Capítulo IV

La abadía de Fearna era más imponente de cerca que de lejos. Una atmósfera funesta, tangible como las telas de araña de las paredes, envolvía el edificio. La sensación era impalpable, casi etérea, pero allí estaba, como una fría niebla que lo empapaba todo. Dos puertas grandes y oscuras de roble tachonadas de hierro conformaban la entrada principal. Sobre la puerta de la derecha se erguía una gran imagen de bronce. Fidelma reparó en que se trataba de la famosa figura de un ángel creada por Máedóc, pues presentaba unas alas de ornamento intrincado y enarbolaba una espada con la mano derecha. El rostro era redondo, al igual que los ojos, muy abiertos y carentes de órbitas, lo cual le confería un aspecto casi maligno. Había oído decir que llamaban a aquella imagen «Nuestra Señora de la Luz» y era un símbolo de protección.

Fainder, la abadesa de Fearna, era igual de impresionante e imponente, hecho que Fidelma debía reconocer pese a que, inexplicablemente, le cayó antipática en cuanto la conoció. Desde el primer momento en que la acompañaron a la sala donde la abadesa la aguardaba, sentada muy recta en una silla de roble tallado frente a una larga mesa de madera que usaba a modo de escritorio, Fidelma sintió el aura de su presencia: altiva y hostil. Incluso sentada causaba la impresión de ser una persona de gran estatura, de una delgadez que acentuaba la altura. No obstante, cuando se levantó para saludar a Fidelma, la impresión no se confirmó. Fidelma, que era considerada una mujer esbelta, superaba en estatura a la abadesa, que era de mediana altura. La falsa impresión se debía solamente a su porte y personalidad.

La mano que tendió a Fidelma para saludarla era fuerte, los huesos prominentes, la piel áspera y callosa, atributos más propios de una campesina que de una religiosa. Su cabello era oscuro, y Fidelma calculó que rondaría la treintena. Tenía un rostro simétrico, aunque sus rasgos revelaban cierta dureza, y los ojos hundidos, uno de los cuales presentaba un extraño estrabismo. Con todo, no era esto lo que le confería ese aspecto siniestro, sino el hecho de que apenas parpadeaba. Pese a su leve estrabismo, clavó la mirada en Fidelma y no la apartó en ningún momento. Si ésta hubiera sido mujer de poco carácter, habría apartado la vista por sentirse violenta.

Cuando la abadesa Fainder habló, reveló una voz suave, modulada y casi tranquilizadora, capaz de adormecer al interlocutor, creándole una falsa sensación de seguridad. Pero Fidelma, que había desarrollado con los años una sensibilidad para percibir el temperamento de las personas, estaba pendiente del fuerte tono que subyacía a la delicadeza de su expresión. Fainder no admitiría desacuerdos con su opinión; de ello, Fidelma estaba convencida.

Por el modo en que la abadesa le tendió la mano, Fidelma advirtió que aquélla esperaba que hiciera una reverencia y besara el anillo pastoral, al estilo de la Iglesia de Roma. Sin embargo, Fidelma se limitó a tomarle la mano y a inclinar sutilmente la cabeza, a la manera de la Iglesia de Irlanda.

Stet fortuna domus -entonó.

Un destello de fastidio cruzó los ojos de la abadesa, pero fue tan fugaz que sólo un buen observador se habría percatado.

Deo juvenate? -preguntó ésta a su vez, volviendo a ocupar su lugar.

Indicó a Fidelma que se sentara en una silla frente a la mesa. Ésta así lo hizo.

– De modo que sois Fidelma de Cashel. -La abadesa sonrió, o más bien separó aquellos labios finos y exangües-. Oí hablar de vos en Roma cuando estuve allí.

Fidelma guardó silencio. Nada tenía que decir al respecto. Se limitó a señalar el papel de vitela con la orden y el sello de Fianamail.

– He venido por un asunto apremiante, abadesa.

La abadesa hizo caso omiso del papel que Fidelma dejó ante ella. Permaneció sentada muy recta con las palmas sobre la mesa, en la misma posición que estaba en el momento de entrar Fidelma en la sala.

