Capítulo II

Por las puertas de roble tachonado de la capilla, los monjes salieron en lenta procesión al patio principal de la abadía bajo el velo de una luz gris y fría. Era un patio grande, enlosado con piedras de granito oscuro, pero los cuatro lóbregos muros de piedra de la edificación lo empequeñecían.

La hilera de monjes encapuchados, precedida por un solo hermano de la comunidad, el cual portaba una cruz de metal ornamentado, se movía pausadamente; con la cabeza gacha y las manos ocultas en los pliegues de los hábitos, iban cantando un salmo en latín. A poca distancia les seguían otras tantas monjas encapuchadas, con la cabeza baja también, que acompañaban las voces masculinas con notas más agudas, con acompasada armonía, marcando con su cadencia el contrapunto. El efecto que creaba el conjunto era un eco fantasmagórico en el espacio cerrado.

Cada uno ocupó su posición a ambos lados del patio frente a una plataforma de madera sobre la que se alzaba una extraña construcción de tres postes verticales que sostenían un triángulo de vigas.

De una de ellas colgaba una cuerda anudada como una soga. Justo debajo había una banqueta de tres patas. Junto a este siniestro aparato se erguía un hombre alto de pie, con los pies separados. Estaba desnudo de cintura para arriba, con unos brazos toscos y musculosos cruzados sobre un pecho ancho y velludo. Sin reflejar ninguna emoción, contemplaba la procesión religiosa, asumiendo de modo impasible y sin vergüenza alguna la labor que le tocaba realizar en aquella macabra plataforma.

Por la puerta de la capilla salieron otros dos religiosos, un hombre y una mujer, que se acercaron pausadamente y con naturalidad a la plataforma. El cuerpo delgado de la mujer sugería cierta altura, aunque de cerca era de mediana estatura, y sus rasgos oscuros y un tanto arrogantes hacían de ella una presencia imponente. El hábito y el crucifijo ornamentado que portaba en una cadena, alrededor del cuello, revelaban su alto cargo eclesiástico. A su lado iba un hombre de baja estatura y rostro adusto y ceniciento. Su vestimenta también revelaba una alta posición eclesiástica.

Se detuvieron en seco entre las dos hileras de monjes, frente a la plataforma. El canto se extinguió cuando la mujer alzó la mano de manera casi imperceptible.

Una monja se adelantó con diligencia y se detuvo ante ella, inclinando la cabeza con respeto.

– ¿Podemos proceder ya, hermana? -le preguntó la religiosa ricamente ataviada.

– Todo está preparado, madre abadesa.

– Procedamos, pues, con la gracia de Dios.

La monja miró hacia la puerta abierta al fondo del patio y levantó la mano.

La puerta se abrió casi al instante y dos hombres bajos y fornidos -dos monjes, como indicaban los hábitos- la cruzaron llevando a rastras a un joven en medio, también vestido con hábito, aunque rasgado y manchado. Estaba pálido y los labios le temblaban por el miedo. Su cuerpo se sacudió con sollozos incontrolables al ser arrastrado a través de las losas del patio hacia el grupo expectante. El trío se detuvo ante la abadesa y compañía.

Se impuso el silencio unos instantes, perturbado solamente por los sollozos angustiosos del joven.

– Bien, hermano Ibar -dijo la mujer con voz dura e implacable-, ¿confesaréis vuestra culpa ahora que os halláis en el umbral de vuestro viaje al Otro Mundo?

El joven empezó a farfullar palabras sin sentido. Estaba demasiado asustado para ser capaz de expresar nada mejor.

El monje que acompañaba a la abadesa se inclinó hacia él.

– Confesad, hermano Ibar -susurró en un tono sibilante y persuasivo-. Confesad y evitad el dolor de sufrir en el purgatorio. Id con Dios habiendo limpiado de culpa vuestra alma y Él os recibirá con dicha.

Al fin, unas palabras inteligibles asomaron a su boca.

– Padre abad… madre abadesa… Soy inocente. Pongo a Dios por testigo que soy inocente.

La expresión de la mujer se acentuó con arrugas de desaprobación.

