Capítulo XXI

Lo sabía -vociferó el obispo Forbassach, volviéndose a levantar de su asiento en un arrebato de ira-. Esto es una suerte de conspiración para atacar y calumniar a la abadesa Fainder. No pienso tolerarlo.

– No hay conspiración que implique a la abadesa Fainder más de lo que ella misma está implicada -replicó Fidelma sin perder la calma-. Cierto que tenía sospechas, sobre todo al saber que, desde su llegada a la abadía, Fainder se ha enriquecido mucho.

– ¡Barrán! ¡Acuso a esta mujer de difamación! -gritó el abad Noé, levantándose también-. No podemos permanecer impasibles mientras ella critica de ese modo a la abadesa Fainder.

– He dicho que… -trató de aclarar Fidelma.

– ¡Retiradlo! -gritó la abadesa, perdiendo de pronto los estribos-. ¡Queréis enredarme en vuestra maraña de embustes!

Hicieron falta unos momentos para que entrara en razón y recuperara la compostura. Restablecida la calma, Barrán se dirigió a Fidelma.

– Por lo que decís parece, en efecto, que os propongáis atribuir la culpa de algo a la abadesa Fainder. Habéis señalado que era fundamental que se aprobara la pena de muerte según dictan los Penitenciales. Habéis señalado que la abadesa Fainder insistió en ello y que, por motivos que sólo el brehon Forbassach conoce, éste accedió y convenció al rey de dar su aprobación. E insistís en que ese tal titiritero (como lo llamáis) es un miembro de la comunidad de la abadía. ¿Quién mejor que nadie puede estar, por tanto, en el centro de esa terrible maraña, como decís, que la propia abadesa? ¿Y ahora argüís, como si fuera relevante, que se ha enriquecido desde que llegó a la abadía?

– ¡Son todo mentiras! ¡Mentiras! ¡Mentiras! -gritaba la abadesa, aporreando con el puño el brazo de madera de la silla.

El obispo Forbassach tuvo que volver a calmarla.

– La abadesa Fainder es indirectamente responsable de buena parte de cuanto ha sucedido, y deberá afrontarlo. Pero ya he demostrado que ella no mató a Gabrán.

Un cuchicheo se extendió entre los presentes, y Barrán exigió silencio de inmediato.

– De hecho -continuó Fidelma-, podría decirse que el abad Noé es el responsable más indirecto de todos.

El abad se levantó como un resorte en actitud beligerante.

– ¿Yo? ¿Osáis acusarme de estar implicado en un asesinato y en este terrible tráfico de niñas?

– No he dicho eso. He dicho que sois indirectamente responsable de lo que ha sucedido. De un tiempo a esta parte os habéis ido convirtiendo a la filosofía de Roma. Entiendo que esa conversión se inició cuando conocisteis a la abadesa en Roma.

– No negaré mi conversión a los Penitenciales -musitó Noé, volviendo a tomar asiento, pero sin abandonar la actitud defensiva.

– ¿Negaréis que la abadesa Fainder ejerció una fuerte influencia sobre vos, que os persuadió de regresar con vos a Laigin y de nombrarla abadesa, y que a la vez invitasteis a Fianamail a que os nombrara su consejero espiritual y, así, os concediera poder sobre todo el reino?

– Ésa es vuestra interpretación.

– Son hechos. Fuisteis capaz de invalidar el sistema de nombramientos de la abadía a fin de poder hacer abadesa a Fainder. Alegasteis que era una prima lejana vuestra; y no lo era, pero al parecer nadie osó poner en duda el nombramiento, ni siquiera cuando supieron que Fainder no tenía parentesco alguno con vos. Una vez Fainder fue abadesa, gobernó la comunidad bajo la doctrina de los Penitenciales. Estabais perdidamente enamorado de ella. Vos iniciasteis el proceso, Noé. Vuestra obsesión por esta mujer sembró el terreno que permitió cambiar las leyes y que sucedieran estos acontecimientos.

