Lunes 19 de Noviembre

La Brigada de Homicidios se reunió a la mañana siguiente en las dependencias policiales de la calle Norra Hansegatan. Habían terminado las costosas obras de renovación y a la sección criminal le habían asignado locales nuevos y relucientes. La sala de reuniones era luminosa, con el techo alto y el doble de grande que la que tenían antes.

La mayor parte de la decoración seguía un sencillo diseño escandinavo en tonos grises y blancos con los muebles de abedul. En el centro de la sala había una mesa ancha y larga con espacio para diez personas a cada lado. En uno de los extremos habían colocado una gran pizarra blanca y una pantalla. Todo olía a nuevo. La pintura clara de las paredes apenas había tenido tiempo de secarse.

Los dos muros alargados estaban ocupados por grandes ventanales. Una de las hileras tenía vistas a la calle, al aparcamiento del supermercado Obs y a la parte este de la muralla; más allá de ésta se veía el mar. La otra daba al pasillo, de manera que se podía ver quién pasaba. Si preferían una reunión más privada, podían correr unos ligeros visillos de algodón, las viejas cortinas amarillas habían sido sustituidas por otras blancas con un dibujo discreto.

Knutas, en contra de su costumbre, llegó a la reunión con unos minutos de retraso. Lo recibió un agradable murmullo cuando entró en la sala con la taza de café en una mano y una carpeta con papeles en la otra. Eran las ocho pasadas y todos habían llegado ya. Se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de la silla, se colocó como siempre en uno de los extremos de la mesa y bebió un sorbo del amargo café de la máquina. Observó a sus colegas mientras hablaban entre ellos.

A la derecha se sentaba su más inmediata colaboradora Karin Jacobsson: treinta y siete años, no muy alta, morena y con los ojos castaños. Profesionalmente era tenaz y atrevida, podía ser tan obstinada como un terrier. Era abierta y comunicativa, pero de su vida privada no sabía gran cosa, pese a que llevaban quince años trabajando juntos. Vivía sola y no tenía hijos. Knutas no sabía si tenía novio.

Había estado todo el otoño sin ella y la había echado mucho de menos. Karin Jacobsson había sido objeto de una investigación interna por un supuesto de prevaricación en relación con el caso de los asesinatos del verano anterior. La investigación fue sobreseída, pero a ella le afectó mucho todo aquello. Estuvo apartada del servicio durante el tiempo que duraron las indagaciones y después se tomó vacaciones inmediatamente. No tenía ni la más remota idea de lo que había hecho durante el tiempo que estuvo alejada.

Ahora conversaba en voz baja con el inspector Thomas Wittberg, el cual, con su abundante cabellera rubia y su cuerpo bien torneado, parecía más un surfista que un policía. Un juerguista de veintisiete años al que no le faltaban los ligues, pero que realizaba su trabajo de forma irreprochable. El talento de Wittberg para relacionarse con la gente le había sido de gran utilidad; al frente de un interrogatorio era difícil de superar.

Lars Norrby, al otro lado de la mesa, era el polo opuesto de Wittberg. Alto, moreno y meticuloso, casi prolijo. A Knutas podía volverlo loco con su manera de darle vueltas a las cosas. En el trabajo los dos conocían muy bien las manías del otro. Habían empezado al mismo tiempo en la policía y habían patrullado juntos muchas veces. Ahora ambos se acercaban a los cincuenta y estaban tan familiarizados con los delincuentes de la isla como con la manera de ser del otro.

El inspector Norrby era también el portavoz de prensa de la policía y el jefe adjunto de la Brigada de Homicidios, un nombramiento con el que Knutas no siempre estaba satisfecho.

El técnico del grupo, Erik Sohlman, era enérgico, temperamental e inquieto como un perro sabueso, al tiempo que era increíblemente metódico.

Se sentaba también a la mesa el fiscal jefe del juzgado de primera instancia de Gotland, Birger Smittenberg. Era de Estocolmo, pero se había casado con una mujer de Gotland. Knutas apreciaba sus conocimientos y su gran dedicación.

Knutas abrió la reunión:

– La víctima es Henry Dahlström, el Flash, nacido en 1943. Fue hallado en una habitación del sótano que utilizaba como cuarto oscuro ayer por la tarde, poco después de la seis. Por si alguno de vosotros aún no lo sabe, se trata de un alcohólico que había sido fotógrafo. Solía andar por la zona de Öster y se lo reconocía fácilmente porque siempre llevaba la cámara colgada.

El silencio era total alrededor de la mesa, todos escuchaban con atención.

– Dahlström presentaba graves contusiones en la parte posterior de la cabeza. Se trata sin duda alguna de un asesinato. El cuerpo será trasladado hoy a la Unidad de Medicina Forense del Hospital de Solna.

– ¿Habéis encontrado el arma? -preguntó Norrby.

– De momento no. Hemos registrado el cuarto oscuro y el piso. Sólo hemos precintado esos dos sitios. No tiene sentido acordonar una zona más amplia puesto que el cuerpo ha permanecido allí una semana y sabe Dios cuántas personas habrán pasado por la escalera desde entonces. Dahlström vivía en el bajo, en un apartamento que hacía esquina. Justo fuera está el camino peatonal que va hasta Terra Nova. Hay que reconocer toda esa zona. La oscuridad dificultó ayer los trabajos, pero la búsqueda se ha reanudado esta mañana en cuanto se ha hecho de día. Bueno, claro, hace apenas un momento.

Knutas miró el reloj.

– ¿Quién lo descubrió? -preguntó el fiscal.

– El cuerpo lo encontró uno de los porteros. Por lo visto hay cuatro. Éste vivía en el portal de enfrente. Se llama Ove Andersson. Ha contado que un hombre que se presentó como un buen amigo de la víctima llamó a su puerta ayer por la tarde, a eso de las seis. El hombre le explicó que llevaba varios días sin ver a Dahlström y que estaba preocupado por su paradero. Lo encontraron en el sótano, pero, cuando el portero subió a su casa para llamar a la policía, el amigo aprovechó para largarse de allí.

– Parece algo sospechoso que desapareciera. Puede qué sea el asesino -sugirió Wittberg.

– En ese caso, ¿para qué iba a ponerse en contacto con el portero? -objetó Norrby.

– Tal vez quisiera entrar en el apartamento para buscar algo que se había dejado olvidado y no se atrevía a entrar por la fuerza -aventuró Karin.

– No, no se puede descartar, claro, aunque parece bastante improbable -contradijo Norrby-. ¿Por qué iba a esperar una semana entera? Siempre existía el riesgo de que alguien encontrara el cuerpo.

Knutas frunció el ceño.

– Otra posibilidad es que desapareciera porque tuvo miedo de que lo consideraran sospechoso. Tal vez participó en la fiesta, porque en el apartamento hubo una, eso está claro. De todos modos, tenemos que localizarlo cuanto antes.

– ¿Tenemos su descripción? -preguntó Wittberg.

Knutas miró sus papeles.

– De mediana edad, alrededor de los cincuenta, según el portero. Alto y fuerte. Moreno, con bigote y con el pelo largo peinado hacia atrás y recogido en una coleta que le cae por la espalda. Jersey oscuro, pantalón oscuro. No se fijó en los zapatos. A mí me parece que se trata de Bengt Johnsson. Es el único de la cuadrilla de alcohólicos que coincide con esa descripción.

– Sí, tiene que ser Bengan. Ellos dos eran como uña y carne -afirmó Wittberg.

Knutas se volvió hacia el técnico.

– Erik, ¿expones tú las cuestiones técnicas?

Sohlman asintió.

– Hemos registrado el apartamento y el cuarto de revelado, pero aún nos queda mucho por hacer. Si empezamos con la víctima y las heridas, deberemos ver las fotos. Estad preparados porque son bastante desagradables.

Sohlman apagó la luz y mediante un ordenador proyectó las imágenes digitales en la pantalla grande que había en la pared de enfrente.

– Henry Dahlström yacía boca abajo en el suelo con importantes contusiones en la parte posterior del cráneo. El autor del crimen utilizó un objeto romo. Yo diría que un martillo, pero el forense podrá aportarnos más datos dentro de poco. El objeto golpeó la cabeza repetidas veces. Las abundantes salpicaduras de sangre se explican porque el asesino primero le rompió el cráneo y luego siguió dando golpes sobre la superficie ensangrentada. Cada vez que levantó el arma para asestar un nuevo golpe, la sangre salpicó alrededor.

Sohlman utilizó un puntero para mostrar las salpicaduras que se veían tanto en el suelo como en las paredes y en el techo.

– Probablemente el autor del crimen tiró a Dahlström al suelo y luego, inclinado sobre él, siguió golpeándolo. Por lo que se refiere a precisar cuándo se produjo el asesinato, yo calculo que fue hace cinco o seis días.

El rostro de la víctima presentaba un aspecto grisáceo tirando a verde con manchas amarillas; los ojos tenían un color marrón oscuro rojizo y los labios estaban negros y secos.

– El proceso de descomposición ya se había iniciado -continuó Sohlman impasible-. Podéis ver en el cuerpo esas pequeñas ampollas de color marrón con los líquidos del cadáver que han empezado a salir. Es lo mismo que aflora por los orificios nasales y la boca.

Alrededor de la mesa sus compañeros hicieron muecas de asco. Karin se preguntó para sus adentros cómo era capaz Sohlman de hablar siempre de víctimas sanguinolentas, de la rigidez de los cadáveres y de cuerpos putrefactos como si hablara del tiempo o de la declaración de la renta.

– Todos los muebles están volcados y han registrado los armarios y cajones que guardaban fotos. Evidentemente, el asesino buscaba algo. La víctima presenta también marcas en los antebrazos que sólo pudo hacerse tratando de defenderse. Aquí podéis ver los cardenales y los arañazos. Por lo tanto, opuso resistencia. El cardenal de la clavícula puede haber sido el resultado de un golpe fallido. Por supuesto, hemos tomado muestras de sangre. También hemos encontrado una colilla en el pasillo del sótano y cabellos que, al parecer, no proceden de la víctima. Todo ha sido enviado al SKL, pero, como ya sabéis, puede que pasen unos días antes de que tengamos los resultados.

Bebió un sorbo de café y suspiró. La respuesta del Instituto Nacional de Ciencias Forenses de Linköping o SKL solía tardar como mínimo una semana, pero lo normal eran tres.