– ¿Conocéis las palabras del Deuteronomio? Escuchadlas, pues, hermano Ibar: «…y los jueces inquirirán bien, y si pareciere ser aquél testigo falso, que testificó falsamente… Y no perdonará tu ojo: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie». Tal es la palabra de la ley de la fe. Aun ahora podéis aborrecer vuestros pecados, hermano. Id con Dios libre de pecado.

– Yo no he pecado, madre abadesa -gritó el joven con desesperación-. No puedo retractarme de algo que no he hecho.

– Entonces conoced el resultado inevitable de vuestra locura, pues está escrito: «Y vi los muertos, grandes y pequeños, que estaban delante de Dios; y los libros fueron abiertos: y otro libro fue abierto, el cual es de la vida: y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras. Y el mar dio los muertos que estaban en él; y la muerte y el infierno dieron los muertos que estaban en ellos; y fue hecho juicio de cada uno según sus obras. Y el infierno y la muerte fueron lanzados en el lago de fuego. Ésta es la muerte segunda. Y el que no fue hallado escrito en el libro de la vida, fue lanzado en el lago de fuego».

La abadesa interrumpió el sermón para tomar aire y miró al abad buscando su aprobación. Este inclinó la cabeza, impertérrito.

– Hágase la voluntad de Dios -anunció en un tono inalterable.

La mujer inclinó la cabeza dirigiéndose a los dos monjes musculosos que agarraban al joven, y entonó:

– Así sea.

Dieron media vuelta al cautivo a fin de situarlo de cara a la plataforma y lo empujaron hacia delante pese a su resistencia; éste se habría desplomado sobre la estructura si no lo hubieran agarrado bien. Antes de recuperar totalmente el equilibrio, le habían atado los brazos a la espalda con una cuerda corta.

– ¡No soy culpable! ¡No soy culpable! -gritaba el joven mientras forcejeaba en vano para deshacerse de ellos-. ¡Preguntad por los grilletes! ¡Los grilletes! ¡Preguntad!

El hombre fornido que esperaba en la plataforma se adelantó y levantó al reo como si éste no pesara más que un niño. Lo colocó sobre la banqueta, le colocó la soga al cuello y tiró de ella, lo cual sofocó sus gritos, al tiempo que uno de los escoltas ataba una cuerda alrededor de los pies.

A continuación, los escoltas bajaron de la plataforma y el verdugo quedó de pie junto al joven, que mantenía un precario equilibrio sobre la banqueta con la soga al cuello.

Los religiosos reanudaron el canto en latín con una nota más dura y rápida que la anterior; la abadesa miró al musculoso verdugo y, de pronto, asintió con la cabeza.

Éste se limitó a dar una patada a la banqueta bajo el reo, que soltó un último grito ahogado antes de que la soga se le estrechara irrevocablemente alrededor del cuello. Entonces osciló adelante y atrás, dando patadas mientras moría lentamente estrangulado.

El hermano Eadulf de Seaxmund's Ham, que contemplaba la escena del patio desde cierta altura, a través de un ventanuco con barrotes de hierro, se estremeció, se arrodilló y musitó una apresurada plegaria por el alma del condenado. Se apartó de la ventana y regresó al interior de su celda sombría.

Sentado sobre la única banqueta que tenía, un hombre de rostro enjuto y aspecto cadavérico lo observaba con ojos sombríos y brillantes y aterradora expectación. Llevaba el hábito clerical y, al cuello, un crucifijo de oro ornamentado.

– Ahora, sajón -dijo en un tono crispado e intimidante-, tal vez queráis reflexionar sobre vuestro futuro.

El hermano Eadulf dejó asomar una sonrisa hosca que le cambió el gesto, a pesar de lo que acababa de ver en el patio.

– No creo que tenga mucho que reflexionar sobre mi futuro, ya que el que me queda por delante en este mundo es finito.

El hombre sentado ante él torció los labios con sorna ante aquel intento jocoso.

– Razón de más para tener mucho cuidado. El modo en que pasamos las últimas horas en este mundo afecta a nuestra vida eterna en el Otro.

Eadulf se sentó sobre el catre de madera y dijo, restando importancia al asunto:

– No discutiré vuestros conocimientos jurídicos, obispo Forbassach, aunque debo decir que estoy perplejo. He pasado años estudiando en este país y jamás había visto una ejecución. Que yo sepa, vuestras leyes, el Senchus Mór, establecen que nadie debe ser ejecutado por ningún crimen en los cinco reinos de Éireann si paga la multa eric o una compensación. ¿Con qué propósito han matado a ese joven?