– Tenéis buena reputación como dálaigh, hermana -prosiguió Fainder-. Con todo, sois monja. Tengo entendido que resolvisteis salir de la abadía de Kildare porque teníais diferencias con la abadesa Ita.

Calló a la espera de una respuesta, pero más que un comentario era una afirmación. Fidelma no dijo nada.

– Cuando se toma el hábito, Fidelma de Cashel -dijo la abadesa, haciendo énfasis en el título que designaba a Fidelma como princesa de los Eóghanacht-, el primer deber es la obediencia a la Orden, a los Preceptos de los santos. La obediencia es el primer precepto, pues un religioso tiene por deber no discrepar, no hablar cuando le place ni viajar a cualquier lugar sin permiso. El acatamiento de los Preceptos es la manifestación de la vida religiosa.

Fidelma esperó pacientemente a que la abadesa hubiera concluido su homilía antes de dirigirse a ella clara y pausadamente.

– Estoy aquí en calidad de dálaigh, madre abadesa, y con la autoridad de mi hermano Colgú, rey de Cashel. El documento que he puesto ante vos es una autorización de Fianamail, rey de Laigin.

La voz de la abadesa se endureció y siguió sin mirar siquiera el papel.

– Ahora sois una religiosa en la abadía de Fearna (mi abadía) y cualquier religioso tiene la obligación de obedecerme, hermana.

– No estamos en Roma, madre abadesa -replicó Fidelma en un tono amable, si bien impregnado de una dureza amonestadora-. Me consta que habéis regresado de allí hace poco, así que se os permite un posible lapso de memoria en cuanto a las leyes que rigen este país. Estoy aquí como dálaigh con categoría de anruth. No tengo que recordaros las leyes de rango y privilegios, ¿verdad?

El hecho de tener sólo un grado menos del máximo que concedían las universidades eclesiásticas y seculares, permitía a Fidelma gozar de mayor jerarquía que la abadesa tanto por ley como por ser hermana de un rey.

Fainder parpadeó por primera vez. Fue un extraño movimiento amenazador, como una sierpe que deja caer los párpados una fracción de segundo.

– En esta abadía -dijo arrastrando las palabras- la doctrina de los Penitenciales rige nuestra vida. A Dios gracias que tenemos un rey progresista como Fianamail que ha tenido la sabiduría de extender los preceptos de los Penitenciales a todo su pueblo como deber cristiano vital.

Fidelma se levantó, se inclinó y, despacio, tomó de la mesa el documento que la abadesa

Fainder aún no había leído. Se le había agotado la paciencia.

– Muy bien. Lo consideraré como una negativa a obedecer la autoridad del Consejo del jefe brehon y del rey supremo. No le hacéis ningún favor a la abadía, Fainder. Me sorprende que queráis desatar la ira de una investigación judicial por empeñaros en desoír mi autoridad y la orden de vuestro rey, Fianamail.

Fidelma ya se había vuelto hacia la puerta cuando la voz de la abadesa, extrañamente entrecortada, la detuvo.

– ¡Deteneos!

La abadesa seguía sentada en la misma posición con las palmas sobre la mesa. A Fidelma le pareció que su rostro era una máscara tallada, de facciones rígidas. Fidelma esperó en la puerta.

– Puede… -La abadesa parecía buscar las palabras acertadas para sortear el apuro en que estaba por no haber conseguido intimidar a Fidelma-. Puede que no me haya explicado con la precisión que pretendía. Permitidme ver la autorización de Fianamail.

Sin mediar palabra, Fidelma volvió a aproximarse a la mesa para presentar el documento ante aquella austera mujer. Ésta lo leyó en un santiamén, durante el cual torció brevemente el gesto. Luego volvió la vista a Fidelma.

– Nada puedo objetar contra la voluntad del rey. Sólo pretendía informaros de la manera en que se gobierna esta abadía y de mi deseo de que sigan rigiendo los Penitenciales.

Tras encontrar las palabras para decir lo que quería, la voz de Fainder recuperó el tono amable y falsamente tranquilizador.

– Así pues, ¿tengo vuestro permiso para ver al hermano Eadulf e iniciar una investigación?

La abadesa Fainder señaló con la mano la silla de la que Fidelma se acababa levantar.

