Fidelma se movía, inquieta por un sueño agitado.
Estaba soñando con el cadáver del monje colgado al final de la cuerda tensa en la horca de madera. Detrás, un grupo de figuras encapuchadas se reían del muerto y lo abucheaban. Extendiendo los brazos hacia delante, trataba de alcanzar la figura colgada, pero algo se lo impedía. Unas manos tiraban de ella hacia atrás. Se volvió para ver quién era y descubrió el rostro de su antiguo mentor y tutor, el brehon Morann.
– ¿Por qué? -le gritó-. ¿Por qué?
– El ojo esconde aquello que no desea ver -le respondió el anciano con una sonrisa enigmática.
Fidelma se apartó bruscamente de él y volvió a ponerse de cara al hombre ahorcado.
Entonces oyó un estrépito. Primero pensó que la horca se estaba viniendo abajo, que la madera se estaba partiendo. Y entonces se dio cuenta de que aquel ruido la había despertado; formaba parte de la realidad y procedía de fuera. Unos pasos pesados ascendieron por las escaleras de la posada La Montaña Gualda. Apenas si tuvo tiempo de incorporarse antes de que la puerta se abriera de un brusco golpe sin previo aviso.
El obispo Forbassach irrumpió en su habitación con un farol en la mano. A éste seguían media docena de hombres que empuñaban espadas; entre ellos, una figura robusta que le resultó familiar: el hermano Cett.
Antes de que Fidelma pudiera reaccionar, el obispo Forbassach, con el farol en alto, empezó a registrar el cuarto, hincándose de rodillas para mirar debajo de la cama.
Uno de los hombres le apuntaba al pecho con una espada, amenazándola así en silencio.
Fidelma estaba horrorizada. Primero los miró desconcertada y, luego, con creciente indignación.
– ¿Qué significa esto? -exigió saber.
No obstante, algo la interrumpió: el sonido de un forcejeo al otro lado de la puerta. Algunos de los hombres se volvieron para ayudar a sus compañeros a arrastrar a Dego y Enda hasta el interior de la habitación, apuntándoles a la espalda con las armas. Al parecer habían acudido corriendo, espadas en mano, al oír el alboroto. Los demás les superaban en número, por lo que los desarmaron y les sujetaron despiadadamente los brazos a la espalda y en alto a fin de obligarles a inclinarse ante los hombres de Forbassach.
– ¿Qué representa este ultraje, Forbassach? -exigió Fidelma con frialdad, con el tono gélido que ocultaba la furia que sentía-. ¿Habéis perdido el juicio? -preguntó, haciendo caso omiso de la espada con que la amenazaban.
Tras haber registrado cada rincón del cuarto, el obispo se volvió hacia ella sin soltar el farol. Su rostro era una máscara de animosidad amenazante.
– ¿Dónde está? -le espetó.
Fidelma lo miró con pareja aversión.
– ¿Dónde está quién? Tendréis que dar una buena explicación para tamaña intrusión injustificada, brehon de Laigin. ¿Sabéis qué estáis haciendo? Habéis transgredido todas las leyes de…
– ¡Calla, mujer! -farfulló el hombre que sostenía la espada contra su pecho, con la que pinchó para hacer hincapié en la orden.
Fidelma notó el pinchazo. Sin mirar siquiera al guerrero, no apartó la vista de Forbassach.
– Decidle a vuestro bravucón quién soy, Forbassach, y haced memoria vos también. Si se derrama sangre de la hermana del rey de Colgú y dálaigh de los tribunales, la sangre con sangre se pagará. Con ciertas cosas no hay indulgencia posible. Habéis agotado mi paciencia.
El obispo Forbassach vaciló ante la furia implacable de su voz. A él mismo le estaba costando controlar su propia ira, y tardó unos buenos segundos antes de conseguirlo.
– Podéis bajar la espada -ordenó en un tono cortado al hombre y volvió a dirigirse a Fidelma-. Os lo volveré a preguntar: ¿dónde está?
