Capítulo VIII

Ya era entrada la noche cuando el tribunal de apelación se reunió, al fin, en el gran salón de la fortaleza de Fianamail de Laigin. Fidelma había tenido que insistir, durante el encuentro en la capilla, para convencer a Fianamail y a su brehon y obispo Forbassach de que accedieran a formar un tribunal de apelación. El obispo Forbassach y la abadesa Fainder habían discutido acaloradamente con ella para no permitir la vista, pero Fidelma había hecho hincapié en que el rey le había dado su palabra y que, si encontraba alguna objeción legal en el desarrollo del juicio aparte de las objeciones al castigo bajo los Penitenciales, ordenaría que se tuvieran en cuenta dichas objeciones. El obispo Forbassach exigió oír tales reparos, pero Fidelma señaló que los argumentos no podían revelarse a menos que se hiciera en una vista formal.

A su pesar, Fianamail vio que estaba obligado a cumplir su promesa. Era evidente que la abadía no era lugar para presentar la apelación, pues requería la presencia de varios escribas y oficiales. Por consiguiente, sugirió el gran salón de la fortaleza como el sitio más indicado para aquella breve vista.

El salón estaba iluminado con antorchas titilantes sobre unos soportes de hierro sujetos a las paredes; un hogar en el centro calentaba el ambiente. Fianamail ocupó la posición central sobre una tarima, en la silla de oficio de roble tallado. A su derecha se sentó el obispo Forbassach, brehon de Laigin.

La abadesa Fainder se hallaba presente y, como apoyo, había traído consigo a la rechtaire de la abadía, sor Étromma y, curiosamente -o eso le pareció a Fidelma- a Cett, el hermano de aspecto infame. Les acompañaba también el hermano Miach. En la sala había diversos monjes y monjas, escribas y algunos miembros de la corte y de la escolta del rey, entre ellos Mel. Entre los asistentes sentados, Fidelma vio a Coba, el jefe municipal y detractor de la aplicación de los Penitenciales. Dego y Enda estaban sentados al fondo de la sala.

No era un tribunal de justicia propiamente dicho. Es decir, en una apelación para suspender una sentencia no era necesario que el acusado estuviera presente, tampoco había acusación, ni se llamaba a declarar a testigos. Los argumentos para suspender la sentencia dependían por completo de la habilidad del dálaigh para hacer preguntas sobre el procedimiento al presentar las pruebas y las declaraciones en el juicio anterior, e incluso para poner en cuestión la severidad de la sentencia si se la consideraba inapropiada.

Fidelma se había sentado frente a la tarima. El silencio se impuso en la sala cuando el obispo Forbassach se levantó y pidió orden a la concurrencia.

– Estamos aquí para conocer la declaración de la dálaigh de Cashel. Proceded -ordenó a Fidelma antes de volver a sentarse.

Fidelma se levantó con renuencia. Se extrañó al ver que Forbassach era quien iba a moderar el tribunal.

– ¿Debo entender que vos presidiréis esta vista, Forbassach? -quiso saber.

El obispo Forbassach miró con frialdad a su vieja antagonista. Era un hombre implacable, y Fidelma percibió el regocijo que le causó su desconcierto.

– Extraña manera de dar comienzo a vuestra petición, Fidelma. ¿Es menester que responda a esa pregunta?

– El hecho de que presidierais el juicio del hermano Eadulf es razón suficiente para que debáis absteneros de sentaros a enjuiciar vuestra propia conducta en aquel juicio.

– ¿Quién sino el obispo Forbassach goza de mayor autoridad legal en este reino? -intervino Fianamail con irritación-. Un juez menor carece de autoridad para dirigirle una crítica. Deberíais saberlo.

Fidelma tenía que reconocer que era cierto y que lo había pasado por alto. Sólo un juez del mismo rango o de rango superior podía anular un juicio emitido por otro. Pero si Forbassach juzgaba aquel asunto, volvería a cometerse una injusticia.

– Esperaba que Forbassach hubiera buscado el consejo de otros jueces. Yo sólo veo a Forbassach sentado aquí, y no veo a un solo dálaigh capacitado para arbitrar las declaraciones con él. ¿Cómo puede un juez juzgar sus propias sentencias?

– Tomaré nota de vuestras objeciones, Fidelma, si deseáis que quede constancia de ellas -concedió el obispo Forbassach con una sonrisa triunfal-. No obstante, como brehon de Laigin, no reconozco a nadie más con autoridad para presidir este tribunal. Si me retirara, podría alegarse que reconozco que soy culpable de prejuicio en este caso. No se admiten vuestras objeciones. Escuchemos la apelación.