– ¿Cómo sabéis que Fainder y Noé no están emparentados? -se apresuró a preguntar Barrán-. ¿Y dónde encaja en esta historia el comentario sobre su enriquecimiento?

– Su hermana, Deog, es la viuda de Daig, el vigilante -explicó Fidelma-. Deog me habló de la nueva riqueza de su hermana. Fainder hacía visitas frecuentes a Deog. Pero, ay, no por amor fraternal cabalgaba la abadesa regularmente hasta la cabaña de su hermana, ¿verdad, Forbassach?

El rostro del obispo Forbassach se sonrojó bajo su mirada.

– También vos sois, desde hace poco, partidario de la aplicación de los Penitenciales, ¿verdad? -preguntó Fidelma-. ¿Queréis decirnos a qué se debe?

Era la primera vez, durante la sesión, que el brehon de Laigin guardaba silencio ante una pregunta.

La abadesa Fainder respondió por él. Se había venido abajo y trataba de contener los sollozos.

– El amor de Forbassach por mí no tiene nada que ver con que abrazara la verdadera ley cristiana -gritó en actitud defensiva-. Se convirtió en defensor de los Penitenciales por una decisión basada en la lógica, no por el amor que nos profesábamos.

Un grito de indignación inundó la sala y, al fondo de la misma, dos mujeres se llevaron de la estancia a otra. Forbassach fue a levantarse, pero Fidelma le indicó con una seña que volviera a sentarse.

– Tendréis que resolver este asunto con vuestra esposa más tarde, Forbassach -le dijo.

Fainder tenía los ojos clavados en Fidelma con malignidad, pero ésta afrontó su mirada sin rencor.

– La riqueza recién adquirida era simplemente un exceso de regalos de Forbassach y de Noé, ¿me equivoco? Os colmaban de obsequios en su esfuerzo por cortejaros. Amantes sunt amerites. Los amantes son dementes.

La mirada en el rostro de la abadesa habría asustado a cualquiera. Forbassach estaba visiblemente abochornado, pero no demostraba ningún sentimiento de culpa. El abad Noé, sin moverse de su silla, guardaba silencio, atónito ante las revelaciones. Incluso Fidelma sintió una punzada de remordimiento por haber sido la persona que le había desvelado la duplicidad de Fainder. Saltaba a la vista que estaba tan embriagado por la abadesa que la simple idea de que Forbassach también fuera su amante significó para él una puñalada.

– Cuando menos, mi deducción de que no erais culpable, Fainder, se confirmó cuando os desvanecisteis en Cam Eolaing al saber que la persona detrás de esta trama perversa era alguien que ocupaba un alto cargo jerárquico en la abadía. Os desmayasteis porque creísteis que me refería a uno de vuestros amantes. Pero ¿a cuál?

La abadesa estaba roja de sofoco.

– Si he entendido bien vuestro razonamiento, Fidelma -interrumpió Barrán-, estáis diciendo que la abadesa Fainder no mató a Gabrán. Sin embargo, también decís que Fial no lo mató. ¿Quién lo hizo entonces? ¿Y actuó bajo las órdenes de la abadesa?

– Permitidme llegar a eso a mi modo -rogó Fidelma-, pues jamás me había hallado ante una conspiración tan enrevesada. Nuestro titiritero empezó a alarmarse por el creciente número de muertes que estaban sucediendo al primer crimen de Gabrán. Las cosas no estaban saliendo según lo previsto. Cada intento de encubrir al culpable resultaba en un desastre mayor. Como he dicho, se decidió que había que silenciar a Gabrán e interrumpir el tráfico, cuando menos por un tiempo. La persona designada para matar a Gabrán se había marchado de la abadía, supuestamente para visitar a un familiar que vivía cerca del lugar donde Gabrán había amarrado el barco. Gabrán estaba esperando el nuevo cargamento. Alguien tenía que recoger a dos niñas aquella mañana. El asesino fue en busca del barco de Gabrán, si saber quizá que la abadesa le iba a la zaga a poca distancia.