Fidelma se quedó mirando la figura amedrentadora del brehon de Laigin con fría curiosidad.
– Y yo os lo vuelvo a preguntar: ¿a quién os referís?
– Sabéis de sobra que me refiero al sajón.
Fidelma pestañeó varias veces, asombrada al reparar en las implicaciones de aquella pregunta, pero hizo el esfuerzo de no dejar ver sus sentimientos.
El obispo Forbassach hizo una mueca de irritación.
– No finjáis no saber nada de la huida del hermano Eadulf.
Fidelma no apartó la mirada.
– No estoy fingiendo. No sé de qué me estáis hablando en absoluto.
– Quedaos aquí -ordenó el obispo a su pequeño ejército y, mediante una seña, dijo a los hombres que habían reducido a los compañeros de Fidelma-: No soltéis a este par. Los demás, registrad esta posada, y hacedlo de arriba abajo, incluidos los edificios anexos. Comprobad si se echan en falta caballos.
Fidelma vio a Lassar detrás de los hombres; estaba aterrada. Deseó poder reconfortar a aquella pobre mujer, pero su propio corazón estaba desbocado. Sabía que no debía permitir que Forbassach dominara la situación.
Entonces, en medio del bullicio y la confusión, se alzó una voz masculina que arrastraba las palabras debido al efecto del alcohol.
– Pero ¿qué es este alboroto? Esto es una posada, y yo he pagado para dormir en paz en una buena cama.
Tras el grupo acumulado en la puerta, un hombre de baja estatura se abrió paso a empujones. Era evidente que lo habían despertado de un sueño causado por el efecto del alcohol; tenía el pelo despeinado e iba envuelto en una capa por decoro.
El obispo Forbassach se volvió hacia él, irritado por la interrupción.
– Lo que ocurre aquí no es de vuestra incumbencia, Gabrán. ¡Regresad adónde os corresponde!
El hombrecillo avanzó un paso, como un pequeño terrier en guardia ante un sabueso. Miró al obispo como si fuera corto de vista. En cuanto lo reconoció farfulló varias disculpas y retrocedió, confuso. Forbassach volvió a dirigirse a Fidelma.
– ¿De modo que pretendéis que crea que el sajón no está aquí?
Esperando aquella pregunta, Fidelma respondió con la mirada brillante:
– Yo no pretendo nada: os digo que no está aquí. ¿Ha escapado?
El obispo respondió a la pregunta con una sonrisa burlona.
– Como si no lo supierais.
– Es que no lo sé.
– No está en la celda de la abadía. Ha escapado, y quienes le ayudaron han dejado sin conocimiento al hermano Cett de un golpe.
Fidelma respiró hondo al confirmarse así su deducción. Fue un respiro alentado por la esperanza. Miró con dureza al obispo Forbassach.
– ¿Me acusáis de ayudarle a huir? Soy dálaigh, y debo acatar las leyes de los tribunales de los cinco reinos. No sabía nada de esto hasta que me habéis informado vos mismo de ello. ¿Por qué irrumpís en mi cuarto en mitad de la noche usando la fuerza y nos amenazáis a mí y a mis compañeros?
– Por razones obvias. El sajón no había intentado escapar antes de llegar vos, y es evidente que no ha huido por su propia cuenta.
– Os digo, Forbassach, con el juramento de dálaigh en la mano, que no he tenido nada que ver en este asunto. Y os lo podría haber dicho sin que hubiera hecho falta irrumpir de esa forma tan dramática ni usar innecesariamente la fuerza. Tampoco es necesario que sigáis ejerciendo la violencia con mis compañeros.
El obispo Forbassach se volvió hacia Dego y Enda, que permanecían doblados por el dolor insoportable, a manos de sus hombres.
– Aflojad -ordenó el obispo con renuencia.
Los hombres que habían inmovilizado a los dos guerreros de Cashel así lo hicieron. Forbassach les concedió un momento para recuperar el aliento.
– Bueno, si os tomo la palabra de que no habéis tenido nada que ver en este asunto, quizá vuestros hombres han actuado por vos. ¡Tú! ¡Habla! -exclamó de pronto, señalando a Dego.