Fidelma apretó los labios y lanzó una mirada hacia el lugar en el que estaba sentado Dego, perplejo ante lo que acababa de presenciar. Éste la miró e hizo una mueca como breve gesto de apoyo. Fidelma se daba cuenta de la parcialidad existente en su contra antes incluso de iniciar la apelación. Pero no podía hacer nada al respecto, salvo proceder de la mejor manera posible.

Brehon de Laigin, deseo presentar una apelación formal ante vos a fin de aplazar la ejecución del hermano sajón Eadulf hasta que pueda desempeñarse una investigación en toda regla y un nuevo juicio.

Forbassach la miraba con la misma expresión avinagrada. Su actitud le pareció casi desdeñosa.

– Una apelación debe respaldarse con pruebas que demuestren las irregularidades del primer juicio, Fidelma de Cashel -informó Forbassach con sequedad-. ¿Qué motivos sostienen vuestra apelación?

– Existen diversas irregularidades en la presentación de pruebas y declaraciones en el juicio.

La expresión acre de Forbassach pareció acentuarse.

– ¿Irregularidades decís? No cabe duda de que insinuáis con esto que tamañas irregularidades se deben al hecho de que yo, que presidí ese juicio, soy responsable de ellas.

– Me consta que vos presidisteis el juicio, Forbassach. Ya he manifestado mi objeción a que vos juzguéis vuestra propia conducta.

– ¿De qué me acusáis entonces? ¿De qué me acusáis exactamente? -preguntó con voz fría y amenazadora.

– No os acuso de nada, Forbassach. Conocéis lo bastante bien la ley para no malinterpretar mis palabras -puntualizó Fidelma-. Una apelación se limita a presentar los hechos ante el tribunal y plantear preguntas, a las que debe responder el tribunal.

El obispo Forbassach entornó los ojos ante aquella respuesta mordaz.

– Permitidme oír esos hechos a los que os referís; podéis plantear las preguntas también, dálaigh.

Que nadie pueda decir que no soy un hombre justo.

Fidelma tuvo la sensación de que estaba luchando contra un muro de granito; procuró hacer acopio de fuerza interior.

– Apelo alegando irregularidades legales. A continuación presentaré las razones específicas.

»En primer lugar, el hermano Eadulf es mensajero entre el rey Colgú de Cashel y el arzobispo Teodoro de Canterbury. Gozaba, por tanto, de la protección y el privilegio que comporta su rango. Este rango no se tuvo en cuenta durante el juicio. Portaba consigo una carta del rey y el bastón blanco de un ollamh, o emisario que goza de inmunidad en procesos legales.

– ¿Un bastón blanco de oficio? ¿Un mensaje? -repitió el obispo Forbassach, pues parecía haberle hecho gracia lo que acababa de oír-. No se presentaron como pruebas en el juicio.

– Porque no se dio ocasión de hacerlo al hermano Eadulf. No obstante, yo los presentaré ahora…

Fidelma se volvió para coger los objetos del banco sobre el que los había dejado. Los mostró en alto para que los examinaran.

– Las pruebas retrospectivas no son válidas -sentenció el obispo Forbassach con una sonrisa-. Vuestra prueba es inadmisible. Que vos hayáis traído esos objetos de Cashel…

– Los hallé en la habitación de huéspedes de la abadía, donde los había dejado el hermano Eadulf -replicó Fidelma, furiosa ante el intento de Forbassach de desestimarlos.

– ¿Cómo sabemos que es así?

– Porque sor Étromma se encontraba conmigo cuando los saqué del colchón de la cama que ella identificó como aquélla en la que había dormido el hermano Eadulf.

El obispo miró hacia donde sor Étromma estaba sentada.

– Poneos de pie y acercaros, sor Étromma. ¿Es esto cierto?

Era evidente que sor Étromma temía al obispo Forbassach, así como a la abadesa, a la que lanzó una mirada medrosa al levantarse.

– Acompañé a sor Fidelma al dormitorio de huéspedes; ella se agachó sobre el colchón y sacó esos objetos.

– ¿La visteis sacar los objetos de allí? -insistió el brehon.

– Estaba de espaldas a mí y se volvió para mostrármelos.

– Lo cual indica que tal vez los llevaba consigo y sólo fingió haberlos encontrado en el colchón -sugirió el obispo Forbassach con un tono de satisfacción-. Las pruebas no pueden presentarse como tales.

Fidelma estalló, indignada.