El obispo Forbassach, juez supremo del rey Fianamail de Laigin y, por consiguiente, brehon además de obispo del reino, frunció los labios con una sonrisa cínica.

– Los tiempos cambian, sajón. Los tiempos cambian. Nuestro joven rey ha decretado que las leyes y los castigos cristianos (a lo que llamamos Penitenciales) deben reemplazar las antiguas costumbres de esta región. Aquello que es bueno para la fe en los países que aplican las leyes cristianas, también ha de ser bueno para nosotros.

– Pero vos sois brehon, juez, y habéis jurado respetar y defender las leyes de los cinco reinos. ¿Cómo podéis aceptar que Fianamail tenga autoridad legal para cambiar vuestras leyes antiguas? Esto sólo puede hacerse cada tres años en el gran Festival de Tara por acuerdo unánime de reyes, brehons, abogados y seglares.

– Por lo visto sabéis mucho para ser forastero en tierra extraña, sajón. Os diré algo. Nosotros anteponemos la fe a cualquier otra consideración. No sólo juré respetar y defender la ley, sino también juré respetar y defender la fe. Todos deberíamos acoger las leyes de la Iglesia y rechazar la ignorancia de nuestras leyes paganas. Pero no nos andemos por las ramas. No he venido a discutir de leyes con vos, sajón. Se os ha declarado culpable y habéis sido sentenciado. Ahora sólo se os pide que reconozcáis la culpa para estar en paz con Dios.

Eadulf se cruzó de brazos y sacudió la cabeza.

– ¿Ésa es la razón por la cual se me ha obligado a presenciar la ejecución de ese pobre joven? Bien, obispo Forbassach, debéis saber que ya estoy en paz con Dios. Me pedís que admita la culpa sólo para absolveros vos mismo de vuestra propia caída por emitir un falso juicio. Soy inocente, y así lo declararé, como ha hecho ese pobre hombre. Que Dios acoja en su seno al hermano Ibar en el Otro Mundo.

El obispo Forbassach se puso en pie. No había borrado la sonrisa de su rostro, pero era más tensa y falsa que antes. Eadulf notó en él la violencia contenida de la frustración.

– El hermano Ibar cometió una insensatez al declararse inocente, como veo que la estáis cometiendo vos.

Cruzó la celda hasta la ventana y miró al patio unos instantes. El cuerpo del joven todavía colgaba de la horca, dando breves sacudidas de vez en cuando, lo cual revelaba una espantosa certeza: la muerte todavía estaba reclamado a la desdichada víctima. Todos, salvo el paciente verdugo, se habían marchado ya.

– Interesante… eso último que ha gritado -reflexionó Eadulf en voz alta-. ¿Alguien se ha molestado en preguntar por los grilletes?

El obispo Forbassach no respondió. Instantes después dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Con la mano en el cerrojo, vaciló un momento y luego se volvió para mirar a Eadulf con ojos fríos e iracundos.

– Tenéis hasta el mediodía de mañana para decidir si queréis morir con una mentira en los labios, sajón, o si deseáis liberar el alma de la culpa de haber cometido ese crimen atroz.

– Tengo la impresión -respondió el hermano Eadulf sin alterarse, mientras Forbassach golpeaba la puerta para atraer la atención del guardia- que tenéis mucho interés en que reconozca algo de lo que soy inocente. ¿Por qué será?

Por un momento, la máscara del obispo Forbassach se desvaneció y, si las miradas matasen, Eadulf sabía que habría muerto en ese momento.

– Después del mediodía, sajón, ya no tendréis el privilegio de plantearos esa duda.

La puerta de la celda se abrió y Forbassach salió. Eadulf se precipitó sobre la puerta, pero quedó cerrada tras salir el obispo; a través del pequeño enrejado gritó:

– En tal caso tengo hasta mañana al mediodía para reflexionar sobre vuestros motivos. ¡Quizá tenga tiempo suficiente para descubrir qué siniestra malevolencia se está moviendo en todo esto, Forbassach! ¿Y qué decís de los grilletes?