El guerrero entornó los ojos; se habría abalanzado sobre aquel arrogante brehon de no haber tenido al lado al musculoso hermano Cett.
– Yo no sé nada de su huida, brehon de Laigin -replicó en un tono comedido, si bien sin el respeto que habría requerido la categoría de brehon.
El obispo Forbassach no disimuló su rabia.
– ¿Y tú? -exigió a Enda.
– Yo estaba en la cama hasta que vuestros baladrones me han interrumpido el sueño al atacar a la hermana de mi rey -respondió con desafío-, y he acudido a defenderla del ataque. Y deberéis responder a las consecuencias de este ataque.
– Quizá debamos convenceros para que hagáis memoria -dijo a su vez el obispo en un tono mezquino.
– ¡Esto es un atentado, Forbassach! -gritó Fidelma, horrorizada por la insinuación-. No pondréis la mano sobre mis hombres. No olvidéis que son guerreros leales de mi hermano, el rey de Cashel.
– Mejor que pongamos las manos sobre ellos que sobre vos, mujer -intervino el fornido hermano Cett.
– ¡Si permitís que este asunto se os vaya de las manos, entre Cashel y Fearna se derramará sangre, obispo Forbassach! -advirtió Fidelma con dureza-. Y aunque vuestros matones no lo sepan, vos lo sabéis muy bien.
– Yo puedo dar fe de que estos dos guerreros no han salido de la posada esta noche, señor obispo.
El que intervino fue un hombre que estaba de pie fuera de la habitación, que ya se abría paso para entrar.
Fidelma vio que se trataba de Mel, el comandante de la guardia de palacio.
El obispo Forbassach lo miró, sorprendido.
– ¿Qué os hace estar tan seguro, Mel? -quiso saber.
– Porque la posada es de mi hermana, como sabéis, y he pasado la noche aquí, en una habitación contigua a la de estos hombres. Tengo el sueño ligero, y puedo asegurar que estos hombres no se han movido hasta que vuestros acólitos han irrumpido en el lugar.
– Habéis tardado mucho en venir a decírmelo -observó Forbassach-. Si tan ligero es vuestro sueño, ¿por qué habéis tardado tanto en acudir a mí?
– Porque vuestros hombres se han puesto a registrar la posada de mi hermana y me ha parecido más prudente acompañarles y asegurarme de que no registraran con demasiado entusiasmo y causaran daños en su propiedad.
El obispo guardó silencio, como si no supiera muy bien qué medidas tomar a continuación.
Saltaba a la vista que el apoyo inesperado del guerrero de Laigin había desbaratado cualquier posible estrategia. Mientras decidía cómo reaccionar, apareció otro de sus hombres y anunció:
– Hemos registrado la posada y todos los edificios adyacentes. No hay rastro del sajón. No hay rastro de nada en absoluto.
– ¿Estáis seguros? ¿Lo habéis registrado todo concienzudamente?
– Todo, Forbassach -respondió el hombre-. Puede que el sajón robara una barca para dirigirse al lago Garman y tomar un barco que lo lleve a su país.
El obispo Forbassach se volvió hacia Fidelma con los labios apretados por la furia. Fidelma aprovechó para sacar ventaja a la circunstancia.
– Mis compañeros y yo aceptaremos vuestras disculpas por esta intrusión injustificada, Forbassach. Aun así, habéis puesto a prueba las leyes de hospitalidad hasta más allá de sus límites. Aceptaré vuestras disculpas sólo porque es evidente que estáis bajo una fuerte tensión.
El obispo Forbassach volvió a ofuscarse por la furia, y pareció que fuera a lanzar otra arremetida verbal. Sin embargo lo pensó dos veces y se limitó a hacer una seña a sus hombres para abandonar el lugar. Con todo, no apartó su mirada furibunda de los ojos de Fidelma.