– ¡Protesto! ¡Como dálaigh, juré respetar y defender la ley, y vuestra insinuación mancilla mi honor!

– ¡Como brehon, estoy bajo el mismo juramento, y aun así osáis poner en duda mis sentencias! -espetó a su vez Forbassach-. Si está bien que uno lo haga, está bien para cualquiera. Proseguid con vuestros argumentos.

Fidelma tragó saliva, tratando de dominar sus emociones. A nadie iba ayudar si perdía los estribos, y menos a Eadulf.

– En segundo lugar, despertaron al hermano Eadulf, lo agredieron y lo llevaron a una celda sin informarle de qué se le acusaba. Se le encerró en la celda durante dos días sin agua ni comida. Y no supo por qué lo habían detenido hasta que Forbassach entró para comunicarle de qué crimen se le acusaba. No se nombró a ningún dálaigh, a ningún abogado, para que lo defendiera, y tampoco se le permitió poner en duda las pruebas. Solamente se le pidió que reconociera su culpa.

– Si hubiera sido inocente, podría haber presentado su declaración -refunfuñó el obispo Forbassach-. De todas maneras, cuanto habéis dicho se basa meramente en la palabra del sajón. Argumentos denegados. Proceded.

Fidelma insistió sin dejarse arredrar.

– En tal caso, remitámonos a las irregularidades de las declaraciones de la testigo. Mandaron venir a sor Étromma para identificar a la niña. ¿Cómo es posible que la identificara si nunca la había visto antes de ver el cuerpo? Alguien le había dicho que era una novicia de la abadía. Si bien no lo sabía de primera mano.

– Se lo dijo la maestra de las novicias.

– Ésta ya había partido en santa peregrinación. Y aunque se lo hubiera dicho, vos conocéis bien la ley, Forbassach. No conocía a la niña directamente. La declaración de Étromma no es válida según las normas de los tribunales.

– Corresponde al juez decidir si es válido o no -respondió el obispo Forbassach sin dar su brazo a torcer-. Y yo decidí que la identificación era un asunto menor; lo importante era que la niña fuera identificada, no quién la identificara.

– Estamos hablando de normas legales -replicó Fidelma-. Pero pasemos al siguiente testigo: el médico, el hermano Miach, que examinó el cuerpo. Juró que la niña había sido violada. Cierto, era una virgen que había tenido relaciones sexuales antes de morir. Como médico es cuanto debería habernos dicho. No obstante, también aportó su opinión sobre las pruebas, y aquélla fue que la niña había sido violada. Con esto no digo que no fuera así, sólo digo que una opinión no es una prueba y, por consiguiente, no debiera haber sido aceptada como tal. Las pruebas no indican sin lugar a dudas qué clase de relación sexual se dio antes de la muerte. ¿Fue un crimen de focloir o sleth, es decir, fue una violación con uso de fuerza o una violación con persuasión? Esto debiera haberse matizado y considerado.

»Por otra parte, tenemos la declaración de sor Fial, según la cual, en plena oscuridad, vio como un hombre agredía y estrangulaba a su amiga en el muelle. Debió de pasar a un metro del lugar donde se estaba perpetrando la agresión. ¿Y cómo reaccionó ante lo que vio? Se limitó a esperar entre los fardos y a mirar mientras agredían y estrangulaban a su amiga. Luego vio al hombre correr hacia la abadía y entrar. Todo esto en plena oscuridad. Se quedó de pie allí sin saber qué hacer… ¿cuánto tiempo? No nos lo dijo. Y ni siquiera se lo podemos preguntar porque, al parecer, sor Fial ha desaparecido de la abadía. Se quedó allí sin intención alguna de socorrer a su amiga. Entonces apareció la abadesa, y permaneció oculta en la penumbra mientras Mel examinaba el cuerpo. Tardó un buen rato en aparecer y contar lo que había pasado.

Fidelma calló un momento; un silencio absoluto se había impuesto en la sala.

– Luego contamos con la declaración de Mel, el capitán de la guardia, que, al acercarse al muelle, vio la figura de la abadesa, de la abadesa Fainder, a caballo mirando el cuerpo tendido en el suelo. Aun así, no se llegó a llamarla a declarar sobre su posición en este asunto. Señaló el cuerpo a Mel, quien se encargó, con su compañero Daig, de llevarlo a la abadía. Asimismo, Fial, nuestra testigo ausente, les dijo que identificaba al agresor como el monje sajón que se hospedaba en la abadía.

