Los caballos, a medio galope, avanzaban por la montaña en penumbra, rebufando cuando los jinetes los picaban. Éstos eran tres varones y una mujer. Los hombres portaban atuendo y armas de guerreros, y ella se distinguía no sólo por ser una dama, sino por el atavío religioso. Pese a que la luz crepuscular velaba sus rasgos, el cansancio de la caballería y el ánimo agotado con el que cabalgaban denotaban que habían recorrido muchos kilómetros ese día.
– ¿Estáis seguros de que es por aquí? -preguntó la mujer, mirando en derredor, mientras bajaban por un bosque frondoso a galope tendido.
El camino que atravesaba la montaña descendía, cada vez más escarpado, hacia un valle. Más abajo, apenas apreciables a la luz matutina, los meandros de un río caudaloso se abrían paso a través de una vasta cañada.
– He cabalgado muchas veces como heraldo de Cashel a Fearna, señora, y conozco bien la ruta -aseguró el joven guerrero que montaba a su lado, sucio de polvo-. Un kilómetro más adelante llegaremos a un lugar donde otro río procedente del oeste confluye con ese que veis ahí abajo. Allí donde los ríos se cruzan está la taberna de Morca, donde podremos pasar la noche.
– Pero cada hora cuenta, Dego -respondió la mujer-. ¿No podemos seguir adelante y llegar a Fearna esta noche?
El guerrero vaciló antes de responder, buscando un modo de expresar firmeza sin faltarle al respeto.
– Señora, prometí a vuestro hermano el rey que yo y mis compañeros os custodiaríamos en este viaje. Yo no aconsejaría viajar por estos campos de noche. En este territorio acechan muchos peligros a gente como nosotros. Si pasamos la noche en la posada y partimos mañana con las primeras luces, llegaremos al castillo del rey de Laigin antes del mediodía. Además, estaremos frescos tras haber reposado esta noche.
La esbelta religiosa guardó silencio, y el guerrero de nombre Dego entendió que así aceptaba su consejo.
Dego era miembro de la élite guerrera de Colgú, rey de Muman; el propio rey le había asignado la tarea de escoltar a su hermana, Fidelma de Cashel, hasta Fearna, capital del reino de Laigin, cuyas tierras lindaban con el reino de Colgú. No le había hecho falta preguntar a su hermana los motivos que la habían llevado a emprender aquel viaje, pues las nuevas se habían difundido rápidamente por todo el palacio de Cashel.
Fidelma acababa de llegar de un peregrinaje al santo sepulcro de Santiago. Se había visto obligada a adelantar el regreso al recibir la noticia de que el hermano Eadulf, emisario sajón del arzobispo de Canterbury, Teodoro de Tarso, en Cashel, había sido acusado de homicidio. Los detalles eran todavía confusos; los rumores decían que en su viaje de vuelta a Canterbury, ciudad situada al este, en tierra de sajones, el hermano Eadulf había sido apresado a su paso por el reino de Laigin y había sido acusado de asesinar a una persona. Era la única información que tenían.
Si algo sabían de seguro las gentes de Cashel era que, a lo largo del año anterior, el hermano Eadulf no sólo había trabado amistad con el rey Colgú, sino que había devenido fiel compañero de su hermana, Fidelma. Decían que Fidelma había resuelto viajar a Laigin con el fin de asumir la defensa de su amigo, pues no era sólo monja, sino también dálaigh, abogada de los tribunales de los cinco reinos.
Fueran habladurías o no, Dego sabía que apenas Fidelma había desembarcado de la nave de peregrinos en Ardmore había partido a uña de caballo hacia Cashel, donde no pasó ni una hora con su hermano antes de poner rumbo a Fearna, la capital de Laigin, donde tenían preso a Eadulf.
Lo cierto es que para Dego y sus compañeros no fue cosa fácil mantener el ritmo de Fidelma, que sostuvo un gesto adusto durante todo el camino y parecía tener más dotes de monta que ellos.
