Capítulo VI

. Sor Fidelma estaba cruzando el patio de vuelta cuando sor Étromma la alcanzó.

– Os pedí que me esperarais en la apoteca -la amonestó, irritada-. Podríais haberos perdido: esta abadía no es una iglesuela de extramuros.

Fidelma no se molestó en explicarle que tenía facilidad para recordar cualquier camino de ida y vuelta si se lo habían mostrado antes. Como tampoco mencionó que, si bien la abadía era grande comparada con muchas otras de los cinco reinos, había visto monasterios y conventos mucho mayores en Armagh, Ehitby o Roma. Pero comentó:

– Me han dicho que habéis tenido que bajar al muelle.

La observación desconcertó a la administradora.

– ¿Quién os lo ha dicho?

Fidelma no quiso revelar que había ido a ver a Eadulf, así que esquivó la pregunta.

– Me disponía a ir a ver a la abadesa Fainder.

Quiero hacerle unas cuantas preguntas más. ¿Habéis encontrado a la novicia, sor Fial?

Sor Étromma parecía incómoda.

– No, no he conseguido dar con ella.

– ¿Cómo es posible? -preguntó Fidelma con exasperación.

– Nadie la ha visto últimamente.

– ¿Y exactamente a qué os referís con últimamente?

– Según parece, nadie la ha visto desde hace días. Todavía la estamos buscando.

Un peligroso destello cruzó los ojos de Fidelma.

– Antes de ver a la abadesa, desearía que me acompañarais a la hospedería; en concreto, a la parte donde se alojó el hermano Eadulf.

No tardaron en llegar. La hospedería no era grande, y sólo disponía de media docena de camas.

– ¿Qué cama ocupó el hermano Eadulf? -quiso saber Fidelma.

Sor Étromma señaló la cama alejada lejos de ellas, situada en un rincón del cuarto.

Fidelma fue hasta ella y se sentó en el borde. Echó una mirada bajo la cama, mas no halló nada.

– Naturalmente, otros huéspedes han dormido en esa cama después del sajón -explicó la administradora.

– Naturalmente. ¿Y han cambiado el colchón?

Sor Étromma parecía desconcertada por la pregunta.

– Los colchones se cambian siempre que es necesario hacerlo. No creo que lo hayan cambiado desde que durmiera el sajón. ¿Por qué lo preguntáis?

Fidelma tiró de las mantas para descubrir el colchón relleno de paja. Era el típico jergón. Se inclinó sobre él y empezó a apretarlo aquí y allá.

– ¿Qué estáis buscando? -quiso saber la rechtaire.

Fidelma no respondió.

Dio con algo duro entre la paja y se fijó en un agujero a un lado del jergón, donde la costura estaba descosida. Se sonrió. Conocía a Eadulf mejor de lo que él se conocía. Era un hombre prudente. La agitación de las últimas semanas le había hecho olvidar cuán cauto era su amigo.

Fidelma introdujo la mano entre la paja, y sus esbeltos dedos tocaron el bastón de madera. Junto a éste notó el delicado tacto del papel de vitela enrollado. Extrajo ambos objetos con rapidez y los sostuvo ante la mirada atónita de sor Étromma.

– Vos seréis testigo, hermana -dijo Fidelma, levantándose-. He aquí el bastón blanco de oficio que llevaba el hermano Eadulf con él como muestra de que es emisario oficial del rey de Cashel. Y he aquí una carta de puño y letra del rey, dirigida al arzobispo Teodoro de Canterbury. El hermano Eadulf los había puesto a buen recaudo en el colchón.

Sor Étromma la miraba con una expresión curiosa, dominada por la incertidumbre.

– Lo mejor será llevarlo a la abadesa Fainder -dijo al fin.

Fidelma negó con la cabeza e introdujo pausadamente el bastón y el papel en su marsupium, la bolsa de piel que siempre llevaba a la cintura.