»Llegó al barco y encontró a Gabrán, que acababa de enviar a uno de sus hombres a las colinas para recoger la mercancía. La llegada de las niñas al barco siempre se hacía en un lugar aislado. Gabrán daba dinero a casi todos sus tripulantes y les pedía que tomaran los asnos, que tiraban del barco río arriba hasta llegar a ese lugar, y les decía que no volvieran hasta el día siguiente. En ausencia de aquéllos, traían a las niñas, de las que sólo tenían conocimiento uno o dos hombres de la tripulación.

«Parece que el asesino encontró a Gabrán solo. Lo mató mediante un fuerte golpe de espada en el cuello. Entonces, el asesino tuvo que esperar a que llegara el otro hombre con las niñas para matarlo también. Y seguramente los habría matado a todos para callar todas las bocas. Pero el asesino vio que la abadesa se acercaba por la orilla, por lo que no le quedó más remedio que abandonar la embarcación precipitadamente. Se adentró en las colinas, donde quizás esperaba encontrar al hombre con las niñas y, así, completar los asesinatos. Al no encontrarlos, el asesino siguió su camino y fue a ver al pariente al que había prometido visitar.

»En el barco de Gabrán, sin que nadie lo supiera, tras siete días de confinamiento en la minúscula cabina, la pobre Fial se había librado de los grilletes de los tobillos. Ignorando cuanto había sucedido, subió a la cabina de Gabrán y lo vio muerto en el suelo. Lo primero que pensó fue que podría liberarse, así que cogió la llave que conocía y abrió los grilletes que le encadenaban las manos.

«Entonces una gran furia la invadió. Se apoderó de un puñal, agarró a Gabrán del pelo y empezó a clavarle el puñal en el pecho y los brazos en un acceso de rabia. El capitán del barco ya estaba muerto, de modo que no fueron puñaladas fatales. Fue un acto de cólera por todo el daño y el dolor que le había causado. Entonces llamaron a la puerta de la cabina. En ese momento la abadesa ya había subido a bordo. Asustada, Fial soltó la cabeza de Gabrán y el puñal, y se escabulló por la escotilla que llevaba a su habitáculo, llevándose un puñado de llaves que encontró. Entonces entró la abadesa.

»Fial encontró la llave buena entre las cuatro que había cogido, cruzó todo lo largo del barco y entró en la bodega, salió a cubierta y saltó al agua. La corriente la arrastró río abajo, hasta que consiguió salir del agua, pero entonces se cruzó con Forbassach y Mel, que empezaron a perseguirla.

– Es una buena reconstrucción de los hechos, Fidelma -observó Barrán-. Sin embargo, ¿será posible demostrar su veracidad? Veo que buena parte de ellos se sostienen con las declaraciones de Fial y de la abadesa, pero ¿qué ocurre con el misterioso asesino? ¿Y cómo sabéis lo del pariente en las montañas?

– No es tan misterioso. Gracias a las aventuras que me ha relatado el hermano Eadulf, podemos identificar a ese hombre.

– ¿El sajón? ¿Cómo va a identificar al asesino si él mismo era un fugitivo? -se extrañó Barrán.

– Eadulf conoció a un ermitaño ciego que le ofreció su hospitalidad.

Fianamail se removió por primera vez desde que se había iniciado la vista. De pronto se puso en pie.

– ¿Os referís a Dalbach? Pero, ¡si es mi primo! ¡Es pariente mío!

Barrán esbozó una sonrisa antes de volverse hacia Fidelma y preguntar:

– ¿Estáis diciendo que el propio rey de Laigin fue a ver a su primo ese día?

Fidelma soltó un suspiro de impaciencia.

– Dalbach le contó a Eadulf que su pariente era un religioso de la abadía de Fearna. La identidad de éste era obvia.