Dego la miró con cierta inquietud, pues en sus ojos verde azulados percibió un destello que no auguraba nada bueno a quienes osaran contradecirla. Estaba seguro de que su recomendación de pasar la noche en la posada era la más acertada, pero también le preocupaba que Fidelma comprendiera los motivos por los que lo había propuesto. Dego sabía muy bien que ella ansiaba llegar a la capital de Laigin cuanto antes.
– Existe cierta enemistad entre Cashel y Fearna, señora -se aventuró a decir tras cavilarlo-. Todavía hay guerra en la frontera de Osraige. Si cayéramos en manos de los grupos de guerreros de Laigin que merodean por la región, podrían contravenir la protección que os ofrece vuestro cargo.
Los rasgos severos de Fidelma se suavizaron un instante.
– Estoy al corriente de la situación, Dego. Tu consejo es prudente.
Fidelma no dijo más. Dego abrió la boca para añadir algo, pero al mirarla otra vez advirtió que cualquier otra palabra más sería superflua y podría importunarla.
Al fin y al cabo, nadie mejor que Fidelma para conocer el estado de la disputa entre Cashel y Fearna. En una ocasión se había enfrentado a Fianamail de Laigin, un rey joven e irritable. Fianamail no era amigo de Cashel. Es más, desde aquella ocasión le guardaba rencor a Fidelma.
El joven Dego, que lo sabía, admiraba el valor que demostraba su señora al acudir ipso facto a socorrer a su amigo sajón, derecha hacia tierras enemigas. El hecho de ser dálaigh de los tribunales era lo único que le permitía desplazarse con tal libertad, sin obstáculos ni impedimentos. Ningún habitante de los cinco reinos osaría ponerle las manos encima, pues quien lo hiciera habría de afrontar el terrible castigo de perder el valor de su honor y ser marginado para siempre de la sociedad sin derecho a acogerse a la ley. Ningún habitante que acatara la ley osaría tocar a sabiendas a una dálaigh de los tribunales, y menos a Fidelma, que había recibido los honores del rey supremo, Sechnassach, en persona. La autoridad de una dálaigh de los tribunales la protegía más que el privilegio de ser la hermana del rey de Muman o, incluso, que el hecho de ser una hermana de la fe cristiana.
Con todo, a Dego no le preocupaban aquellos que acataban la ley. Sabía muy bien que el rey Fianamail y sus consejeros podían albergar intenciones siniestras. Era muy fácil ordenar que mataran a Fidelma y atribuir la culpa a una banda de malhechores. Razón por la cual Colgú había seleccionado a sus tres mejores guerreros para acompañar a su hermana a Laigin. No les había ordenado que lo hicieran, pues correrían más peligro que su hermana, pero había ofrecido a cada uno un bastón de mando que indicaba que actuaban como emisarios bajo la protección de las leyes de una embajada. Era cuanto podía hacer para darles protección legal.
Dego y sus compañeros, Enda y Aidan, que cabalgaban en la retaguardia ojo avizor, no vacilaron en aceptar el encargo propuesto a pesar de las dudas que albergaban en cuanto a la honradez del rey de Laigin. Estaban dispuestos a seguir a Fidelma dondequiera que fuera, pues el pueblo de Cashel sentía un afecto especial por la hermana joven, alta y pelirroja de su rey.
– La posada está ahí mismo -gritó Enda desde atrás.
Dego entornó los ojos para ver mejor en la oscuridad.
Distinguió un farol colgado de un poste, el método tradicional que usaban los posaderos para anunciar la presencia del establecimiento, e iluminar el camino a los viajeros fatigados. Dego frenó su caballo ante el grupo de edificios. De la penumbra surgieron un par de mozos de cuadra, que se les acercaron corriendo para recoger las monturas y sostenerlas mientras los jinetes desataban las alforjas; a continuación fueron hacia la entrada de la fonda.
Un anciano ancho de hombros abrió las puertas y se quedó sobre unos escalones de madera; un rayo de luz procedente del interior iluminó a los viajeros al aproximarse.
– ¡Guerreros de Muman! -exclamó el viejo con el ceño fruncido al escrutarlos con los ojos e identificar sus armas y atuendo. Su tono de voz no era precisamente cordial-. Hoy en día vemos pocos hombres de los vuestros por estos lares. ¿Venís en son de paz?