– Esto se quedará conmigo. ¿Habéis visto de dónde los he sacado? Vos seréis mi testigo. Esto demuestra claramente que el hermano Eadulf era un fer taistil, un techtaire, un mensajero del rey y que, por servir a la casa real, goza de determinados derechos de protección.

– No sirve de nada que me habléis de leyes -protestó sor Étromma-. Yo no soy dálaigh.

– Simplemente recordad que sois testigo de que haya encontrado estos objetos aquí -insistió Fidelma-. Y ahora…

Se dirigió hacia la puerta y sor Étromma la siguió de mala gana.

– ¿Adónde queréis ir, hermana? -le preguntó ésta-. ¿Queréis ver otra vez a la abadesa?

– ¿A la abadesa? No, la veré después -respondió Fidelma, que había cambiado de parecer-. Mostradme antes el lugar donde agredieron y mataron a sor Gormgilla.

Atribulada, sor Étromma condujo a Fidelma por más pasillos hasta llegar a otro patio muy pequeño, situado en un extremo del edificio y, a juzgar por los aromas que impregnaban el aire, ésta supuso que se hallaban cerca de la cocina y, seguramente, de las bodegas. A un lado del patio había dos altas puertas de madera, hacia las que fue derecha sor Étromma. Prescindió de descorrer los enormes y pesados cerrojos de hierro que las aseguraban, ya que en una de las grandes puertas había una puertecilla por la que cabía una persona a la vez. La abrió y la señaló sin decir nada.

Tras cruzar el umbral de la puertecilla enmarcada en la grande, Fidelma se halló ante un amplio tramo del río. A lo largo de los muros del edificio aparecía un camino concurrido, lo bastante ancho para que cupieran los carros. Junto a éste se extendía un terraplén de tierra donde habían construido un muelle de madera, pues en ese trecho el río discurría en paralelo al camino. En el muelle había amarrado un barco fluvial de proporciones considerables, del que diversos hombres descargaban barriles.

– Éste es nuestro embarcadero particular, hermana -explicó sor Étromma-. Aquí llegan las mercancías destinadas a la abadía. Más adelante veréis otros muelles, donde los mercaderes de la ciudad desarrollan sus comercios.

Fidelma se detuvo unos instantes, recreándose con la caricia del sol en el rostro. Hacía un buen día a pesar de la brisa, y la sensación era reconfortante tras la humedad y la oscuridad predominantes dentro de la abadía. Cerró los ojos un momento y respiró hondo para relajarse. Después miró en derredor. Tal cual había dicho la administradora, a lo largo del río había muelles con varios barcos amarrados. Y es que Fearna era la capital comercial del país, así como la capital real de la dinastía de los Uí Cheinnselaigh que gobernaba Laigin.

– ¿Dónde se cometió el asesinato?

Sor Étromma señaló el embarcadero de la abadía.

– Ahí mismo.

Una campana empezó a tocar en la abadía. Sorprendida, Fidelma miró en la dirección del sonido. No era posible que estuvieran llamando a rezos. Instantes después, por la puerta apareció corriendo un monje y comunicó a sor Étromma.

– Hermana, acaba de llegar un mensajero de aguas arriba. Uno de los barcos del río se ha hundido. Cree que es el navío que acababa de zarpar de nuestro embarcadero.

– ¿El barco de Gabrán? -Étromma había palidecido-. ¿Está seguro? ¿Están todos bien?

– No, no está seguro, hermana -respondió el monje-. Y no sabe nada más del accidente.

– En todo caso, habrá que ir allí y ver en qué podemos ayudar.

Sor Étromma se disponía a entrar en la abadía, cuando recordó que sor Fidelma seguía allí.

– Disculpadme, hermana -se excusó tras vacilar un momento-. Al parecer, uno de los barcos que comercia regularmente con la abadía podría haber naufragado. Como administradora, es mi deber atender este asunto. El río es un lugar peligroso.

– ¿Queréis que os acompañe? -ofreció Fidelma.

Sor Étromma negó con la cabeza distraídamente y dijo sin más dilación:

– Tengo que irme.