No obtuvo respuesta. Eadulf prestó atención al cuero de las sandalias restallando a cada paso sobre las losas de granito del corredor, el ruido de una puerta lejana que se cerraba y el sonido áspero de unos cerrojos de hierro al correrse.

Eadulf se apartó de la puerta. Al quedar solo otra vez, volvió a invadirlo una pavorosa desesperación. Podía ocultar sus sentimientos a Forbassach, pero no podía hacerlo consigo mismo. Volvió a acercarse a la ventana y miró a la horca del patio. El cuerpo del hermano Ibar ya apenas oscilaba de la soga. Las piernas ya no daban sacudidas. Ya era un cuerpo sin vida. Eadulf intentó pronunciar una oración, pero no consiguió articular una sola palabra. Tenía la boca seca, la lengua hinchada. Al día siguiente al mediodía él mismo pendería de aquella soga. Y nada podría impedirlo.


* * *

Fearna, el gran lugar de los alisos, era la población principal de los Uí Cheinnselaigh, la dinastía real del reino de Laigin. El pueblo se alzaba sobre la ladera de una colina, allí donde dos valles atravesados por dos grandes ríos convergían formando los dos brazos de una gran bifurcación en un único y vasto valle donde los afluentes también confluían en una sola corriente, hacia el sur primero, hacia el este después, hasta el mar.

Tras pasar la noche en la posada de Morca, Fidelma y sus compañeros habían cruzado el ancho río Slaney por un vado, para seguir por un camino entre éste y el río Bann, en cuyas colinas se erguía la capital de los reyes de Laigin. Su llegada entre la extensión de edificios de piedra y madera pasó inadvertida, pues muchos viajeros, mercaderes y vendedores, así como emisarios de otros reinos, iban y venían regularmente. La presencia de extranjeros era tan frecuente en el municipio que no suscitaba comentarios.

Dos complejos de edificios dominaban Fearna. Sobre un pequeño promontorio de la colina se erguía la fortaleza, bastión de los reyes de Laigin. Era grande, aunque poco espectacular: una ciudadela circular como tantas de las que había en los cinco reinos de Éireann. Curiosamente, el edificio que más dominaba la ciudad era la abadía de Máedóc, un complejo de granito gris sobre la orilla del río Bann. Tenía incluso embarcadero propio, uno pequeño en el que atracaban los barcos procedentes de los poblados a lo largo del río para comerciar con la abadía.

No resultaba disparatado creer a primera vista que la abadía era la ciudadela de los reyes de Laigin. Pese a no tener más de cincuenta años de antigüedad, parecía haber estado allí desde hacía siglos, pues una enrarecida atmósfera decadente y tenebrosa la envolvía. Más parecía una fortaleza que una abadía y, por si fuera poco, irradiaba un halo funesto.

Cuando el rey Brandubh decidiera construir la abadía para su mentor cristiano y sus discípulos, el viejo rey había decretado que habría de ser, asimismo, el edificio más imponente de su reino. Sin embargo, en vez de ser un lugar destinado al culto y la dicha -como era propio de un edificio religioso- se edificó una mole sobrecogedora y hostil, que parecía una siniestra llaga en medio de la ciudad.

Apenas hacía cincuenta años que los reyes de Laigin se habían convertido a la fe cristiana cuando Brandubh había accedido a ser bautizado por el santísimo Aidan, un hombre de Breifne que acabó estableciéndose en Fearna. El pueblo de Laigin llamaba a Aidan por el nombre de Máedóc, apelativo cariñoso derivado de su nombre y que significaba «pequeño fuego». El santísimo Máedóc había fallecido cuarenta años atrás. De todos era sabido que la comunidad conservaba con celo sus reliquias en la abadía.

Al acceder al centro del municipio, Fidelma escrutó el edificio con ojo crítico, pues era muy distinto de las moradas religiosas que conocía. Se sintió culpable por pensar aquello, pues sabía que el santísimo Máedóc era amado y respetado en toda la región. Con todo, ella consideraba que la religión debía ser algo alegre y no opresivo.

Dego señaló el camino que ascendía a la fortaleza de Fianamail, ya que había estado antes en Fearna. Con resolución, el joven guerrero encabezó la comitiva pendiente arriba y, al llegar a las puertas, se detuvo para ordenar al guardia que llamara a su comandante. Casi al instante apareció un soldado, que frunció el ceño al reconocer a Dego y sus compañeros como hombres al servicio del rey de Cashel. Al ver que aquél no sabía qué hacer, Fidelma avanzó con su caballo.