Al ver que nadie reaccionaba ni era capaz de hacer la identificación que a ojos de Fidelma era evidente, ésta prosiguió con irritación.

– Muy bien. Permitid que me explique mejor. Es evidente que Dalbach cometió el error de confiar a su primo que había ofrecido su hospitalidad a Eadulf. De buen grado o de mal grado, explicó a su primo que había recomendado a Eadulf que aquella noche se refugiara en la Montaña Gualda. Consciente de que la muerte de Eadulf era fundamental para ocultar cualquier vestigio de la conspiración, el pariente de Dalbach fue a caballo hasta la Montaña Gualda. -Fidelma hizo una pausa y miró a Fianamail-. Vos os hallabais en la cabaña de caza, que está cerca de la comunidad de la santísima Brígida, donde Eadulf había llevado a las dos niñas. En medio de la noche, alguien llegó para informaros de dónde podía estar Eadulf.

Muchas miradas habían recaído sobre el abad Noé, pero Fianamail la miraba de soslayo.

– Fue mi primo, mi primo…

El hermano Cett profirió un insólito grito animal y trataba de abrirse paso a la fuerza para salir de la sala. Hicieron falta cuatro de los hombres de Barrán para controlar a aquel hombre grande y fuerte.

Fidelma extendió las manos.

Quod erat demostratum. Fue el hermano Cett. Yo sabía que era primo vuestro, Fianamail, y cuando Eadulf me dijo que sólo Dalbach sabía dónde se ocultaba anoche y que Dalbach estaba emparentado con la familia real de los Uí Cheinnselaig y que, además, tenía un primo que era monje en la abadía de Fearna, sencillamente até cabos. Para aportar otra prueba, si examináis el hábito del hermano Cett, probablemente encontraréis un rasgón y que la tela está deshilachada a unos cincuenta centímetros del dobladillo.

Un guerrero se agachó para examinar la tela y se levantó de un salto para confirmarlo a Barrán.

Fidelma sacó de su marsupium unas hebras de lana y dijo:

– Creo que esto corresponde a esa prenda. Cett se enganchó el hábito de un clavo en la cabina de Gabrán.

Enseguida quedó confirmado.

– Sólo un hombre con la fuerza de Cett podría asestar un golpe en sentido ascendente como el que mató a Gabrán. Una niña débil como Fial no podía hacerlo; ni siquiera la abadesa Fainder.

Un murmullo de aplausos se extendió entre los presentes en la sala. El cinismo de la voz de Forbassach lo interrumpió. Había recuperado parte de su aplomo habitual y tenía sed de venganza. En realidad, se estaba riendo.

– Sin duda sois muy lista, Fidelma, pero no tanto como creéis. El religioso que estaba en el barco y que pidió a Fial que mintiera no era el hermano Cett o, de lo contrario, la niña habría hecho alguna observación sobre su corpulencia. Es más: ha negado que fuera la misma persona.

Se produjo un silencio expectante mientras todas las miradas se posaron en Fidelma.

– Permitid que os congratule por vuestra perspicacia, Forbassach -reconoció-. Es una lástima que esa observación minuciosa de las pruebas brillara por su ausencia cuando investigasteis a Eadulf y a Ibar antes de sentenciarlos a muerte.

El obispo Forbassach soltó una risotada llena de ira.

– Insultándome no disimularéis el hecho de que vuestra versión no cuadra. Fianamail me perdonará si digo que Cett no es el pariente más listo de la familia. Aparte de que la descripción de Fial no se ajusta a él, la sola idea de que Cett fuera el… ¿cómo lo habéis llamado?… el titiritero… ¡es ostensiblemente ridículo!

Dicho esto se echó hacia atrás contra el respaldo con una sonrisilla de satisfacción.

– Si mal no recuerdo, cuando se discutió este asunto en la fortaleza de Coba (y estoy segura de que Coba confirmará lo que digo) también dije que el titiritero era una persona con un cargo de poder en la abadía.

Coba asintió con entusiasmo.