– Volved a tomar asiento, hermana, y hablemos sobre el asunto del sajón. ¿Por qué os interesa ese hombre?

– Lo que me interesa es la justicia -respondió Fidelma, esperando que el calor de las mejillas no se reflejara como un rubor.

– Así que conocéis al sajón… Por supuesto -dijo la abadesa volviendo a abrir los labios en una pretendida sonrisa-. Me han contado que en Roma os acompañaba un monje sajón. ¿Es posible que se trate de la misma persona?

Fidelma volvió a sentarse y miró con serenidad a la abadesa.

– Conozco al hermano Eadulf desde el congreso que se celebró en la abadía de Whitby. El último año ha estado al servicio de Teodoro de Tarso, arzobispo de Canterbury en el país de los sajones, como emisario entre él y mi hermano, el rey de Cashel. Mi hermano me ha enviado para ocuparme de su defensa.

– ¿Qué defensa? -repitió la abadesa Fainder con un resoplido-. Me figuro que estaréis al corriente de que se le ha declarado culpable y que será castigado como represalia por su crimen. Los Penitenciales prescriben ejecutar al culpable en este caso y se hará mañana al mediodía.

Fidelma se inclinó hacia delante.

– Como emisario del rey y el arzobispo, bajo nuestra ley goza de unos derechos que no pueden infringirse. El rey Fianamail me ha concedido permiso para investigar el crimen del que se le acusa a fin de averiguar si puede hacerse una apelación legal, aunque es evidente que no hay manera posible de apelar contra el ánimo de venganza que percibo en este lugar.

La abadesa Fainder volvió a endurecer el gesto, controlando así cualquier posible reacción a la estocada de Fidelma.

– Quizás ignoréis cuál es la índole del terrible crimen del que se ha declarado culpable al sajón.

– Ya me han puesto al corriente, madre abadesa. El hermano Eadulf que yo conozco jamás habría sido capaz de cometer el crimen del que se le acusa.

– Ah, ¿no? -El semblante siniestro de la abadesa Fainder era burlón-. ¿Cuántas madres, hermanas… amantes… de asesinos habrán dicho lo mismo antes que vos?

Fidelma movió ligeramente el cuerpo, incómoda por la insinuación.

– Yo no soy… -«su amante», iba a decir pero, de pronto, alzó el mentón con desafío, dispuesta a no dejarse provocar-. Desearía iniciar la investigación cuanto antes.

– Desde luego. Sor Étromma, la administradora de la abadía, os asistirá.

La abadesa tocó una campanilla. Apenas se había extinguido el tintineo cuando entró una monja. Era una mujer de baja estatura y cabello claro; tenía rasgos agradables, pero movimientos rápidos y nerviosos como los de un pájaro. Más que andar correteaba, y ocultaba las manos en los pliegues del hábito. Era la misma mujer que había recibido a Fidelma a la puerta de la abadía y que la había acompañado a la sala de la abadesa Fainder.

– Hermana -dijo ésta a la recién llegada-, ya habéis conocido hace un momento a nuestra… nuestra distinguida visitante. -El mero instante de vacilación denotó la ironía de sus palabras-. Se le dará toda la ayuda que necesite en las próximas veinticuatro horas. Está investigando los delitos del sajón para verificar que no hemos transgredido la ley.

Sor Étromma miró a Fidelma con los ojos muy abiertos de asombro; luego se volvió hacia la abadesa y asintió con un brusco movimiento de la cabeza.

– Me ocuparé de que así sea, madre abadesa -murmuró y, tras callar un momento, añadió-: Esto no es habitual, ¿verdad?, pues el sajón ya ha sido juzgado.

– Ocupaos de acompañarla y no se hable más, sor Étromma -ordenó la abadesa-. Obra en sus manos una autorización de Fianamail que, según parece, nos obliga a obedecer.

La pequeña administradora agachó la cabeza y musitó:

Fiat voluntas tua, madre abadesa.

– Supongo que os veré luego, sor Fidelma. ¿En la capilla de rezos tal vez?

Fidelma inclinó la cabeza mirándola, pero hizo caso omiso de la pregunta.