Fue a reunirse con el monje, que ya se alejaba corriendo por el camino paralelo a los muros del edificio. Fidelma la observó, desconcertada por el modo en que se había marchado. Entonces, una voz masculina la llamó por su nombre. Fidelma se dio la vuelta y vio una figura familiar acercándose por la orilla en su dirección.

Era el guerrero Mel, el mismo que, según había contado Étromma, había hallado el cuerpo sin vida de la niña y que había seguido la pista del asesinato hasta llegar a Eadulf. Fue un golpe de suerte que el capitán apareciera en ese momento, porque así no tendría que buscarlo. Con tranquilidad, Fidelma se dirigió hacia él por el camino hasta llegar al borde del muelle, a cuyo entarimado de madera se había encaramado Mel.

– Volvemos a encontrarnos, señora -saludó con una sonrisa amplia, de pie ante ella.

– Ya veo que sí. Me han dicho que os llamáis Mel.

El guerrero asintió, complacido.

– Y a mí, que aceptasteis mi recomendación y os habéis alojado con vuestros compañeros en la posada de mi hermana Lassar. Creía que os acompañaba un tercer hombre: Lassar me ha dicho que llegasteis sólo con dos de vuestros guerreros.

Ante la perspicacia del comandante, Fidelma se guardó de medir sus palabras.

– Cierto, conmigo venían tres guerreros. Uno de ellos se ha visto obligado a regresar a Cashel -mintió.

– Bueno, espero que el alojamiento sea de vuestro agrado. Mi hermana ofrece buena comida y camas cómodas.

– Así es. Mis compañeros y yo estamos muy a gusto en La Montaña Gualda. Me alegra haberos encontrado.

El guerrero frunció un poco el ceño.

– ¿Y por qué, señora?

– Acabo de hablar con algunos miembros de la abadía acerca del asesinato de la joven novicia -respondió Fidelma-. Me han dicho que fuisteis un testigo clave en el juicio del hermano Eadulf.

El guerrero hizo un gesto de desprecio.

– No fui exactamente un testigo clave. Simplemente coincidió que, como capitán de la guardia, me hallaba en este mismo muelle la noche del asesinato.

– ¿Podéis contarme qué sucedió exactamente? Creo que estáis al corriente de mi interés en este asunto.

El guerrero mostró cierta incomodidad unos instantes y a continuación asintió.

– Los rumores vuelan en esta ciudad, señora. Sé quién sois y a qué habéis venido.

– ¿Por qué estabais en el muelle aquella noche?

– Por una razón muy simple: estaba de guardia. Aquella noche éramos tres de guardia en el muelle -respondió, señalando el conjunto de muelles de madera de la ciudad de Fearna.

– ¿Tanto abundan aquí los delitos que hacen falta guardias nocturnas? -inquirió Fidelma.

Mel soltó una risotada jactanciosa.

– De hecho no los hay gracias a la guardia. Como capital de los reyes de Laigin, somos un importante centro comercial. Los mercaderes duermen tranquilos sabiendo que sus barcos y cargas se encuentran bien vigilados.

Mel hizo una pausa, pero Fidelma lo instó a seguir narrando lo sucedido aquella noche.

– Bueno, como he dicho, esa noche éramos cuatro hombres. Yo estaba al mando de la guardia. Cada uno tenía asignada una parte de los muelles. Debía de ser después de medianoche. Venía andando de… -Se volvió para señalar un muelle más pequeño y más alejado de la abadía-. Uno de mis hombres estaba apostado allí. Otro se encontraba más acá. Así que yo estaba supervisando el trabajo de mis hombres, haciendo guardia, como de costumbre, por cada muelle.

– ¿Qué tiempo hacía?

– Hacía buena noche, no llovía -reflexionó-.

Pero el cielo estaba nublado, así que estaba oscuro. Llevábamos antorchas -añadió.

– Sin embargo, había escasa visibilidad, ¿no? -recalcó Fidelma con interés-. A determinada distancia no se puede ver gran cosa, ni siquiera con una antorcha.

– Cierto -afirmó aquél-. Por eso casi tropecé con el cuerpo de la niña antes de verlo.