– Llamad a vuestro administrador -le aconsejó-. Decidle al rechtaire que está aquí Fidelma de Cashel y que solicita audiencia a Fianamail.

Al reconocer el rango de la joven monja que pedía acceso a la fortaleza, el comandante se sobresaltó. Luego hizo una breve y rígida reverencia, para dar luego media vuelta abruptamente y mandar a uno de sus hombres a buscar al rechtaire, o administrador de la casa del rey. Con buenas maneras preguntó si Fidelma y su séquito querían desmontar y ponerse al abrigo del cuarto de guardia. Chasqueó los dedos, y dos mozos de cuadra acudieron corriendo para ocuparse de los caballos, mientras Fidelma y sus compañeros entraban en una sala donde ardía un fuego crepitante. La recepción no había sido entusiasta, pero todo se había hecho con la mínima cortesía que las leyes de la hospitalidad requerían.

El administrador de la casa del rey llegó a los pocos instantes, apresurado.

– ¿Fidelma de Cashel?

Era un hombre mayor de cabello plateado y cuidadosamente cepillado. Su aspecto y su ropa ya indicaban que era escrupuloso en el arreglo personal y meticuloso en el protocolo de la corte. Portaba una cadena de plata de oficio.

– Se me ha comunicado que solicitáis una audiencia con el rey, ¿es así? -añadió.

– Así es -respondió Fidelma-. Se trata de un asunto de cierta urgencia.

El hombre mantuvo el gesto grave.

– Estoy seguro de que se os podrá conceder. Quizá vos y… -se interrumpió, parpadeando al dirigir la vista hacia Dego, Aidan y Enda -… vuestra escolta queráis lavaros y descansar mientras dispongo lo necesario.

– Preferiría que la audiencia fuera concedida de inmediato -objetó Fidelma para sorpresa del administrador, que parpadeó varias veces-. Hemos descansado durante el viaje, que de hecho emprendimos para tratar aquí un apremiante asunto de vida o muerte. Y no empleo estas palabras con ligereza…

El hombre vaciló y trató de explicar:

– No es habitual que…

– Este asunto tampoco es nada habitual -lo interrumpió a su vez Fidelma con firmeza.

– Sois hermana del rey de Muman, señora. Y sois también monja, y vuestra reputación como dálaigh no es desconocida en Fearna. ¿Me permitís que os pregunte en cuál de las tres cualidades habéis venido aquí? El rey siempre atiende gustoso a visitantes de las tierras vecinas, sobre todo a la hermana de Colgú de Cashel…

Fidelma le hizo callar de golpe con un brusco ademán. No necesitaba halagos para camuflar su pregunta.

– No estoy aquí como hermana del rey de Muman, sino como dálaigh de los tribunales con categoría de anruth -anunció Fidelma en un tono frío y admonitorio.

El administrador levantó el brazo haciendo un extraño movimiento que parecía indicar aquiescencia.

– En tal caso, si sois tan amable de esperar, iré a ver si el rey gusta de recibiros.

El administrador hizo esperar a Fidelma veinte minutos. El capitán de la guardia, al que habían ordenado esperar con ellos de pie, estaba cada vez más incómodo, y empezó a restregar los pies contra el suelo cuando empezó a pasar el tiempo. Aunque Fidelma estaba enfadada, sentía lástima por él. Al cabo de un rato, cuando el hombre carraspeó y empezó a disculparse, ella le sonrió y le dijo que la culpa no era suya.

Cuando el administrador al fin volvió a aparecer, también reveló su incomodidad por haber tardado tanto en comunicar la petición al rey y volver con la respuesta.

– Fianamail ha expresado que os recibirá con gusto -anunció el viejo, bajando la vista ante la impaciente mirada de Fidelma-. Si sois tan amable de seguirme… -Vaciló un momento y miró a Dego-. Vuestros compañeros tendrán que esperaros aquí, por supuesto.

– Por supuesto -repitió ella bruscamente.

Cruzó miradas con Dego sin necesidad de decirle nada. El joven guerrero inclinó la cabeza al comprender la orden tácita.