– Os lo advierto, Fidelma de Cashel -le dijo muy despacio, como si le costara expresar sus pensamientos-. La huida del sajón es un asunto grave. De todos es sabido que sois amigos, que habéis venido hasta aquí para defenderle. El que haya huido a vuestra llegada no es ninguna coincidencia. Puede que vos y vuestros compañeros me hayáis burlado y hayáis sido capaces de ocultar al sajón durante el registro. No me cabe duda de que sabíais de sobra que éste sería el primer lugar al que iríamos. Os lo advierto, Fidelma, esto será vuestra perdición. No volveréis a ejercer la profesión de abogada tomándoos la justicia por vuestra mano -dijo esto y soltó una breve risa-. Lo gracioso es lo siguiente, Fidelma. Había decidido aplazar la ejecución del sajón una semana a fin de complacer los intereses del rey Fianamail y, de este modo, hallar la respuesta a todas esas agudas preguntas que planteasteis. La huida del sajón es, a ojos vistas, una confesión de la culpa. En cuanto vuelvan a capturarlo será colgado. No habrá más apelaciones.
Fidelma aguantó la mirada enardecida del obispo sin inmutarse.
– Os equivocáis al acusarme de ayudar al hermano Eadulf a escapar, Forbassach. A diferencia de otros súbditos de este reino, yo he acatado rigurosamente las leyes de los cinco reinos y no he desechado mi fe en ellas por ninguna otra ley. Tenedlo bien presente, Forbassach. Asimismo, tampoco interpretaría la huida como una aceptación de la culpa. Toda persona inocente tiene derecho a defenderse. La huida bien puede interpretarse como una defensa contra un asesinato judicial.
El obispo no respondió, cambió de parecer y abandonó la habitación sin decir nada más.
Dego se acercó a ella con un gesto de preocupación.
– ¿Estáis bien, señora? ¿No os han hecho daño?
Fidelma negó con la cabeza. Se llevó una mano al hombro, donde el esbirro de Forbassach le había pinchado con la espada.
– No es más que un rasguño. Pasadme el hábito, Enda -le pidió en voz baja y, cuando éste así lo hizo, salió de la cama; miró a los dos guerreros concienzudamente y les dijo-: Ahora que estamos solos, decidme la verdad. ¿Alguno de vosotros ha tenido algo que ver con la huida de Eadulf? -Formuló la pregunta con rapidez, sin aliento.
Dego respondió de inmediato con un gesto negativo.
– Lo juro, señora. -Y sonrió torciendo la boca para añadir-: Pero si se nos hubiera ocurrido, creo que habríamos contemplado la idea de participar en ella.
Con solemnidad, Enda se mostró de acuerdo con él.
– Él lo ha dicho, señora. No se nos ocurrió a nosotros, y ahora que otro ha llevado a cabo el plan, cargamos con la culpa.
Fidelma apretó los labios en una mueca para reprenderles. Pese a que en el fondo estaba de acuerdo con ellos, su lado racional le decía que no debía ser así.
– Me daría vergüenza que infringierais la ley -amonestó.
– No sería infringir la ley, señora -insistió Enda-. Sólo sería doblegarla un poquito para ganar tiempo antes de que llegue el brehon Barrán.
Fidelma levantó la cabeza al ver entrar a Lassar, seguida de su hermano Mel. Al parecer se habían cerciorado de que el obispo Forbassach y sus hombres hubieran salido de la posada.
– En efecto, este asunto es peliagudo, hermana -se quejó Lassar-. Hoy en día es difícil llevar una posada, pero he ofendido al obispo, que además es brehon, a la abadesa y al rey de una misma vez. No creo que pueda mantener la posada. No lo creo en absoluto.
Con un brazo, Mel rodeó a su hermana por los hombros a fin de reconfortarla.
– Este asunto es peliagudo, hermana -repitió con preocupación-. Hemos venido a preguntaros abierta y honestamente si tenéis algo que ver en él.
– No tenemos nada que ver -aseguró Fidelma-. ¿Queréis que abandonemos la posada?