Sohlman prosiguió:

– En cuanto a las huellas, hemos encontrado pisadas de zapatos en el parterre que hay junto a la ventana del sótano. Lamentablemente, la lluvia ha hecho que sea imposible identificarlas. Sin embargo, hemos recogido huellas de zapatos en el pasillo, frente al cuarto de revelado, que, en el mejor de los casos, podrían aportar algo. Esas mismas huellas aparecen también en el apartamento, que por lo demás estaba lleno de botellas, ceniceros, latas de cerveza y otras inmundicias. Es evidente que allí hubo una fiesta, cosa que también han confirmado los testigos. Hemos obtenido gran cantidad de huellas dactilares y huellas del calzado de cuatro o cinco personas. Además, el piso también había sido registrado.

Las imágenes del desorden que reinaba en la casa de Dahlström no dejaban lugar a dudas; el apartamento estaba completamente patas arriba.

– Dahlström debía de tener en casa algo muy valioso, me pregunto qué podría ser -dijo Knutas-. Un alcohólico que vive de las ayudas sociales no suele tener pertenencias de valor. ¿Habéis encontrado su cámara?

– No.

Sohlman miró otra vez el reloj. Parecía que tenía prisa por marcharse.

– Has dicho que habéis hallado una colilla en el sótano. ¿Es posible que el asesino estuviera esperando fuera del cuarto de revelado a que Dahlström saliera? -preguntó Karin.

– Es muy posible.

Sohlman se disculpó y abandonó la sala.

– En ese caso, el autor del crimen sabía que Dahlström se encontraba en el cuarto -continuó Karin-. Puede que estuviera horas esperando en el portal. ¿Qué dicen los vecinos?

Knutas hojeó los informes de los interrogatorios.

– Las llamadas puerta a puerta se prolongaron ayer hasta última hora. Aún no hemos recibido todos los informes, pero los vecinos del portal confirman, como ya he dicho, que tuvieron fiesta en el apartamento el domingo anterior. Que hacia las nueve se presentó en el portal una cuadrilla que estaba de juerga. A un vecino, que se tropezó con ellos, le pareció que habían estado en las carreras porque oyó comentarios sobre distintos caballos.

– Ah, sí, claro, el pasado domingo fue el último día de competición de esta temporada -recordó Karin.

Knutas alzó la vista de sus papeles.

– ¿No me digas? Sí, el hipódromo no está lejos de allí, así que podrían haber ido caminando o en bicicleta desde él hasta el piso. Bueno, el caso es que, según los vecinos, hubo mucho jaleo en el apartamento. Estuvieron de fiesta y armaron un gran alboroto, los vecinos oyeron voces tanto de hombres como de mujeres. La vecina de al lado contó que el hombre, posiblemente Bengt Johnsson, llamó primero a su casa y le preguntó si había visto a Dahlström. Fue ella quien le indicó que hablara con el portero.

– ¿Coincide la descripción de ella con la del portero? -preguntó Norrby.

– A grandes rasgos. Le pareció un hombre muy gordo, más joven que Dahlström, en torno a los cincuenta. Bigote y cabello moreno peinado hacia atrás y recogido en una cola de caballo, como el de los jóvenes moteros, en palabras de la mujer. Vestido de manera andrajosa, también según sus palabras.

Knutas sonrió.

– Llevaba unos vaqueros sucios y caídos, y la tripa le colgaba por fuera. Un forro polar azul y, además, fumaba. Ella lo reconoció porque lo había visto unas cuantas veces con Dahlström.

– Todos sabemos quién es Henry Dahlström, pero ¿qué es lo que sabemos de él realmente? -inquirió Wittberg.

– Que era alcohólico desde hacía muchos años -respondió Karin-. Que normalmente se juntaba con sus colegas en Östercentrum o en la estación de autobuses. O en la zona de Östergravar en verano, claro. Estaba divorciado, sin trabajo. Llevaba más de quince años jubilado por enfermedad, aunque no parecía totalmente acabado. Pagaba el alquiler y las cuentas a tiempo y, según los vecinos, no daba problemas, salvo alguna fiesta de vez en cuando. Sus amigos dicen que era un buen tipo, que no se metía nunca en peleas ni en asuntos delictivos. Evidentemente, su afición a la fotografía lo mantenía a flote. Yo me lo encontré este verano un día que venía en bicicleta al trabajo. Estaba fotografiando una flor en la pradera de Gutavallen.

– ¿Sabemos algo más de su pasado? -dijo Wittberg mirando de soslayo los papeles que Karin tenía encima de la mesa.

– Nació en 1943 en el hospital de Visby -prosiguió Karin-. Creció en Visby. Se casó en 1965 con una mujer de Visby, Ann-Sofie Nilsson. Tuvieron una hija en 1967, se llama Pia. Se separaron en 1986.

– Está bien, tendremos que seguir recabando información a lo largo del día -dijo Knutas-. Y, además, tenemos que localizar a Bengt Johnsson.

Miró a través de la ventana.

– Como está lloviendo, seguro que el grupo está sentado en la entrada del centro comercial de Domus. Lo mejor será empezar por allí. ¿Wittberg?

– Karin y yo podemos ocuparnos de eso.

Knutas asintió.

– Yo he empezado a trabajar con los interrogatorios de los vecinos y me gustaría seguir con ello -dijo Norrby-. Hay un par de ellos a los que me gustaría entrevistar otra vez.

– Sí, me parece bien -aprobó Knutas, y se volvió hacia el fiscal-. Birger, ¿tienes algo que añadir?

– No. Con que me mantengáis informado, estaré satisfecho.

– De acuerdo, entonces lo dejamos aquí. Nos volveremos a reunir por la tarde. ¿Quedamos a eso de las tres?


Tras la reunión, Knutas se encerró en su despacho. Su nueva oficina era el doble de grande que la que tenía antes. Escandalosamente grande en su opinión. Las paredes estaban pintadas de un color claro que recordaba la arena de la playa de Tofta un día soleado del mes de julio.

La vista era la misma que la de la sala de reuniones adyacente: el aparcamiento de Obs y, más allá, la muralla y el mar.

En la ventana había un exuberante geranio blanco que recientemente había dejado de florecer ante la llegada del invierno. Se lo había regalado Karin por su cumpleaños hacía ya varios años. Era lo único que había conservado de su viejo despacho: la planta y su vieja silla de escritorio de roble con su blando asiento de piel. Era giratoria, cualidad que él aprovechaba con frecuencia.

Llenó la pipa con minuciosidad. Sus pensamientos se concentraron en el cuarto de revelado de Dahlström y en lo que había visto allí. Pensar en el cráneo machacado le daba escalofríos.

Todo apuntaba a una pelea de borrachos que se les había ido de las manos y había tenido un desenlace brutal. Dahlström probablemente habría bajado al sótano con algún colega para enseñarle fotos y una vez allí habían empezado a discutir por algo. La mayoría de los casos de agresiones graves se producían de esa manera, y cada año moría algún borracho o algún drogadicto.

Rebuscó en su memoria e intentó recordar la figura de Henry Dahlström.

Cuando Knutas empezó en la policía hacía veinticinco años, Dahlström era un fotógrafo respetado. Trabajaba para el periódico Gotlands Tidningar y era uno de los mejores fotógrafos de la isla. Knutas trabajaba entonces como agente de orden público y patrullaba las calles. Cuando se producía algún acontecimiento informativo importante, Dahlström era habitualmente el primero en aparecer en el lugar con su cámara. Cuando Knutas coincidía alguna vez con él en alguna reunión privada, ambos solían charlar. Dahlström era un hombre agradable, con mucho sentido del humor, aunque tenía tendencia a beber demasiado. En más de una ocasión, Knutas se lo encontró como una cuba de vuelta a casa desde el bar. Alguna vez lo había recogido en su coche, porque el hombre estaba tan borracho que no podía llegar solo a casa. Por entonces Dahlström estaba casado. Luego dejó de trabajar en el periódico y abrió su propia empresa. Al mismo tiempo, su consumo de alcohol parecía ir en aumento.

Una vez se lo encontraron sin conocimiento entre las ruinas de Sankta Karin, del siglo XIII, en el centro de la plaza Stora Torget de Visby. Estaba dormido en una estrecha escalera cuando fue descubierto por un aterrorizado guía que conducía a su correspondiente grupo de turistas norteamericanos.

En otra ocasión se había presentado descaradamente en el restaurante Lindgården de la calle Strandgatan y había pedido una cena por todo lo alto, compuesta por cinco platos regados con vino, cerveza, aquavit y coñac. Tras la cena pidió un puro, directamente importado desde La Habana, que fumó mientras disfrutaba de otra copa de licor. Cuando llegó la cuenta, declaró francamente que, sintiéndolo mucho, no podía pagarla, puesto que no llevaba dinero. Llamaron a la policía, que arrestó al hombre, ahito y achispado, y lo soltó unas horas después. A Dahlström sin duda le pareció que había merecido la pena.

Hacía muchos años que Knutas no veía a la mujer de Dahlström. Le habían informado de la muerte de su ex marido. Aún no había hablado personalmente con ella, pero iban a interrogarla por la tarde.

Aspiró su pipa sin encenderla y hojeó el expediente de Dahlström. Había cometido alguna pequeña infracción, pero nada grave. En cambio, su amigo, Bengt Johnsson, había sido condenado veinte veces por diferentes delitos. Se trataba, sobre todo, de robos y agresiones leves.

Era extraño que no hubieran sabido nada de él.


Emma Winarve se sentó en el deslucido sofá de la sala de profesores. Sujetaba la taza de café con ambas manos para calentárselas. Había muchas corrientes de aire en el viejo edificio de madera que albergaba la escuela Kyrkskolan de Roma. En la taza ponía «La mejor mamá del mundo». Sí, qué ridiculez. Una madre que había engañado a su marido y que durante los últimos seis meses había descuidado a sus hijos porque tenía la cabeza ocupada en otras cosas. A un paso de los cuarenta y a otro de perder las riendas de su vida.

El reloj de la pared marcaba las nueve y media. Alrededor de la mesa se apiñaban ya sus colegas, que charlaban animadamente. Hacía tiempo que el olor a café se había adherido a las cortinas, a los libros, a los papeles, a las carpetas y al descolorido papel pintado de las paredes. Emma miraba por la ventana, no se sentía con fuerzas para participar en la conversación. Las hojas de los robles no habían caído aún. Estaban en constante movimiento, sensibles al menor soplo de viento. En el prado, al lado de la escuela, había unas lanudas ovejas grises, acurrucadas unas contra otras, pastando. No dejaban de agitar las mandíbulas en su incesante rumiar. La iglesia de piedra de Roma, con sus ochocientos años de antigüedad, continuaba en su sitio.