– Cierto, eso mismo dijisteis, pero Forbassach tiene razón. La descripción de Fial no se ajusta a Cett. Y Cett tampoco ocupa un cargo de poder en la abadía.

– Y yo abundo en el mismo parecer -afirmó Fidelma a su vez-. La persona que ideó este sórdido medio de hacer dinero y que convenció a Cett y a Gabrán para apoyarla fue la hermana de Cett. Su propia hermana, sor Étromma, la rechtaire de esta abadía.

Sor Étromma había permanecido con gesto imperturbable y con los brazos cruzados en su sitio, desde el momento en que Cett había sido denunciado. Tampoco se inmutó cuando dos guerreros de Barrán se acercaron y esperaron de pie a cada lado.

– ¿Lo negáis, sor Étromma? -exigió Barrán.

Sor Étromma levantó la cabeza y miró fijamente al jefe brehon. Su semblante no reflejaba ninguna emoción.

– Una boca cerrada es melodiosa -respondió, citando un antiguo proverbio.

– Lo más sensato es que hagáis una declaración -instó Barrán-. El silencio puede interpretarse como un reconocimiento de la culpa.

– Una mente sensata es una boca cerrada -respondió la administradora con firmeza.

Barrán se encogió de hombros e hizo una seña a los guerreros para que se la llevaran de la sala con su hermano Cett, al que habían reducido.

– Creo que un registro de las pertenencias personales de sor Étromma revelaría dónde acumulaba el dinero -sugirió Fidelma-. Recuerdo que en una ocasión me dijo que le gustaría establecerse en la isla de Mannanán Mac Lir. Di por sentado que pretendía ingresar en la abadía de Maughold. Ahora creo que su intención era ir a la isla con su hermano con el simple propósito de vivir holgadamente con el dinero obtenido de este perverso negocio.

Coba se levantó.

– Jefe brehon, acabo de hablar con el mensajero que envié a la abadía. Ha confirmado que al llegar con la instrucción de comunicar a la abadesa que había prestado asilo al sajón, Fainder estaba ausente. Y entregó el mensaje a la rechtaire. Étromma sabía dónde estaba Eadulf la noche antes de que Gabrán viniera a mi fortaleza e intentara matarlo.

– Sospechaba de Étromma -explicó Fidelma a los presentes-, pero no acababa de saber por qué. Pero cuando supe que habían vuelto a llevar a Fial al barco después de haber estado en la abadía, me convencí de que Étromma era quien manejaba los hilos del tráfico.

– Pero ¿por qué? -quiso comprender Barrán.

– Solicité interrogar a Fial. Étromma me dejó a solas con el médico, el hermano Miach, mientras ella iba a buscarla. En vez de esperarla en la apoteca, fui a ver a Eadulf otra vez. Al subir a la celda, el hermano Cett, que era su carcelero, ya no estaba, y su sustituto me dijo que había bajado al embarcadero con Étromma. Según deduje luego, habían sacado a Fial de la abadía para volver a encerrarla en el barco de Gabrán antes de que yo pudiera hablar con ella. Después Étromma acudió a mí diciendo que Fial había desaparecido. ¡Qué oportuna! Al poco rato me enteré de que el barco de Gabrán había zarpado del muelle de la abadía.

– Creo que el hilo de los acontecimientos ya ha quedado claro, Fidelma -agradeció Barrán-. No obstante, ¿podéis arrojar luz sobre los motivos que llevaron a esta mujer a embarcarse en una empresa de tamaña vileza.

– Creo que el motivo inmediato era hacer acopio de suficiente riqueza para vivir con cierto grado de holgura e independencia. ¿Qué nos dice Timoteo en su Epístola? Radix omnium malorum est cupiditas. El amor al dinero es la raíz de todos los males. Étromma es una mujer desdichada; mucha gente lo sabe. Pertenece a una familia real, pero de una rama pobre. Él y su hermano fueron capturados como rehenes cuando eran pequeños, y ni una sola de las ramas de la familia real se ofreció a pagar el precio de honor para rescatarlos.