Dego se detuvo en un escalón más abajo y respondió con cara de pocos amigos:
– Venimos en busca de tu hospitalidad, Morca. ¿Nos la vais a negar acaso?
El voluminoso posadero lo miró fijamente unos instantes, tratando de reconocerlo bajo la escasa luz.
– Conocéis mi nombre, guerrero. ¿Por qué?
– He pasado la noche aquí otras veces. Somos una embajada del rey de Cashel al rey de Laigin. Repito: ¿Vas a negarnos tu hospitalidad?
El posadero se encogió de hombros con indiferencia.
– No me corresponde a mí negárosla. Y menos tratándose de tan eminente visita, emisarios del rey de Cashel a mi propio rey. Si buscáis la hospitalidad de esta posada, aquí la tenéis. Vuestra plata es tan buena como la de otro cualquiera.
Dio media vuelta con desgarbo y, sin decir más, entró a la sala principal de la posada.
La sala era amplia y un fuego ardía en un hogar al fondo. Había varias mesas de comensales en distintas fases de la cena. En un rincón, un anciano rasgueaba un cruit, un arpa pequeña con forma de herradura, aunque nadie parecía prestar atención a sus divagaciones musicales. Algunos de los presentes eran a ojos vistas lugareños que estaban allí para encontrarse y beber con sus vecinos, y otros eran viajeros que disfrutaban de una cena temprana. La noticia de que habían llegado guerreros de Muman se había extendido en un santiamén por la sala, por lo que la concurrencia guardó silencio al verlos entrar. Incluso el arpista vaciló y dejó de tocar.
Dego miró con inquietud a su alrededor con la mano levemente apoyada sobre el puño de su espada.
– ¿Veis a qué me refiero, señora? -susurró a Fidelma-. Se percibe hostilidad. Debemos estar alerta.
Fidelma lo miró con una breve sonrisa tranquilizadora y se dirigió hacia una mesa desocupada; antes de sentarse soltó la alforja. Dego, Enda y Aidan siguieron su ejemplo, pero con la mirada intranquila. La veintena de personas que había en la sala los observaban con miradas subrepticias sin abrir la boca. El posadero se había retirado al fondo del comedor, desatendiendo a los nuevos huéspedes intencionadamente.
– ¡Posadero! -exclamó Fidelma con una voz contundente que se oyó en todo el comedor.
A regañadientes, el viejo fornido cruzó la sala en medio de un silencio glacial.
– Parecéis poco dispuesto a prestar las obligaciones que por ley os corresponden.
Obviamente, Morca no esperaba oír de una mujer un comentario tan agresivo. Pasada la sorpresa, la fulminó con la mirada y preguntó con sorna:
– ¿Qué sabrá una religiosa como vos de leyes de posaderos?
Fidelma devolvió el insulto sin alterar la voz.
– Soy dálaigh con categoría de anruth. ¿Respondo con esto vuestra pregunta?
La frialdad del ambiente se agravó.
Dego volvió a rozar con la mano la empuñadura de la espada, y sus músculos se tensaron.
Fidelma sostuvo la mirada del posadero con sus encendidos ojos verdes, como una serpiente que acorrala a un conejo. El hombre parecía paralizado. Sin perder el tono sereno e hipnotizador, Fidelma añadió:
– Estáis obligado a proporcionarnos vuestros servicios y a hacerlo de buen talante. Si no lo hacéis, se os juzgará como culpable de etech, es decir, por negaros a cumplir con la obligación que os corresponde por ley. En tal caso, habréis de pagar a cada uno de nosotros la cantidad asignada al precio de nuestro honor. Si se estimara que habéis actuado a conciencia y con malicia, también podríais perder el díre de esta posada, y ésta podría echarse abajo sin que se os indemnizara por ello. ¿Os ha quedado clara la ley, posadero?
El hombre permaneció de pie mirándola, como si tratara de recuperar la voz perdida. Al final bajó la vista ante la mirada iracunda de ella, arrastró los pies y asintió.