Todo seguía su curso inmutable, con independencia de qué tormentas asolaran a una persona. Era incomprensible que ella pudiera estar allí sentada aparentemente tranquila, dando pequeños sorbos a su sempiterno café sin que se le notara; sin que se le notara que su cuerpo por dentro era un campo de batalla. Su vida estaba a punto de irse a pique y, a su alrededor, sus compañeros de trabajo hablaban discretamente, con gestos y miradas comedidas. Como si nada.

En su retina se reproducían a toda velocidad algunos fragmentos de un vídeo: el cumpleaños de su hija Sara, cuando Emma sólo sintió ganas de llorar; Johan y ella dando vueltas en la cama de un hotel; los ojos inquisitivos de su suegra; el concierto de chelo de Filip, del que se olvidó por completo; la cara de Olle cada vez que lo rechazaba.

Se había colocado en una situación insostenible.

Medio año antes se había encontrado con el hombre que iba a cambiarlo todo. Se conocieron con motivo del despliegue policial del verano anterior, cuando Helena, su mejor amiga, fue una de las víctimas del asesino y ella misma estuvo a punto de correr la misma suerte.

Johan se había cruzado en su camino y no pudo pasar de largo. Era diferente a todos los hombres que había conocido; tan vital y tan enérgico en todo lo que se proponía. Nunca se había reído tanto con nadie ni se había sentido tan ocurrente, realmente ingeniosa. Le hizo descubrir aspectos de sí misma que no conocía.

Enseguida se enamoró perdidamente de él y, antes de que se diera cuenta, la había conquistado por completo. Cuando hacían el amor, se sentía colmada de una sensualidad que no había experimentado antes. Johan lograba que se relajara. Por primera vez pudo olvidarse totalmente tanto de su aspecto como de lo que él pensara de sus habilidades en la cama.

Vivir el momento al cien por cien era algo que solo había experimentado al dar a luz a sus hijos.

Sin embargo, con el tiempo decidió alejarse de él. Por los niños siguió con Olle. Cuando se resolvió el drama del asesino en serie y se despertó en el hospital con la familia a su alrededor, se dio cuenta de que no tenía fuerzas para enfrentarse a una separación, aunque sintiera que Johan era el gran amor de su vida. La seguridad pesó más, al menos en aquel momento. Con gran pesar puso fin a la relación.

Toda la familia se fue de vacaciones a Grecia, porque ella necesitaba salir y distanciarse de lo que había vivido. Pero no había resultado tan sencillo.

Cuando volvieron, Johan le había escrito. Primero pensó en tirar la carta sin leerla, pero le pudo la curiosidad. Más tarde se arrepentiría de haberlo hecho.

Habría sido mejor para todas las partes implicadas que no hubiera leído ni una sola línea.


Karin Jacobsson y Thomas Wittberg bajaron caminando hasta Östercentrum nada más salir de la reunión. La calle peatonal que discurría entre las tiendas estaba casi vacía. El viento y la lluvia arreciaban. Se apresuraron hacia la galería de Obs y se sacudieron el agua tras pasar las puertas de cristal.

El centro comercial era bastante modesto: H &M, una joyería de Guldfynd, un par de salones de peluquería, una tienda de productos dietéticos y un tablón de anuncios. El supermercado Obs con su hilera de cajas, luego la panadería y pastelería, la oficina de atención al cliente, el estanco y las quinielas. Al fondo estaban los servicios, la zona de recogida de los cascos vacíos de las botellas y la salida al aparcamiento. En los bancos de la salida se reunían los borrachines cuando hacía mal tiempo, junto con algún pensionista cansado o padres con niños pequeños que necesitaban descansar un poco.

El grupo de borrachos se resguardaba del frío de la calle. La mayoría llevaba una petaca escondida en una bolsa o en el bolsillo, pero, mientras no bebieran allí dentro, el vigilante de seguridad del supermercado los dejaba en paz.

Dos de ellos, a los que Karin conocía, estaban sentados en un banco al fondo, cerca de la salida, sucios, sin afeitar y con las ropas raídas. El más joven tenía la cabeza apoyada contra la pared de atrás y miraba sin interés a la gente que pasaba por allí. Cazadora negra de cuero y zapatillas deportivas viejas. El de más edad llevaba una cazadora acolchada y una gorra de lana, y estaba sentado con la cabeza, entre las manos. Por debajo del gorro asomaban unas greñas mugrientas.

Karin se presentó y presentó a Wittberg, aunque sabía que los dos hombres los conocían muy bien.

– Nosotros no hemos hecho nada, sólo estamos aquí sentados.

El hombre de la capucha alzó la vista hacia ellos con los ojos bizcos. «Y aún no son ni las once», pensó Karin.

– Tranquilo -repuso Wittberg-. Sólo queremos haceros unas preguntas.

Sacó una foto del bolsillo.

– ¿Conocéis a este hombre?

El más joven seguía mirando fijamente al frente. No miró a la policía ni una sola vez. El otro miró la foto.

– Sí, joder. Pero si es el Flash.

– ¿Lo conoces bien?

– Es de los nuestros. Suele andar por aquí, o en la estación de autobuses. Lleva haciéndolo veinte años. Claro que conozco al Flash, todo el mundo lo conoce. Oye, Arne, ¿a que sabes quién es el Flash?

Dio un empujón a su compañero y le acercó la fotografía.

– Qué pregunta más tonta. Todo el mundo lo conoce.

El que se llamaba Arne tenía las pupilas como granos de pimienta. Karin se preguntó qué se habría metido.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo visteis?

– ¿Qué ha hecho?

– Nada. Sólo queremos saber cuándo fue la última vez que lo visteis.

– Sí, ¿cuándo demonios fue? ¿Qué día es hoy? ¿Lunes?

Karin asintió. El hombre se frotó la barbilla con los dedos, amarillos de nicotina.

– No lo he visto desde hace varios días, pero a veces desaparece, ¿sabes?

Karin se dirigió a su compañero.

– ¿Y tú?

Éste seguía mirando fijamente al frente. «En realidad es muy guapo de cara si no fuera porque va tan sucio y sin afeitar», pensó Karin. Su expresión era desafiante y mostraba una evidente resistencia a colaborar. A Karin le entraron ganas de colocarse delante de él moviendo los brazos para obligarlo a reaccionar.

– No me acuerdo.

Wittberg estaba empezando a enfadarse.

– Venga, habla.

– ¿Para qué quieres saberlo? ¿Ha hecho algo? -preguntó el mayor de ellos, el del gorro.

– Está muerto. Alguien lo ha matado.

– ¿No jodas? ¿De verdad?

Entonces los dos levantaron la vista.

– Lamentablemente, sí. Lo encontraron muerto ayer por la tarde.

– ¡Joder!

– Ahora lo que tenemos que hacer es tratar de encontrar al culpable.

– Sí, claro. Ahora que lo pienso, creo que la última vez que lo vi fue en la estación de autobuses hace una semana o así.

– ¿Estaba solo?

– Estaba con sus amigos, Kjelle y Bengan, creo.

– ¿Qué aspecto tenía?

– ¿Cómo que qué aspecto tenía?

– ¿Cómo se comportaba? ¿Si parecía que se encontraba mal o que estaba preocupado por algo?

– No, estaba como siempre. Nunca hablaba mucho. Algo bebido sí que estaba, claro.

– ¿Sabes qué día fue?

– Seguro que fue el sábado porque había mucha gente en la calle. Creo que fue el sábado.

– ¿Hace una semana entonces?

– Sí, eso es, yo no lo he visto desde entonces.

Karin se volvió hacia el otro.

– Y tú, ¿lo has visto después?

– No.

Karin se tragó la creciente irritación que sentía.

– De acuerdo, ¿sabéis si ha estado últimamente con alguna persona desconocida?

– Ni idea.

– ¿Hay alguien a quien le cayera mal o alguien que quisiera hacerle daño?

– No, al Flash, no. Nunca se metía con nadie. Mantenía un perfil bajo, no sé si entiendes lo que quiero decir.

– Sí, claro, entiendo -dijo Karin-. ¿Sabéis dónde está su amigo Bengan, Bengt Johnsson?

– ¿Ha sido él?

Tras los vapores del alcohol el hombre mayor parecía sorprendido de verdad.

– No, no, sólo queremos hablar con él.

– Hace tiempo que no lo veo, ¿y tú?

– No -dijo Arne.

Estaba mascando chicle con tanta fuerza que le crujían las mandíbulas.

– La última vez que lo vi estaba con ese chico nuevo de la Península -dijo el viejo-. Se llama Örjan.

– ¿Y cómo se apellida?

– Eso no lo sé, porque no lleva mucho tiempo viviendo en Gotland. Estuvo en chirona en la Península.

– ¿Sabes dónde podemos encontrar a Bengt Johnsson?

– Vive en la calle Stenkumla con su madre. A lo mejor está allí.

– ¿Sabes en qué número?

– No.

– Está bien, gracias por la ayuda. Si veis u oís algo que tenga que ver con el Flash poneos directamente en contacto con la policía.

– Sí, claro -dijo el hombre del gorro apoyándose a su vez en la pared.


Johan Berg abrió el periódico sobre la mesa de la cocina en su casa de la calle Heleneborgsgatan en Estocolmo. Su apartamento estaba en el piso de abajo y daba al patio, pero eso no le importaba. Södermalm era el corazón de la ciudad, y a él le parecía que no se podía vivir en un sitio mejor. Un lado del edificio daba a las aguas de Riddarfiärden y la isla de Långholmen, que albergaba antiguamente la cárcel, con sus rocas para tomar el sol después de bañarse y sus senderos boscosos. Al otro lado, a un paso, estaban las tiendas, los pubs, los cafés y el metro. La línea roja le llevaba directamente hasta la estación de Karlaplan y, desde allí, las oficinas centrales de la Televisión Sueca le quedaban a sólo cinco minutos andando.

Estaba suscrito a varios periódicos: Dagens Nyheter, Svenska Dagbladet y Dagens Industri, y ahora Gotlands Tidningar había pasado a engrosar el montón de diarios que hojeaba cada mañana. Tras los sucesos del verano pasado, había aumentado su interés por lo que pasaba en Gotland; por diferentes motivos.