Sor Étromma se apresuró a salir de la sala delante ella. Una vez fuera, sin la presencia de la abadesa, se relajó visiblemente.

– ¿En qué puedo serviros, sor Fidelma? -preguntó con una voz menos entrecortada de la que había empleado para dirigirse a su superiora.

– Desearía ver al hermano Eadulf ahora mismo.

Los ojos de sor Étromma volvieron a abrirse.

– ¿Al sajón? ¿Queréis verle?

– ¿Acaso hay algún inconveniente? La abadesa ha dicho que debéis asistirme en todo.

– Desde luego. -Sor Étromma parecía confusa-. No sé en qué estaba pensando. Venid, os llevaré hasta él.

– ¿Hace mucho que sois la administradora? -preguntó Fidelma mientras aquélla la guiaba a través de los oscuros pasillos abovedados del edificio.

– Hace diez años que soy rechtaire de la abadía. Llegué aquí con mi hermano, siendo todavía una niña.

– Diez años de rechtaire -observó Fidelma-. Eso supone un tiempo considerable. ¿Hace mucho que conocéis a la abadesa Fainder? Sé que ha vuelto de Roma hace poco, pero ¿la conocíais antes de partir a la santa ciudad?

– Cuando llegó a la abadía hace tres meses -explicó sor Étromma- era una desconocida para todos nosotros. Noé había sido nuestro abad hasta entonces. Somos una comunidad mixta, como Kildare.

Fidelma sonrió con un gesto de reconocimiento.

– Lo sé. ¿Por qué el abad Noé decidió dimitir del cargo de abad?

– El propio rey le pidió que fuera su consejero espiritual, o eso nos dijeron. Aquí dispone todavía de sus aposentos, pero se aloja la mayor parte del tiempo en el palacio del rey. Ahora Fainder le ha sustituido como abadesa.

¿Era posible que Fidelma detectara un asomo de resentimiento en el tono de la administradora?

– ¿Por qué nombraron a Fainder si no formaba parte de esta comunidad?

Sor Étromma no respondió.

– ¿No creéis que vos habríais sido la persona más indicada para el cargo, como rechtaire de la abadía los últimos diez años? -preguntó Fidelma con ánimo de sembrar la discordia.

– Pero ella era la protegida del abad Noé en Roma.

– No sabía que Noé hubiera estado en Roma en calidad eclesiástica.

– Sólo fue en peregrinación, pero no pasó mucho tiempo. Allí supongo que conoció a la abadesa y luego la trajo a Fearna para nombrarla su sucesora. A su regreso anunció que se retiraba de la abadía.

– No es un procedimiento nada habitual -subrayó Fidelma, y reparó en otra posibilidad-. ¿Fainder y Noé son acaso parientes?

En las comunidades religiosas, el nepotismo no era nada extraño, y a menudo los abades y abadesas, y hasta los obispos, tomaban posesión de un cargo siguiendo el mismo sistema de sucesión que reyes y nobles. Además de ser descendientes de sangre, eran elegidos por su derbhfine, que solía comprender a tres generaciones de la familia, descendientes de un mismo bisabuelo. Hijos, nietos, sobrinos y primos eran a menudo nombrados abades para sustituir a otros de un modo muy similar al que se usaba para designar a reyes y jefes.

Al no obtener respuesta de sor Étromma, Fidelma hizo otra pregunta.

– ¿Os complace la manera en que la abadesa gobierna esta comunidad? Me refiero a si os complace su decisión de gobernar aplicando los Penitenciales y la forma administrativa de la Iglesia de Roma. Me sorprende que el abad Noé aprobara este cambio, pues siempre creí que era partidario de las reglas de Colmcille.

Sor Étromma se detuvo en seco, a lo cual Fidelma hizo lo mismo; la administradora miró a su alrededor como si quisiera asegurarse de que nadie la oía y dijo a su vez bajando la voz hasta un susurro:

– Hermana, conviene no mencionar tales conflictos en este lugar. Aquí las diferencias entre la Iglesia de Irlanda y la de Roma no son objeto de discusión. Desde que Fainder es nuestra madre superiora, se ha hecho rica y poderosa. No conviene criticar.

– ¿A qué os referís con que se ha hecho rica? -preguntó Fidelma.