– Disculpadnos, señora. Como comprenderéis, se trata de una circunstancia que afecta gravemente a mi hermana. No sería justo echaros de la posada sin tener motivos para hacerlo.
Lassar sorbió por la nariz y se secó los ojos con la punta del chal.
– Podéis quedaros con mucho gusto. Sólo he querido decir que…
– Y tenéis toda la razón -la interrumpió Fidelma con firmeza-. Puedo aseguraros que, si nuestra presencia en la posada compromete vuestro sustento, nos marcharemos. Si os satisface que nos quedemos, así será. No hemos hecho ningún acto contrario a las leyes de este país, a pesar de las sospechas del obispo Forbassach. Os doy mi palabra de ello.
– Y nosotros la aceptamos, hermana.
– En tal caso, lo mejor que podemos hacer ahora es tratar de conciliar el sueño en lo que queda de esta noche.
Lassar y su hermano salieron juntos del cuarto; Fidelma pidió a Dego y a Enda que esperaran.
– Ahora que sabemos de cierto que ninguno de nosotros está implicado en la huida, se presenta un nuevo problema -les susurró.
Dego inclinó la cabeza mostrando su aprobación.
– Si nosotros no hemos ayudado a Eadulf a escapar, ¿quién lo ha hecho y con qué propósito? -preguntó.
– ¿Con qué propósito? -repitió Enda, confuso.
Fidelma sonrió con amabilidad al joven guerrero.
– Dego lo ha entendido. He observado que diversas personas implicadas en estas circunstancias han desaparecido, todas ellas testigos clave de la abadía. ¿Es posible que también hayan hecho «desaparecer» a Eadulf de esa misma manera?
La posibilidad la preocupó, pero había que considerarla por muy complicada que pareciera, si bien, pensándolo, no lo era mucho más que los otros misterios que encerraba todo aquel asunto. En silencio, todos pensaron en las consecuencias.
– Bueno, a estas horas de la noche poco podemos hacer -reconoció Fidelma a su pesar-. Sin embargo, lo que está claro es que debemos dar con Eadulf antes de que lo hagan Forbassach y sus hombres.
Cuando quedó sola, no sabía si recrearse en la euforia que sentía, en su primera reacción a la noticia de que Eadulf había evitado la horca, o permitir que la asaltara un fastidioso abatimiento, el temor de que su huida le deparara un destino peor. Era incapaz de volver a conciliar el sueño. La situación de su amigo no podía ser más grave. Había llegado a convencerse de que Eadulf afrontaría la muerte aquella mañana. Pero había escapado. Recordó entonces las palabras del brehon Morann: le había dicho una vez que siempre que las cosas parecían mejorar, era porque se había pasado algo por alto. ¿Lo había dicho con cinismo? ¿Qué podía haber pasado por alto?
En vano trató de dormir recurriendo al arte del dercad; los nuevos temores por Eadulf le nublaban la mente. Poco después de las primeras luces del día, el agotamiento la sumió en un profundo sueño. Se despertó sin recuerdos de haber soñado nada, pero con el presagio de que algo no iba nada bien.
Eadulf no se había acostado aquella noche. El saber que aquélla iba a ser su última noche en la Tierra, le hizo sentir que no tenía sentido malgastarla durmiendo. Se quedó sentado en la cama, el asiento más cómodo de la celda, mirando al pedacito de cielo nocturno que se veía a través de los barrotes de la ventana. Trató de ordenar sus pensamientos, divagantes y aterrorizados, en un flujo coherente de pensamiento. Sin embargo, por mucho que lo intentara, esos pensamientos se rebelaban. No era verdad, como afirmaban los sabios, que un hombre que afrontaba la muerte inminente era capaz de concentrarse mejor y pensar con más claridad. Su mente saltaba de acá para allá. Lo llevaba a su infancia, al día que conoció a Fidelma en Whitby, al encuentro posterior con ella en Roma y a su llegada al reino de Muman. Su mente divagaba recuperando recuerdos, recuerdos agridulces.