– No pretendía faltaros al respeto. Corren… corren tiempo difíciles.
– Puede que corran tiempos difíciles, pero la ley es la ley y debéis acatarla -lo reprendió-. Bien. Mis compañeros y yo queremos camas para pasar la noche, y también queremos cenar… ahora mismo.
El hombre volvió a asentir con la cabeza bruscamente y pasó a mostrase diligente y servicial.
– Se os servirá enseguida, hermana. Enseguida.
Dio media vuelta y fue en busca de su esposa, mientras las conversaciones que se reanudaban rompían el silencio. Las notas quejumbrosas del arpa también volvieron a sonar.
Dego apoyó cómodamente la espalda contra el respaldo de la silla y dijo con una tenue sonrisa:
– Es evidente que el pueblo de Laigin no siente simpatía por nosotros, señora.
Con un leve suspiro, Fidelma dijo a su vez:
– Por desgracia les hacen creer que deben adscribirse a los mismos prejuicios de su joven rey. Sea como fuere, la ley debe estar por encima de todo.
La mujer del posadero se presentó ante ellos con una sonrisa que parecía algo afectada. Les llevó sendos cuencos de estofado de un caldero que hervía a fuego lento. También les sirvió aguamiel y pan.
Los cuatro visitantes se concentraron en la cena, pues había sido un duro día a caballo y no se habían detenido a comer al mediodía. Tras terminar sus raciones y relajarse bebiendo aguamiel de las tazas de barro, Fidelma empezó a observar el lugar y a fijarse en los demás huéspedes.
Entre otros, había una pareja de religiosos ataviados con hábitos artesanales de color marrón y un grupo reducido de mercaderes. Sentada aparte estaba la gente del lugar, en su mayoría campesinos y granjeros, y un herrero que se deleitaba con la charla y la bebida. Sentados a la mesa contigua, dos campesinos sostenían una conversación. Fidelma tardó unos momentos en advertir que no era una típica charla entre campesinos. Frunció el ceño y se volvió con disimulo hacia ellos para escucharles mejor.
– El forastero sajón se merece el castigo. Le está bien empleado -decía uno de ellos.
– Los sajones siempre han sido una plaga para estas tierras: asaltan y saquean los barcos y los poblados de nuestras costas -se quejó el otro-. Son viles piratas. ¡Ya está bien de seguir siendo indulgentes con ellos! Una guerra contra los sajones sería más rentable para Fianamail que una guerra contra Muman.
De pronto, uno de ellos reparó en que había llamado la atención de Fidelma. Parecía abochornado; tosió y se levantó.
– Bueno, debo ir a acostarme. Mañana tengo que arar el campo de abajo -se disculpó y dio media vuelta para salir de la posada a grandes zancadas, dando las buenas noches al posadero y su esposa.
Fidelma se volvió de repente hacia su compañero. Era un hombre más joven y, por el atuendo, supo que era pastor. Se estaba terminando el aguamiel, ajeno al motivo que había llevado a su amigo a marcharse con tanto apremio.
– Os he oído hablar de sajones -le dijo Fidelma con simpatía-. ¿Estáis sufriendo ataques de saqueadores sajones en la región?
El pastor se puso nervioso al dirigirle la palabra una monja.
– Los piratas sajones han atacado muchos puertos costeros del sureste, hermana -reconoció de pronto-. He oído que hace tan sólo una semana tres navíos mercantes, uno de ellos procedente de Galia, fueron atacados y hundidos frente al cabo de Cahore, habiéndoles robado antes.
– ¿Es posible que haya entendido por la conversación con vuestro amigo que capturaron a uno de los piratas?
El joven frunció el cejo como si recordara la conversación mantenida y luego negó con la cabeza.
– No es exactamente un pirata. Dicen que es un sajón que ha matado a una monja.