Fianamail se removió con incomodidad en su sitio, pero no dijo nada para defender a su familia.

– Étromma y Cett consiguieron escaparse solos y, siendo muy niños, entraron al servicio de la abadía. Cett era simple por causas ajenas, y su hermana lo dominaba. Étromma no destacó lo suficiente para ocupar un cargo superior al de rechtaire. Estaba resentida por ello, si bien la suya era una posición bastante influyente. Hacía diez años que era rechtaire, que administraba el día a día de la comunidad, cuando Fainder entró en escena y fue nombrada abadesa. Para Étromma fue un golpe duro. Acaso, entonces, urdió acumular suficiente riqueza para poder marcharse de la abadía y ser independiente. Ella misma pensó el plan, y su hermano Cett y Cabrán se convirtieron en sus cómplices más que dispuestos.

– Parece que ha quedado bastante claro -musitó Forbassach a regañadientes.

Fidelma sonrió, pero sin humor.

– Como habría dicho mi mentor, el brehon Morann, al final de todo es cuando siempre se entienden las cosas.

Mientras Barrán daba instrucciones a los escribas y explicaba la ley de los brehons, Eadulf habló con Fidelma por primera vez desde que había dado comienzo el juicio.

– ¿Cuándo empezasteis a sospechar de sor Étromma? -le preguntó-. Habéis dicho que algo os daba mala espina, pero que no confirmasteis las sospechas hasta que supisteis que Fial había estado encerrada en el barco de Gabrán.

Fidelma apoyó la espalda en la silla y sopesó la pregunta antes de responder.

– Sospeché de ella el mismo día que llegué, mientras me enseñaba el muelle.

Eadulf quedó estupefacto.

– ¿El mismo día que llegasteis? ¿Cómo es posible?

– Como he dicho, me dijeron que había bajado al embarcadero con su hermano, cuando tenía que estar buscando a Fial. Y luego vino a decirme que no encontraba a la niña. Después fuimos juntas al embarcadero. Un monje nos interrumpió para informarnos de que se había hundido un barco en el río y que decían que era el de Gabrán. Étromma se mostró excesivamente preocupada, aunque hizo lo posible por disimularlo. Y se marchó a toda prisa para indagar. Si hubiera sido la embarcación de Gabrán, quizás habrían salvado a Fial, o habrían investigado el naufragio, en cuyo caso podría haberse descubierto el terrible tráfico de niñas.

Dicho esto, calló un momento.

– Eso por una parte. Por otra, claro, mintió al negar haberme visto sacar el bastón de oficio y la carta a Teodoro del colchón donde los habíais guardado. Me había visto sacarlos de allí, de eso estaba segura. Al principio pensé que simplemente se sintió intimidada por el obispo Forbassach y la abadesa, pero la verdadera razón era que quería que mis investigaciones acabaran con vuestra ejecución…


* * *

Varios días después, Eadulf y Fidelma se encontraban en el muelle junto al lago Garman. En realidad no era un lago ni una laguna, sino más bien una gran bahía en el mar, un puerto importante para barcos procedentes de Galia, de Iberia, del país de los francos y de los sajones, y de muchas otras naciones. El lago Garman era el puerto con más movimiento de los cinco reinos, pues quedaba en el extremo sudeste de la isla y, por tanto, era un buen lugar donde hacer parada. Esta ubicación proporcionaba a Laigin una rica actividad comercial, pero también suponía una lacra por los frecuentes asaltos de bucaneros.

Fidelma y Eadulf estaban de pie, cara a cara. El viento les alborotaba el pelo y agitaba sus ropas.