Entonces oyó un sonido apagado. Un gruñido. Algo que caía. Estaba de pie, de cara a la puerta, cuando oyó el sonido áspero de los cerrojos al descorrerse.
Una figura oscura apareció tras la puerta. Llevaba un hábito con capucha.
– No… no puede ser que ya haya llegado el momento -protestó Eadulf, horrorizado por la idea-. Aún no es de día.
La figura le hizo una seña en la penumbra y susurró con impaciencia:
– Venid.
– ¿Qué sucede? -se quejó Eadulf.
– Venid y guardad silencio -insistió la figura.
Con renuencia, Eadulf cruzó el umbral de la celda.
– Es fundamental que guardéis silencio. Limitaos a seguirme -ordenó la figura encapuchada-. Estamos aquí para ayudaros.
Entonces vio que había otros dos hombres en el pasillo, uno de los cuales sostenía una vela. El otro arrastraba la figura del hermano Cett al interior de la celda que Eadulf había desocupado. Su corazón empezó a latir con rapidez al percatarse de lo que estaba pasando.
Se acercó a ellos enseguida; cualquier posible renuencia se había disipado. Cerraron la puerta de la celda y corrieron los cerrojos.
– Poneos la cogulla, hermano -susurró uno de los encapuchados-, y ahora bajad la cabeza.
Eadulf obedeció al instante.
A paso rápido, el pequeño grupo cruzó el corredor y bajó las escaleras; Eadulf les seguía gustoso a doquiera lo llevaran. Atravesaron un laberinto de pasillos y, de súbito, sin topar con ningún obstáculo, se hallaron fuera de los muros de la abadía, a través de las puertas a orillas del río. Allí les esperaba otra figura, con las riendas de varios caballos en las manos. Sin mediar palabra, la figura que encabezaba el grupo ayudó a Eadulf a montar mientras los demás saltaban a las sillas de sus caballos. A continuación ya estaban alejándose al trote de la entrada de la abadía, a lo largo del río, en cuyas aguas la luz argentina de la luna rielaba.
Al llegar a una arboleda, el jefe les hizo detenerse; levantó la cabeza en actitud de escuchar.
– Parece que nadie nos persigue -murmuró con una voz masculina-. Pero debemos estar ojo avizor. A partir de ahora marcharemos a galope tendido.
– ¿Quiénes sois? -preguntó Eadulf-. ¿Está Fidelma con vosotros?
– ¿Fidelma? ¿La dálaigh de Cashel? -repitió la misma voz y soltó una leve risa-. Guardad las preguntas para luego, sajón. ¿Podéis seguirnos al galope?
– Sé cabalgar -respondió Eadulf con frialdad, aunque perplejo todavía por la identidad de aquellos hombres que, al parecer, no obedecían al mandato de Fidelma.
– ¡Pues cabalguemos!
El cabecilla hundió los talones en las ijadas del caballo, y el animal arrancó a correr de un salto. En un santiamén, los demás caballos lo seguían. Agarrado a las riendas, Eadulf sintió en las mejillas el estimulante soplo del viento frío de la noche, que le hizo caer la capucha y le alborotó el pelo. Después de varias semanas, volvía a sentirse ligero y excitado. Era libre, y sólo los elementos constreñían y acariciaban su cuerpo.
Perdió la noción del tiempo mientras seguía a la recua de jinetes que dejaban atrás los vientos por el camino de la ribera. Cruzaron bosques, ascendieron por un sendero estrecho y sinuoso que atravesaba matorrales y claros, para luego atravesar un pantanal y ascender por unas colinas. Fue un trayecto vertiginoso, que los condujo, a través de un claro, a una cumbre sobre la que se alzaba una antigua fortaleza de tierra, cuyas zanjas y murallas debían de haberse cavado en tiempos antiguos. Sobre las murallas se erguían muros construidos con grandes troncos de madera. Las puertas se abrieron y, sin siquiera reducir el paso, el grupo de jinetes entró en medio de un gran estruendo, cruzando un puente de madera tendido a través de las murallas.