»Eadulf se hallaba durmiendo y, oportunamente, tenía en la cama consigo un pedazo ensangrentado del hábito de la niña asesinada y no hizo ademán de ocultarlo.

Forbassach intervino con una sonrisa adusta y burlona.

– Creo que habéis echado por tierra vuestros propios argumentos, dálaigh. Las pruebas demuestran claramente que el sajón estaba en la cama con dicha pieza de ropa ensangrentada, lo cual indica sin lugar a dudas que es el culpable.

– Yo creo que las irregularidades pesan más que las pruebas, y esas irregularidades deben aclararse antes de tomar en cuenta las manchas de sangre. Ya he analizado las circunstancias de su detención, que, como ya he dicho antes, no están conformes con la ley. El acusado está detenido en la abadía. Ya conocemos las consecuencias. Lo que no sabemos es de qué modo la testigo ausente, Fial, identificó al hermano sajón. Es más, ¿cómo sabía que era un monje sajón si el hermano Eadulf ha dicho que, desde que llegara a la abadía, no vio a esa niña en ningún momento? Habló con muy pocas personas: la abadesa, sor Étromma y un monje de nombre Ibar. Sólo ellos sabían que era sajón, pues habla perfecto irlandés. Nadie preguntó a la niña cómo pudo reconocer al sajón en plena oscuridad. Son demasiadas las preguntas que no se han hecho en este caso y mucho menos las que no se han respondido.

Fidelma hizo una breve pausa, como si quisiera tomar aire.

– Con estos argumentos, brehon de Laigin, apelo directamente a vos con la petición de que se suspenda la sentencia del hermano Eadulf hasta que se haya realizado una investigación oportuna y se le dé un juicio justo.

El obispo Forbassach esperó un momento, como si le diera la oportunidad de proseguir, pero de pronto le preguntó:

– ¿Tenéis más argumentos que presentarme, dálaigh de Cashel?

– Dado el tiempo que se me concedió, es cuanto he podido aportar hasta el momento. Creo que es suficiente para suspender la ejecución durante al menos unas semanas.

El obispo Forbassach se volvió hacia Fianamail, con quien sostuvo una breve conversación susurrada. Fidelma esperó con paciencia. El obispo volvió a dirigirse a ella:

– Daré a conocer la decisión mañana por la mañana. No obstante -advirtió, lanzando una mirada amargada a Fianamail-, si de mí solamente dependiera la decisión, diría que no acepto la apelación.

Fidelma, que solía dominar sus emociones, dio un paso atrás como si alguien la hubiera empujado. Si era franca consigo misma, debía reconocer que sabía desde el principio que el obispo Forbassach estaba dispuesto a proteger su juicio y sentencia iniciales. Con todo, había albergado la esperanza de que fuera a aplazar la ejecución unos días aunque sólo fuera por guardar las apariencias. Al parecer, Fianamail sabía más guardar las apariencias de la justicia que Forbassach. Fidelma no estaba preparada para tan flagrante demostración de injusticia.

– ¿Por qué diríais que no aceptáis la apelación, Forbassach? -le preguntó tras recuperar la voz-. Me interesa conocer la razón. ¿Podría el sabio doctor decirme qué motivos tiene para rechazar mi apelación?

Lo dijo en un tono tranquilo, contenido.

El obispo Forbassach lo malinterpretó como la aceptación de la derrota. Su gesto reflejaba cierto triunfo.

– Os he dicho que anunciaré la decisión mañana. No obstante, en primer lugar, yo fui el juez que presidió el juicio del sajón. Y afirmo que se le concedió todo el respeto y todos los servicios necesarios. Él asegura que no fue así. Es su palabra, la de un forastero en esta tierra, contra la mía. Yo hablo como brehon de Laigin. Pocas dudas caben sobre qué palabra habría que aceptar.

Fidelma entornó los ojos con enfado y se dejó llevar por la furia.

– ¿Rechazáis mi apelación porque presidisteis el primer juicio? Yo no os he pedido que seáis el juez en éste. Veo que solamente estáis protegiendo vuestros intereses…

– ¡Fidelma de Cashel! -exclamó Fianamail-. Os estáis dirigiendo a mi brehon. Ni siquiera vuestro parentesco con el rey de Muman os da derecho a insultar a los oficiales de mi corte.

Fidelma se mordió el labio al darse cuenta de que se había dejado llevar por su genio.

– Retiro lo dicho. No obstante, debo decir que me resulta… extraño que un juez se juzgue a sí mismo… sólo eso. Aparte del hecho de que un juez no quiera reconocer un error que pudiera haber cometido, me gustaría saber qué razones tiene para rechazar esta apelación.

