardilla -apuntó la mujer-. Trabajaba de carpintero, ¿comprendes?, cuando era joven. Antes de hacerse fotógrafo.

– ¡No me diga! ¿Y podía trabajar de carpintero, a pesar de lo que bebía?

– Ya lo creo, lo hacía bien. Parecía que se esforzaba aún más. Es verdad que alguna vez noté que olía a alcohol, pero eso no influía en su trabajo. Hacía lo que tenía que hacer, venía a la hora y eso. Sí, cumplía estupendamente. Y, además, era muy agradable, reservado pero simpático.

Astrid asintió confirmándolo. Estaba sentada con el pie encima de un taburete después de que su marido se lo hubiera vendado con gran solicitud.

– ¿Cuánto tiempo hace de eso? -preguntó Johan.

– Bueno, el garaje lo hicimos hace varios años, ¿cuándo pudo ser?

Miró con gesto interrogante a su mujer.

– ¿Cuatro o cinco años, quizá? Y la ventana del tejado la hicimos el año pasado, ¿no?

– ¿Hacía ese tipo de trabajos para otras personas?

– Sí, claro que lo hacía. A mí me lo recomendó un conocido de Hembygdsföreningen [2].

– ¿Se lo han contado a la policía?

Bertil Persson pareció molesto. Dejó la taza de leche sobre la mesa.

– No, ¿por qué íbamos a hacerlo? ¿Qué importancia tiene que estuviera aquí haciendo algún trabajillo? Ellos no se ocupan de esas cosas.

Se acercó a Johan con aire confidencial y bajó la voz.

– Bueno, el caso es que el dinero se lo pagábamos en negro. Vivía de las ayudas sociales y quería cobrar así. ¿No irás a decir nada?

– Me extraña que a la policía en la situación actual le interese cómo cobraba. Están trabajando en la investigación de un asesinato y esta información es importante para ellos. No puedo guardármela para mí solo.

Bertil alzó las cejas.

– ¿Qué estás diciendo? Entonces corremos el riesgo de ir a la cárcel por haber contratado mano de obra ilegal.

Parecía asustado. Astrid Persson le puso la mano en el brazo.

– Como he dicho, no creo que la policía se tome ese asunto tan en serio -dijo Johan.

Se levantó. Quería largarse de allí cuanto antes.

– Esto te lo he contado a ti en confianza -se desmoronó Bertil Persson, y parecía como si creyera que tenía los días contados.

– Lo siento, pero no puedo hacer otra cosa.

El hombre agarró a Johan del brazo con firmeza y cambió el tono de voz, se volvió zalamero.

– Pero escucha, no será tan importante. Mi mujer y yo pertenecemos a la Iglesia, nos parece un poco vergonzoso que esto llegue a saberse. ¿No podemos olvidar todo el asunto?

– Lo siento -cortó Johan, y retiró el brazo con más brusquedad de la que hubiera deseado.

Se apresuró a dejar la casa tras una fría despedida.


Knutas se hundió en la silla del escritorio y sostenía la que debería ser su última taza de café del día; al menos, eso sería lo mejor para su estómago. Los resultados preliminares de la autopsia realizada por el médico forense mostraban justo lo que esperaban, que Henry Dahlström había muerto a consecuencia de los impactos recibidos en la parte posterior de la cabeza, infringidos con un martillo. El autor del crimen había asestado un gran número de golpes utilizando tanto la parte roma como la uña del martillo.

La muerte se había producido probablemente el lunes 12 de noviembre a última hora o tal vez al día siguiente. Aquello encajaba perfectamente con los datos que tenían. Todo indicaba que la muerte se había producido por la noche, después de las diez y media, cuando los vecinos habían oído a Dahlström bajar al sótano.

Knutas empezó a llenar la pipa con minuciosidad, al tiempo que seguía estudiando las fotos y leyendo la descripción de las lesiones.

Resolver un asesinato era como resolver un crucigrama. La solución rara vez se descubría directamente, sino que era necesario dejar reposar algunos detalles un día y concentrarse en otras pistas. Cuando volvía a examinar lo que había dejado a un lado, a menudo se le ocurrían nuevas ideas. Y lo mismo ocurría con el crucigrama, se quedaba francamente sorprendido de que le hubiera costado tanto solucionarlo. Al mirarlo de nuevo, estaba más claro que el agua de qué se trataba.