Fidelma se echó hacia atrás procurando evitar que la impresión se reflejara en su gesto. ¡Habían matado a una monja! Esperaba que aquel hombre no se estuviera refiriendo a Eadulf. Habían pasado nueve días desde que la noticia le llegara a aquel puerto de Iberia, lo cual significaba que el asesinato del que se acusaba a Eadulf había sucedido hacía al menos tres semanas. Le preocupaba que los hechos se hubieran precipitado y que llegara demasiado tarde para defenderlo, aun cuando su hermano había enviado un mensaje a Fianamail pidiéndole que postergara las medidas. Fuera como fuere, la idea de que Eadulf pudiera estar implicado en el asesinato de una monja era difícil de creer.
– ¿Cómo iba a cometer semejante atrocidad? ¿Sabéis cómo se llama ese sajón?
– Eso sí que no lo sé, hermana. Ni quiero saberlo. No es más que un perro sajón asesino. Es lo único que sé y que me interesa.
Fidelma miró al hombre con reprobación.
– ¿Cómo sabéis que es un perro asesino, como decís, si no conocéis los detalles? Sapiens nihil affirmat quod non probat.
El pastor quedó desconcertado. Fidelma se disculpó al instante por la arrogancia de citar en latín a un pastor.
– «Un hombre prudente no afirma que algo es verdadero hasta que no se demuestra.» Conviene esperar a que el juez dicte la sentencia.
– Pero si los hechos ya se conocen. Ni siquiera los otros religiosos están por la labor de defenderle. Dicen que el sajón era un monje, así que, por ser uno de ellos, cabía esperar que quisieran tapar su acto de depravación. Se merece el castigo.
Fidelma se lo quedó mirando, irritada por su actitud.
– En eso no consiste la justicia -dijo con calma-. Un hombre debe ser juzgado antes de ser condenado y castigado. No se puede castigar a una persona antes de que la juzguen los brehons.
– Pero es que ya lo han juzgado, hermana. Ya lo han juzgado y condenado.
– ¿Que ya lo han juzgado decís? -Fidelma no fue capaz de disimular su turbación.
– En Fearna corre el rumor de que ya lo han juzgado y que lo han declarado culpable. Y que el brehon del rey está satisfecho con la condena.
– ¿El brehon del rey? ¿Su juez supremo? ¿Os referís al obispo Forbassach? -Fidelma estaba haciendo un esfuerzo por mantener la calma.
– Ese mismo. ¿Le conocéis?
– Sí.
Fidelma lo recordó con rencor. El obispo Forbassach era un viejo adversario suyo. Tenía que haber imaginado que intervendría en el juicio.
– Si han declarado culpable al sajón, ¿se sabe algo ya del castigo? ¿Cuál será el precio de honor que tendrá que pagar? ¿Qué compensación se le exige?
Bajo la ley, cualquier persona declarada culpable de homicidio o de cualquier otro delito tenía que pagar una compensación. Era una suerte de multa llamada eric. Cada persona de una comunidad tenía un precio de honor según su categoría y condición. El autor tenía que pagar la compensación a la víctima o, en caso de asesinato, a los parientes de ésta, así como las costas del juicio. En ocasiones, según la gravedad del delito, el culpable perdía todos sus derechos civiles y tenía que trabajar para la comunidad para rehabilitarse. Si no lo hacía, podía ser rebajado a la categoría de mero peón itinerante, condición apenas mejor que la de esclavo. Éstos recibían el nombre de daer-fudir. Sin embargo, la ley estipulaba sabiamente: «la muerte de un hombre extingue sus deudas». Así, los hijos del condenado recuperaban su lugar en la sociedad y el mismo precio de honor del que su padre o su madre habían gozado antes de ser declarados culpables del delito.
El pastor miraba a Fidelma como si le sorprendiera la pregunta.
– No han pedido ninguna multa eric -respondió al fin.
Fidelma no lo entendía y así se lo hizo saber.
– ¿Y de qué castigo están hablando?
El pastor dejó sobre la mesa la taza vacía y, limpiándose la boca con la manga, se levantó para marcharse.
– El rey ha declarado que el juicio debería hacerse de acuerdo con los nuevos Penitenciales cristianos, ese nuevo sistema de leyes que dicen que viene de Roma. El sajón ha sido condenado a muerte. Creo que ya lo han colgado.