Se detuvieron con tal prontitud que algunos de los caballos recularon y cocearon en protesta. Los hombres desmontaron. A ellos acudieron figuras con antorchas que se hicieron cargo de los animales, que echaban espuma por la boca, y los llevaron a las cuadras.
Por un momento, Eadulf se quedó de pie, sin aliento, mirando a sus acompañantes con curiosidad.
Se habían retirado las capuchas y, a la luz de las antorchas y los faroles, Eadulf se dio cuenta de que ninguno de ellos era religioso. Todos parecían guerreros.
– ¿Sois guerreros de Cashel? -les preguntó tras recuperar el aliento.
La pregunta desató la risa de los presentes, que se dispersaron en la oscuridad para dejarle solo con el jefe.
A la luz de una antorcha de tea, Eadulf advirtió que se trataba de un anciano con largos mechones canos. Éste dio un paso adelante, negó con la cabeza y respondió con una sonrisa:
– No somos de Cashel, sajón. Somos hombres de Laigin.
Eadulf frunció el ceño sin salir de su perplejidad.
– No lo entiendo. ¿Por qué me habéis traído hasta aquí? Es más: ¿dónde estamos? ¿No recibís órdenes de Fidelma de Cashel?
El anciano se rió dulcemente.
– ¿Creéis que un dálaigh sería capaz de desobedecer la ley hasta el punto de arrebataros de las garras del infierno, sajón? -preguntó con cierto regocijo.
– Entonces, ¿no os envía Fidelma? No entiendo nada… ¿Me habéis liberado para que pueda proseguir mi viaje de regreso a mi país?
El anciano avanzó unos pasos y señaló a la fortaleza, el lugar al que habían llevado a Eadulf.
– Estos muros son las lindes de vuestra nueva cárcel, sajón. Si bien no soy partidario de segar una vida por otra, considero que nuestras leyes tradicionales deben cumplirse. No me someteré a los Penitenciales de Roma, pero respetaré las leyes de los brehons.
Eadulf estaba más confuso que nunca.
– Entonces, ¿quién sois vos y qué lugar es éste?
– Me llamo Coba, bó-aire de Cam Eolaing. ¿Veis los muros? Son los muros de mi fortaleza. Y ahora son las lindes de vuestro maighin digona.
Eadulf nunca había oído el término y así lo dijo.
– El maighin digona es el recinto del refugio que permite la ley. Dentro de estos muros tengo autoridad para proporcionar protección a cualquier extranjero que huya de un castigo injusto, que huya de un decreto de busca y captura. Os he salvado con harta eficiencia de las violentas manos de vuestros perseguidores.
Eadulf respiró hondo.
– Creo que ya lo entiendo.
El viejo lo miró fijamente.
– Espero que así sea. Sólo os permitiré refugiaros aquí hasta que un juez supremo os cite y se os juzgue según la ley tradicional de este país. Debo advertiros que este refugio no es un lugar inviolable, de modo que si nuestra ley os declara culpable no os libraréis de la justicia. Si huís de aquí antes de ser juzgado otra vez, yo mismo aplicaré el castigo. Se me permite impedir la violencia, pero no derrotar la justicia. Si intentáis marcharos antes de que se haya realizado un juicio legal, sólo hallaréis la muerte.
– Os lo agradezco -suspiró Eadulf-, ya que soy inocente de veras y espero que así se demuestre.
– Seáis inocente o no, eso no me atañe, sajón -dijo el hombre con severidad-. Yo sólo creo en nuestra ley y me aseguraré de que respondáis ante ella. Si escapáis, como soy yo quien os da refugio, bajo la ley seré responsable de vuestro delito y habré de recibir el castigo por vos. Por tanto, no permitiré que os libréis de la ley. ¿Entendéis lo que digo, sajón?
– Lo entiendo -asintió Eadulf en voz baja-. Ha quedado muy claro.
– Entonces alabad a Dios por que este amanecer -dijo el anciano, señalando al cielo rosáceo del este- no sea el último, pues anuncia el primer día del resto de vuestra vida.