Fidelma arqueó las cejas.

– ¿Tropezasteis con el cuerpo? Es decir, ¿vos lo descubristeis? Creía que un testigo había presenciado el asesinato.

Mel vaciló antes de responder.

– Y así fue. Es un poco complicado, hermana.

– Ah, ¿sí? Contadme lo ocurrido con la mayor sencillez que podáis.

– Iba andando con la antorcha en alto. Como he dicho, era una noche muy oscura. Llegué al camino del río y me disponía a cruzar este muelle…

– ¿Había algún barco amarrado en el muelle? -Fidelma lo interrumpió al pensar de pronto en un detalle.

– Sí, uno de los barcos mercantes que atracan aquí con regularidad. Era noche cerrada y no había nadie en el muelle. Tampoco habría sido normal a esa hora de la madrugada. Seguramente todos los marineros estarían bajo la cubierta durmiendo o borrachos -explicó con una sonrisa al imaginarlo-. Al aproximarme vi a alguien a caballo.

– ¿Dónde? -preguntó Fidelma-. ¿En ese camino?

– No. Justo aquí, donde empieza el muelle.

– ¿Qué estaba haciendo esa persona?

– Cuando la vi estaba muy quieta, tan quieta que no la advertí hasta que reparé en un movimiento del caballo. No portaba antorcha, pero estaba ahí, en medio de la oscuridad. Así fue como descubrí el cuerpo.

Fidelma contuvo un suspiro de impaciencia.

– Ruego que os expliquéis… con más detalle.

– Cuando vi la figura, alcé la antorcha para darle el alto, pero antes de poder hacerlo me pidió que me identificara. La persona a caballo era la abadesa Fainder.

Fidelma abrió ligeramente los ojos.

– ¿La abadesa Fainder? -repitió estúpidamente-. ¿Estaba aquí, junto al cuerpo en medio de la oscuridad, montada a caballo?

– Eso he dicho -asintió Mel con un movimiento de la cabeza-. Tan pronto me hube identificado, me dijo: «Mel, aquí hay un cuerpo. ¿Quién es?». Eso dijo. Tropecé en la oscuridad y miré al suelo. El cuerpo se hallaba tendido entre las sombras de los fardos, por eso casi pasé por encima de él. Enseguida vi que era una niña y que estaba muerta.

– ¿A qué fardos os referís? Mostradme exactamente dónde estaba situado el cuerpo.

Mel señaló hacia donde había unos fardos y unas cajas apiladas, junto al muelle, y dijo:

– Estaba tendida justo ahí.

Fidelma frunció el ceño al inspeccionar el lugar.

– ¿Y esos fardos y cajas eran los mismos que había aquella noche?

– No, no he querido decir eso. Eran otros, pero esa noche había unas cajas y unos fardos parecidos. Juraría que estaban casi en la misma posición.

Fidelma lo miró.

– ¿Lo jurarías pese a la oscuridad?

– Sí, porque durante el día tuve que examinar el lugar para enseñarlo al brehon.

– ¿Qué os permitió ver la antorcha?

– Con tan poca luz apenas se veía nada. La niña iba vestida, pero no con el hábito de las monjas.

– Ya veo. De modo que no la identificaron como una novicia de la abadía hasta más tarde.

– Supongo.

– ¿Qué hizo la abadesa Fainder mientras examinabais el cuerpo?

– Esperó a que acabara. Como ya no podía hacer nada por la pobre criatura, me levanté y le dije que la niña estaba muerta. Me ordenó que llevara el cuerpo a la abadía, mientras ella iba a buscar al médico, el hermano Miach. Así que…

– Un momento. -Volvió a interrumpir Fidelma-. ¿La abadesa Fainder os dijo qué hacía allí, en el caballo, a poca distancia del cadáver?

Mel negó con la cabeza.

– En ese momento no. Luego creo que le dijo al brehon, el obispo Forbassach, que iba hacia la abadía, procedente de una capilla que queda lejos de aquí, y que se disponía a entrar cuando vio la sombra oscura del cuerpo y se acercó hasta aquí, como me ocurrió a mí.