Ojeó los titulares: «Residencias para mayores, en crisis», «La policía de Gotland gana menos que la de la Península», «Un agricultor a punto de perder las ayudas europeas».

Entonces reparó en una noticia breve: «Un hombre ha sido hallado muerto en Gråbo. La policía sospecha que se trata de un asesinato».

Mientras recogía la mesa del desayuno, pensó en el artículo. La verdad es que parecía la típica pelea de borrachos, pero despertó su curiosidad. Se echó una rápida ojeada frente al espejo y se puso un poco de fijador en el cabello, moreno y rizado. En realidad debería afeitarse, pero no tenía tiempo. Su barba morena podía crecer un poco más. Tenía treinta y siete años, pero parecía más joven. Alto y atractivo, con facciones regulares y ojos castaños. Las mujeres sucumbían fácilmente a sus encantos, algo de lo que se había aprovechado muchas veces. Aunque ya no. Desde hacía medio año sólo existía en su vida una mujer, Emma Winarve, de Roma, en Gotland. Se conocieron cuando él cubría la persecución del asesino en serie el verano anterior.

Ella dio un vuelco a su vida. No había conocido nunca a una mujer que le hubiera llegado tan adentro; era un reto y le hacía pensar de otra manera. Tenía mejor opinión de sí mismo cuando estaba a su lado. Cuando sus amigos le preguntaban por qué era tan especial Emma, le resultaba difícil explicarlo. Todo era tan evidente junto a ella. Y sabía que ese sentimiento era recíproco.

Su relación llegó tan lejos que creyó realmente que se iba a separar, que sólo era cuestión de tiempo. Había empezado a fantasear con trasladarse a Gotland y trabajar en algún periódico o radio local. Con que se mudaban a vivir juntos y se convertía en un segundo padre para los dos hijos de Emma.

Pero las cosas no fueron así, sino todo lo contrario. Cuando arrestaron al asesino y todo pasó, ella lo dejó. Su decisión lo pilló totalmente por sorpresa. Su existencia se desmoronó, se vio obligado a tomarse la baja durante unas semanas y cuando se sintió lo suficientemente recuperado como para poder irse de vacaciones, no pudo quitársela de la cabeza ni un momento.

De vuelta a casa, le escribió una carta. Aunque no se lo esperaba, ella le contestó y empezaron a verse otra vez. Se veían sobre todo cuando Johan estaba en Gotland por motivos de trabajo. En alguna ocasión, Emma consiguió ir a Estocolmo. Pero notaba que ella se sentía mal por tener que mentir y que el sentimiento de culpabilidad le hacía sufrir. Al final le pidió dos meses para reflexionar. Octubre y noviembre. Necesitaba alejarse de él y tener tiempo para pensar, le explicó.

De repente se interrumpió todo contacto entre ellos. Ningún mensaje en el móvil, ningún e-mail, ninguna llamada.

Emma había cedido una vez. Él estaba en Gotland por motivos laborales y la llamó. En aquel momento, ella se encontraba mal y quedaron. Fue un encuentro rápido que no hizo más que confirmar que sus sentimientos eran aún más fuertes, al menos por su parte.

Después nada. Hizo un par de torpes intentos, pero en vano. Emma se mantuvo firme.

Johan lo comprendía. Era muy difícil para ella, casada y con dos hijos.

Pero, varias semanas de noches en blanco, de abusar del tabaco y de echarla de menos desesperadamente iban dejando su huella, por no decir algo peor.

De camino hacia el metro, llamó a Anders Knutas en Visby.

El comisario respondió inmediatamente.

– Knutas.

– Hola. Soy Johan Berg de Noticias Regionales. ¿Qué tal va todo?

– Sí, bien, gracias. ¿Y tú? Hace tiempo que no sé nada de ti.

– Estoy bien. He visto una pequeña noticia en el periódico acerca de un presunto asesinato en Gråbo. ¿Es cierto?

– No sabemos gran cosa.

– ¿Qué es lo que ha ocurrido?

Una pequeña pausa. Johan podía imaginarse cómo Knutas cargaba la pipa y se echaba hacia atrás apoyándose en el respaldo de la silla. Habían mantenido una estrecha relación cuando Johan cubría desde Gotland la información de los asesinatos y posteriormente tomó parte en la resolución del caso.

– Ayer por la tarde fue hallado un hombre muerto en un sótano de la calle Jungmansgatan, en Gråbo, no sé si conoces esa zona.

– Sí, claro.

– Por las lesiones que presentaba sospechamos que lo han matado.

– ¿Cuántos años tenía?

– Nació en 1943.

– ¿Conocido por la policía?

– Sí, pero no porque hubiera cometido ningún delito digno de mención, sino porque era un alcohólico empedernido. Solía deambular por la ciudad bebiendo. Uno de los borrachines locales, vamos.

– ¿Se trata de una pelea de borrachos?

– Eso parece.

– ¿Cómo fue asesinado?

– De eso no puedo hablar.

– ¿Cuándo se produjo el asesinato?

– El cuerpo sin vida ha permanecido allí unos cuantos días. Puede que hasta una semana.

– ¿Cómo es posible que haya permanecido tanto tiempo si estaba en un sótano?

– Se encontraba en un espacio cerrado.

– ¿En un cuarto trastero?

– Sí, podría decirse.

– ¿Cómo lo encontraron?

– Lo encontró el portero.

– ¿Había denunciado alguien su desaparición?

– No, pero un amigo se puso en contacto con el portero.

Knutas estaba empezando a impacientarse.

– Entiendo. ¿Quién era?

– Escucha, eso no te lo puedo decir. Ahora tengo que dejarte, de momento tendrás que conformarte con esto.

– De acuerdo. ¿Cuándo crees que podrás decir algo más?

– No tengo la menor idea. Adiós.

Johan apagó el móvil y pensó que aquella muerte no parecía interesante para incluirla en las Noticias Regionales. Probablemente una pelea normal entre personas bebidas que se les había ido de las manos. Sólo podría encontrar un hueco como una breve reseña.


«El metro de Estocolmo un lunes de noviembre por la mañana debe de ser uno de los sitios más deprimentes del mundo», pensó Johan allí sentado con la cabeza apoyada contra la ventana mientras las negras paredes del metro pasaban a toda velocidad a medio metro de distancia.

El vagón iba lleno de gente pálida, abrumada por la seriedad y la rutina diaria. No se oía ninguna conversación, sólo el traqueteo y el ruido sordo del metro. Alguna tos aislada y el ruido adormilado de los periódicos gratuitos. La gente miraba al techo, a los anuncios publicitarios, al suelo, a través de la ventana o a algún punto lejano e indefinido. A todas partes, menos a los demás.

El olor a tela mojada se mezclaba con el olor a perfume, a sudor y al polvo quemado de los radiadores. Las cazadoras se apretujaban contra los abrigos, las bufandas contra los gorros, los cuerpos contra los cuerpos, calzado contra calzado, las caras casi se rozaban, pero sin contacto.

«¿Cómo es posible que haya tanta gente junta en un mismo sitio sin que se oiga nada? -seguía pensando Johan-. Esto no puede ser normal.»

Era una de esas mañanas en que sentía ganas de largarse de allí.

Cuando salió del metro en la estación de Karlaplan, sintió una especie de liberación. Aquí al menos se podía respirar. La gente caminaba a su alrededor como si fueran soldados de plomo camino del autobús, la escuela, los comercios, los dispensarios de la seguridad social, los despachos de abogados o lo que fuese.

Él, por su parte, cruzó el parque que había junto a la iglesia de Gustav Adolfkyrkan. Los niños de la guardería estaban fuera columpiándose en medio de aquel viento cortante. Sus mejillas brillaban como manzanas maduras.

El inmenso edificio de la televisión destacaba entre la niebla del mes de noviembre. Johan saludó a la estatua que representaba a Lennart Hyland antes de cruzar el vestíbulo.

En el piso donde se encontraba la redacción había movimiento. Las noticias de la mañana de ámbito nacional estaban en marcha y fuera de los ascensores invitados, presentadores, meteorólogos, maquilladores, reporteros y redactores corrían, saliendo del estudio, yendo a los servicios o dirigiéndose a la mesa del desayuno. La hilera de ventanales ofrecía una vista del extenso parque Gärdet envuelto en la niebla gris, por el que pululaban los alegres perros de la guardería canina que había en la calle Grev Magnigatan. Perros marrones, negros y con manchas trotaban y jugaban por los prados, indiferentes al hecho de que aquél era un aburrido lunes de noviembre.

La reunión de la mañana de Noticias Regionales contaba con la presencia de casi todos. Fotógrafos, un editor madrugador, reporteros, programadores y el redactor jefe se encontraban allí. Apenas quedaba sitio en el sofá dispuesto en un rincón de la redacción. Después de comentar la última emisión, criticando algunas cosas y elogiando otras, Max Grenfors, el redactor jefe, sacó la lista de reportajes del día. El trabajo podía cambiar a lo largo de la reunión. Bien porque algún reportero aportara una idea nueva, bien porque las protestas contra un reportaje propuesto fueran tan fuertes que acababa directamente en la papelera, o bien porque la discusión tomaba nuevos derroteros que llevaban a cambiar toda la planificación. A Johan le parecía que así era precisamente como tenía que funcionar una redacción de noticias y le gustaban las reuniones matutinas.

Contó brevemente a los demás lo que sabía del asesinato de Gotland. Todos estuvieron de acuerdo en que aquello parecía una pelea de borrachos. A Johan le encomendaron la tarea de comprobar cómo evolucionaba el asunto, puesto que al día siguiente iba a viajar hasta Gotland para hacer un reportaje a propósito de un camping amenazado de cierre.

La redacción de Noticias Regionales trabajaba sujeta a duros criterios de productividad. Hacían un programa diario de veinte minutos, del que ellos, en principio, tenían que hacerlo todo de cabo a rabo. Una secuencia de dos minutos tardaban normalmente varias horas en grabarla y después otras dos en editarla. Johan siempre discutía con los jefes porque creía que los reporteros deberían disponer de más tiempo.