Sor Étromma se encogió de hombros.

– La abadesa no hace ascos a la riqueza material, pese a predicar a los demás la austeridad de los Penitenciales. Parece que se ha enriquecido mucho desde que llegó. Quizá se deba a los ricos y poderosos que la auspician. Pero yo no soy quién para señalar.

A Fidelma le pareció evidente que la administradora guardaba rencor a la abadesa.

Con todo, Fidelma no quiso abundar en los prejuicios que pudiera tener sor Étromma. Le preocupaba más saber cómo estaba Eadulf.

Sor Étromma reanudó el paso con presteza.

– ¿Sabéis algo del hermano Eadulf? -preguntó Fidelma, habiendo dejado pasar un breve instante de silencio antes de traer a colación el asunto.

– Será ejecutado mañana.

– Me refiero a los hechos por los que lo han juzgado.

– Sé que al llegar a la abadía parecía bastante contento de estar aquí y que hablaba bien nuestra lengua.

– De modo que tuvisteis ocasión de tratar con él cuando llegó.

– ¿Acaso no soy la rechtaire de la comunidad? Es mi obligación recibir a todos los viajeros, sobre todo a quienes buscan hospitalidad dentro de sus muros.

– ¿Cuándo llegó?

– Hace ahora tres semanas. Solicitó a las puertas alojamiento para una noche. Dijo que pensaba tomar un barco río abajo hasta el lago Garman para embarcar allí hacia el país de los sajones. Desde el lago Garman zarpan muchos navíos sajones.

– ¿Y qué sucedió?

– Yo no sé gran cosa. Como he dicho, llegó a última hora del día. Le proporcioné una cama en las dependencias para los invitados. Asistió a las oraciones y cenó. Durante la noche, la abadesa se despertó. Me contó que habían hallado el cuerpo de una joven novicia en el muelle junto a la abadía. La encontró el capitán de la guardia. Roban a menudo en los barcos que amarran ahí. En el pueblo entran y salen toda clase de mercancías. Por eso hay guardia permanente en el muelle.

Al parecer, habían agredido y estrangulado a la niña. Se dio la voz de alarma. La abadesa me pidió que la acompañara a la habitación del sajón.

– ¿Y por qué el sajón? -Se extrañó Fidelma frunciendo el ceño-. ¿Qué hizo que la abadesa pensara concretamente en él?

Sor Étromma respondió sin apasionamiento:

– Es normal: alguien lo había identificado.

– ¿Quién? ¿Cómo? -Fidelma trató de no mostrar consternación.

– El capitán de la guardia había informado a la abadesa de que el sajón era el responsable. Acompañé a la abadesa, el capitán de la guardia y otros más a la hospedería. El sajón estaba haciéndose el dormido. Cuando lo sacaron de la cama, tenía manchas de sangre y un trozo del hábito de la novicia muerta.

Fidelma reprimió una exclamación. Las circunstancias era peores de lo que esperaba.

– Eso es grave, pero no me habéis dicho cómo lo identificaron. No acabo de entender cómo es posible que el capitán de la guardia señalara al sajón como el responsable de lo ocurrido si, como decís, no estaba en el lugar de los hechos, sino en la cama de las dependencias de invitados cuando fueron a buscarlo. Por cierto, ¿cómo se llama el capitán de la guardia? Puede que me interese hablar con él.

– Se llama Mel.

Los ojos de Fidelma se abrieron al oír el nombre.

– ¿El mismo Mel que es comandante de la guardia de Fianamail? ¿El hermano de Lassar, la posadera de La Montaña Gualda?

Sor Étromma se sorprendió.

– ¿Lo conocéis?

– Me hospedo en su posada.

– La captura del sajón le valió que el rey lo nombrara uno de sus comandantes. Solía ser capitán de la guardia de los muelles.

– Pues se ganó un buen ascenso -observó Fidelma con sequedad.

– Fianamail puede ser muy generoso con quienes le rinden buenos servicios -concedió la administradora, y a Fidelma le pareció percibir un deje de cinismo en su voz.

– Permitid que repita la pregunta: ¿qué llevó al capitán de la guardia a dirigirse con tanta convicción a la cama del hermano Eadulf, al que apenas acababan de incriminar?