Fidelma apretó los labios durante unos momentos, mirando a las puertas de la abadía y al lugar que le había indicado Mel para calcular la distancia.

– Sin embargo, vos apenas lo distinguisteis entre las sombras de los fardos, pese a llevar la antorcha y pese a tenerlo cerca… Tendré que volver a hablar con la abadesa -dijo para sí Fidelma-. Bien, seguid. Estoy algo confusa, ya que se me dijo que hubo un testigo presencial del asesinato.

– De hecho lo hubo. A eso iba -prosiguió Mel-. Cuando la abadesa entró en la abadía, me di cuenta de que iba a necesitar ayuda; y de que tenía que decir a mis hombres dónde estaba. Así que agité la antorcha como señal al compañero que estaba haciendo guardia en el siguiente muelle, y éste acudió a mí. En ese momento oí un ruido entre los fardos. Pregunté quién andaba y levanté la antorcha. La luz iluminó a una niña de pie, tras los fardos.

– ¿Habíais advertido su presencia antes?

– Con aquella oscuridad, no. Y la abadesa tampoco. Le pedí que se identificara, pero estaba angustiada y asustada, temblaba. Tardamos un poco en saber que se llamaba Fial y que la fallecida era su amiga Gormgilla. Me dijo que eran novicias de la abadía. Por lo visto había quedado en verse en el muelle con su amiga, y al llegar vio a Gormgilla forcejeando con una figura masculina. Por miedo no se movió de donde estaba; entonces el hombre se levantó de encima de su amiga y echó a correr hacia la abadía. Luego identificó al monje sajón que se alojaba allí.

– ¿Cómo es que nadie advirtió antes la presencia de la niña?

– Ya os digo: estaba oscuro.

– Pero vos llevabais una antorcha y hacía rato que rondabais por este muelle.

– Las antorchas no dan mucha luz.

– Aunque sí la suficiente para que la abadesa viera el cuerpo muerto desde el caballo a varios metros de distancia y se acercara luego a éste. Y ahora parece que había bastante luz para que Fial identificara al asesino y, presumiblemente, para que lo reconociera a cierta distancia. ¿Nadie le preguntó por qué no gritó o intentó ayudar a su amiga?

– Puede que se lo preguntaran en el juicio. Seguramente estaba demasiado asustada para moverse. A veces pasa.

– Sí, a veces pasa. Pero ¿por qué no se dejó ver cuando llegó la abadesa o aparecisteis vos? ¿Por qué no pidió auxilio a la guardia?

Mel sopesó la pregunta antes de responder encogiéndose de hombros.

– Yo no soy dálaigh, señora. Soy un simple capitán de la guardia…

Fidelma lo fulminó con la mirada y sonrió.

– Ya no lo sois. Ahora sois comandante de la guardia del palacio. ¿A qué se debió el ascenso?

Mel no se dejó intimidar.

– Me informaron de que el rey quedó satisfecho con mi labor de vigilancia y me anunciaron que sería nombrado comandante de la guardia del palacio. El obispo Forbassach me recomendó.

Fidelma guardó silencio unos segundos.

– Así que Fial apareció como por escotillón…

– De detrás de los fardos del muelle -corrigió Mel.

– Y dice que lo vio todo en la oscuridad y, aun así, no hizo nada -dijo Fidelma con cinismo, pensando en voz alta-. ¿Ha confirmado la versión de la abadesa Fainder?

Mel parecía desconcertado.

– No sabía que la declaración de la abadesa requiriera una confirmación.

– Todo cuanto esté relacionado con una muerte que no sea natural requiere una confirmación, aunque el que declare sea un santo -respondió Fidelma, cortante.

Entonces volvió la vista hacia los fardos, se acercó y miró hacia las puertas de la abadía.

– Veamos, pues -dijo para sí-. Fial y la niña asesinada son novicias en la abadía. Fial dice que ha quedado en verse con ella aquí, en el muelle. Dejaremos a un lado el hecho de que era un momento inusual para un encuentro… a altas horas de la noche.