– Aguardaremos mientras regresáis sana y salva, señora -dijo en voz baja, poniendo un leve énfasis al decir «sana y salva».

Fidelma siguió al anciano administrador a través de un patio enlosado y por el interior de los edificios principales de la fortaleza. El palacio parecía curiosamente vacío en comparación con el gentío que solía abarrotar el castillo de su hermano. Aquí y allá había guardas aislados de pie. Unos pocos hombres y mujeres (criados, a juzgar por la evidencia) correteaban de acá para allá, cada uno con su labor asignada, pero no se oía charlar ni reír a nadie, ni tampoco niños que jugaran. Cierto que Fianamail era joven y soltero todavía, pero no dejaba de ser extraño que faltara en el palacio dinamismo, así como el calor de la vida y la actividad familiar.

Fianamail la esperaba en una pequeña sala de recepción, sentado ante un resplandeciente fuego de leña. Aún no había cumplido los veinte años. Tenía el pelo rojizo y la astucia de un zorro. Unos ojos juntos le concedían una expresión maligna. Había sucedido a su primo Faelán como rey de Laigin tras fallecer éste de peste amarilla un año atrás. Era exaltado y ambicioso y, según Fidelma habían observado en el previo y único encuentro que habían tenido un año atrás, se dejaba engañar fácilmente por sus consejeros a causa de su propia arrogancia. Fianamail había cometido la necedad de aprobar una conspiración para arrebatar a Cashel el control del subreino de Osraige y anexionarlo a Laigin. Fidelma había denunciado la conspiración durante una audiencia con el rey supremo en persona en la abadía de Ros Ailithir. En consecuencia, el jefe brehon del rey supremo, Barrán, había dictaminado que el subreino, situado en la frontera entre el reino de Muman y Laigin, permanecería bajo la jurisdicción de Cashel para siempre. La sentencia había enfurecido a Fianamail, y ahora consentía que bandas de guerreros de Laigin asaltaran y saquearan las regiones fronterizas y negaba responsabilidad o conocimiento de los hechos. Fianamail era joven y codicioso y estaba resuelto a forjarse su propia fama.

No se levantó cuando Fidelma entró en la sala, como habrían dictado las más elementales normas de cortesía; se limitó a indicarle con una mano mustia que tomara asiento en el extremo opuesto del gran hogar.

– Os recuerdo muy bien, Fidelma de Cashel -dijo a modo de saludo sin asomo de sonrisa o calidez en sus rasgos flacos y astutos.

– Y yo a vos -respondió Fidelma con idéntica frialdad.

– ¿Puedo ofreceros algún refrigerio? -sugirió el joven señalando con languidez una mesa con vino y aguamiel.

Fidelma negó con la cabeza.

– El asunto que deseo discutir es apremiante.

– ¿Apremiante? -Fianamail alzó las cejas para expresar curiosidad-. ¿Y qué puede ser tan apremiante?

– La condena del hermano Eadulf de Seaxmund's Ham. ¿Acaso no recibisteis los mensajes de mi hermano en los que expresaba la inquietud de Cashel al respecto y en los que os pedía…?

Fianamail se puso en pie de repente con el ceño fruncido.

– ¿Eadulf? ¿El sajón? Recibí un mensaje, pero no lo comprendí. ¿A qué se debe el interés de Cashel por el sajón?

– El hermano Eadulf de Seaxmund's Ham es el emisario entre mi hermano y Teodoro de Canterbury -confirmó-. He venido aquí para defenderle contra el cargo del que se le acusa.

Fianamail abrió ligeramente la boca en lo que pareció a Fidelma un gesto de júbilo.

– He retrasado el juicio en la medida en que he podido por deferencia a vuestro hermano el rey. Pero, ay, el tiempo ha ido pasando.

Fidelma empezó a sentir cada vez más frío.

– De camino hacia aquí oímos rumores de que ya había sido juzgado. Tras la intervención de mi hermano, bien podría haberse retrasado hasta mi llegada.

– Ni siquiera un rey puede aplazar un juicio indefinidamente. El rumor que oísteis es cierto: ya ha sido juzgado y ha sido declarado culpable. Ya no hay nada que hacer. Ya no necesita vuestra defensa.

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