No le habían gustado los cambios que se habían producido desde que empezó a trabajar como reportero en la televisión diez años atrás. Actualmente los reporteros apenas tenían tiempo para repasar su material antes de entregárselo al editor. Lo cual tenía unas consecuencias nefastas sobre la calidad. Fotografías buenas, a las que el fotógrafo había dedicado un gran esfuerzo, corrían el riesgo de pasar desapercibidas porque, con las prisas, nadie reparaba en ellas. No eran pocas las veces en que los fotógrafos se sentían decepcionados después de ver la secuencia emitida. Cuando empezaban a hacer recortes en el tratamiento de las imágenes, que era toda la fuerza de la televisión, las cosas iban mal, y Johan se negaba a escribir el reportaje y a editarlo antes de haber repasado personalmente su material.

Lógicamente, había excepciones. A veces había prisa y tenían que montar el reportaje veinte minutos antes de la emisión y, pese a todo, conseguían tener lista la secuencia.

La imprevisibilidad era el mayor atractivo de trabajar en una redacción de noticias. Uno no sabía nunca por la mañana cómo iba a discurrir el día. Johan trabajaba sobre todo haciendo reportajes para la sección de sucesos, y la red de contactos que había establecido a lo largo de esos años era muy valiosa para la redacción. También era él básicamente el responsable de cubrir la información de Gotland, que pertenecía al ámbito de las Noticias Regionales desde hacía dos años. El enorme déficit de la Televisión Sueca había hecho que suprimieran la redacción local de Gotland y que el seguimiento de las noticias de la isla se trasladara de Norrkoping a Estocolmo. Johan se había hecho cargo de Gotland encantado, porque estaba enamorado del lugar desde pequeño. Ahora no era sólo la isla la que lo atraía.


Mancha tiraba de la correa. «No va a aprender nunca a caminar detrás», pensó Fanny enfadada, pero no se sentía con fuerzas para reñirle. Las calles de la urbanización por la que paseaba estaban vacías. Una niebla oscura había caído sobre Visby y el asfalto brillaba bajo la lluvia fina. Las ventanas iluminadas de las casas, adornadas con delicadas cortinas, invitaban a entrar en ellas. Qué acogedor parecía aquello. Flores en las ventanas, coches relucientes en las entradas de los garajes y preciosos buzones. Algún que otro recipiente bien cuidado para el compost.

Se distinguía muy bien el interior de las casas en medio de la oscuridad de la tarde. Una tenía objetos de cobre en la pared de la cocina, en otra había un rústico reloj de pie pintado en vivos colores. En una sala de estar una niña saltaba en el sofá y hablaba con alguien a quien Fanny no podía ver. Más allá se veía a un hombre con un recogedor en la mano. «Seguro que se le había caído sin querer una miga sobre la alfombra», pensó Fanny apretando los labios. En otra cocina se divisaba por la ventana a una pareja que, al parecer, estaban preparando la comida juntos.

De pronto se abrió la puerta de uno de los chalés más grandes. Salió una pareja ya mayor y se acercaron charlando animadamente al taxi que los estaba esperando. Iban bien vestidos y Fanny sintió el fuerte perfume de la señora cuando pasaron justo a su lado. No notaron que ella se había parado y los observaba.

Tenía frío con aquella cazadora tan fina. En casa le esperaba su madre y el silencioso y oscuro piso. Su madre trabajaba en el turno de noche de la empresa Flextronics. A su padre, Fanny sólo lo había visto dos veces en su vida, la última cuando ella tenía cinco años. Su grupo tenía una actuación en Visby y le hizo una breve visita. Todo lo que recordaba era una mano grande y seca que sujetaba las suyas y un par de ojos castaños. Su padre era negro como la noche. Era un rastafari procedente de Jamaica. En las fotos que había visto tenía rizos largos y retorcidos. Se llamaban «rastas», le explicó su madre.

Vivía en Estocolmo, donde tocaba los tambores en una orquesta, y tenía una mujer y tres hijos en Farsta. Era todo lo que sabía.

Nunca la llamaba, ni siquiera el día de su cumpleaños. A veces se imaginaba cómo sería si él y su madre vivieran juntos. Quizá su madre no bebería tanto. Quizá estaría más alegre. Quizá Fanny se libraría de tener que hacerse cargo de todo: la comida, la limpieza y la lavadora, sacar a Mancha y hacer la compra. Quizá dejaría de tener mala conciencia cada vez que iba a las cuadras, si su padre estuviera allí. Se preguntaba qué diría él si supiera cuál era su situación. Pero le daría igual, ella no significaba nada para él. Sólo era el resultado de su aventura amorosa con la madre de Fanny.


En lo primero que se fijaron Karin y Wittberg fue en las esculturas. De casi dos metros de altura, en hormigón, dispuestas en grupo sobre la parcela. Una de ellas representaba un caballo encabritado que relinchaba desesperadamente hacia el cielo, otra recordaba a un gamo, una tercera, a un alce con la cabeza demasiado grande. Grotescas y fantasmales, estaban allí plantadas bajo la lluvia torrencial sobre la extensa superficie llana del césped.

Fueron corriendo desde el coche hasta la casa, cuyo techo sobresalía del sencillo porche y ofrecía un cierto abrigo. Era la típica casa de los años cincuenta: una sola planta y sótano, con la fachada revocada en color gris sucio. Las escaleras estaban carcomidas, y el riesgo de que se hundieran bajo sus pies parecía considerable. El timbre de la puerta apenas se oía. Pasados unos minutos, abrió una mujer alta y fuerte de unos setenta años. Llevaba puestos una chaqueta de punto y un vestido de flores. El cabello era abundante y blanco.

– Somos de la policía -explicó Wittberg-. Queremos hacerle algunas preguntas. ¿Es usted Doris Johnsson, la madre de Bengt Johnsson?

– Sí, soy yo. ¿Se ha vuelto a meter en algún lío? Pasen. Se van a empapar ahí fuera.

Se sentaron en el sofá de piel de la sala de estar. La estancia estaba repleta de objetos. Además del sofá con su mesa, había en la sala tres sillones, un chifonier rústico, el televisor, pedestales con flores y una librería. En las repisas de las ventanas se amontonaban macetas con flores, y en cada superficie libre de la sala había figuras de cristal de diferentes hechuras. Todas tenían en común una cosa: representaban animales. Perros, gatos, erizos, ardillas, vacas, caballos, cerdos, camellos, aves… En diferentes tamaños, posturas y colores, destacaban sobre las mesas, en las ventanas y en las estanterías.

– ¿Colecciona todo esto? -preguntó Karin tontamente.

La cara llena de arrugas de la mujer resplandeció.

– Llevo muchos años coleccionando. Tengo seiscientas veintisiete -explicó orgullosa-. ¿Qué era lo que querían?

– Sí, bueno, me temo que venimos a darle una mala noticia. -Willberg se echó hacia delante-. Un amigo de su hijo ha aparecido muerto y sospechamos que puede tratarse de un asesinato. Se llamaba Henry Dahlström.

– ¡Dios mío!, ¿Henry? -la mujer palideció-. ¿Lo han asesinado?

– Así es, desgraciadamente. Aún no hemos detenido al autor del crimen y por eso queremos hablar con todas las personas cercanas a Henry. ¿Sabe usted dónde está Bengt?

– No, esta noche ha dormido fuera.

– ¿Dónde?

– No lo sé.

– ¿Cuándo ha sido la última vez que lo ha visto? -preguntó Karin.

– Ayer por la tarde. Sólo se pasó un momento. Yo estaba abajo en el sótano tendiendo la colada, así que no nos vimos. Sólo me saludó desde lo alto de la escalera. Esta mañana ha llamado para decirme que iba a pasar unos días en casa de un amigo.

– ¿Ah, sí? ¿En casa de quién?

– Eso no me lo ha dicho.

– ¿Ha dejado algún número de teléfono?

– No. Es un hombre adulto. A mí me pareció que estaba en casa de una mujer.

– ¿Y eso por qué?

– Precisamente porque actuaba con tanto secretismo. Si no, me suele decir dónde está.

– ¿Llamó al teléfono fijo o al móvil?

– Al fijo.

– ¿Tiene identificador de llamada en el teléfono?

– Sí, en efecto, lo tengo.

Karin se levantó y se dirigió al vestíbulo. Volvió después de un momento.

– No, no se ve. Debe de ser un número oculto.

– ¿Tiene teléfono móvil?

Doris Johnsson estaba en el vano de la puerta, y miró con expresión desafiante a los policías que estaban sentados en el sofá.

– Antes de seguir respondiendo a más preguntas, quiero saber qué es lo que ha ocurrido. Yo también conocía a Henry. Tendrán que contármelo todo.

– Sí, claro -titubeó Wittberg, que parecía francamente impresionado por la actitud autoritaria de la corpulenta mujer.

– A Henry lo encontraron ayer por la tarde Bengt y el portero en su cuarto de revelado, en el sótano de la casa en donde vivía. Lo habían matado, no puedo explicarle cómo. Cuando el portero se fue para llamar a la policía, Bengt desapareció y no ha dado señales de vida desde entonces. Por lo tanto, para nosotros, es muy importante ponernos en contacto con él.

– Se asustaría, claro.

– Es muy posible, pero, para poder apresar al autor del crimen, debemos hablar con todos los que han visto algo o puedan contarnos qué se traía entre manos Henry los días anteriores al asesinato. ¿Tiene alguna idea de dónde puede estar Bengt?

– No, conoce a tanta gente. Lo que puedo hacer es llamar a sus amigos a ver si ellos lo saben.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio usted a Bengt, quiero decir que lo vio realmente? -apostilló Karin.

– Vamos a ver… Aparte de ayer por la tarde, entonces. Debió de ser ayer por la mañana. Durmió hasta tarde, como de costumbre. Se levantó a eso de las once y se tomó el desayuno cuando yo almorzaba. Luego se fue. No me dijo adonde iba a ir.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Normal. No actuaba de forma extraña ni nada por el estilo.

– ¿Sabe si ha ocurrido algo raro últimamente?

Doris Johnsson se agarraba la tela del vestido.

– Noo -dijo indecisa.

De repente alargó los brazos.

– Ah, sí, precisamente. Henry ganó en las carreras. Acertó una quiniela V5 y fue el único ganador, así que ganó un montón de dinero. Ochenta mil coronas, creo. Me lo contó Bengt el otro día.

Karin y Wittberg la miraron asombrados.

– ¿Cuando fue eso?

– No fue este domingo, así que tuvo que ser el anterior. Sí, eso es, porque entonces fueron a las carreras.