El obispo Forbassach se inclinó hacia delante.

– La rechazaría porque carecéis de argumentos fehacientes. Os habéis limitado a hacer unas cuantas preguntas ingeniosas.

– Preguntas que ahora mismo carecen de respuestas -saltó Fidelma-. Tal es la base de mi apelación: una apelación que interrumpa la sentencia hasta que esas preguntas puedan responderse.

– Las preguntas que no pueden responderse no pesan sobre las decisiones iniciales del juicio. Decís que ese sajón era un mensajero. ¿Dónde estaba su bastón blanco de oficio? Lo hacéis aparecer ahora cual prestidigitadora, y vuestro único testigo no juraría que os viera sacarlo del lugar del cual, aseguráis, lo sacasteis.

– Puedo presentar…

– Cualquier cosa que presentéis -intervino el obispo Forbassach- no es válida como prueba, pues quién sabe si no lo trajisteis vos misma a este lugar. No es ninguna prueba, ya que no sabemos si el sajón la llevaba encima o no. En cuanto a los testigos, impugnáis tanto su conocimiento como su integridad.

– ¡Eso no es así! -protestó Fidelma.

– ¡Ah! -exclamó el obispo Forbassach, triunfal-. ¿Retiráis los comentarios que habéis hecho de ellos?

Fidelma negó con la cabeza.

– No, no los retiro.

– En tal caso debéis impugnar su declaración.

– No. He planteado una serie de preguntas que se les debían haber hecho en el juicio.

– Ya oímos sus declaraciones en el primer juicio y no nos pareció que debiéramos volver a interrogarlos -dijo Forbassach con resolución-. Todos los testigos son personas cabales y, a nuestro juicio, dijeron la verdad. La testigo, sor Fial, vio al sajón sin lugar a dudas. Fue testigo presencial de su abyecto crimen. ¿Osaríais poner en duda la credibilidad de una niña de trece años que acaba de presenciar la violación y el asesinato de su amiga, una niña más joven todavía? ¿Qué clase de justicia es ésa, Fidelma de Cashel? Es evidente que en Laigin no compartimos los valores de los tribunales de Cashel, donde dicen que entretenéis a las multitudes con ingenio y sutilezas legales. Aquí consideramos que la verdad no es un juego legal de fidchell.

El fidchell era un juego de habilidades intelectuales que se jugaba sobre una tabla de madera; Fidelma era muy buena en él, de lo cual se enorgullecía.

Fianamail puso una mano sobre el brazo del obispo y le susurró algo al oído con urgencia. El brehon hizo una mueca malhumorada y asintió con la cabeza. De súbito, el joven rey se puso en pie.

– Doy por concluida la sesión. Para ser justos, mi brehon, el obispo Forbassach, me ha pedido que discutamos el caso a fin de que la sentencia que dictemos sea del todo justa. El obispo anunciará el fallo sobre la apelación mañana al amanecer. Las deliberaciones se dan por concluidas.

Una sombría desesperación se apoderó de Fidelma al dejarse caer en su asiento.

– ¡Los tribunales de Laigin se han sumido en las tinieblas! -exclamó una estridente voz masculina, que a Fidelma le costó identificar: era Coba, el anciano bó-aire, que se levantó y abandonó el salón, furioso.

Fianamail vaciló unos momentos, enfadado ante aquel exabrupto y, acto seguido, salió del salón con majestuosidad y cara de pocos amigos. El obispo Forbassach esperó de pie unos instantes sin saber qué hacer, hasta que la abadesa acudió a su lado. Su semblante mudó en un gesto de triunfo al mirarla, y salieron juntos. Mientras los demás se dispersaban, Dego fue en busca de Fidelma; con cierta incomodidad, le puso la mano en el hombro con la intención de reconfortarla.

– Habéis hecho lo mejor que habéis podido, señora -le dijo entre dientes-. Están decididos a ejecutar al hermano Eadulf.

Fidelma levantó la cabeza, consciente de las lágrimas que asomaban a sus ojos, pero sin sentir vergüenza.

– Dego, ya no sé qué más puedo hacer dentro de la legalidad para salvarle. Ya no tengo tiempo.

– Pero la sentencia no se dictará hasta mañana. Aún hay esperanza de que fallen a favor de la apelación -le recordó, pero sin convicción alguna en su voz.

– Ya habéis visto de qué modo el obispo Forbassach me ha acosado. No, Dego. Confirmará la sentencia que ha pronunciado.

Aunque le pesara, Dego le dio la razón.