– Bueno -suspiró Fidelma-, ya ha acabado todo. El rey supremo ha convocado al joven Fianamail a Tara para amonestarle. Forbassach ha sido destituido de su cargo y ya no puede ejercer la ley. Lo han enviado a una comunidad recóndita, y su esposa le ha pedido el divorcio. La abadesa Fainder ha vuelto a marcharse al extranjero, seguramente a Roma, y el abad Noé…, en fin, creo que él también pensará en volver a Roma ahora que ya no es consejero espiritual de Fianamail.

– Fainder es una mujer extraña -reflexionó Eadulf-. Por una parte es una fanática de los Penitenciales y de la doctrina de Roma. Por otra, no tuvo reparo en usar su sexualidad para hacerse con el cargo de abadesa. Lo que no puedo entender es cómo consiguió dominar a la vez al abad Noé y al obispo Forbassach. Ni siquiera me parece una mujer atractiva.

Fidelma echó la cabeza atrás y se rió.

De gustibus non est disputandum.

Eadulf hizo una mueca irónica.

– Supongo que sí, que algunas cosas que me parecen detestables a otros les resultan atractivas -dijo, apretando los labios y con gesto pensativo-. En fin, supongo, como habéis dicho, que ya ha acabado todo. Imagino que Laigin recuperará la doctrina de la ley de Fénechus.

Fidelma sonrió con seguridad y dijo:

– Sí, habrá de pasar mucho tiempo antes de que vuelvan a intentar aplicar los castigos que dictan los Penitenciales.

Hubo un silencio incómodo entre ellos antes de que Fidelma levantara la vista para mirarle a los ojos.

– ¿Estáis decidido a emprender este viaje? -le preguntó de repente.

Eadulf parecía triste pero resuelto.

– Sí. Tengo deberes que cumplir para con Teodoro, arzobispo de Canterbury, y para con vuestro hermano, con quien me comprometí a entregar estos mensajes.

La determinación que había tomado Eadulf de proseguir el viaje al país de los sajones había causado no poca inquietud en Fidelma aquellos últimos días. Le había dicho con la mayor claridad de la que había sido capaz que le complacería que regresara con ella a Cashel. Jamás había visto actuar a Eadulf con tanta terquedad. Su orgullo no le había permitido ser más directa con él. Estaba segura de que Eadulf sabía qué sentía por él, y aun así… aun así no quería volver a Cashel con ella. Él había insistido en bajar hasta el puerto de mar para buscar un barco, y ella lo había acompañado, creyendo que le haría cambiar de parecer y lo convencería para regresar con ella. El brehon le había dicho en una ocasión que el orgullo no era más que una máscara que ocultaba los propios defectos. ¿Cuál era el suyo? ¿Qué más podía decirle? ¿Qué más podía hacer? Fidelma titubeó, como si no le costara expresarse con claridad.

– ¿Seguro que no puedo convenceros de que volváis conmigo a Cashel? Ya sabéis que en la corte de mi hermano seréis bien acogido.

– Tengo deberes que cumplir -respondió Eadulf con solemnidad.

– Cuando el deber deviene credo, podemos empezar a despedirnos de la felicidad -se arriesgó a decir, recordando las excusas que ella misma había dado alguna vez para negar los sentimientos que él le inspiraba.

Eadulf la tomó de las manos.

– Cuánto os gusta citar a los sabios, Fidelma. ¿No escribió Plauto que, para un hombre honesto, es un honor recordar su deber?

– La ley de Fénechus dice que Dios no exige a un hombre que dé más de lo que le permite su capacidad -contrapuso ella con vehemencia al creer que Eadulf le estaba tomando el pelo con apreciaciones que ella otrora había pronunciado.

Oyeron un grito en el agua, y vieron que un esquife se apartaba de uno de los barcos de altura anclados en la ensenada. Los remeros impulsaban la embarcación con rapidez hacia el muelle, donde varias personas cargadas con equipajes esperaban.

– La marea está cambiando. -Eadulf levantó la cabeza y sintió el cambio del viento en las mejillas-. El capitán del navío no querrá demorarse. Debo embarcar. Bueno, parece que siempre nos estamos separando. Todavía recuerdo la última vez que nos despedimos en Cashel. Entonces teníais la convicción de que vuestro deber era hacer un peregrinaje a Iberia, al sepulcro de Santiago de Compostela.