– Y Henry ganó entonces ochenta mil. ¿Sabe qué hizo con el dinero?

– Comprar bebida, supongo. Una parte se la habrá gastado directamente en alcohol. En cuanto tienen dinero, se dedican a invitar a todos.

– ¿Qué más personas forman parte de su círculo de amistades?

– Hay uno que se llama Kjelle, con el que alternaba mucho, y un par de mujeres, Monica y Gunsan. Bueno, en realidad se llama Gun.

– ¿Los apellidos?

La señora meneó la cabeza.

– ¿Dónde viven?

– Eso tampoco lo sé, pero creo que aquí en la ciudad. Ah, y un tal Örjan también, por lo visto ha llegado aquí hace poco. Bengt me ha hablado de él últimamente. Creo que vive en la calle Styrmansgatan.

Se despidieron de Doris, que prometió ponerse en contacto con ellos tan pronto como supiera dónde se encontraba su hijo.

La información del premio ganado en la V 5 hacía que ahora existiera un móvil evidente para el asesinato.


Knutas se había llevado sándwiches de pan danés de centeno, Smörrebröd, para el almuerzo. Recientemente había estado de visita su suegro y había hecho las delicias de toda la familia con los productos de Dinamarca que tanto les gustaban. Las tres rebanadas oscuras llevaban encima diferentes acompañamientos: paté de hígado de cerdo con una especie de calabaza en conserva que recordaba bastante al pepino, albóndigas en rodajas con remolacha en vinagre, y su favorito, el rullepölse, un embutido de carne de cerdo cocida, enrollada y ahumada. Todo ello regado con una cerveza bien fría.

Lo interrumpió una llamada en la puerta. Norrby asomó la cabeza.

– ¿Dispones de un momento?

– Claro.

Norrby dobló su cuerpo de casi dos metros de estatura en una de las sillas que Knutas tenía dispuestas para las visitas.

– He hablado con un vecino que tenía algo interesante que contar.

– ¿De qué se trata?

– Anna Larsson es una señora mayor que vive en el piso que está encima del de Dahlström. El lunes por la noche a las diez y media lo oyó salir. Llevaba puestas sus viejas zapatillas, que suenan en el suelo de una forma especial.

Knutas frunció el ceño.

– ¿Cómo pudo oírlo desde el interior de su apartamento?

– Buena pregunta, pero el caso es que su gato tenía diarrea.

– ¿Y?

– Anna Larsson vive sola y no tiene ningún balcón. Justo cuando estaba a punto de irse a la cama, el gato se cagó en el suelo. Olía tan mal que no podía dejar dentro la bolsa con la mierda. Ya se había puesto el camisón y no quería bajar hasta el contenedor de basuras por temor a encontrarse con algún vecino. Por eso dejó la bolsa provisionalmente en el rellano delante de su puerta. Pensó que si la tiraba por la mañana temprano nadie notaría nada.

– Ve al grano -cortó Knutas impaciente. La tendencia de Norrby a perderse en los detalles era a veces más irritante de lo normal.

– Pues bien, justo en el momento que ella abre la puerta, oye salir a Dahlström con las zapatillas puestas, que cierra la puerta y baja las escaleras del sótano.

– Está bien -concluyó Knutas dando unos golpecitos con la pipa en la mesa.

– La señora Larsson no piensa más en ello. Se acuesta y se duerme. A medianoche se despierta porque el gato maúlla. Esta vez se ha cagado en su habitación. Es evidente que el gato padece una fuerte gastroenteritis.

– Mmm.

– Se levanta, lo limpia y tiene otra bolsa con mierda de gato para dejar en el rellano. Cuando abre, alguien entra en el portal y se detiene frente a la puerta de Dahlström. Pero esta vez no oye el ruido de las zapatillas de Dahlström, sino a alguien que lleva zapatos de verdad. Le pica la curiosidad y se queda a escuchar. El desconocido no llama, pero la puerta se abre y quien sea entra, sin que ella oiga hablar a nadie.

Aquello sí que despertó el interés de Knutas. Se quedó con la pipa en el aire.

– ¿Qué pasó después?

– Después no oye nada más. Ni un sonido.

– ¿Tuvo la impresión de que alguien abrió la puerta de Dahlström desde dentro o la abrió la persona que estaba fuera?

– Cree que la abrió la persona que estaba fuera.

– ¿Por qué no ha contado esto antes?

– La interrogaron la misma tarde que encontraron muerto a Dahlström. Dice que se sentía estresada y muy disgustada, por eso entonces sólo mencionó que había oído a Dahlström bajar al sótano. Pero después empecé a preguntarme cómo podía estar tan segura. Por eso quería hablar con ella otra vez.

– Bien hecho -aprobó Knutas-. Es probable que oyera al asesino, pero también pudo ser Dahlström que hubiese vuelto a salir. Eso fue varias horas más tarde, ¿no?

– Es cierto, pero parece poco probable que volviera a salir otra vez, ¿no te parece?

– Tal vez. ¿Hizo esa señora alguna observación más después de que el hombre entrara en la casa?

– No, se acostó y volvió a quedarse dormida.

– Está bien. La cuestión es saber si el hombre tenía llave, en el caso de que no fuera el propio Dahlström.

– No hay nada que indique que la cerradura haya sido forzada.

– Algún conocido, quizá.

– Eso parece verosímil.


Cuando la Brigada de Homicidios volvió a reunirse por la tarde, Karin y Wittberg empezaron refiriendo su encuentro con Doris Johnsson y lo que les había contado acerca del premio en las carreras de caballos.

– Ahora, al menos, tenemos un móvil -concluyó Karin.

– Eso explica por qué registraron el apartamento -constató Knutas-. Parece evidente que el asesino sabía que Dahlström había ganado en las carreras.

– El dinero aún no ha aparecido -añadió Sohlman-, por lo que es probable que el autor del crimen lo encontrara.

– Bengt Johnsson me da mala espina -dijo Karin-. Creo que deberíamos emitir una orden de búsqueda.

– Teniendo en cuenta que se trata de un caso de asesinato, estoy totalmente de acuerdo contigo -Knutas se volvió hacia Norrby-. Tenemos nuevas declaraciones de los testigos.

Su colega les habló de Anna Larsson, la vecina que tenía el gato enfermo y vivía en el piso de arriba.

– ¡Vaya! -exclamó Wittberg-. Eso indica que el autor del crimen tenía la llave. Eso refuerza las sospechas contra Johnsson.

– ¿Y eso por qué? -protestó Karin-. El asesino pudo muy bien matar a Dahlström, cogerle las llaves y luego subir al apartamento.

– También pudo abrir la puerta con una ganzúa -apuntó Sohlman-. Dahlström sólo tenía una cerradura normal de bombín. Un ladrón un poco habilidoso puede abrirla sin que se note nada. A primera vista no hemos descubierto ningún desperfecto, pero tendremos que volver a revisarla.

– Yo estoy de acuerdo con Wittberg -dijo Norrby-. Creo que ha sido Bengt Johnsson. Era el mejor amigo de Dahlström y es probable que tuviera una llave extra. A no ser que fuera Dahlström quien decidió salir otra vez a medianoche. Esta vez con zapatos.

– Sí, claro que pudo ser así. Pero, suponiendo que fuera Bengan, ¿entonces para qué ir a buscar al portero? -replicó Karin.

– Para alejar las sospechas de él, evidentemente -interrumpió Norrby.

– Si el testimonio de la vecina es cierto, eso significa que Dahlström vivió un día después de la tarde de las carreras y la posterior celebración en su piso -resumió Knutas-. Por lo tanto, no murió en el transcurso de la fiesta. Probablemente el asesinato se produjo el lunes por la tarde a última hora o por la noche. La hora exacta nos la dirán pronto los forenses.

– Por cierto, hemos recogido la declaración de otro testigo que puede ser interesante -añadió Norrby-. He estado hoy allí otra vez hablando con todos los vecinos. Uno de ellos no estaba en casa y me ha llamado luego.

– ¿Y?

Knutas apoyó la cabeza entre las manos preparándose para escuchar otra exposición minuciosa.

– Es una chica que va al instituto Säveskolan. Ella también oyó a alguien en la escalera el lunes por noche, a Arne Haukas. Es el vecino que vive enfrente de su casa en la planta baja, o sea, en el mismo piso que Dahlström. Es profesor de gimnasia y suele salir a correr por las tardes. Normalmente sale a las ocho, pero el lunes pasado lo oyó salir de su apartamento a las once. También lo vio a través de la ventana.

– ¿Ah, sí? ¿Cómo puede estar tan segura del día y la hora?

– Porque su hermana mayor, que vive en Alva, estaba de visita en su casa ese día. Estaban aún levantadas charlando y lo vieron las dos. Esta chica lo vigila especialmente desde que descubrió que es un poco mirón. Suele mirar a través de su ventana cuando pasa corriendo. Ella cree que lo de salir a correr por las tardes sólo es una excusa para poder fisgar lo que hace la gente en sus casas.

– ¿Tiene alguna prueba de esas afirmaciones?

– No. Parecía que le daba un poco de vergüenza, la verdad. Dijo que no estaba segura, que sólo era la impresión que tenía.

– ¿Ese Haukas está casado?

– No, vive solo. Puede que el malestar de la chica sea fundado. Sólo he tenido tiempo de hacer una llamada para saber quién es y ha sido a la escuela Sölbergskölan, donde trabaja. El director, a quien conozco personalmente, me ha contado que a Arne Haukas lo acusaron hace unos años de mirar a hurtadillas a las chicas cuando se cambiaban de ropa. A las alumnas les parecía que entraba en el vestuario sin llamar para decirles banalidades. A cuatro de ellas les pareció tan desagradable que presentaron una queja al director.

– ¿Qué pasó luego?

– El director mantuvo una conversación con Haukas, que negó las acusaciones, y ahí quedó todo. Parece que no ha vuelto a pasar. No se ha quejado ninguna alumna más.

– Parece que en ese portal viven individuos bastante extraños -señaló Wittberg-. Alcohólicos, gatos con gastroenteritis, mirones… ¿Se puede saber qué casa de locos es ésa?

Se produjo cierta hilaridad alrededor de la mesa. Knutas alzó la mano para atajarla.

– En cualquier caso, no estamos buscando a un acosador sexual sino a un asesino. Pero ese profesor de gimnasia puede haber visto algo, puesto que estuvo fuera corriendo la noche del crimen. ¿Ha sido interrogado?