– Estáis en lo cierto, señora. Ese obispo Forbassach ha dejado claro que no es imparcial. ¿Habéis visto cómo ha salido con la abadesa Fainder, tomándole la mano, y cómo ambos sonreían? Creo que en este asunto hay connivencia.

– La única esperanza que nos quedaría es que el jefe brehon de Irlanda, Barrán en persona, llegara a tiempo para detener esta vil injusticia -dijo Fidelma.

Dego movió la cabeza con pesar.

– Entonces ya no hay esperanza, señora. Harían falta al menos tres días más para que el joven Aidan localizara a Barrán y lo trajera aquí; seguramente tardaría toda una semana, y teniendo la suerte de nuestro lado.

Fidelma se levantó, tratando de recobrarse.

– Debo regresar a la abadía y decirle que se prepare para lo peor.

– ¿No sería preferible esperar a mañana, cuando se anuncie formalmente la decisión?

– No tiene sentido engañarme a mí misma, Dego, y tampoco puedo engañar a Eadulf.

– ¿Queréis que os acompañe?

– Gracias, pero no, Dego. Debo hacer esto sola. Creo que Eadulf querrá ver caras amigas mañana, cuando tenga lugar esta atrocidad. Al menos podrá morir en compañía de amigos, aparte de enemigos. Pediré permiso para asistir en cuanto se haya dictado la sentencia. ¿Me acompañaréis Enda y vos?

Dego no vaciló.

– Os acompañaremos. Que Dios les perdone si desoyen vuestro ruego, señora. He visto morir en batalla a muchos hombres valientes; e incluso he matado a muchos. Pero lo hice llevado por la furia, el ardor de la batalla, y eran hombres libres que empuñaban una espada o una daga para defenderse en una lucha de uno contra uno, de igual a igual. Pero esto… Esto es una vileza. Reducir a un hombre a la indignidad de una triste vaca en el matadero… Me hace sentir vergüenza.

– No es nuestro sistema de castigo -reconoció Fidelma y luego soltó un profundo suspiro-. Cierto que puede argüirse que aquel que asesina, que causa sufrimiento y mata a otro, no merece nuestra compasión, pero…

– Pero no es motivo para que debamos rebajarnos a la altura de un asesino y representar rituales despiadados para encubrir nuestro propio asesinato -interrumpió Dego-. Por otra parte, ¿no estaréis reconociendo ahora que el hermano Eadulf es culpable del crimen?

Tratando de reprimir la emoción que la embargaba, Fidelma sacudió la cabeza. Esperaba que los ojos no le brillaran demasiado.

– En este momento no si Eadulf es culpable o no. Creo que es inocente. Concedo valor a su palabra. Pero las palabras no son suficientes. Sólo digo, desde la experiencia, que a estas alturas ya debería haber una respuesta a demasiadas preguntas y ahora… ahora parece demasiado tarde. Regresad a la posada, Dego. Me reuniré con vos y Enda después.

Con paso cansino y abrumada por pensamientos sombríos, Fidelma se dirigió a la abadía a través de la ciudad. No sabía qué iba a decirle a Eadulf. Sólo podía contarle la verdad. Sentía que le había fallado por completo. Estaba convencida de que, pese al intento de Fianamail de recurrir a medidas diplomáticas, el obispo Forbassach denegaría la apelación. La beligerancia con que éste había rebatido todas sus preguntas indicaba que pretendía mantener la petición de la abadesa Fainder y aprobar aquellos atroces castigos.

¡Si al menos hubiera dispuesto de más tiempo! Las pruebas y declaraciones presentaban tantas inverosimilitudes… Y sin embargo el obispo Forbassach no parecía interesado en investigarlas. ¡Tiempo! ¡Era una simple cuestión de tiempo! Y al día siguiente, cuando el sol estuviera en su cenit, su querido amigo y compañero perdería la vida porque ella no había sido capaz de salvarle.

Al aproximarse a la entrada de la abadía, decidió que no permitiría que nadie viera que había perdido confianza; a fin de cuentas sólo hacía falta algo, cualquier cosa, para un aplazamiento. Alzó el mentón en actitud defensiva.

Cuando sor Étromma acudió a las puertas, parecía afectada por una extraña tribulación. En cuanto el obispo Forbassach había anunciado su opinión, la hermana abandonó el salón del rey para regresar apresuradamente a la abadía.