Knutas se colocó al lado de la ventana, la abrió un poco y encendió la pipa.

Luego estaban los testigos. Los conocidos de Dahlström no tenían nada verdaderamente interesante que contar. En realidad, no hicieron más que confirmar lo que la policía ya sabía. Tampoco había aparecido nada nuevo que pudiera reforzar las sospechas contra Johnsson, y el fiscal había decidido ponerlo en libertad. Aún se le consideraba sospechoso por robo, pero no había motivos para que siguiera en prisión.

Para Knutas casi estaba totalmente descartado que Johnsson fuera el culpable. Sin embargo, no dejaba de pensar en ese tal Örjan. Un tipo desagradable. Había estado en la cárcel por un delito de lesiones graves. Ese hombre sí que podía ser capaz de matar.

En el interrogatorio lo había negado, claro, y había asegurado que apenas conocía a Dahlström, cosa que confirmaron el resto de los integrantes del grupo. Lo cual, de todos modos, no impedía que hubiera podido asesinar a Dahlström.

El profesor de gimnasia, Arne Haukas, que vivía en el mismo portal que Dahlström, había sido interrogado acerca de sus actividades la noche del crimen. Aseguró que sólo había estado fuera echando una de sus habituales carreras. Explicó que había salido a correr tan tarde porque había estado viendo una película en la tele. Cerca había un sendero con alumbrado público, por lo que correr por la noche no era ningún problema. No había visto ni oído nada raro.


El sonido del teléfono sacó a Knutas de sus reflexiones. Era Johan, quien le contó los trabajos de carpintería que Dahlström había realizado en casa de Bertil y Astrid Persson en la calle Backgatan. Knutas se quedó sorprendido.

– Qué raro que no hayamos oído nada de eso. ¿Sabes el nombre de más gente para la que haya trabajado?

– No, el viejo se ha enfadado cuando le he dicho que tenía que comunicárselo a la policía. Pregunta en la Hembygdsföreningen, allí fue donde le recomendaron a Dahlström.

– Eso haremos. ¿Nada más?

– No.

– Gracias por llamar.

– No hay de qué.

Knutas colgó pensativo el auricular. Así que Dahlström realizaba trabajos extra en casa de la gente. Esos datos abrían una nueva vía de investigación. Envió a Johan un pensamiento agradecido.


Fanny fue directamente a casa después de la escuela. En la puerta se encontró con Jack, el novio de su madre. El hombre la miró, pero no se molestó en saludarla. Sólo pasó acelerado por delante de ella. La puerta del piso no estaba cerrada y Fanny se dio cuenta enseguida de que algo no iba bien. Miró en la cocina, pero allí no había nadie.

Encontró a su madre tumbada en el sofá debajo de una manta. Ésta se había deslizado y se veía su cuerpo desnudo. Encima de la mesa había botellas vacías de cerveza y de vino y un cenicero lleno de colillas.

– Mamá -dijo Fanny zarandeándola por los hombros-. ¡Despierta!

No dio señales de vida.

– Mamá -repitió Fanny con un nudo en la garganta sacudiéndola más fuerte-. Mamá, por favor, despierta.

Por fin abrió los ojos y balbuceó:

– Tengo que vomitar, trae un cubo.

– ¿Cuál?

– El que hay debajo del fregadero, el rojo.

Fanny fue corriendo a la cocina y cogió el cubo. No llegó a tiempo. Su madre había vomitado encima de la alfombra.

Llevó a su madre al dormitorio. La tapó con el edredón y colocó el cubo al lado de la cama. Mancha había empezado a lamer la vomitona. Lo apartó, buscó el papel de cocina y consiguió quitar lo peor, pero comprendió que había que lavarla. Echó agua caliente en la bañera, puso detergente y metió dentro la alfombra. La dejó en remojo mientras limpiaba, recogía las botellas, vaciaba el cenicero y ventilaba la casa. Cuando terminó se hundió en el sofá.

Mancha gruñía, el pobre necesitaba salir. Pensó seriamente si debería llamar a su tía y decirle que ya no podía más. Llegó a la conclusión de que no se atrevía, su madre se pondría como loca. ¿Pero qué pasaría si seguía bebiendo de aquella manera? Se arriesgaba a perder el trabajo, y ¿qué iban a hacer entonces?

Fanny no tenía fuerzas para pensarlo. De todos modos, pronto no iba a poder aguantar más.

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