– No, parece que no -respondió Norrby.

– Entonces tendremos que hacerlo hoy mismo.

Y dirigiéndose a Karin:

– ¿Sabemos algo nuevo de Dahlström?

– Lo contrataron como fotógrafo en el periódico Gotlands Tidningar, donde estuvo trabajando hasta 1980, cuando se despidió y montó su propia empresa con el nombre de Master Pictures. La empresa fue bien los primeros años, pero en 1987 se declaró en quiebra con considerables deudas. Después no hay ningún dato de que Dahlström haya trabajado, sino que vivió de la ayuda social hasta que le concedieron la jubilación por enfermedad en 1990.

– ¿Dónde viven ahora la mujer y la hija? -quiso saber Knutas.

– Su ex mujer sigue viviendo en el piso de la calle Signalgatan. La hija vive en Malmö. Sola y sin hijos, al menos sólo ella figura registrada en esa dirección. Ann-Sofie Dahlström, la mujer, ha estado en la Península, pero vuelve a casa esta tarde a última hora. Nos ha prometido venir directamente aquí desde el aeropuerto.

– Está bien -dijo Knutas-. Tenemos que traer también a la hija. Quiero que cursemos inmediatamente una orden interna de búsqueda de Bengt Johnsson. Hay que hablar con todos sus conocidos para averiguar dónde puede estar. Sohlman, tú encárgate de revisar otra vez la cerradura. La cuestión es saber cuántos estaban al tanto de que había ganado en las carreras. Hay que interrogar a todos los que estuvieron con él la tarde de las carreras. ¿Pero quién más lo sabía?

– En esos ambientes una noticia así se extiende como un reguero de pólvora -aseguró Wittberg-. Ninguno de los que hemos visto en el centro nos ha dicho ni una palabra acerca del premio, y quizá tengan sus razones para ello.

– Hay que volver a interrogarlos también, a ellos y a todos los demás -dijo Knutas-. Lo del premio arroja una nueva luz sobre el caso.


Si había algo que Emma detestaba era coser a máquina.

«Tener que perder el tiempo con semejante cacharro», pensó, con la boca llena de alfileres y una irritación que amenazaba con convertirse en dolor de cabeza. Maldecía para sus adentros. ¿Cómo podía resultarle tan endiabladamente complicado arreglar un par de pantalones? Cuando otras cosían cremalleras como si fuera la cosa más sencilla del mundo.

Se esforzaba por hacerlo lo mejor posible, se había armado con kilos de paciencia antes de empezar y se había prometido a sí misma que esta vez no iba a darse por vencida. No iba a ceder ante la más mínima dificultad, como solía hacer. Lo que estaba claro es que era absoluta y dolorosamente consciente de sus limitaciones, y que le fastidiaban.

Había estado peleándose durante una hora con la labor y se había fumado tres cigarrillos para calmar los nervios. Sudaba tratando de colocar recta la tela de los vaqueros debajo del prensatelas. Dos veces tuvo que levantar la costura porque había quedado llena de arrugas.

En la escuela odiaba la clase de costura. El silencio, la severidad de la maestra. El que todo tuviera que ser tan minucioso, las costuras, copiar bien el dibujo, el derecho y el revés. El único suspenso que tuvo en las notas finales de la escuela primaria fue en costura. Estaba allí como un recuerdo imperecedero de su fracaso en la materia, desde los paños de cocina hasta los gorros de punto.

La señal del móvil vino a rescatarla justo en el momento oportuno. Cuando oyó la voz de Johan, su pecho comenzó a arder.

– Hola, soy yo. ¿Molesto?

– No, qué va, pero ya sabes que no puedes llamar.

– No he podido evitarlo. ¿Está en casa?

– No, juega floorball los lunes por la tarde.

– No te enfades, por favor.

Hubo un breve silencio. Luego su voz, grave y dulce, de nuevo. Como una caricia en la frente.

– ¿Qué tal estás?

– Bien, gracias. Pero estaba a punto de tener un ataque de nervios y tirar la máquina de coser por la ventana.

Emma sintió el cosquilleo de su risa suave en la boca del estómago.

– ¿Estabas tratando de coser? ¿Qué ha pasado con tus buenos propósitos?

Ella recordó que una vez, el verano pasado, había intentado coserle un agujero que tenía en el jersey con la aguja y el hilo que había en el hotel. Después prometió que no volvería a intentarlo nunca más.

– Se ha ido a la porra como todo lo demás -dijo sin pensárselo dos veces. «Nada de crear expectativas», le gritaba la sensatez, al mismo tiempo que el corazón la alentaba.

– ¿Qué quieres decir?

Johan trató de mostrarse sereno, pero Emma pudo oír la esperanza en su voz.

– Ah, nada. ¿Qué quieres? Sabes que no puedes llamar -repitió.

– No he podido evitarlo.

– Pero si no me dejas en paz, me impides reflexionar -dijo suavemente.

Trató de convencerla para que se vieran al día siguiente cuando él iba a viajar a Gotland.

Emma se negó, aunque su cuerpo pedía a gritos verlo. Una batalla entre la razón y los sentimientos.

– No insistas. Ya es bastante duro como es.

– ¿Pero qué sientes por mí, Emma? Sé sincera. Tengo que saberlo.

– Yo también pienso en ti. Todo el tiempo. Estoy tan confundida que no sé lo que voy a hacer.

– ¿Te acuestas con él?

– Basta ya -le contestó irritada.

Johan oyó cómo se encendía un cigarrillo.

– Pero, dímelo, ¿lo haces? Quiero saber si lo haces.

Ella suspiró profundamente.

– No, no lo hago. No me apetece lo más mínimo. ¿Ya estás contento?

– ¿Y cuánto tiempo vas a poder seguir así? Alguna vez tendrás que decidirte, Emma. ¿Y él no nota nada, es completamente insensible? ¿No se pregunta por qué actúas así?

– Pues claro que lo hace, pero cree que es una reacción por todo lo que pasó en verano.

– Aún no has contestado a mi pregunta.

– ¿Qué pregunta?

– Qué sientes por mí.

Otro profundo suspiro.

– Te quiero, Johan -dijo en voz baja-. Eso es lo que lo hace tan difícil.

– Pero, joder, Emma. Entonces ya está. No podemos seguir así mucho tiempo. Sólo es cuestión de que te decidas y le cuentes las cosas como son.

– Qué mierda es esa de las «cosas como son» -saltó ella encolerizada-. ¡Tú no sabes cómo son!

– No, pero…

– Pero ¿qué?

La rabia y el llanto asomaban ahora en su voz.

– ¡Tú no tienes ni puñetera idea de lo que es tener la responsabilidad de dos hijos! No puedo sentarme en el sofá y llorar todo el fin de semana porque te echo de menos. Ni decidir simplemente irme contigo porque es lo que quiero. O lo que necesito. O tengo que hacerlo para sobrevivir. Porque todo en mi vida gira alrededor de ti, Johan. Eres lo primero en lo que pienso al despertar y lo último que veo en la retina antes de quedarme dormida. Pero no puedo dejarme arrastrar por eso. Tengo que funcionar. Sacar adelante la casa, el trabajo, la familia. Tengo que pensar sobre todo en mis hijos. Qué consecuencias va a tener para ellos el que yo deje a Olle. Tú andas por ahí en Estocolmo y sólo tienes que ocuparte de ti. Un trabajo divertido, un apartamento propio y acogedor en el centro de la ciudad, montones de cosas que puedes hacer. Si te sientes mal porque me echas de menos puedes elegir entre un montón de cosas para disipar esos pensamientos. Tú vas a los bares, te encuentras con amigos, vas al cine. Y si quieres estar triste y llorar por mí, puedes hacerlo. ¿Adónde demonios puedo ir yo? Puedo irme con sigilo al lavadero y llorar. Yo no puedo irme así sin más a dar una vuelta por la ciudad sólo porque estoy triste o hacer cualquier otra cosa. ¿Encontrar gente nueva y divertida, quizá? ¡Sí, claro, esto está lleno de gente así!

Emma cortó la llamada en cuanto oyó abrir la puerta de la calle.

Olle estaba en casa.


Ann-Sofie Dahlström tenía las manos más secas que Knutas había visto jamás. Se las frotaba continuamente de tal manera que la piel se le pelaba y le caía en el regazo. Llevaba el cabello castaño recogido en la nuca con un pasador de plástico. Tenía la cara pálida y sin maquillar. Knutas comenzó lamentando la muerte de su ex marido.

– Hacía mucho tiempo que no manteníamos ningún contacto. Han pasado muchos años desde la última vez que hablamos.

Su voz se fue apagando.

– ¿Cómo era Henry cuando ustedes estaban casados?

– Estaba trabajando casi siempre, volvía tarde y trabajaba también los fines de semana. No tuvimos mucha vida de familia. Yo me ocupé más de nuestra hija, Pia. Quizá fue también culpa mía el que las cosas salieran como salieron. Seguramente lo excluí. Él bebía cada vez más. Al final la situación se volvió insoportable.

«Típico de las mujeres -pensó Knutas-. Especialistas en echarse la culpa del mal comportamiento de los hombres.»

– ¿A qué se refiere cuando dice que se volvió insoportable?

– Estaba borracho casi siempre y descuidaba su trabajo. Mientras tuvo su empleo fijo en Gotlands Tidningar las cosas le iban bastante bien. Los problemas comenzaron cuando se estableció por su cuenta y no tuvo a nadie por encima. Empezó a beber entre semana, pasaba la noche fuera, perdió encargos porque no aparecía a tiempo o no se ocupaba de entregar las fotos que había prometido. Al final presenté una demanda de divorcio.

Mientras hablaba seguía frotándose las manos de aquella manera tan extraña. Se oía el roce. La mujer advirtió la mirada de Knutas.

– Se me ponen así en invierno y no hay ninguna crema eficaz. Es por el frío. No puedo hacer nada para evitarlo -añadió alzando un poco la voz.

– No, claro. Disculpe -se excusó Knutas y cogió la pipa para fijar la atención en otra cosa.

– ¿De qué manera afectó su adicción a la bebida a su hija Pia?

– Se volvió una niña callada e introvertida. Pasaba cada vez más tiempo fuera de casa. Decía que iba a estudiar a casa de las amigas, pero sus notas eran cada vez peores. Empezó a faltar a clase y después llegó lo de la comida. Tardé bastante tiempo en darme cuenta de que algo iba mal de verdad. El segundo año, en el semestre de otoño, los médicos constataron que padecía anorexia y no superó la enfermedad hasta que terminó el bachillerato.