– Lo lamento, hermana. No he podido sino decir la verdad. Estabais de espaldas a mí cuando hallasteis esos objetos, y no podía jurar que os hubiera visto sacarlos de allí. El obispo Forbassach se mostró tan implacable al hacer las preguntas que…

Fidelma alzó una mano para apaciguar la desazón de la administradora. No se lo reprochaba. Aunque ésta hubiera apoyado su causa, el obispo Forbassach habría buscado otro modo de poner en duda aquellas pruebas.

– No tenéis la culpa, hermana. Comoquiera que sea, todavía no se ha anunciado decisión alguna -le aseguró Fidelma tratando de dar el mayor matiz posible de indiferencia a su voz.

Sor Étromma no se apaciguó.

– Sin embargo, imagino que sabréis ya la decisión que el obispo tomará -insistió-. Él mismo lo ha dicho.

Fidelma trató de aparecer segura y confiada.

– La decisión definitiva está en manos del rey y sus consejeros. Independientemente de lo que diga Forbassach, mantengo que quedan por plantearse todavía diversas cuestiones, y cualquier juez imparcial sabría que no se puede arrebatar una vida hasta que no se halle una respuesta a esos planteamientos.

Sor Étromma bajó la cabeza.

– Supongo que así es. ¿De verdad creéis que todavía cabe la posibilidad de aplazar la ejecución del sajón?

Fidelma respondió con la voz tensa, eligiendo con cuidado cada palabra:

– Espero que la haya. No obstante, no me corresponde a mí predecir la decisión del juez.

– Así es -murmuró la rechtaire de la abadía-. Éste ha dejado de ser un lugar alegre. No veo el día de partir a la isla de Mannanán Mac Lir y apartarme del desasosiego que envuelve esta abadía. Imagino que deseáis ver al sajón, ¿cierto?

– Así es.

Dio media vuelta y encabezó el paso una vez más al interior de la abadía, a través del patio principal. Ya casi había anochecido y la oscuridad envolvía el lugar. Sin embargo, numerosas antorchas iluminaban el patio. Dos hombres, en presencia de otros dos que miraban (uno de los cuales era un monje), estaban cortando la cuerda para bajar al hermano Ibar de la horca de madera. Mientras realizaban aquella truculenta operación dirigieron la vista hacia ellas, y uno de los hombres, de rasgos toscos y con ropa de trabajo, sonrió burlonamente y gritó:

– Hacemos sitio para mañana.

Cerca de ellos, tendida sobre las losas del patio, había una arpillera dispuesta para envolver el cuerpo. El hermano Ibar no sería enterrado con ataúd de madera -observó Fidelma-, sino con una tela de saco y, seguramente, en un hoyo cavado con prisas en el pantanal a orillas del río. Aquellos dos hombres de negro le parecieron a Fidelma un par de cuervos picoteando los restos de su víctima y no tanto dos profesionales preparando el cuerpo para un funeral.

Fidelma vaciló un momento y su mirada fue a parar al rostro de uno de los religiosos que supervisaban la labor. Reconoció la figura corpulenta del pugnaz hermano Cett. Éste la miraba de soslayo, y a su boca asomaba una dentadura negra y picada. Raras veces había visto hombres de aspecto tan siniestro. Fidelma se estremeció. Junto al monje había un hombre nervudo de baja estatura, cuyo atavío revelaba su condición de marinero. El pantalón y el jubón de piel así como la bufanda de lino que llevaba era el atuendo típico entre los marineros de río. Éste no se molestó en mirarlas cuando cruzaron el patio.

– Vamos a la celda del sajón, Cett -informó sor Étromma al pasar.

El hombretón gruñó, acaso expresando aprobación, aunque el sonido podría haber significado cualquier cosa. Al parecer, la rechtaire lo tomó como un asentimiento, ya que siguió adelante, con Fidelma a la zaga sin perder un instante.

Subieron por las escaleras que conducían a la celda, fuera de la cual había otro monje sentado en una banqueta de madera a la luz trémula de una antorcha de tea; el hombre se hallaba inmerso en la contemplación de su crucifijo, que sostenía con ambas manos sobre el regazo. Cuando las monjas se aproximaron, se puso de pie de un salto y reconoció enseguida a sor Étromma. Sin decir palabra, descorrió los cerrojos de la celda.

Sor Étromma se volvió hacia Fidelma y le dijo:

– Avisadle cuando deseéis salir. Yo tengo otros asuntos que tratar, por lo que no puedo quedarme.

Fidelma entró en la celda. Eadulf se levantó para recibirla. Mostraba un semblante afligido.

– Eadulf… -empezó a decir Fidelma.

Él se apresuró a interrumpirla, moviendo la cabeza.