Sor Étromma hizo una mueca.

– Se dijo que habían visto a un monje corriendo del muelle a la abadía justo antes de descubrirse el cuerpo.

– ¿Cuántos monjes hay en la abadía de Fearna? ¿Cien? ¿Doscientos? -inquirió Fidelma sin poder evitar una nota de escepticismo.

– Más bien doscientos, hermana -afirmó sor Étromma sin molestarse.

– ¿Doscientos? Con todo, el rastro condujo hasta el sajón. Parece una admirable labor de investigación por parte del capitán de la guardia.

– La verdad es que no tanto. ¿No os lo han dicho?

Fidelma se armó de valor para oír una nueva revelación.

– Hay muchas cosas que no me han dicho. ¿A qué os referís exactamente?

– Hay un testigo de la agresión.

Fidelma guardó silencio unos instantes y dijo luego:

– ¿Un testigo? ¿Alguien que presenció la violación y el asesinato?

– Así es. La novicia a la que mataron en el muelle iba con una amiga.

– Queréis decir con esto -dijo Fidelma- que esa novicia… ¿Cómo se llama?

– ¿Quién? ¿La que presenció el crimen?

– Sí.

– Fial.

– ¿Y la niña a la que mataron?

– Gormgilla.

– ¿Queréis decir, así, que Fial presenció la violación y el asesinato de su amiga Gormgilla con sus propios ojos y que identificó al hermano Eadulf como el individuo responsable?

– Así es.

– ¿E identificó al agresor con convicción? ¿Identificó a la persona que había visto sin sombra de duda?

– Estaba absolutamente convencida. Fue el sajón.

Una abrumadora desesperación invadió a Fidelma. Hasta ese momento había pensado que todo aquello no sería más que un simple malentendido. Ni siquiera después de oír los graves cargos de violación y asesinato de una niña de doce años -una niña por debajo de la edad de elegir- imputados a Eadulf había dudado: tenía plena confianza en él. Sencillamente no estaba en su naturaleza hacer algo así. Tenía que tratarse de un absurdo error de identificación o de un malentendido.

Sin embargo, ahora tenía ante sí una evidencia abrumadora. No sólo habían hallado las pruebas físicas de las manchas de sangre y un trozo de ropa de la víctima, sino que -y sobre todo- existía la presencia de un testigo ocular. Ahora la acusación contra Eadulf era aplastante. ¿Qué iba a decir Barrán, el jefe brehon, cuando llegara a Fearna a petición de ella y se encontrara con que no había nada que juzgar? ¿Era posible que, a pesar de su fe en Eadulf, éste fuera culpable? ¡No! Conocía a Eadulf demasiado bien.

Sor Étromma la acompañó a través de una puerta arqueada que daba a un patio cuadrangular donde Fidelma vio una plataforma de madera. No le hizo falta preguntar para qué servía: en ella había colgado de una soga el cuerpo inerte de un joven monje. No había nadie más en el patio.

Por un espantoso momento se le heló la sangre al creer que era Eadulf; al pensar que, pese a las garantías que le habían dado, había llegado demasiado tarde. Se detuvo en seco y contempló la escena, petrificada.

Al ver que no la seguía, sor Étromma se paró y se volvió de cara a ella con tristeza, haciendo lo posible por no mirar el cadáver.

– ¿Quién es? -preguntó a la rechtaire tras reparar en que el difunto tenía la tonsura de san Juan y no la de san Pedro que llevaba Eadulf.

– Es el hermano Ibar -respondió la administradora en voz baja.

– ¿Por qué motivo lo han ejecutado?

– Por asesinato y robo.

Fidelma apretó los labios un instante y preguntó con rabia:

– ¿Acaso en esta abadía van a imponerse a partir de ahora los castigos que dictan los Penitenciales? ¿Tenéis información detallada sobre este crimen?

– Asistí al juicio, hermana. La abadesa Fainder así lo ordenó a toda la comunidad. Fue el primer juicio en el que se dictó una ejecución según las nuevas leyes Penitenciales, y eso que era miembro de esta comunidad.

– ¿Y decís que se le acusó de asesinato y robo?