»Fial nos ha contado que llegó y vio que un hombre, al que ha identificado como el hermano Eadulf, estaba agrediendo a su amiga, y que a continuación se dirigió corriendo a la abadía. ¿Es correcto hasta el momento?

– Así es, según lo oí contar a la niña.

– Con todo, para poder esconderse detrás de los fardos (y entiendo que habéis señalado correctamente la posición que ocupaba), Fial debió de pasar junto a su amiga en el momento de la agresión. Sin embargo, su versión sólo tiene sentido si llegó antes que su amiga o después de ella (y permaneció escondida mientras agredían a Gormgilla).

Mel arrugó el entrecejo y se fijó mejor en la posición que Fidelma le estaba señalando, como si cayera en la cuenta por primera vez de lo que implicaba el relato de Fial.

– Estaba oscuro -aventuró-. ¿Podría ser que pasara por delante de su amiga y el agresor sin verlos?

Fidelma esbozó una sonrisa. No hacía falta decir nada para que Mel advirtiera lo inconsistente de su insinuación. Un momento después, Fidelma señaló la evidente anomalía de la versión.

– Hay un extrañísimo lapso de tiempo entre el momento en que se cometió y se presenció el asesinato y el momento en que la niña apareció. Hay que dar por sentado que el asesino huyó de la escena del crimen antes de que llegara la abadesa Fainder. Y ésta habría interceptado la única vía para llegar a las puertas de la abadía desde este muelle, ya que detuvo el caballo al final del mismo. ¿Estáis de acuerdo conmigo?

Mel asintió sin decir nada, siguiendo su razonamiento lógico.

– Así que Fial esperó tras esos fardos un buen rato. Presenció el asesinato; vio al asesino abandonar la escena del crimen… corriendo en dirección a la abadía, según su testimonio; vio llegar a la abadesa Fainder; os vio llegar a vos y os vio examinar el cuerpo; esperó a que la abadesa regresara a la abadía y a que llamarais a vuestro compañero. Y no apareció hasta ese momento. ¿Alguien llegó a preguntarle por qué esperó en la oscuridad y por qué tardó tanto en aparecer?

– En ese momento ni me lo planteé -confesó Mel-. Llevé el cuerpo a la abadía, y el otro guardia me acompañó con Fial. La abadesa Fainder había despertado al médico y a la administradora, sor Étromma. Ambos se hallaban presentes cuando interrogué a Fial. Entonces fue cuando identificó al hermano sajón como el hombre que había agredido y matado a su amiga. Fial quedó a cargo de una hermana mientras nosotros…

– ¿Nosotros? -preguntó Fidelma.

– La madre abadesa, sor Étromma, un monje llamado Cett y mi compañero…

– No estaría de más que dierais nombre a ese compañero.

– Se llamaba Daig.

– ¿Se llamaba? -Fidelma reparó en la flexión del verbo.

– Se ahogó en el río a los pocos días de acontecer lo ocurrido.

– Parece que en este caso los testigos tienen tendencia a desaparecer o a morir -observó Fidelma con sequedad.

– Sor Étromma nos llevó a la hospedería, donde estaba el monje sajón fingiendo estar dormido.

– ¿Que fingía decís? -preguntó con severidad-. ¿Cómo podéis estar tan seguro de que fingía?

– ¿Cómo iba a ser de otro modo si acababa de cometer un asesinato en el muelle?

Si es que había estado en el muelle y si es que había matado a alguien -reformuló Fidelma, subrayando el valor hipotético de la frase-. ¿O acaso no cabe la posibilidad de que él no hubiera cometido el asesinato y que estuviera durmiendo de verdad?

– ¡Pero Fial lo identificó!