– No tenéis que decirme nada, Fidelma. Desde la ventana os he visto cruzar el patio con la otra hermana y ya me figuro cuál ha sido el resultado de la vista. Si se hubiera concedido la apelación, imagino que el obispo Forbassach os habría acompañado y no habríais venido con esa expresión funesta.

– No es del todo seguro -dijo Fidelma con un hilo de voz-. El obispo Forbassach anunciará el resultado de la apelación mañana por la mañana. Todavía hay esperanza.

Eadulf se volvió hacia la ventana.

– Lo dudo. Ya os lo dije: en este lugar hay algo maligno, algo que ya ha decidido que debo morir.

– ¡No digáis necedades! -saltó Fidelma-. No debéis desistir.

Eadulf le lanzó una breve miraba por encima del hombro con una sonrisa sombría.

– Creo que os conozco desde hace demasiado tiempo como para poder esconderme algo, Fidelma. Lo veo en vuestros ojos. Ya estáis llorando mi muerte.

Fidelma tendió la mano para tomar la suya y exclamó:

– ¡No digáis eso!

Por primera vez, Eadulf percibió el tono quebradizo en la voz de su amiga y supo que estaba al borde de las lágrimas.

– Lo lamento -murmuró sintiéndose algo incómodo-. Qué cosa más tonta de decir.

Se dio cuenta de que ella necesitaba tanto apoyo como él para hacer frente al suplicio que le aguardaba. Y Eadulf no era un hombre egoísta con sus sentimientos.

– ¿Así que el obispo Forbassach se pronunciará sobre la apelación mañana por la mañana? -añadió.

Fidelma asintió sin decir nada, pues no confiaba en que fuera a ser capaz de hacerlo.

– Bien. Pues aceptaremos la decisión cuando esté tomada. Entretanto, ¿podríais pedirle a sor Étromma que me faciliten agua y jabón? Quisiera tener el mejor aspecto posible para lo que me depare la mañana, sea lo que fuere.

Fidelma sintió el escozor de las lágrimas que asomaban a sus ojos. De pronto, Eadulf se acercó a ella para rodearla con los brazos, la estrechó con fuerza y luego la apartó de sí casi con brusquedad.

– ¡Bueno! Salid, Fidelma. Dejadme meditar a solas. Os veré mañana.

Fidelma así lo hizo; habían compartido demasiadas cosas como para quedarse en la celda con él. Unos segundos más, y ambos perderían el control de sus emociones. Dio media vuelta y llamó con dureza al monje celador. Instantes después se oyó el ruido áspero de los cerrojos y la puerta se abrió. Al salir no miró atrás; se limitó a murmurar:

– Hasta mañana, Eadulf.

El hermano Eadulf no respondió y la puerta de la celda se cerró de un golpe detrás de ella.

Fidelma no regresó a la posada enseguida, sino que fue a dar un paseo por la orilla del río, donde encontró un rincón en el que estar sola, al final de los muelles. Allí se sentó sobre un tronco, a la penumbra del crepúsculo. La luna era de un blanco reluciente y proyectaba un resplandor fantasmagórico sobre las aguas. Fidelma permaneció en silencio; le ardían las mejillas, cubiertas de lágrimas. No había llorado desde niña. Ni siquiera intentó recurrir a la técnica meditativa del aeread para aplacar la furia de su emoción. Había tratado de contenerla desde que supiera que Eadulf se hallaba en peligro. No podría ayudarle desatando sus emociones. Tenía que ser fuerte; debía distanciarse de éstas a fin de poder discernir de manera lógica.

Sin embargo, se sentía destrozada por una terrible impotencia y una virulenta indignación. Desde que conociera a Eadulf había tratado de ocultar sus sentimientos, incluso para sí. El sentido del deber la había reprimido; de su deber para con la fe, para con la ley, para con los cinco reinos y para con su propio hermano. Y ahora, justo cuando al fin había dejado de negar sus sentimientos y empezaba a reconocer cuánto significaba Eadulf para ella, corría el peligro de que se lo arrebataran para siempre. Era tan… injusto. Se dio cuenta de lo banal de aquella frase, pero no era capaz de pensar en otra expresión aun a pesar de haber leído a los antiguos filósofos. Éstos disculparían una fortuna tan nefasta diciendo que la voluntad de los dioses era otra. Y ella no pensaba aceptarlo. Virgilio escribió: Fata viam invenient. Los dioses hallarán un modo. Ella necesitaba hallar un modo de cambiar las cosas. Tenía que hallarlo

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