– El hermano Ibar fue declarado culpable de matar a un marinero de río y de robarle en el muelle de la abadía.

– ¿Cuándo sucedió?

– Hace unas semanas.

Fidelma tenía los ojos puestos en el cadáver, que se movía con un ligero balanceo.

– Parece que en ese muelle muere mucha gente -reflexionó en voz alta. Entonces se le ocurrió algo-. ¿Decís que Ibar mató a un marinero y luego le robó hace unas semanas? ¿Fue antes o después del crimen del que se acusa al hermano Eadulf?

– Fue después. Justo el día después.

– Es raro, ¿no os parece? Dos asesinatos en el mismo muelle en dos días y dos hermanos de la fe condenados a morir, uno de ellos ejecutado ya.

Sor Étromma arrugó el cejo.

– Pero entre los dos hechos no hay ninguna relación.

Fidelma señaló con disgusto el cadáver.

– ¿Cuánto tiempo piensan tenerlo colgado aquí?

– Hasta el anochecer. Después lo bajarán y lo enterrarán en tierra no consagrada.

– ¿Le conocíais bien?

– No muy bien. Hacía poco que se había unido a la comunidad. Creo que venía de Rathdangan, al norte de aquí. Era herrero de oficio. Y ejercía como tal en la abadía.

– ¿Por qué mató y robó al marinero?

– Se estimó que lo hizo por codicia. Le robó una bolsa con monedas de oro y una cadena de oro después de matarlo.

– ¿Para qué necesitaría dinero un herrero que trabaja para la abadía? Un herrero goza de suficiente respeto para poder poner el precio de honor que quiera a su arte. En fin, su precio de honor es de diez seds, el equivalente de un aireechta, el de un brehon de categoría inferior.

Sor Étromma se encogió de hombros con un gesto elocuente.

– Aquí hace frío, hermana. Vamos -sugirió.

Fidelma la siguió a través del patio rodeado por los elevados muros de los edificios, y luego cruzaron una puertecilla. Sor Étromma subió por una escalera de piedra hasta la planta superior, dos alturas más arriba. El edificio era frío y húmedo. Fidelma sintió un fuerte abatimiento. La oscuridad y la sensación premonitoria que envolvían el lugar no le transmitían en absoluto la atmósfera de una comunidad consagrada a la vida cristiana. Un velo de peligro inminente, algo difícil de explicar, se cernía sobre aquellos muros.

Sor Étromma condujo a Fidelma por un lúgubre pasillo tras detenerse unos momentos para acostumbrar la vista a la penumbra. Al final había una pequeña puerta de roble con cerrojos de hierro.

– ¿Quién va? -preguntó una voz gutural-. ¿Sois vos, Étromma?

– Sí -respondió la administradora-. Vengo con sor Fidelma, una dálaigh con permiso de la abadesa para interrogar al prisionero.

Fidelma percibió una vaharada de cebolla expelida por aquel hombre corpulento al acercarse a ella para verla mejor.

– Muy bien -respondió con su voz cavernosa-. Si a Étromma le parece bien, podéis pasar.

La figura retrocedió en la oscuridad.

– ¿Quién es ése? -preguntó Fidelma en voz baja, algo impresionada por la corpulencia del hombre.

– Es mi hermano Cett, que ahora ejerce de celador -respondió Étromma.

¿Vuestro hermano Cett? -preguntó Fidelma, extrañada por el posesivo.

– Hermano carnal y hermano cristiano -aclaró Étromma, cuya voz sonaba distante-. Mi pobre hermano es un hombre simple. De niños sufrimos un ataque de los Uí Néill, y le dieron un golpe en la cabeza; así que ahora sólo hace tareas de poca monta y algunas que exigen fuerza.

Sor Étromma descorrió los cerrojos de metal que atrancaban la puerta de la celda.

– Llamadme cuando queráis salir. El hermano Cett o yo estaremos pendientes.

Abrió la puerta, y Fidelma entró en la celda; permaneció de pie unos instantes, parpadeando por el rayo de luz que entraba por la ventana de barrotes de la pared de enfrente, y una voz asustada exclamó:

– ¡Fidelma! ¿Sois vos de verdad?

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