Miércoles 26 de Diciembre

La calle estaba silenciosa y vacía, pero en el interior de las casas parecía que la cena del día de San Esteban estaba en pleno apogeo. En la entrada de algunas viviendas ardían hachones para ahuyentar la oscuridad invernal y junto a las verjas se veían coches aparcados.

El hombre se detuvo delante de la valla y observó la casa. Había luz en todas las ventanas. Las estrellas de Adviento, de paja y madera, difundían un suave resplandor. En la sala se veía un candelabro de Adviento alto, de hierro fundido, y dos grandes amarilis cuyas flores rojas eran una prueba de esmero y atenciones. Vio moverse a la familia allí dentro. Dando vueltas entre la cocina y el cuarto de estar. Sabía que tenían el comedor en el cuarto de estar.

Pudo entrever a Filip jugando con un cachorrillo. ¿Ahora tenían un perro? Eso no era buena señal. En absoluto.

Abrió la verja. La grava crujió bajo sus pies. La nieve había desaparecido de nuevo, se fundió el mismo día de Nochebuena. Ahora caía una neblina gris sobre la idílica urbanización de Roma.

Avanzó hasta el porche y vio con el rabillo del ojo que Olle ya había descubierto su presencia. No había vuelta atrás. Respiró profundamente y apretó el timbre de la puerta.

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