– Buena parte de los hechos dependen de lo que Fial vio, ¿no es así? Bien. Decíais que hallasteis al sajón en la cama del dormitorio…

– Así es. El hermano Cett se encargó de despertarlo. A la luz del farol vimos que tenía la ropa manchada de sangre y un trozo de tela. Luego se descubrió que era un trozo del hábito de Gormgilla. Éste también presentaba manchas de sangre. -El rostro de Mel se iluminó-. Eso demuestra que lo que dijo su amiga Fial es verdad, ¿cómo si no iba a haberse manchado la ropa el sajón y cómo tenía en su posesión el trozo de tela rasgada?

– ¿Cómo si no? Vos lo habéis dicho -masculló Fidelma retóricamente-. ¿Interrogasteis al hermano Eadulf?

Mel negó moviendo la cabeza.

– En ese momento la abadesa Fainder dijo que se encargaría de la situación por tratarse de un asunto que concernía a la abadía, y me pidió que ayudara al hermano Cett a llevar al sajón a una celda del edificio. Así lo hicimos, e inmediatamente llamaron al brehon y obispo Forbassach. Es cuanto sé de lo ocurrido… hasta que me citaron para declarar en el juicio, claro.

– ¿Y el juicio os satisfizo por completo?

– No os comprendo.

– ¿No opináis que los hechos, según los habéis narrado, son contradictorios y suscitan preguntas?

Mel tanteó el comentario.

– A mí no me correspondía opinar nada una vez las autoridades se hicieron cargo de todo -dijo al fin-. Si había alguna pregunta que hacer o algún error que señalar, era cosa del brehon y obispo Forbassach.

– ¿Y Forbassach no hizo preguntas?

Mel iba a decir algo cuando de pronto frunció el entrecejo, desplazando la vista sobre el hombro de Fidelma. Ésta se volvió hacia atrás con presteza para averiguar qué había llamado la atención del capitán de la guardia. No le resultó difícil reconocer la figura de la abadesa Fainder a pesar del largo hábito negro, a lomos de un caballo robusto; se acercaba a medio galope por el camino paralelo al muro de la abadía, tras acabar de salir, al parecer, por las puertas de la misma.

Fidelma hizo una mueca de irritación.

– Precisamente quería hablar con ella ahora. ¡Qué fastidio de mujer! ¡El tiempo apremia! Supongo que se dirige a ver el barco hundido.

Mel miró al cielo para consultar la posición del sol.

– La abadesa Fainder suele salir a cabalgar a esta hora -observó, y preguntó enseguida con perplejidad-: ¿Que se ha hundido un barco, decís? ¿De qué estáis hablando?

Fidelma no prestó atención a la pregunta porque estaba pensando en lo extraño que era que la abadesa tuviera por costumbre salir de su abadía a diario para dar un paseo a caballo. Los miembros de una orden religiosa solían renunciar a los caballos en virtud de los votos de pobreza, sobre todo como medio de transporte, a menos que gozaran de determinada categoría social. La posición de Fidelma como dálaigh con categoría de anruth le permitía tener el privilegio de viajar a caballo, algo que por ser monja se le habría vedado.

– ¿Adónde va todos los días a estas horas?

Mel hizo oídos sordos a la pregunta y repitió:

– ¿Qué barco se ha hundido? ¿A qué os referís?

Fidelma le habló del recado que habían llevado a sor Étromma y de cómo ésta había corrido hacia el lugar del accidente para prestar su ayuda. Mel se puso serio, lo cual le extrañó, y se excusó atropelladamente por tener que marcharse.

– Disculpadme, hermana. Debería ir y ver qué ha sucedido. Parte de mi obligación consiste en estar bien informado de estos sucesos. El barco podría estar obstaculizando el paso de otros navíos. Disculpadme.

Dio media vuelta y arrancó a andar con prisa por la orilla en la dirección que habían tomado sor Étromma y el otro monje, así como la abadesa Fainder.

Fidelma no quiso perder más tiempo haciendo conjeturas sobre qué preocupaciones asaltaban a los religiosos; prefirió quedarse en el muelle. Miró a su alrededor para examinar con cuidado la escena y luego dio un leve suspiro. Le pareció que allí ya no descubriría más secretos, y decidió volver a la posada.

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