– ¿Siguió con los estudios, a pesar de la enfermedad?

– Sí, no padecía los síntomas más graves, pero sufría trastornos alimentarios, eso era evidente.

– ¿Cómo consiguieron ayuda?

– Por suerte, yo conocía a un médico del hospital que había trabajado en una clínica para pacientes con trastornos alimentarios en la Península. Él me ayudó. Consiguió convencer a Pia, y fuimos allí. Entonces sólo pesaba cuarenta y cinco kilos con su metro setenta y nueve de estatura.

– ¿Cómo reaccionó su marido?

– Él no quería ver ni oír nada. Fue en la fase final de nuestro matrimonio.

– ¿Qué hace su hija ahora?

– Vive en Malmö y trabaja de bibliotecaria en la biblioteca municipal.

– ¿Está casada?

– No.

– ¿Tiene hijos?

– No.

– En su opinión, ¿qué tal le va?

– ¿A qué se refiere?

– A si se encuentra bien.

La mujer lo miró directamente a los ojos sin pronunciar palabra. Le temblaba la ceja derecha. Se podía cortar el silencio. Finalmente se volvió tan denso que se vio obligado a interrumpirlo.

– ¿Cómo describiría la relación entre ustedes?

– Regular.

– ¿Cómo de regular?

– Me llama una vez a la semana. Siempre los viernes.

– ¿Se ven a menudo?

– Suele venir aquí un par de semanas en verano, pero se queda en casa de sus amigas.

– ¿Pero se ven entonces?

– Sí, claro que nos vemos. Por supuesto.


La orden de búsqueda de Bengt Johnsson a través de la radio interna de la policía dio resultado tras un par de horas. Karin respondió a la llamada de la policía local de Slite. Había llegado a la comisaría un chico que creía haber visto a Johnsson, y Karin pidió que le pasaran con él.

– Creo que sé dónde está el hombre al que estáis buscando -dijo al otro lado del hilo un chaval al que parecía que le estaba cambiando la voz.

– ¿Ah, sí? ¿Dónde?

– En Åminne, en una casa de veraneo. Es una zona que hay cerca de aquí con muchas residencias estivales.

– ¿Lo has visto tú mismo?

– Sí, estaba descargando cosas de un coche junto a una de las casas.

– ¿Cuándo?

– Ayer.

– ¿Y por qué te has puesto en contacto con la policía?

– Es que el padre de mi mejor amigo es policía en Slite. Yo le conté a mi amigo que había visto a un tipo raro junto a una de las casas y él se lo dijo a su padre.

– ¿Por qué te pareció que era un tipo raro?

– Porque iba sucio y llevaba la ropa rota. Parecía nervioso y miraba todo el tiempo a su alrededor como si no quisiera que lo vieran.

– ¿Te descubrió?

– No, no lo creo. Yo estaba detrás de un árbol y esperé a pasar por allí con la bicicleta hasta que entró en la casa.

– ¿Iba solo?

– Eso creo.

– ¿Puedes darme algún detalle más sobre su aspecto?

– Bastante viejo, cincuenta o sesenta años. Muy gordo.

– Más cosas, ¿el pelo, por ejemplo?

– Tenía el pelo moreno recogido en una cola de caballo.

Karin experimentó un ligero hormigueo en la boca del estómago.

– ¿Qué era lo que descargaba?

– Eso no logré verlo.

– ¿Cómo es que lo viste?

– Vivimos al lado de esa urbanización. Volvía a casa después de haber ido a ver a un amigo.

– ¿Puedes indicar qué casa era?

– Sí, claro.

– ¿Puedo hablar con tus padres?

– No están en estos momentos.

– Está bien. Quédate en casa, estaremos ahí dentro de media hora. ¿Dónde vives?

Cinco minutos más tarde Karin y Knutas estaban en el coche de camino hacia el este en dirección a Åminne, un lugar de veraneo muy concurrido en la temporada estival, en la costa noreste de la isla. La policía local se iba a dirigir al domicilio del chico para esperar allí a sus colegas.

Fuera de la ventanilla del coche la oscuridad invernal era casi impenetrable. No había alumbrado y su única guía era la luz de los faros del coche y algunos postes reflectantes que aparecían a intervalos regulares. Pasaron alguna que otra casa en cuyas ventanas lucía una cálida luz. Un recordatorio de que también había gente que vivía en el campo.

Cuando llegaron a la vivienda, el coche de la policía de Slite estaba aparcado en la entrada del garaje. El chico se llamaba Jon y aparentaba unos quince años. Acompañado por su padre, encabezó la comitiva en dirección a la urbanización. Apenas se podían distinguir las casas. Sin las linternas habrían tenido que buscar a ciegas. Cuando alumbraron las viviendas vieron que todas estaban pintadas de rojo oscuro con las esquinas blancas. Alrededor de cada una se extendía un terreno plano rodeado por una bonita valla blanca. En una noche de noviembre como aquella, la solitaria urbanización parecía casi fantasmal. Karin tiritó y se subió la cremallera de la cazadora.

De pronto descubrieron luz en una de las cabañas más alejadas, junto a la linde del bosque. Knutas cayó de repente en la cuenta de que deberían haber pedido refuerzos. O perros. Johnsson quizá no estaba solo. Knutas buscó a tientas el arma reglamentaria en el bolsillo interior del abrigo.

Karin era la única que no iba armada y tuvo que quedarse un poco alejada. Mandaron al chico de vuelta a casa. El resto se quedó a unos metros de la vivienda con las linternas apagadas para decidir cómo iban a actuar.

Había un viejo Volvo Amazon aparcado junto a la valla. Knutas se deslizó agachado, seguido de cerca por los otros dos. Se detuvo debajo de una ventana, mientras que los otros se colocaron cada uno a un lado de la puerta.

Dentro de la casa no se oía ni un ruido. Con cuidado, Knutas se levantó lo suficiente como para poder mirar dentro. Su cerebro registró en unos pocos segundos una imagen completa de la estancia: la chimenea, la mecedora delante, la mesa con cuatro sillas y una lámpara antigua colgando encima. Todo muy hogareño. Sobre la mesa había unas cuantas botellas de cerveza. Knutas se lo explicó por señas a sus colegas. Allí no se veía a nadie.

De pronto los tres se sobresaltaron, alguien se movía allí adentro, Knutas se agachó. A través de las paredes se oyeron golpes y ruidos. Permanecieron expectantes. A Knutas le dolían las piernas y tenía los dedos congelados. La casa volvió a quedar en silencio. Knutas miró a través de la ventana y vio la espalda de un hombre corpulento en la mecedora. La cola de caballo indicaba que se trataba de Bengt Johnsson. Había echado más leña a la chimenea y las llamas eran tan altas que casi parecían peligrosas. Había levantado la mesa y se la había puesto al lado. Ahora encima de ella había una botella de whisky que parecía recién abierta. Al lado, un vaso y un cenicero. Estaba fumando con la mirada fija en el fuego de la chimenea. De pronto se echó hacia delante para dar un trago. Era Johnsson, sin duda.

A la derecha de la estancia se veía un recibidor y parte de la cocina. A Knutas le dio la impresión de que se encontraba solo, pero no podía estar seguro. Uno de los policías locales se movió inquieto, hacía un frío glacial y ninguno de ellos iba vestido para estar mucho tiempo a la intemperie.

De repente, Johnsson se levantó y miró directamente a través de la ventana. Knutas se agachó tan deprisa que se cayó. Era imposible saber si lo había descubierto o no, pero la suerte estaba echada.

Se colocó delante de la puerta apuntando con la pistola y, tras un gesto de asentimiento de los otros dos, la abrió dándole una patada con todas sus fuerzas.

Se encontraron con el rostro perplejo de Bengt Johnsson. Estaba visiblemente borracho y había vuelto a sentarse en la mecedora con el vaso en la mano.

– ¿Pero qué cojones…? -fue todo lo que acertó a decir cuando los tres policías entraron en la casa con las pistolas en alto.

El fuego crepitaba agradablemente en la chimenea y los quinqués difundían una suave luz. Y allí estaba el tipo, apaciblemente sentado.

La situación era tan absurda que a Knutas le entraron ganas de reír. Bajó el arma y le preguntó:

– ¿Qué tal estás, Bengt?

– Bien, gracias -farfulló el hombre junto a la chimenea-. Me alegro de que hayáis venido.


Varios meses antes

Él la hacía sentirse insegura, no sabía cómo debía actuar. Le doblaba la edad. En realidad, debería considerarlo como un señor bueno y nada más. Pero había algo en su manera de tratarla que hacía que todo fuera diferente. Solía agarrarle un mechón del pelo y tirar suavemente de él, jugando y provocándola al mismo tiempo. Ella se sonrojaba y le parecía una situación embarazosa precisamente porque era consciente de que significaba algo más. Cuando su mirada se cruzaba con la de él, a veces estaba muy serio y sentía como si la desnudara con la mirada. Y esa sensación no le resultaba del todo desagradable. Incluso llegaba a pensar que era bastante guapo cuando lo observaba a escondidas. Era musculoso. Tenía el cabello fuerte y brillante, con alguna cana incipiente en las sienes. Las arrugas de los ojos y de la boca revelaban que tenía más años. Tenía los dientes un poco amarillentos y torcidos, con numerosos empastes.

Cómo podía mirarla de aquella manera si era tan mayor, se preguntaba. Era como si su mirada la hiciera mayor de lo que era. Aunque no siempre estaba pendiente de ella, a veces podía ignorarla totalmente. Entonces, para su propia sorpresa, se sentía decepcionada, como si deseara que se fijara en ella.

Una vez le preguntó si quería que la llevara a casa. Dijo que sí, porgue hacía mucho viento y la temperatura era de varios grados bajo cero. Tenía un coche grande y ella pudo montar en él. Puso música, Joe Cocker, era su preferido, dijo sonriéndole. Nunca había oído hablar de Joe Cocker. Le preguntó qué solía escuchar ella. Y cuando no supo qué decir, se echó a reír. Era muy agradable estar en aquel coche tan acogedor y escuchar su suave risa. En cierta manera, se sentía a salvo.

Por el simple hecho de estar allí sentada en aquel coche tan elegante era como si ella misma fuera más importante.

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