– Pero volví para ayudaros -recalcó Fidelma como un reproche.

– Cierto -reconoció Eadulf con una fugaz sonrisa-. Y gracias a Dios que vinisteis, porque ahora no estaría aquí. Pero entonces me dijisteis que tenía un compromiso con Teodoro de Canterbury. Recuerdo perfectamente vuestras palabras: «Siempre llega el momento de partir de un lugar, aun sin estar uno seguro del rumbo que piensa tomar».

Inclinó la cabeza, contrita.

– Recuerdo esas palabras. Quizá me equivocaba.

– ¿Y recordáis que yo respondía que en Cashel me sentía como en casa y que podía hallar un modo de quedarme pese a las exigencias de Canterbury?

Recordaba sus palabras con claridad, y también recordaba qué había dicho por respuesta.

– Heráclito dijo que no es posible entrar dos veces en un mismo río, pues las aguas fluyen constantemente. Eso respondí. Me acuerdo bien.

– Ahora no puedo regresar a Cashel. Es una cuestión de honor. Tengo compromisos que cumplir en Canterbury.

Eadulf hizo ademán de marcharse, pero volvió a mirarla, tomándole las manos otra vez. Tenía los ojos empañados. Estuvo a punto de decirle que regresaría a Cashel, pero tenía que ser fuerte si quería compartir un futuro con ella.

– No me gusta tener que separarme tan pronto de vos, Fidelma. Una de vuestras antiguas tríadas dice: ¿de qué tres dolencias podéis padecer sin vergüenza?

Fidelma se sonrojó un poco y respondió con voz queda:

– De comezón, de sed y de amor.

– ¿Por qué no venís conmigo? -preguntó Eadulf con brusco entusiasmo-. Venid conmigo a Canterbury. No habría nada vergonzoso en ello.

– ¿No creéis que sería una imprudencia por mi parte? -preguntó Fidelma con una sonrisa asomándole en los labios.

Su corazón la empujaba a irse con él, pero la razón la frenaba.

– No estoy seguro de que la prudencia no tenga nada que ver en estos asuntos -dijo Eadulf-. Sólo sé que de nada servirá que los vientos empujen el navío de vuestra vida si no lo ponéis rumbo a un puerto.

Fidelma miró a sus espaldas.

En el muelle, Dego, Enda y Aidan aguardaban de pie con paciencia a que Fidelma y Eadulf se despidieran. Tenían los caballos preparados para el viaje de regreso a Cashel. Fidelma se detuvo un momento a pensar. No era capaz de tomar una decisión. Tal vez la incapacidad de tomarla era en sí una decisión. No sabía qué responder. Sus pensamientos eran demasiado confusos. Eadulf parecía saber qué pensaba.

– Si tenéis que quedaros, que así sea; lo comprenderé -le dijo a media voz con resignación.

Fidelma hundió sus ardientes ojos verdes en la calidez de los ojos castaños de Eadulf durante unos segundos antes de estrecharle la mano; sonrió brevemente, le soltó la mano, dio media vuelta y se alejó en silencio.

Eadulf no intentó decir nada más. La observó alejarse con paso firme hacia su yegua. Aidan y Enda subieron a sus caballos, listos para emprender la marcha, y Dego se acercó a ella para darle las riendas de su monta. Eadulf esperó sin saber qué hacer, debatiéndose entre la incertidumbre y las expectativas. Vio a Fidelma intercambiando unas palabras con Dego. Entonces tomó la alforja del caballo. AI volver donde estaba Eadulf, estaba sonrojada, pero sonreía con convicción.

– El brehon Morann decía que si no podemos satisfacer los dictados de la razón, sigamos los del impulso. Subamos a bordo antes de que el capitán zarpe sin nosotros.

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